Entrada al azar

jueves, 30 de enero de 2020

EL ECLIPSE (Augusto Monterroso)


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


miércoles, 29 de enero de 2020

EL CUERPO (Clarice Lispector)


Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los tangos. Fue a ver El último tango en París y se excitó terriblemente. No comprendió la película: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió que era la historia de un hombre desesperado.

En la noche en que vio El último tango en París los tres se metieron en la cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo: vivía con dos mujeres.

Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.

Beatriz comía que daba gusto: era gorda y enjundiosa. En cambio Carmen era alta y delgada.

La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó por la mañana, preparó un opíparo desayuno —con cucharas llenas de crema espesa de leche— y lo llevó para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la ducha helada para ponerse en forma nuevamente.

Ese día —domingo— almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero. Entre las dos se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.

A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. Parecían un bolero. El bolero de Ravel.

Y por la noche se quedaron en casa viendo la televisión y comiendo. Esa noche no sucedió nada: los tres estaban muy cansados.

Y así era, día tras día.

Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.

Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido los cincuenta.

La vida les sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar camisas llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más elegante. Beatriz, con sus lonjas, escogía un bikini y un sostén minúsculo para los enormes senos que poseía.

Un día Xavier llegó ya muy tarde de noche: las dos estaban desesperadas. Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro, como los tres mosqueteros.

Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña. Estaba en pleno vigor. Habló animadamente con las dos, les contó que la industria farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas que los tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.

Fue enorme el barullo por la preparación de las tres maletas.

Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio de las dos.

En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso una máquina de coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender. En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario: anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.

En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.

Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y en las salsas. Aprendieron a hacer rosbif. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de toro aumentó.

A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.

Un día le contaron ese hecho a Xavier.

Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero, ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se encolerizó furiosamente.

Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.

Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.

Al teatro no iban los tres. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.

Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía mucho ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta desnuda andaba por la casa.

No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.

Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz de labios en la camisa. No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa. Éste corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!

Las dos, también cansadas, finalmente dejaron de perseguirlo.

A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer a una de las mujeres. Llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz, lánguida y cansada, se prestó a los deseos del hombre que parecía un superhombre.

Pero al día siguiente le advirtieron que ya no cocinarían para él. Que se las arreglara con la tercera mujer.

Las dos de vez en cuando lloraban y Beatriz preparó para ambas una ensalada de patatas con mayonesa.

Por la tarde fueron al cine. Cenaron fuera y sólo regresaron a casa a medianoche. Encontraron a un Xavier abatido, triste y con hambre. El intentó explicar:

—¡Es porque a veces me dan ganas durante el día!

—Entonces —le dijo Carmen—, ¿por qué no regresas a casa?

Prometió que así lo haría. Y lloró. Cuando lloró, Carmen y Beatriz se quedaron con el corazón destrozado. Esa noche, las dos hicieron el amor delante de él y él se consumía de envidia.

¿Cómo es que empezó el deseo de venganza? Las dos eran cada vez más amigas y lo despreciaban.

Él no cumplió la promesa y buscó a la prostituta. Ésta lo excitaba porque le decía muchas obscenidades. Lo llamaba hijo de puta. Él aceptaba todo.

Hasta que llegó cierto día.

O mejor, una noche. Xavier dormía plácidamente como buen ciudadano que era. Las dos permanecieron sentadas junto a una mesa, pensativas. Cada una pensaba en su infancia perdida. Y pensaron en la muerte. Carmen dijo:

—Un día nosotros tres moriremos.

Beatriz replicó:

—Y así y punto.

Tenían que esperar pacientemente el día en que cerrarían los ojos para siempre. ¿Y Xavier? ¿Qué harían con Xavier? Éste parecía un niño durmiendo.

—¿Vamos a esperar que Xavier se muera de muerte natural? —preguntó Beatriz.

Carmen pensó, pensó y dijo:

—Creo que las dos debemos darle una ayudita.

—¿Qué ayuda?

—Todavía no lo sé.

—Pero tenemos que decidir.

—Déjalo de mi cuenta, yo sé lo que hago.

Y nada de nada. Dentro de poco tiempo sería de madrugada y nada habría sucedido. Carmen preparó para las dos un café bien fuerte. Y comieron chocolate hasta la náusea. Y nada, nada ocurrió realmente.

Encendieron la radio a pilas y oyeron una angustiante música de Schubert. Era piano solo. Carmen dijo:

—Tiene que ser hoy.

Carmen era la líder y Beatriz obedecía. Era una noche especial: llena de estrellas que las miraban brillantes y tranquilas. Qué silencio. Pero qué silencio. Se aproximaron las dos a Xavier para ver si se inspiraban. Xavier roncaba. Carmen realmente se inspiró.

Le dijo a Beatriz:

—En la cocina hay dos cuchillos grandes.

—¿Y luego?

—Pues que nosotras somos dos y tenemos dos cuchillos grandes.

—¿Y luego?

—Y luego, burra, nosotras dos tenemos armas y podremos hacer lo que necesitamos hacer. Dios lo manda.

—¿No sería mejor no hablar de Dios en este momento?

—¿Quieres que hable del diablo? No, hablo de Dios porque es el dueño de todas las cosas. Del espacio y del tiempo.

Entonces entraron en la cocina. Los dos cuchillos grandes estaban filosos, eran de fino acero pulido. ¿Tendrían fuerza?

Sí, la tendrían.

Salieron armadas. La habitación estaba oscura. Ellas dieron de cuchilladas erróneamente, apuñalando la manta. La noche era fría. Entonces lograron distinguir el cuerpo dormido de Xavier.

La sangre copiosa de Xavier escurría profusamente en la cama, por el suelo.

Carmen y Beatriz se sentaron junto a la mesa del comedor, bajo la luz amarilla del foco desnudo, estaban exhaustas. Matar requiere fuerza. Fuerza humana. Fuerza divina. Las dos estaban sudadas, mudas, abatidas. Si hubieran podido, no habrían matado a su gran amor.

¿Y ahora? Ahora tenían que deshacerse del cuerpo. El cuerpo era grande. El cuerpo pesaba.

Fueron entonces al jardín y con la ayuda de dos palas cavaron en la tierra una fosa.

Y, en la oscuridad de la noche, cargaron el cuerpo hasta el jardín. Era difícil porque Xavier muerto parecía pesar más que cuando estaba vivo, pues se le había escapado el espíritu. Mientras lo cargaban, gemían de cansancio y de dolor. Beatriz lloraba.

Colocaron el gran cuerpo dentro de la fosa, la cubrieron con la tierra húmeda y olorosa del jardín, tierra buena para las plantas. Después entraron en la casa, prepararon nuevamente el café y se restablecieron un poco.

Beatriz, que era muy romántica, se pasaba el tiempo leyendo fotonovelas en las que ocurrían amores contrariados o perdidos. Ella tuvo la idea de plantar rosas en esa tierra fértil.

Entonces salieron de nuevo al jardín, agarraron una matita de rosas rojas y la plantaron en la sepultura del llorado Xavier. Amanecía. El jardín impregnado de rocío. El rocío era una bendición al asesinato. Así pensaron ellas, sentadas en el banco blanco que había ahí.

Pasaron los días. Las dos mujeres compraron vestidos negros. Y apenas comían. Cuando anochecía, la tristeza recaía sobre ellas. No tenían ya gusto para cocinar. De rabia, Carmen, colérica, rompió el libro de recetas en francés. Guardó el de castellano: nunca se sabía si aún podría ser necesario.

Beatriz pasó a ocuparse de la cocina. Ambas comían y bebían en silencio. El pie de rosas rojas parecía haber pegado. Buena mano para plantar, buena tierra propicia. Todo resuelto.

Y así quedaría cerrado el caso.

Pero sucedió que al secretario de Xavier le extrañó su prolongada ausencia. Había papeles urgentes que firmar. Como la casa de Xavier no tenía teléfono, fue hasta allá. La casa parecía impregnada de mala suerte. Las dos mujeres le dijeron que Xavier había salido de viaje, que estaba en Montevideo. El secretario no las creyó del todo pero pareció que se había tragado la historia.

A la semana siguiente, el secretario fue a la delegación. Con la policía no se juega. Primeramente, los agentes de policía no quisieron darle crédito a la historia. Pero, ante la insistencia del secretario, decidieron perezosamente dar la orden de búsqueda en la casa del polígamo. Todo en vano: nada de Xavier.

Entonces Carmen habló de esta manera:

—Xavier está en el jardín.

—¿En el jardín? ¿Haciendo qué?

—Sólo Dios lo sabe.

—Pero nosotros no vimos nada ni a nadie.

Fueron al jardín: Carmen, Beatriz, el secretario de nombre Alberto, dos agentes de policía y dos hombres más que no se sabía quiénes eran. Siete personas. Entonces Beatriz, sin ninguna lágrima en los ojos, les mostró la fosa florida. Tres hombres abrieron la sepultura, destrozando el pie de rosas que sufrían por casualidad la brutalidad humana.

Y vieron a Xavier. Estaba horrible, deformado, ya medio carcomido, con los ojos abiertos.

—¿Y ahora? —dijo uno de los agentes.

—Y ahora hay que detener a las dos mujeres.

—Pero —dijo Carmen— que sea en la misma celda.

—Mire —dijo uno de los agentes frente al secretario atónito—, lo mejor es fingir que nada ha sucedido, si no va a haber mucho barullo, mucho papeleo escrito, muchos alegatos.

—Ustedes dos —dijo el otro agente de la policía—, preparen sus maletas y váyanse a vivir a Montevideo. No nos joroben más.

Las dos dijeron:

—Muchas gracias.

Pero Xavier no dijo nada. Nada había realmente que decir.


martes, 28 de enero de 2020

PROEZA (Arturo Barea)


El 20 de enero de 1937, aproximadamente a las once de la mañana, volaba sobre Vallecas una escuadrilla de trimotores fascistas. Bombardearon el pueblo al pasar.
Ya fuera del núcleo de la población, sobre las casitas sueltas, diseminadas por los campos baldíos, un junker se destacó de los otros y descendió rápidamente sobre una explanada soleada.
Las mujeres toman el sol sentadas en sillas bajas de paja, formando un semicírculo irregular. Cosen y charlan, y de vez en cuando una de ellas se levanta, penetra en una de las casitas cercanas y da una ojeada a la comida. Alrededor de ellas un enjambre de chiquillos que juegan sobre la tierra dura.
No hay hombres. Unos se fueron al frente, otros al trabajo en Madrid. Ahorrando duro, todos ellos, habían llegado a ser dueños de las casitas humildes que rodean la explanada. Algunas fueron construidas por la propia mano del hombre en los domingos y las horas libres. Se destacan de las demás por las líneas algo abombadas de los muros y este defecto se convierte en orgullo para sus dueños. Casi todos emigraron de las tierras áridas de la Mancha y habían venido, años hacía, a conquistar Madrid. De esta corriente emigratoria nació Vallecas. No se puede saltar de un pueblo de barro, perdido en la meseta, a la capital. Los emigrantes se paraban en las puertas de Madrid y allí acampaban, tomaban fuerzas y planeaban el asalto. Así, Vallecas, en principio, fue un grupo de ventas de arrieros. Después, un grupo de barracas de latas y maderas viejas. Más tarde, a la vez que Madrid se extendía y se aproximaba al arroyo Abroñigal, sucia frontera sobre la que había un puente mísero, Vallecas creció, edificó calles sólidas, cegó el arroyo y se convirtió en uno de los barrios obreros más populosos de Madrid. Aquellas casitas de las afueras eran patente de independencia.Sus dueños eran modestos comerciantes y obreros especializados.
Las explosiones recientes y el rápido descenso del avión sobre la explanada proyectaron a las mujeres y los chicos en todas direcciones. Algunos se tiraban al suelo. Otros buscaron el cobijo de sus casitas. De una de aquellas salió una mujer con un niño de pecho en brazos, llamando a sus hijos. Los cinco hijos venían ya corriendo hacia la casita, cogidos a su hermana mayor.
En aquel momento el avión vació su carga sobre la explanada y las casitas.
Tomó nuevamente altura y desapareció del horizonte.
Quedaron en la explanada veintitrés cadáveres y tres heridos. La mujer cayó muerta en la puerta de su casa. Los trozos de la carne del niño mezclados con los trozos de la carne de la madre. La hija mayor -dieciséis años- cayó muerta sobre el cadáver de su hermana de doce. Uno de los niños, de seis años, quedó tendido en el suelo, vivo, falto de un pie y la espalda abierta, Otro de diez años, ileso, pero echando sangre por sus orejas, reventados sus oídos por las explosiones, salió corriendo, llevando a través del campo el cuerpo de su hermanita menor de cuatro años. Lo llevó él mismo hasta la casa de socorro: había recibido el polvo de la metralla y tenía más de cien heridas diminutas en su cuerpecito.
La niña estaba en la sala cuatro del Hospital Infantil del Niño Jesús. El niño cojo estaba en la cama cuatro de la sala treinta y uno del Hospital Provincial de Madrid.
El padre, como todas las mañanas, se había ido con un carro tirado por un borriquillo al mercado central de Madrid. Allí compraba cajas de pescado que después revendía en Vallecas. Así mantenía a sus seis hijos y levantó la casita, ladrillo a ladrillo.
Él mismo me ha contado la historia, sentado a la cabecera de la cama del niño que me miraba con los ojos oscuros muy abiertos.
El padre se llama: Raimundo Melanda Ruiz
La madre se llamaba: Librada Garrás del Pozo
Las ruinas de la casita herida por siete bombas conserva aún el número veintiuno de la calle de Carlos Orioles en Vallecas.
El avión era un trimotor junker alemán.
Los asesinos no tienen nombre.


lunes, 27 de enero de 2020

DES-DESCOMPUESTO (Isidro Saiz de Marco)


Esta máquina invierte los procesos biológicos. Hace que los tejidos vivos, en vez de envejecer, rejuvenezcan. Si se usa con una planta, ésta deja de crecer y retorna a la semilla. Si es con una mariposa, regresa a la larva.

Aplicada a este montón de polvo, recompone su estructura originaria. Se agrupan los elementos químicos (calcio, magnesio, fósforo…) formando masas óseas. De ahí brotan tendones, ligamentos, cartílagos, fibra muscular y finalmente vísceras. Adquiere forma humana: cuerpo des-descompuesto. Algunas partes se vacían de gas. Hidratado el conjunto, se ablandan los tejidos. Aumenta su temperatura hasta 36 grados. Desaparecen la inicial lividez y las manchas verdosas. La carne adquiere un tono entre blanco y rosáceo. Los vasos sanguíneos se tersan. La sangre se licúa y, gracias a que el corazón inicia su bombeo, empieza a circular. Se activa el sistema nervioso. Alguien que murió hace varios siglos se incorpora y, extrañado, pregunta ¿Qué hago aquí?



domingo, 26 de enero de 2020

OTRO PÁJARO AZUL (Francisco Ayala)


“Mira, mira qué pájaro tan hermoso, allí, en el árbol, allí arriba; qué colores”, casi gritaste corriendo hacia la ventana, llamándome a la ventana.

Habíamos pasado un rato en silencio, y escuchábamos a los pájaros cantar fuera, en aquella neblina, con aquel viento. “Esos pobres petirrojos se obstinan en cantar -había observado yo-. Por más que llueva y haga un viento frío, ellos cantan: reclaman la primavera prometida.” Y fue entonces cuando viste tú agitarse allá al fondo, grande, azul, en lo alto de una rama, a ese pájaro de belleza única, y me atrajiste a compartir tu admiración, tu júbilo.

Pero en seguida pudimos darnos cuenta de que no era tal ave. Lo que se movía en el árbol extendiendo y agitando con frenesí su oscuro azul, no era un ave; era quizá un trapo, un jirón de tela prendido a las ramas en el viento.

Por consolarte, te dije yo (y así lo sentía): “Querida: es más hermoso y me gusta más que si hubiera sido de verdad, porque ese pájaro lo has creado tú, tú lo has inventado, es obra tuya.” Pero al mismo tiempo que te lo decía me acudió este pensamiento: Si no seré yo también una invención de tus ojos magos, y algún día, en algún momento...



viernes, 24 de enero de 2020

EL GIGANTE EGOÍSTA (Oscar Wilde)


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


jueves, 23 de enero de 2020

EL ASESINO (Stephen King)


De repente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar nada, ni siquiera su nombre. La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje y cintas transportadoras, con el sonido de las piezas que estaban siendo ensambladas. Tomó uno de los revólveres, ya terminados, de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada. Recogió el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas. "¿Quién soy?" -le dijo pausadamente, indeciso. El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no lo había escuchado."¿Quién soy? ¿Quién soy?" -gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista. Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Lo golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara golpeó la caja de balas que se derramaron sobre el suelo. Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más. Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a un guarda caminando sobre una rampa de vigilancia. "¿Quién soy?" -le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta. Pero el guarda miró hacia abajo, y comenzó a correr. Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El guarda se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared. Una sirena comenzó a aullar ruidosamente. "¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!" -bramaron los altavoces. Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando. Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y se dirigió hacia ella. La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.

Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más guardas llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había allí más hombres uniformados. Lo tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que sólo quiero saber quién soy!" Dispararon, y los rayos de energía lo abatieron. Todo se volvió oscuro... "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda."No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? “Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.


Observaron cómo el camión de reparación de robots desaparecía por la curva.



miércoles, 22 de enero de 2020

EL GUARDAGUJAS (Juan José Arreola)


El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor…

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.


martes, 21 de enero de 2020

ORO (León de Aranoa)


Gold Treasure Endeavors and Co., empresa norteamericana con base en Miami especializada en el rescate de antiguos galeones hundidos, reclamó la propiedad del oro hallado entre los restos del naufragio de La Hispaniola, a 170 metros de profundidad frente a la costa de Cádiz, 36n 7w. Uno de sus barcos lo había encontrado, así que a ellos pertenecía.

El Gobierno español hizo pública una queja formal. El galeón en el que el oro había sido hallado tenía pabellón español. Había sido fletado por su majestad el rey Felipe IV en 1631, así que cuanto había en él pertenecía en justicia a la corona española.

El Estado peruano alzó también su voz. El barco será español, pero el oro que transportaba es peruano, producto del saqueo sistemático al que los españoles sometieron a sus colonias tras la Conquista.

Los indígenas peruanos, descendientes de los legítimos propietarios del oro sustraído, no alcanzaron a leer la noticia.


lunes, 20 de enero de 2020

TXOKO (Pedro M. Martínez)


Es un hecho vulgar, le puede pasar a cualquiera. Lo resumiré. Comíamos en el txoko, hablando de lo de siempre, fútbol, mujeres, recuerdos de juventud, no sé si por este orden. Está prohibido hablar de política. Se puede criticar pero solo a los ausentes. La verdad es que estamos bastante mayores y se nos olvidan las reglas. Mikel, que fue pelotari, siempre se ha llevado mal con Jon, que es poca cosa, un acomplejado. Los dos son solteros. Discutieron, por una tontería, que si tú, que si yo. Se empujaron. Parece que Mikel tropezó y cayó de espaldas. Nadie lo vio, solo escuchamos el ruido de su cabeza al chocar con el borde de la mesa, clock, muy fuerte. Un accidente, ya digo, le pasa a cualquiera. No supimos qué hacer, Mikel no respiraba, no tenía pulso, ni siquiera sangró, pensamos en llamar a un médico pero ¿para qué?, entre amigos… Lo metimos en el arcón congelador, apenas cabía, daba no sé qué verlo ahí todo torcido, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Ha pasado una semana, nadie ha preguntado por él, nadie comenta nada, una faena para Paco que era su pareja jugando al mus. Es un problema porque tenemos el arcón lleno y tenemos cena de socios mañana, estamos pensando en comérnoslo, ya veremos.


viernes, 17 de enero de 2020

HISTORIA DE UN DÍA EN TRES ESQUELAS (Jacinto Benavente)


I


Vergüenza me cuesta, pero has de perdonarme. Hoy no asistiré a la Junta. El motivo es pecaminoso. Justamente de cinco a siete tengo que ir a probarme unos vestidos a casa de Laura. Ya sabes lo que es ella; si pierdo mi turno, me deja desnuda este invierno. ¿Estoy perdonada? Bien lo merece mi franqueza. Pude inventar otro pretexto. Otra junta piadosa, la jaqueca, el dentista; pues no, me entrego en pleno delito de coquetería. Así puedes decírselo a las amigas, segura de que todas me absuelven. Me has dicho que la marquesa está expirando. ¡Pobre señora! Esta noche te veré en el Real. Hasta luego.

II

Mucho siento la mala obra, pero hoy me es imposible ir a probarme los vestidos. Precisamente de cinco a siete se reúne la Junta de Damas de la Honradez y el Trabajo, de la que soy secretaria, y no puedo faltar. Iré mañana a primera hora. No retrase, por Dios, los vestidos, el negro sobre todo, nuestra presidenta está expirando; y si se muere, no sé cómo voy a ir a los funerales.

III

De cinco a siete.



jueves, 16 de enero de 2020

UNOS Y OTROS (Isidro Saiz de Marco)


Nacieron en un mundo desigual.

Unos nacieron en una familia rica y, cuando crecieron, aspiraron a conservar sus propiedades. Fueron conservadores.

Otros nacieron en una familia pobre y, cuando crecieron, aspiraron a salir de la miseria. Fueron revolucionarios.

Ninguno nació conservador ni revolucionario. Fue el entorno, el Alrededor, quien los labró.

Si los conservadores hubieran nacido en una familia pobre, probablemente habrían sido revolucionarios. Si los revolucionarios hubieran nacido en una familia rica, habrían sido conservadores.

Los explotados habrían sido explotadores. Los explotadores habrían sido explotados.

Unos habrían sido otros. Otros habrían sido unos.

Se enfrentaron con saña. Mataron y murieron. (En Francia 1789, en Rusia 1917, en España 1936…; ¡tantas veces y en tantos sitios!)

Se decía que luchaban por las ideas. Sí: por las ideas sobre cómo poseer y repartir fábricas, tierras, riquezas… O sea que no por las ideas, sino por las cosas.

Eran los frutos de las circunstancias: títeres de la materia y su reparto. 


Eso eran unos y otros.


miércoles, 15 de enero de 2020

BLANCANIEVES SE DESPIDE DE LOS SIETE ENANITOS (Leopoldo María Panero)


Prometo escribiros, pañuelos que se pierden en el horizonte, risas que palidecen, rostros que caen sin peso sobre la hierba húmeda, donde las arañas tejen ahora sus azules telas. En la casa del bosque crujen, de noche, las viejas maderas, el viento agita raídos cortinajes, entra sólo la luna a través de las grietas. Los espejos silenciosos, ahora, qué grotescos, envenenados peines, manzanas, maleficios, qué olor a cerrado, ahora, qué grotescos. Os echaré de menos, nunca os olvidaré. Pañuelos que se pierden en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos.


martes, 14 de enero de 2020

GÉNESIS, 2 (Marco Denevi)


Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.


lunes, 13 de enero de 2020

YO SUGIERO LA EXTRACCIÓN (Javiera Valentina Núñez Álvarez)


La introducción es burda, pero necesaria para el entendimiento de este relato.

I

Desprenderse, esa era la palabra, rondaba entre las conversaciones de los adultos, en los baños de mujeres que se prestan el maquillaje, entre las estudiantes de uniforme en el vagón del metro, más tarde en el café con los amigos.
Separarse, desapegarse...¡tanta teoría!, tantas palabras volcadas al respecto. Parecía una cosa seria -y es que no puede avanzar si uno no se separa de las cosas que se han ido-. No sirve dormir con la luz prendida, ni hacer grandes hogueras con restos de objetos a los que se les da tanta importancia como si fueran las personas mismas. No sirve recrear en la mente escenas de asesinato, no sirve empujarlos al río con los ahogados.

Sin embargo, cuando creía que nada podía ser peor, sufrí mi episodio de desprendimiento. Me está doliendo en el lado derecho de la cara, también sangra, con constancia , y mantiene un dolor pequeño que no se ausenta.

II

12:00 pm, la sala del dentista, una esperada cita para continuar el proceso de endodoncia de mi molar derecho; la pobre muela no había sobrevivido íntegra al embate de ese aparato ruidoso que escarba y agujerea, se había roto, y tenía pocas esperanzas de ser salvada.

La tranquilidad que otorga el sentir que se hace lo correcto, que uno se hace cargo de uno mismo, me llevó, casi sonriente, a la silla del dentista. Después de una breve charla sobre posibilidades y buenas decisiones, el señor de bigote procedió a hacer su evaluación, y con una pequeña plaquita radiográfica dio sentencia de muerte a mi amado molar derecho -es mejor extraerla -dijo. -La endodoncia puede salir mal -dijo. -Quizá gaste mas dinero- dijo. -Yo sugiero la extracción.

Silencio sepulcral. -¿No hay nada que hacer?- pregunté. -Puede arriesgarse, pero será un proceso largo y costoso, y no le podemos garantizar que dé buenos resultados. La historia de mi vida -pensé-, tantos pinches procesos largos y costosos sin garantía de buenos resultados.

-Sáquela.
-¿Está segura?
-¿Por qué me vuelve a preguntar?
-Es una decisión difícil.
-No quiero que me la saque, pero usted dice que es lo mejor, ¿no?

-Sí..., por protocolo debía preguntar otra vez
(yo asiento con la cabeza)

Me recliné en la silla, las manos sobre el abdomen, mientras veía entrar una a una las herramientas de tortura que el joven ayudante depositaba en la mesita metálica. La luz sobre la cara, que a esas alturas me parecía la luz del túnel que nos lleva al mas allá.

Una inyección que aguanté estoica, luego otra y el labio se iba durmiendo, luego una más grande, metálica y terrorífica, directo en la víctima, sin darme tiempo de despedirla.

-¡No cierre los ojos!
-¡Mierda!, pensé -¿además tengo que presenciar cómo mete esa aguja gigante en mi boca?-
Recurriendo a la única parte no ansiosa de mi existencia comencé a respirar lentamente para mantener el control, mientras le sonreía al dentista con lo ojos y el aparato succionador retiraba la baba y la anestesia amarga derramada en el procedimiento.

-Vamos a empezar -dijo. -¿Estás lista? Asentí como pude pensando- ¡no, no estoy lista!, ¿como se puede estar lista para esto? ¡No quiero que me saque la muela señor! ¿Alguien lo va a notar? ¡Sí, todo el mundo lo va a notar! ¡No saldré nunca mas a la calle!
Entre sus manos alzó un aparato metálico, como una ganzúa y me jaló mi pobre y moribundo molar -!ah!- me retorcí.
-¿Duele? Preguntó.
¿Duele? Pensé. -¡sí duele!, duele pensar que me van desmantelando de a poco, como a un coche en un deshuesadero. Es que nunca va a volver, esa pobre muela, producto de mi irresponsabilidad, no va a volver. ¿Cuándo van a dejar de sacarme cosas del cuerpo?
Cambió de instrumento, ahora esa pinza gigante como la que tenía mi papá para aflojar las tuercas del refrigerador... De pronto el crujido de la carne que se desprende -!mmmmm!
-¿Quiere descansar? Alce su mano izquierda si quiere que me detenga.
Ya era tarde, no podía hacer que se detuviera; uno a otro comenzaron a alternarse los instrumentos, el crujido constante dentro de la cabeza, y los minutos que pasaban y la muela que se resistía.

¡Despréndete de una puta vez! Pensé.
Y entonces la epifanía, las voces de los amigos “hay que desprenderse para que pase el dolor”.
Lo entendí todo, a eso se referían, déjala ir, ¡suéltala!
¿Era la muela la concreción del desprendimiento?
Porque a mí todo lo demás me parecía absurdo, las conversaciones, las ideas, ¡tantas teorías que nadie practica!, ¡tantas buenas ideas para vivir mejor!, pero ahí estaba, sucedía, sin quererlo yo debía desprenderme de mi muela aunque no lo deseara.
-Señorita, deje de hacer fuerza- dijo el dentista frente a la posición retorcida que yo adoptaba sobre la silla; las manos en absoluta tensión sobre las rodillas, el cuerpo replegado hacia el centro, la mirada de animal atropellado, y las ilusas lágrimas que a esas alturas me empapaban el cuello de la camisa.
-El que tiene que hacer fuerza soy yo- agregó en tono jocoso, frente a la escena absurda que estaba observando.
-¡Me estoy desprendiendo!- quise decirle, con la mirada, por supuesto. -Lo he comprendido todo -quise decirle, pero vi la tensión en su antebrazo. El tiempo se detuvo un segundo, y como en cámara lenta, percibí el último golpe que infringía a mi molar. El ultimo tronido. La despedida. Lenta y dolorosa como deben ser las despedidas.
Todo terminó, sacó la blanca y accidentada muela de mi boca, sustituyéndola por un miserable algodón.
-¡Aquí está!. Terminamos.
-Tome- me entregó un pedazo de servilleta. -Para que se seque las lágrimas.
La tomé avergonzada, y sin quererlo dejé escapar un pequeño gemido infantil, generado por la certeza de que nadie me iba a comprar un helado a la salida del dentista.
-¿Llora porque le dolió o porque es artista?- agregó el dentista en tono de broma.
Respondí con una mueca que pretendía ser sarcástica.
-¿Se la quiere llevar?
¡“¿Se la quiere llevar?”! ¿¡cómo!?, si llevo cuarenta minutos desprendiéndome de ella.
¡No me la van a cambiar por dinero! ¿De qué habla?- pensé con la indignación que da la experiencia, con la ira propia de la sabiduría adquirida. Yo sé desprenderme.
Me paré de la silla, mareada, adolorida, con el cachete derecho de la cara embarrado de sangre, el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.
-Gracias- dije. Y lo dije de manera profunda. “Gracias”, resonó en la sala, mientras me alejaba tambaleante hacia la puerta.
Me detuve antes de cruzar el umbral. -¿Y si me hubiese arriesgado?, ¿si no hubiese seguido la sugerencia del doctor?, ¿si hubiese conservado mi muela?, ¿si hubiese luchado por ella?... Ese último pensamiento me llevó a retroceder en mis pasos, y al volver la vista hacia la silla de tortura solo pude ver a chica de la limpieza que retiraba los instrumentos y ordenaba el lugar de la masacre; llevaba delantal blanco y en los oídos un par de audífonos. Tarareaba en silencio alguna canción alegre, eso se notaba por los gestos movedizos de su cara.

Entonces tomó mi muela, ese pedazo de mí, con sus manos vestidas en guantes de látex, y sosteniéndola entre dos dedos, la dejó caer lentamente en el bote de los desechos peligrosos.


viernes, 10 de enero de 2020

EL PERRO Y EL FRASCO (Charles Baudelaire)


'Lindo perro mío, mi fiel can, chucho querido, acércate y ven a respirar un exquisito perfume adquirido en la mejor perfumería de la ciudad.' Y el perro, meneando el rabo, lo cual, según tengo entendido, es el signo con que estas pobres criaturas expresan la risa y la sonrisa, se arrima y posa curioso su hocico húmedo en el frasco destapado, pero al momento retrocede horrorizado y me ladra a modo de reproche.'¡Ah! ¡miserable perro!, de haberte ofrecido un puñado de excrementos lo habrías husmeado con deleite y quizá incluso lo habrías devorado. Me recuerdas en esto, indigno compañero de mi triste vida, al público, a quien jamás hay que obsequiar con perfumes delicados que lo exasperen, sino con inmundicias cuidadosamente escogidas'.


jueves, 9 de enero de 2020

GAFAS AMERICANAS (Miguel Gila)


Aquellos tiempos en que pensábamos que todo lo americano era bueno...

Entrábamos en una óptica y decíamos:

—“¿Tienen ustedes gafas de sol?”

Y decía el dependiente con cara de pito:

—“Tengo unas buenísimas, lo último, las acabo de recibir, las polarizadoras, que polarizan el rayo solar siempre que su inclinación visual no sea superior a 25 grados, es decir que no le inciden en la retina directamente porque de una forma cóncava expulsan el reflejo al exterior y lo anulan.”

Y decíamos:

—“¿Pero se ve?”

—“Vamos a ver, señor, son gafas americanas”

—“Ah americanas, entonces démelas oiga que son buenas”.

Y las llevábamos.

Entonces nos íbamos y encontrábamos a un amigo por la calle y le decíamos:

—“Me he comprado unas gafas que polan…”

—“¿Que polan que?”

—“Eeee... el relufao, que no te calurcian en 1008, o sea… triangulan el ojo pero se refractarian”

Y decía el amigo:

—“Pero qué te has comprado, ¿¿un tractor??”

—"¡¡Pero qué ignorante eres!!, gafas pordizosas. Tu tienes el ojo bóvedo, ¿¿o eres especial?? Como tienes el ojo bóvedo el sol se te recóncava dentro, pero si tú lo refractarías con un videopolito el sol se da contra él, ¡¡allá el sol!!

Y decía el amigo

—Si es que no te entiendo Luis, perdona.

—Que me he comprado unas gafas americanas.

—¡Ah! Americanas. ¿Dónde?

Y se compraba otras el muy imbécil.


miércoles, 8 de enero de 2020

EN REALIDAD NO SÉ SI FUE ASÍ (Pedro Martínez)


No sé si sabré contarlo.

El sol entraba por la ventana aquel día que nos acostamos, el primero, y entonces pensé en las veces que había imaginado este momento, tu casa rodeada de rododendros y las sábanas blancas aireándose con la brisa que venía del mar, pájaros rojos y niños en bicicleta que saludaban con la mano al pasar.

Mi traje azul que habías colgado con cuidado de una percha me producía una curiosa sensación, un extraño en tu cama, con libros de autoayuda en la mesilla y fotografías de toda una vida por las paredes, tus hijos pequeños, tus padres, ni rastro de Mark.

Antes habíamos tomado café con ese pastel de limón que te sale delicioso, nos hablábamos de esto y aquello, nos atropellábamos, nos quitábamos la palabra fingiendo tranquilidad. Entonces te besé, me levanté y te besé, un beso largo, dulce pero enérgico, tan largo que los dos nos quedamos sin aliento y aun así, en aquel momento, pude darme cuenta de que el salón estaba lleno de flores. También me di cuenta de que aquel primer beso necesitaba otro, y otro, cerraste los ojos y suspiraste y ahí estábamos, abrazados, de pie, un poco torpes, sin saber muy bien si debíamos seguir.

Fuera de la casa seguro que volaban las gaviotas, los niños jugaban al escondite y al salto de cabra, alguna señora volvía del mercado con grandes bolsas y no había sitio para aparcar porque era un buen día y la playa estaría llena de veraneantes. Nada de esto nos importaba cuando te sugerí sentarnos en el sofá negro y nos acariciamos, bueno, te acaricié, ya que tú no sabías si el límite estaba en el borde de tu falda o en el cuello y mis manos te disuadían de poner fronteras hasta que te sorprendí dos centímetros debajo de tu ombligo.

Fue un largo suspiro, bajaste los ojos y los centinelas del pudor desaparecieron, se hizo el silencio fuera, la casa quedó incomunicada y dijiste eso que después se hizo costumbre, ¿vamos arriba? Subimos de la mano, besándonos, no lo podía creer, te quitaste la ropa muy despacio, mirándome y desnuda doblaste mis pantalones en una percha, acomodaste la chaqueta y escondiste los calcetines dentro de los zapatos antes de juntar nuestros cuerpos y que el mundo conocido desapareciera.

Ahora me miras sonriendo, una flor en el pelo, el olor de la higuera entrando por la ventana, también las altas voces del mercado semanal bajo el hotel, no sé dónde estamos, en qué lugar del Sur, sin ojos que nos vigilen, ocultos, espías, las casas blancas, con barrotes de hierro y música saliendo por las chimeneas. No fue así -me dices- te abracé y tú no sabías si debías besarme o salir corriendo. Cuando sentiste mi pecho velludo en tus senos temblaste, parecía que se había desbocado tu corazón.

Por la calle pasa un hombre montado en un burro, las casas están adornadas con tiestos de geranios y jazmines, también hay cactus y una mujer barre el polvo de la entrada, hace calor.

Anda, ven -dices- lo has contado muy mal, inténtalo de nuevo.


martes, 7 de enero de 2020

KOVAC (Patricia Suárez)


Lo llamaban Kovac; todos lo llamaban Kovac aunque tenía sólo catorce años. Hasta su madre lo llamaba Kovac, porque sus otros hijos eran de otro matrimonio y llevaban otro apellido. Por supuesto que tenía un nombre, se llamaba Ernesto, y apuesto lo que quieran a que si alguien le gritaba por la calle “¡Ernesto!”, él no se volvía a ver de cuál boca provenía el grito. Desde los dos años que le decían Kovac y para él ese era su nombre. Ya sé lo que pasará, que yo les voy a contar esta historia y ustedes no me la creerán ni un millón de años, como tampoco se la creyeron a Kovac en su momento, cuando le pasó y la contó a los demás. Los guardias del hotel. Los guardias nomás oírlos se le mataron de risa en la cara y la policía en vez de encerrarlo en un instituto de menores, nada más pidieron a la madre que lo pusiera en tratamiento: era harto probable que Kovac estuviera deprimido, muy deprimido. A esa edad los chicos se deprimen, dijo el tipo que lo arrestó. De hecho, la madre estaba bastante preocupada por la cordura del hijo, aunque el CI daba que Kovac era un genio en matemáticas y se sabía de memoria los nombres de los cuadros y de los pintores que los pintaron, de todos los museos de Europa, el Louvre, el Prado, el Hermitage. Lo cierto es que el chico estaba loco desde los diez o doce años por una cantante de pop, muy famosa por aquella época Britney Spears, a la que apodaban “la novia de América”. Era una chica alta y rubia, que cantaba a los gritos y bailaba siempre dejando el vientre al aire, con un piercing muy llamativo en el ombligo. A veces en la mitad de un recital, se paraba y hacía un globo inmenso con el chicle que estaba mascando. Sólo algunos de los fans la abandonaron cuando ella traicionó a la Disney y se levantó la camiseta para mostrar los pechos mientras cantaba Caramelo ácido, su top hit. A Kovac el asunto de los pechos de Britney Spears lo pusieron más loco que antes, pero esto tiene su lógica si uno cuenta con trece años. Como fuera, Britney Spears vendría a la Argentina a dar su recital anual, en un estadio de fútbol. Sin embargo, este año él había decidido otro plan en lugar de menearse y cantar a viva voz en mal inglés los éxitos de la chica en la cancha. Esta vez, él se colaría en el Hotel Claridge adonde la estrella se alojaría, se escondería en la suite y la esperaría llegar escondido en alguna parte, antes de actuar sobre ella. Kovac cayó con la camiseta de nike azul claro y azul oscuro que Los Pumas estrenaron contra los All Blacks el año pasado: había logrado que su padrastro se la comprara para pasar desapercibido. Al conserje no le llamó la menor atención verlo entrar: era muy alto, demasiado para su edad y a veces, los jugadores de Los Pumas se alojaban en el hotel, cuando concentraban en la ciudad Buenos Aires, los ayudaba a distenderse y estar en plena city a la vez. Había una exposición de cuadros de Vladimir Merchensky con motivos persas en el desayunador; lo vio de reojo al dirigirse al ascensor. Definitivamente, Vladimir Merchensky no estaba en nigún gran museo de arte de Europa aún; no, señor.

Escondido detrás de un sofá esperó la llegada de la diva, a eso de las dos de la mañana. En su casa, nadie lo estaría echando de menos, y quizá hasta lo congratularan el día de su boda con Britney Spears y quizá no, porque ya se sabe que las familias desean para uno todo lo contrario que uno desea para uno mismo. Para ese asunto, él llevaba un cintillo con un diamante, el que su padre regalara a su madre. La estrella del pop entró a las risotadas, y era bellísima, una mujer de ensueño, según las revistas acababa de cumplir 19 años y era de Acuario: claro, el mejor signo del zodíaco. Se quitó la blusa sin aspavientos y Kovac no pudo evitar sentir la picazón en la entrepierna; se hubiera abalanzado sobre Brittany en ese momento para hacerla suya si no hubiera querido que ella lo tachara de entre la lista de sus pretendientes por ser un asqueroso y un pervertido del montón. En esa posición tan incómoda agazapado detrás del sofá, los ojos fijos en el reloj buchanan idéntico al del segundo piso, Kovac esperó. La diva se sentó frente al tocador y de una caja sacó toallitas demaquillantes que se pasó largo sobre la cara, hasta dejarla blanca como un pote telgopor sin helado dentro. Buscó el cepillo rené furterer y en lugar de cepillarse el cabello, se quitó el cabello y cepilló su peluca; vamos, hay que decirlo, de la impresión Kovac tuvo que ahogar un grito. Así que la chica era calva, sin duda era una desilusión, sin embargo, ¿qué desilusión no hay que atravesar para vivir el amor verdadero?, y por eso Kovac no dio marcha atrás para realizar sus deseos, y además era bien probable que la cantante padeciera alguna enfermedad como el cáncer y estuviera sometida a quimioterapias que en las revistas no se comentaban para que a ella no le mermara el trabajo y ya no la contrataran para los grandes recitales por todo el vasto mundo. Claro que sí, se compadecía de ella y la amaría hasta el final, se dijo. Es lo que cualquiera de nosotros se hubiera dicho frente al amor de su vida; el problema fue cuando sentada al tocador y tarareando bajo uno de sus hits, la vio sacarse lentamente los ojos. Los desenroscó, primero uno y luego el otro, y su cara quedó con dos cuencas vacías.


jueves, 2 de enero de 2020

EL PERRO MUERTO (Lev Tolstoi)


Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, se internó por las calles hasta la plaza del mercado.

Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y se acercó para ver qué cosa podía llamarles la atención.

Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.

Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
–Esto emponzoña el aire –dijo uno de los presentes.
–Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo –dijo otro.
–Mirad su piel –dijo un tercero–; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
–Y sus orejas –exclamó un cuarto– son asquerosas y están llenas de sangre.
–Habrá sido ahorcado por ladrón –añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo dijo:
–¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas!
Entonces el pueblo, admirado, se volvió hacia Él, exclamando:

–¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!

Y todos, avergonzados, siguieron su camino, postrándose ante el Hijo de Dios.