Entrada al azar

lunes, 25 de mayo de 2020

EL PUEBLO EN LA CARA (Miguel Delibes)


Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: "¿Dónde va el Estudiante?". Y yo le dije: "¡Qué sé yo! Lejos". "¿Por tiempo?" dijo él. Y yo le dije: "Ni lo sé". Y él me dijo con su servicial docilidad: "Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?". Y yo le dije: "Nada, gracias Aniano".

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): "Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?". Y también me mortificaba que los externos se diesen de codo y cuchichearan entre sí: "¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?" o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: "Ése no; ese es de pueblo." Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: "Allá en mi pueblo"... o "El día que regrese a mi pueblo", pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: "Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara".

Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: "Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo".

Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao". O bien: "Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, hasta los pies". O bien: "Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón." O bien: "Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasca para reintegrarle a la colmena".

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo es un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.


miércoles, 20 de mayo de 2020

DIARIO DE SEM (Mark Twain)


(Un domingo de 920 A. C.)

Como siempre, nadie respeta las fiestas de guardar. Es decir, nadie salvo nuestra familia. Por todas partes hay multitudes de malas personas en plena jarana. Bebiendo, discutiendo, bailando, apostando, riendo, gritando, cantando... Hombres, mujeres, niños, jóvenes... todos hacen lo mismo. Y también se dedican a practicar otras infamias... Infamias de esas que no deben ponerse por escrito. ¡Menudo ruido! Trompetean con sus cornetas, aporrean cazos y sartenes, martillean instrumentos bárbaros y tañen tambores... más que de sobra para reventarle a uno los tímpanos. Y todo esto un domingo... ¡Imagínense! Mi padre dice que en los viejos tiempos no pasaban estas cosas. Cuando él era pequeño el domingo se respetaba y no había maldades, ni jolgorios, ni ruido. Sólo paz, silencio y tranquilidad. Y misa varias veces al día y al atardecer. Eso era hace casi seiscientos años. ¡Comparad aquellos tiempos con éstos! Cuesta creer que haya cambiado todo tan deprisa que de lo anterior se acuerdan hasta los que aún no son viejos.

Hoy estas criaturas siniestras se agolpan en multitudes aún mayores que de costumbre para ver el Arca, merodear a su alrededor y burlarse de ella. Hacen preguntas y cuando se les dice que es un barco, se ríen y preguntan que dónde está el agua, aquí en mitad del llano. Al decirles que el Señor va a mandarnos desde el cielo agua suficiente para inundar el mundo entero, se burlan una vez más y dicen: «Eso cuéntaselo a los marineros».

Matusalén ha vuelto a venir hoy. No siendo la persona más vieja del mundo, sí es el anciano más ilustre que existe y se hace respetar por esa particular supremacía. Al verle aparecer cesan los gritos, se hace el silencio, los hombres se quitan el sombrero y todos le saludan con reverencia servil, susurrándose unos a otros: «Mírale... Ahí va... Tiene casi mil años... Conoció a Adán, según dicen». Es evidente que al viejo vanidoso todo esto le resulta de lo más agradable, pero avanza dando pasos cortos y con la nariz levantada, adoptando el aire distraído de quien medita sobre un asunto importante, como dando a entender que no se entera de cuanto ocurre a su alrededor.

Pero yo sé, por ciertos detalles, que Matusalén tiene arrebatos no sólo de celos sino también de envidia. Quizá no debiera mencionarlo, pues somos parientes políticos por ser mi mujer su tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tataranieta, o algo así, y aunque no lo diría en público, me parece inofensivo contarlo en la intimidad de mi diario, que es casi igual que decírmelo a mí mismo. Matusalén está celoso por lo del Arca, sin duda alguna. Le da rabia que no se lo hayan encomendado a él, en vez de a mi padre. El Arca ha causado tal impresión en todos los países del mundo que mi padre ha pasado de la oscuridad a la fama mundial, cosa que a Matusalén le da celos. Al principio las gentes decían: «Noé, pero ¿quién es Noé?». Sin embargo, ahora recorren muchos kilómetros para pedir su autógrafo. Esto fatiga a Matusalén.
Claro que él no tiene que pasarse noches enteras firmando autógrafos, como nos pasa a nosotros. Y me refiero a los ocho hermanos, porque Padre no puede hacerlos todos, ni siquiera una décima parte, con una mano tan vieja y agarrotada. Matusalén tiene un carácter de lo más desagradable. A mí me parece que sólo está contento cuando logra molestar a los demás. Siempre nos llama a todos nosotros —a mis hermanos, a mí y a nuestras esposas— «los niños». Lo hace porque sabe que nos ofende. Un día Jafet se atrevió a recordarle tímidamente que éramos todos hombres y mujeres. ¡Sus carcajadas se oían desde un kilómetro a la redonda! Cerrando los ojos en una especie de éxtasis burlón, frunció esos labios resecos mostrando los cuatro colmillos amarillentos de sus encías desdentadas, soltó una siniestra carcajada y dijo entre toses asmáticas:

—Hombres y mujeres, ¡vosotros! Decidme, ¿qué edad tenéis, reliquias venerables?

—Nuestras mujeres tienen casi ochenta años. Y de nosotros el mayor soy yo, que cumplí cien en primavera.

—¡Ochenta, válgame el cielo! ¡Cien, válgame Dios! ¡Y ya casados! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¡Unos niños de cuna! ¡Unos muñecos de trapo! ¡Y todos casados! En mis días de juventud nadie hubiera permitido casarse a unos niños. ¡Qué atrocidad!

Pese a que Jafet le quiso recordar que más de un patriarca se había casado en su primera juventud, ¡no quiso escucharle! Siempre hace lo mismo. Si se le da un argumento que no logra rebatir, alza la voz y se defiende a gritos. De modo que lo único que puede hacer uno es cerrar la boca y olvidar el asunto. No se puede discutir con él, porque se consideraría un escándalo y una irreverencia. De nada serviría que nosotros, los hermanos, intentáramos contradecirle. Ni nosotros, ni nadie. Excepto el médico. El médico no le tiene ni miedo ni demasiado respeto. Dice que un hombre no es más que un hombre y que tener mil años no le hace estar por encima de los demás.


lunes, 18 de mayo de 2020

FEMINISTA (Emilia Pardo Bazán)



Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.

Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado.

No sé qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeña de estatura, delgada, de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete longevidad y hace a las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas. Generalmente su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y catilinarias del marido. No era necesario que murmurase:

—No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico…

Generalmente, antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de soberbia vegetación.

Había olvidado completamente al matrimonio —como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia—, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración… Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales…». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones tajantes.

—¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! —contestó, riendo, el doctor.

—¿El de los pantalones? —interrogué con curiosidad.

—Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente…

¡Vaya! Verdad es que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron… ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes…

En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos a través del tabique, o… En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia.

Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y a la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba:

—Clotilde mía…, levántate.

Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó:

—¡Ahora…, ponte mis pantalones!

Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel…, broma algo chocante, algo inconveniente…; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?…

—¿Has oído? —repitió él—. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!

Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley!

—Siéntate ahora ahí —dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció—: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos.

¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre… Vivió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir.

Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sino en la fuente de Jovencia… ¡Ignoramos dónde mana!

Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse —al cabo era joven aún—, no pensaba sino en la poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo:

—¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas!

Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios…, y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:

—Para que sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes?

Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos precavidos.


domingo, 17 de mayo de 2020

LA CASA, LA ARAÑA Y EL NIÑO (Ray Bradbury)


La Casa era un rompecabezas dentro de un enigma dentro de un misterio, ya que acompasaba los silencios, cada uno diferente, y las camas, cada una de diferente tamaño, algunas con tapa. Los techos eran lo suficientemente altos como para permitir escaleras con descansos, donde las sombras podían colgarse cabeza abajo. El comedor contenía trece sillas, cada una con el número trece, así nadie podía sentirse dejado de lado por la distinción que cada número implica. Las arañas que colgaban del techo tenían forma de lágrimas de almas atormentadas en el mar perdidas hace quinientos años, y el sótano guardaba recipientes con vino de esa misma edad, etiquetado con nombres raros, y cajas vacías para futuros visitantes, a los que les disgustaran las camas o las altas perchas del techo.

La sola y única Araña usaba una red de caminos, yendo de arriba abajo, de modo que la Casa entera era una sonora tela hilada y ejecutada por la ferozmente veloz Arach, que aparecía durante un instante junto a los recipientes de vino, y al siguiente, con una corrida vertical, en el altillo visitado por la tormenta, mientras tejía las redes y reparaba los hilos, veloz y silenciosa.

¿Cuántos cuartos, habitáculos, roperos y recipientes en total? Nadie lo sabía. Decir mil sería exagerado, pero cien estaba muy lejos de la verdad. Ciento cincuenta y nueve parecía una cifra razonable y cada uno se encontraba vacío desde hacía largo tiempo, llamando a los habitantes por el mundo, ansiando desalojar a los moradores de las nubes. La Casa era un escenario fantasma que ansiaba la visita de fantasmas. Y como los climas circunvalaron la Tierra durante cien años, la Casa se hizo conocida, y en todo el mundo los muertos que se habían acostado para dormir largas siestas, se sentaron con fría sorpresa y se propusieron ocupaciones más raras que la muerte, liquidaron sus negocios fantasmales y se prepararon para volar.

Todas las hojas otoñales del mundo convergieron en migraciones susurrantes sobre el centro de Norteamérica y cayeron a vestir el árbol que un momento estaba desnudo, y al siguiente se veía adornado de hojas caídas del otoño del Himalaya, de Islandia y del Cabo, en colores rojizos y en sombríos ramos fúnebres, hasta que el árbol se sacudió para florecer pleno en Octubre y los frutos brotaron como calabazas cortadas el Día de Todos los Santos.

En ese momento...

Alguien que pasaba por el camino bajo una obscura tormenta dickensiana, dejó una canasta de picnic junto al portón de hierro de la entrada. Dentro de la canasta algo lloraba y sollozaba y gritaba.

Se abrió la puerta y emergió un comité de bienvenida, que estaba integrado por una mujer, la esposa, extraordinariamente alta, y un hombre, el marido, enjuto y más alto, y una anciana, del tiempo en que el rey Lear era joven, en cuya cocina hervían ollas y en las ollas, sopas que hubiesen estado mejor fuera del menú, y los tres se inclinaron ante la canasta de picnic para retirar la manta obscura que tapaba al bebé, de no más de una o dos semanas de edad.

Se sorprendieron por su color, el rosa del amanecer y de la salida del Sol y por el sonido de su respiración como fuelle de primavera, y por el latido de su corazón como puño, apenas un sonido de colibrí enjaulado, y en un impulso la Dama de Brumas y Pantanos, porque así era conocida en todo el mundo, trajo el más pequeño de los espejos que guardaba, no para ver su rostro que nunca se veía, sino para estudiar los rostros de los extraños, por si hubiera habido algo malo en ellos.
–Mira –exclamó ella y puso el pequeño espejo frente a la mejilla del pequeño bebé y... ¡sorpresa total!

–Maldito sea todo –dijo el marido enjuto y pálido–. ¡Su rostro se refleja!

–¡No es como nosotros!

–No, pero es –dijo la esposa.

Los pequeños ojos azules los miraban, reflejados en el espejo.

–Déjalo –dijo el marido.

Y los tres podrían haberse ido, dejándolo a los perros feroces y a los gatos salvajes, si no fuera porque a último momento, la Dama Oscura dijo "¡No!", y se agachó y giró y tomó la canasta, y fue con el bebé por el sendero hasta entrar en la Casa y por el corredor hasta el cuarto que, en ese instante, se convirtió en el cuarto de niños, ya que las cuatro paredes y el cielo raso estaban cubiertos con imágenes de juguetes colocados en tumbas egipcias, para entretener a los hijos de los faraones que habían viajado por un río de mil años de oscuridad, y habían necesitado objetos alegres para llenar el tiempo oscuro e iluminar sus bocas. Entonces, alrededor de todas las paredes danzaban perros, gatos y campos de trigo sin arar donde esconderse, y también rodajas de pan mortal, y ristras de cebollas verdes para la salud de los hijos muertos de algún faraón triste. Y a este cuarto de niños parecido a una tumba, llegó un niño brillante para quedarse en el centro de un reino frío.

Y tocando la canasta, la dueña de la Casa de Invierno-Otoño dijo:

–¿No había un santo con luz especial y promesa de vida, de nombre Timothy?

–Sí.

–Entonces –dijo la Dama Oscura– es más adorable que los santos; eso disipa mi duda y calma mi temor, no santo, pero sí Timothy. ¿Verdad, niño?

Y al oír su nombre, el recién llegado en la canasta dio un grito de alegría.

Que subió hasta el Alto Ático e hizo que Cecy se diera vuelta en medio de la marea de sus sueños, y alzara la cabeza para oír otra vez ese grito feliz que había logrado dibujarle una sonrisa en la boca. Porque mientras la Casa se quedaba extrañamente callada, y todos se preguntaban qué podría sucederles, y el esposo no se movía y la esposa se inclinaba preguntándose a medias qué hacer, Cecy en un instante supo que sus viajes no bastaban, que empezando ahora aquí y luego allá, viendo y oyendo y saboreando todo, debería haber alguien para compartir todo y con quién hablar. Y aquí estaba el narrador; su pequeño grito fue el anuncio de que no importaba lo que se pudiera mostrar y decir, su mano pequeña, al crecer fuerte y salvaje y rápida, lo captaría y lo escribiría. Con esta íntima seguridad, Cecy envió una telaraña de silenciosos pensamientos y de bienvenida para que envolviera al bebé y le hiciera saber que él y Cecy eran uno. Y el niño expósito, así tocado y reconfortado, dejó de llorar y se sumió en el sueño, que fue un regalo invisible. Y al ver esto, el marido paralizado se permitió sonreír.

Y la Araña, hasta entonces oculta, salió de los cobertores, tentó el aire en derredor, y corrió luego a quedarse en la mano del pequeño niño, como un anillo papal de pesadilla que bendijera a una corte futura y a todos los cortesanos de las sombras, y se quedó tan quieta que parecía una piedra de ébano y no carne rosada.

Y Timothy, sin saber lo que llevaba en el dedo, supo de los pequeños refinamientos de los sueños de la gran Cecy.


sábado, 16 de mayo de 2020

INEXORABLE COMO UN VIENTO (Billy MacGregor)


Voy al supermercado porque hace falta vinagre y vuelvo con: Un pack de bayetas de cocina-rosa, amarilla, azul y verde-. ¿Por qué? Porque soy tonto. Porque el otro día me dijo, esta bayeta huele a rancio. Y me ha saltado a la mano como un pollito el pack de bayetas multicolor, anda mira, seguro que le hace ilusión. Y después he comprado pan rallado. Pero resulta que cuando llego a casa no es pan rallado, es harina amarilla de maíz y yo soy tonto, es que eres tonto, esto es harina de maíz amarilla. ¿Las bayetas? Ni caso. Como el que escucha llover. Y eso que se las paso por la mejilla y le digo ¿ves qué suaves? Y huelen a bayeta. También he comprado helado, porque al salir la he escuchado, compra helado, aunque me lo ha prohibido. Porque se me pone gorda la barriga. Es todo tan ambiguo. Y he comprado helado. ¿Para qué compras helado? Porque tú me lo has dicho. ¿Yo? Y así con todo. Le pregunto qué ha hecho con la mujer encantadora con la que me casé. Me la he comido, me dice. Me lo creo. Sólo hay que verla. ¿Y esto? Antimosquitos. Lo he visto y... también te he comprado estos colines, a ver si te gustan. Sí, ya sé que no son de tu marca. Es que no había. Había estos. Sí, ya sé que a ti sólo te gustan los de tu marca; pero es que no había. Y yo qué sé, de trigo. Sí, ya sé que los de tu marca son de trigo integral. Sí, ya sé que a ti sólo te gustan los de trigo integral. Ya sé. Y se va de la cocina con cara como de perdonarme la vida y yo me quedo allí, de pie, mirando el pack de bayetas de colores como si fueran un perro abandonado. Viviendo apenas de recuerdos, de cuando mis cosas le hacían gracia, de cuando estaba hasta guapo recién levantado, de cuando no me daban a veces ganas de estrangularla con las dos manos, grrrrrrr, aggggggg, hasta que se pusiera atomatada y luego azul y luego se callara, se callara para siempre y me dejara escuchar en paz el ruido hermoso y blanco de los electrodomésticos.


viernes, 15 de mayo de 2020

LA RAMA SECA (Ana María Matute)


Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave y le decían:

—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría la ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

—¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

—Juego con "Pipa" —decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

—¿Con quién hablas, tú?

—Con "Pipa".

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurriera. La mujer Mediavilla se lo pidió:

—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...

—Sí, mujer; nada me cuesta. Marcha sin cuidado...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

—Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar —se decía.

Un día, por fin, se enteró de quién era Pipa.

—La muñeca —explicó la niña.

—Enséñamela...

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

—No la veo, hija. Échamela...

La niña vaciló.

—Pero luego, ¿me la devolverá?

—Claro está...

La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

—¿Me la echa, doña Clementina...?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".

—"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar: el lobo está ahora escondido en la montaña...

La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

—Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...

Doña Clementina la oía en silencio: la escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer de Mediavilla:

—¿Y la pequeña?

—Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

—No sabía nada...

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir..., ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín se iba a la calle o se iba a robar fruta al huerto del vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió pisando con cuidado los escalones apolillados, que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

—¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.

—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Cómo estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su su carita amarillenta entre sus trenzas negras.

—Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

—Pascualín —dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

—¡Anda! ¡La muñeca, dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa".

—Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!

Cortó sus exclamaciones.

—Venía a ver a la pequeña: le traigo un juguete...

Muda de asombro, la Mediavilla la hizo pasar.

—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

—Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

—No es "Pipa" —dijo—. No es "Pipa".

La madre empezó a chillar:

—¡Habráse visto, la tonta! ¡Habráse visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer muy tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión.)

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.

—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habráse visto, la tonta ésta...!

Al día siguiente doña Clementina cogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

—Te traigo a tu "Pipa".

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

—No es "Pipa".

Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir de todos modos...

—¿Se va a morir?

—Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.
Fue en la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en un pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

—Verdaderamente —se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!


domingo, 10 de mayo de 2020

NON SERVIAM (Vicente Huidobro)


Y he aquí que una buena mañana, después de una noche de preciosos sueños y delicadas pesadillas, el poeta se levanta y grita a la madre Natura: Non serviam.
Con toda la fuerza de sus pulmones, un eco traductor y optimista repite en las lejanías: "No te serviré."
La madre Natura iba ya a fulminar al joven poeta rebelde, cuando éste, quitándose el sombrero y haciendo un gracioso gesto, exclamó: "Eres una viejecita encantadora."
Ese non serviam quedó grabado en una mañana de la historia del mundo. No era un grito caprichoso, no era un acto de rebeldía superficial. Era el resultado de toda una evolución, la suma de múltiples experiencias.
El poeta, en plena conciencia de su pasado y de su futuro, lanzaba al mundo la declaración de su independencia frente a la naturaleza.
Ya no quiere servirla más en calidad de esclavo.
El poeta dice a sus hermanos: "Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que imitar al mundo en sus aspectos, no hemos creado nada. ¿Qué ha salido de nosotros que no estuviera antes parado ante nosotros, rodeando nuestros ojos, desafiando nuestros pies o nuestras manos?"
"Hemos cantado a la naturaleza (cosa que a ella bien poco le importa). Nunca hemos creado realidades propias, como ella lo hace o lo hizo en tiempos pasados, cuando era joven y llena de impulsos creadores."
"Hemos aceptado, sin mayor reflexión, el hecho de que no puede haber otras realidades que las que nos rodean, y no hemos pensado que nosotros también podemos crear realidades en un mundo nuestro, en un mundo que espera su fauna y su flora propias. Flora y fauna que sólo el poeta puede crear, por ese don especial que le dio la misma Madre Naturaleza a él y únicamente a él."
Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. Te servirás de mí; está bien. No quiero y no puedo evitarlo; pero yo también me serviré de ti. Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.
Y ya no podrás decirme: "Ese árbol está mal, no me gusta ese cielo..., los míos son mejores."
Yo te responderé que mis cielos y mis árboles son los míos y no los tuyos y que no tienen por qué parecerse. Ya no podrás aplastar a nadie con tus pretensiones exageradas de vieja chocha y regalona. Ya nos escapamos de tu trampa.
Adiós, viejecita encantadora; adiós, madre y madrastra, no reniego ni te maldigo por los años de esclavitud a tu servicio. Ellos fueron la más preciosa enseñanza. Lo único que deseo es no olvidar nunca tus lecciones, pero ya tengo edad para andar solo por estos mundos. Por los tuyos y por los míos.
Una nueva era comienza. Al abrir sus puertas de jaspe, hinco una rodilla en tierra y te saludo muy respetuosamente.


sábado, 9 de mayo de 2020

EL EMPLEADO DE CORREOS (Jacques Sternberg)


En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja.

Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo... A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.

Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.

Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.


martes, 5 de mayo de 2020

LOS LANGALI (Robert Rivas)


Todos los días, desde que el mundo fue puesto en marcha
(existía desde hacía un tiempo infinito, pero por razones
que estamos en camino de develar, se demoró su arranque),
tomamos la cantidad estrictamente necesaria de sol para
la vida. Alimentamos los ríos. Obligamos a la tierra a responder a nuestras minúsculas semillas, con copiosos frutos.
Reimantamos las mareas, logrando que los mares no se queden nunca quietos del todo, y así alejamos la parálisis de la
tierra. Disponemos también de las fases de la luna, para mover aquello que pesa mucho. Podríamos hacerlo nosotros, 
pero escogimos guardar nuestras fuerzas para nuestros placeres. Hacemos al mundo tan bello y útil como se puede.
Animales de todas clases, bestias incomprensibles, y también pequeños seres con alas de cristal, sin sentido alguno.
El material no es el mejor, hay que decirlo una vez más para que se nos entienda. Nos gusta hacer rotar los vientos, y
que los objetos caigan hacia la tierra, en lugar de volar hacia los cielos, creándonos innumerables dificultades. Hay
que decirlo una vez más: hemos pensado en todo. Dividimos a los Langali, que al principio eran de un sólo sexo,
en al menos dos bien distinguibles, porque antes de eso 
nos aburríamos. También inventamos algunas supuestas
calamidades, para no tenerla tan fácil que nos terminasen
dominando la Desidia y su hermano, el Tedio. Hicimos
aparecer los sentimientos, tanto el karuna, como el prema, el pyara y el priya y la rudra, para darle intensidad 
a las cosas, ya que por sí mismas, vimos que tienden a la 
Repetición y a la Inercia. Podríamos haber hecho que los 
nuevos Langali naciesen ya adultos, ahorrándonos toda
clase de dificultades, pero en lugar de eso, una vez más, y 
usando nuestro inimitable ingenio, los hicimos nacer desde muy pequeñitos, dentro del cuerpo de las Langali, distrayéndolas de su natural tendencia a la sensación de vacío y su queja. 
Nos llevó cierto tiempo dividir el bien y el mal, hay que
admitirlo. Estamos muy lejos de ser perfectos. Todavía
aparecen de cuando en cuando Langalis jóvenes que ponen en duda nuestras certezas, y nos vemos obligados a
pensar el mundo exterior y el mundo Langali de nuevo.
Pero tratamos de tomarlo con cierto humor. Después de
haber puesto cierto orden en el universo, todas esas estrellas y galaxias y planetas y sistemas de fuerzas pavorosas,
hemos dejado lugar tanto a la estupidez como a la ignorancia, a la violencia y a la maldad para que este asunto que
podría habernos embalsamado en Tedio, funcionase.
¿Y por qué no referirnos a una de nuestras mayores creaciones: la muerte? Un toque más de genio de los Langali.
De pronto todo cobró movimiento: la vida, que no significaba nada diferente de la materia inerte, cobró vuelo. Con
la muerte creamos una variedad casi infinita de aflicciones,
que llenan nuestras vidas de preguntas y deseos. 
Sí, hay que señalarlo una vez más, hacemos muy bien las
cosas. 
Pero para ser justos, debemos admitir nuestra terrible falencia y es el Dios que nos ha tocado en suerte: un perfecto
Inútil, pero por encima de todo ¡un Engreído completo!


viernes, 1 de mayo de 2020

VIVÍA UN HIDALGO (Isidro Saiz de Marco)


Puerto Lápice (Ciudad Real, La Mancha). En el horizonte, molinos de viento.

Hay un mesón antiguo convertido en restaurante: se llama Venta del Quijote. Tiene vigas de madera, paredes de cal, patio empedrado, bodega, tinajas, pozo… Todo evoca el sitio donde don Alonso veló las armas, se hizo investir caballero.

Llega un autobús turístico. Sus ocupantes bajan y el guía describe el lugar. Habla en español y un traductor lo vierte al japonés.

Tras la explicación alguien pregunta y el intérprete, profesionalmente, traduce su duda:

-¿Viven en este pueblo descendientes de don Quijote o Sancho?

Por un momento el guía se dispone a sacarle de su error, decir “Son pura ficción, nunca existieron”; pero se arrepiente a tiempo. Nadie del grupo interviene. Yo, que presencio la escena, tampoco. El guía, por fin, contesta:

-Quizá viva algún descendiente, pero no puedo asegurarlo.

Y el traductor lo repite en japonés.