Llegó a Madrid con su ligero casco de corcho, sus medias inglesas y su morral cruzado en bandolera; y se situó en la Puerta del Sol para esperar un tranvía, el número 3.
Primero no esperaban el 3 más que una señora con una cesta y cinco guardias; pasando media hora, una multitud impaciente y torva se alineaba junto a los carriles, pateando, mirando el reloj y dándose codazos. Unos automóviles que aplastaron a siete u ocho personas no lograron aclarar el grupo. Al fin sonó una voz:
-¡Ahí viene un 3!
Se acercaba, en efecto, lleno de luz, con racimos humanos en su plataforma y los topes oscurecidos por una masa que, según pudo advertir después William Brook, era un conglomerado de chiquillos. Se acercaba tintineando alegremente. No se había detenido aún y la muchedumbre se lanzó a asaltarlo.
Empujando, pisoteado, pellizcado, el ilustre viajero fue y vino entre la turba. Ora se encontraba rechazado hasta el Ministerio de la Gobernación, ora se veía lanzado contra el coche. Pegó y le pegaron. Mordió y le mordieron. Oyó llorar a una madre que había perdido a su hijo en el tumulto, y a un padre que había perdido su alfiler de corbata. William Brook ha naufragado tres veces y presenció, con el corazón estremecido, las luchas desesperadas por la posesión de un bote o de un simple chaleco salvavidas. Nada sin embargo tan tremendo como aquella batalla por alcanzar un puesto en el tranvía número 3. William gritaba en varios idiomas: -¡Renuncio, renuncio!¡No quiero más! Pero nadie le hacía caso. A la fuerza le izaron a la plataforma posterior. Había perdido el casco de corcho y una bota; tenía la sospecha de llevar rotas dos costillas, pero no pudo comprobarlo hasta una hora después, porque no le era posible mover los brazos, apretujado entre los asaltantes.
Nada de particular tiene que en aquella confusión poca gente supiese dónde estaban sus bolsillos y metiesen las manos en los de los demás. Esto fue lo menos importante, y no se preocupó de ello porque un espectáculo más doloroso le conturbó poderosamente. Una señora gorda exhalaba cerca de él angustiosos gemidos, murmurando que iba a perecer aplastada de un momento a otro. Un anciano murió en el instante de decir: -Dos billetes hasta Noviciado; pero como no podía caerse al suelo, nadie se enteró de su muerte.
El tranvía quedó seis veces sin fluido, y llegó al final del trayecto al cabo de setenta minutos. La señora gorda bajó biselada. William Brook tenía casi todo el pelo blanco…
Nunca tripula
ResponderEliminarJuan Sebastián Elcano
un submarino.
(CUQUI COVALEDA)