Entrada al azar

miércoles, 25 de julio de 2018

EL REINO DE LO IRREAL (Ambrose Bierce)


En el trayecto entre Auburn y Newcastle, siguiendo la orilla de un arroyo y luego la otra, la carretera ocupa todo el fondo de un desfiladero excavado en las pronunciadas laderas, y en parte levantado con las piedras sacadas del lecho del arroyo por los mineros. Las colinas están cubiertas de árboles y el curso del río es sinuoso. En noches oscuras hay que conducir con cuidado para no salirse de la carretera e irse al agua. La noche de mi recuerdo había poca luz, y el riachuelo, crecido por una reciente tormenta, se había convertido en un torrente.

Venía de Newcastle y me encontraba a una milla de Auburn, en la zona más oscura y estrecha del desfiladero, con la vista atenta a la carretera que se extendía por delante de mi caballo. De pronto, y casi debajo del hocico del animal, vi a un hombre; di un tirón tan fuerte a las riendas que poco faltó para que la criatura quedara sentada sobre sus ancas.

—Usted perdone —dije—, no le había visto.

—No se podía esperar que me viera —replicó con educación el individuo mientras se aproximaba al costado de la carreta—; y el ruido del desfiladero impidió que yo le oyera.

Aunque habían pasado cinco años, reconocí aquella voz enseguida. No me agradaba especialmente volver a oírla.

—Usted es el doctor Dorrimore ¿verdad? —pregunté.

—Exacto; y usted es mi buen amigo Mr. Manrich. Me alegra muchísimo verle —añadió esbozando una sonrisa—, sobre todo porque vamos en la misma dirección y, como es natural, espero que me invite a ir con usted en la carreta.

—Por supuesto.

Lo cual no era cierto, desde luego.

El doctor Dorrimore me dio las gracias mientras se sentaba a mi lado, y yo reanudé la marcha como antes, con precaución. Sin duda son imaginaciones mías, pero ahora me parece que recorrimos la distancia que nos quedaba en medio de una niebla gélida; yo pasé un frío espantoso. El camino resultó más largo que nunca y la ciudad, cuando llegamos al fin a ella, aparecía sombría, lúgubre y desolada. Debía de estar cayendo la noche, y sin embargo no recuerdo haber visto luz en las casas ni ningún ser vivo por las calles.

Dorrimore me explicó con cierto detenimiento por qué se encontraba allí y dónde había pasado los años anteriores, desde que le había visto por última vez. Recuerdo que me lo contó, pero no consigo acordarme de lo que me dijo. Se había ido al extranjero y había vuelto; eso es todo de lo que conservo memoria, y era algo que ya sabía. En cuanto a mí, no recuerdo haber dicho una palabra, aunque seguramente lo hice. Hay algo de lo que sí tengo conciencia clara: la presencia de aquel hombre a mi lado me resultaba singularmente desagradable e inquietante; tanto que, cuando por fin detuve el carro bajo el anuncio luminoso del Hotel Putnam, experimenté la sensación de haber escapado a algún peligro espiritual de naturaleza especialmente funesta.

Esa sensación de alivio se vio modificada al descubrir que el doctor Dorrimore también se alojaba en el mismo hotel.

Como explicación parcial de mis sentimientos hacia el doctor Dorrimore, relataré brevemente las circunstancias en las que le conocí unos años antes. Una noche, media docena de hombres, yo entre ellos, estaban sentados en la biblioteca del Club Bohemio de San Francisco. La conversación había derivado hacia el tema de la destreza manual y las proezas de los prestidigitateurs, uno de los cuales actuaba por aquel entonces en un teatro de la localidad.

—Esos tipos no son más que aspirantes en un doble sentido —dijo un individuo del grupo—; no saben hacer nada a lo que merezca la pena prestar atención. El más humilde malabarista ambulante de la India podría dejarles perplejos y al borde de la locura.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, ejecutando sus juegos más usuales y conocidos: lanzando al aire grandes objetos que no vuelven a caer; haciendo que las plantas broten, crezcan y florezcan en un terreno estéril elegido por los espectadores; poniendo a un hombre en una cesta de mimbre y atravesándolo una y otra vez con una espada mientras grita y sangra, y luego, al abrir la cesta, revelando que no hay nada dentro; agitando el extremo libre de una escala de seda en el aire, ascendiendo por ella y desapareciendo.

—¡Tonterías! —exclamé, de un modo bastante grosero, me temo—. ¿No creerá usted tales cosas?

—Desde luego que no: las he visto con mucha frecuencia.

—Pero yo sí —dijo un periodista que tenía fama en la localidad como reportero pintoresco—. Las he relatado tantas veces que sólo la observación directa podría debilitar mi convicción. Bueno, caballeros, va mi propia palabra en ello.

Nadie se rió; todos miraban a algo que había detrás de mí. Al darme la vuelta en el asiento vi a un hombre con traje de etiqueta que acababa de entrar en la sala. Su piel era atezada, casi oscura; llevaba una barba negra y poblada, una mata de pelo negro algo revuelto, y tenía la nariz afilada y unos ojos que resplandecían con una expresión tan desalmada como los de una cobra.

Alguien del grupo se levantó y lo presentó como el doctor Dorrimore, de Calcuta. Mientras íbamos siendo presentados uno a uno, él contestaba a nuestro saludo con una profunda reverencia al estilo Oriental, a la que le faltaba la solemnidad de Oriente. Su sonrisa me resultó cínica y un poco despectiva. Sólo sé describir su conducta como desagradablemente atractiva.

Su presencia hizo que la conversación derivara hacia otros temas. Habló poco (no recuerdo nada de lo que dijo). Su voz me pareció especialmente rica y melodiosa, pero me produjo la misma impresión que sus ojos y su sonrisa. Tras unos minutos me puse en pie para marcharme. Él también se levantó y tomó su abrigo.

—Señor Manrich —dijo—, voy en su misma dirección.

—¿Cómo sabe usted en qué dirección voy? Estaré encantado de que me acompañe —contesté.

Salimos juntos del edificio. No había ningún coche a la vista, los tranvías se habían ido a acostar, había luna llena y el aire fresco de la noche resultaba delicioso. Subimos caminando por la calle California. Naturalmente, tomé esa dirección creyendo que él tomaría otra, hacia uno de los hoteles.

—Usted no cree lo que se dice de los malabaristas hindúes —dijo sin más preámbulo.

—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté.

Sin contestar a mi pregunta, apoyó una mano ligeramente sobre mi brazo mientras con la otra me señalaba los adoquines de la acera por la que caminábamos. En ella, y casi a nuestros pies, ¡yacía el cuerpo muerto de un hombre, con una cara muy pálida por la luz de la luna, vuelta hacia arriba! Tenía una espada, en cuya empuñadura relucían piedras preciosas, clavada en el pecho; sobre los adoquines de la acera se había formado un charco de sangre.

Me quedé pasmado y aterrorizado, no sólo por lo que veía, sino por las circunstancias en las que lo hacía. Durante nuestra ascensión, mis ojos, al menos eso creía, habían recorrido varias veces toda la distancia de la acera, de calle a calle. ¿Cómo habían podido ser insensibles a aquel objeto horroroso ahora tan visible bajo la luz de la luna?

Cuando recobré mis aturdidas facultades observé que el cuerpo vestía traje de etiqueta. El abrigo, completamente abierto, dejaba ver el frac, la corbata blanca, la amplia pechera penetrada por la espada. Y (¡horrible revelación!) la cara, exceptuando la palidez, ¡era la de mi acompañante! Hasta el más diminuto detalle y característica coincidía con el mismísimo doctor Dorrimore. Perplejo y horrorizado, me di la vuelta para buscar al hombre vivo. No se le veía por ningún sitio; con gran espanto, me alejé de aquel lugar calle abajo, en la misma dirección por la que había venido.

Apenas había dado unos cuantos pasos cuando sentí que me agarraban por el hombro; me detuve. Por poco no grité de terror: el muerto, con la espada todavía clavada en el pecho, estaba allí, ¡a mi lado! Después de sacarse el arma con la mano libre, la arrojó lejos: la luz de la luna centelleó sobre las gemas de la empuñadura y el inmaculado acero de la hoja. Al estrellarse sobre la acera, ¡la espada desapareció! Aquel individuo, con la tez tan morena como antes, retiró la mano de mi hombro y me miró con la misma mirada cínica que yo había observado la primera vez que le vi. Los muertos no tienen esa mirada; eso me reanimó y, al volver la vista hacia atrás, contemplé la amplitud lisa y blanca de la acera, vacía de calle a calle.

—¿Qué es esta insensatez, maldito diablo? —inquirí con fiereza, a pesar de que me temblaban todos los miembros.

—Es lo que algunos gustan llamar malabarismos —contestó con una carcajada.

Se metió por la calle Dupont y no le volví a ver hasta que me lo encontré en el desfiladero de Auburn.

No vi al doctor Dorrimore al día siguiente de mi segundo encuentro con él: el recepcionista del hotel me dijo que una ligera enfermedad le tenía confinado en sus habitaciones. Aquella tarde, en la estación de ferrocarril, me vi sorprendido y complacido por la inesperada llegada de la señorita Margaret Corray y su madre, que venían de Oakland.

Esto no es una historia de amor. No soy un cuentista, y un sentimiento como el amor no puede ser descrito en una literatura dominada y cautivada por la tiranía degradante que «condena a las letras» en nombre de la Joven. Bajo el marchito reinado de la joven, o mejor dicho, bajo el gobierno de esos falsos Ministros de la Censura que se han nombrado a sí mismos custodios de su bien, el amor cubre con un velo sus sagrados fuegos, e, ignorante, la Mora, expira, famélica sobre la comida pasada por el tamiz y sobre el agua destilada de unas provisiones melindrosas.

Baste decir que la señorita Corray y yo nos comprometimos en matrimonio. Su madre y ella se dirigieron al hotel en que yo me alojaba y durante dos semanas la vi a diario. No hace falta decir lo feliz que me sentía; el único obstáculo a mi perfecta alegría de aquellos días dorados era la presencia del doctor Dorrimore, a quien me vi obligado a presentar a las damas.

Evidentemente fue muy bien aceptado por ellas. ¿Qué podía decir yo? No conocía nada que pudiera desacreditarle. Sus modales eran los de un caballero culto y considerado; y para las mujeres los modales de un hombre son lo esencial. En un par de ocasiones en que vi a la señorita Corray paseando con él me puse furioso, y en una de ellas tuve la indiscreción de protestar. Cuando ella me preguntó por las razones, no pude dar ninguna y creí ver en su expresión una sombra de desprecio hacia los caprichos de una mente celosa.

Entonces empecé a volverme hosco y desagradable a conciencia y, en mi locura, decidí regresar a San Francisco al día siguiente. Sin embargo, no dije nada de todo el asunto.

En Auburn había un cementerio viejo y abandonado. Estaba casi en el centro de la ciudad, pero por la noche resultaba un lugar tan horroroso que sólo podría ser anhelado por el más tétrico de los temperamentos humanos. Las verjas que separaban las distintas parcelas estaban caídas, podridas e incluso algunas habían desaparecido. Muchas de las tumbas se habían hundido; en otras crecían pinos robustos cuyas raíces habían cometido un pecado horrible. Las lápidas se habían desplomado y sus pedazos yacían desperdigados por el suelo; la valla que rodeaba el cementerio había desaparecido y los cerdos y las vacas rondaban por allí a placer. Aquel lugar era una vergüenza para los vivos, una calumnia sobre los muertos y una blasfemia contra Dios.

El día que ciego de rabia tomé la loca decisión de separarme de todo lo que más quería, deambulé por la noche por aquel agradable lugar. La luz de la media luna, al atravesar el follaje de los árboles, producía un efecto fantasmal, formando manchas de claridad y oscuridad que revelaban las zonas más repugnantes; las negras sombras parecían conjuraciones que ocultaban, hasta que llegara el momento oportuno, revelaciones de un significado lúgubre. Cuando caminaba por lo que había sido un camino de grava, vi surgir de la oscuridad la figura del doctor Dorrimore.

Yo me encontraba en la penumbra y me quedé allí, inmóvil, con los puños cerrados y los dientes apretados, intentando controlar el impulso de saltar sobre él y estrangularlo. Al cabo de un rato una segunda figura se le unió y le tomó del brazo. ¡Era Margaret Corray!

Soy incapaz de relatar adecuadamente lo que sucedió. Sé que salté hacia delante, dispuesto al asesinato. También sé que me encontraron al amanecer, magullado y lleno de sangre, con las marcas de unos dedos en la garganta. Me llevaron al hotel Putnam, donde estuve delirando durante varios días. Todo esto lo sé porque me lo han contado. Lo que sí recuerdo por mí mismo es que cuando recobré la consciencia, aún convaleciente, mandé buscar al recepcionista del hotel.

—¿Están la señora Corray y su hija todavía aquí? —pregunté.

—¿Qué nombre dijo usted?

—Corray.

—No se ha alojado aquí nadie con ese nombre.

—Le ruego que no juegue conmigo —le dije con cierto malhumor—. Ya ve que estoy bien; haga el favor de decirme la verdad.

—Le doy mi palabra —repuso con evidente sinceridad— de que no hemos tenido ningún huésped con ese nombre.

Su afirmación me dejó estupefacto. Permanecí en silencio durante unos instantes; después le pregunté:

—¿Dónde está el doctor Dorrimore?

—Se marchó la misma mañana en que ustedes se pelearon, y desde entonces no sabemos nada de él. Desde luego, le dio a usted con ganas.

Tales son los hechos de este caso. Margaret Corray es ahora mi esposa. Nunca ha estado en Auburn, y durante las semanas en que tuvo lugar la historia que he intentado relatar, tal y como fue concebida por mi cerebro, permaneció en su casa, en Oakland, preguntándose dónde se encontraba su amor y por qué no le escribía. El otro día leí en el Sun de Baltimore el siguiente párrafo:


El Profesor Valentine Dorrimore, hipnotizador, reunió una gran audiencia anoche. El conferenciante, que ha pasado la mayor parte de su vida en la India, realizó varias demostraciones de su poder, hipnotizando a todo aquel que se prestó al experimento únicamente con mirarle. De hecho, hipnotizó a todo el público (salvo a los periodistas) en dos ocasiones, haciendo que todos concibieran las ilusiones más extraordinarias. La característica más valiosa de la conferencia fue la revelación de los métodos empleados por los malabaristas hindúes en sus famosas actuaciones, muy conocidas por boca de los viajeros. El profesor declaró que estos taumaturgos han adquirido tal destreza en el arte que él aprendió de ellos, que realizan sus milagros arrojando a los espectadores a un estado de hipnosis y diciéndoles lo que deben ver y oír. Su afirmación de que un sujeto especialmente sensible puede mantenerse en el reino de lo irreal durante semanas, meses, e incluso años, dominado por las ilusiones y alucinaciones que el operador pueda sugerirle de vez en cuando, resulta un tanto inquietante.


martes, 24 de julio de 2018

EL TAPIZ DEL VIRREY (Pedro Gómez Valderrama)


Cuando el virrey subió a su coche con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central. Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos.


El mulato extendió las manos y acarició el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja, hasta que de pronto gritó:

-¡Venid! ¡Danzad!

Los personajes tomaron movimiento y fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del sabbat, y la danza de los cuerpos en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío.


Diana permanecía a su lado, besándole de vez en cuando con golosa codicia.


Después de consumidas las viandas del banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron, trenzados en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre en la mano. Diana no estaba en el tapiz.


lunes, 23 de julio de 2018

REUNIÓN (John Cheever)


La última vez que vi a mi padre fue en Grand Central Station. Yo venía de estar con mi abuela en los Adirondacks y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en The Cape; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el quiosco de información a mediodía, y cuando aún estaban dando las doce le vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él: que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
-Hola, Charlie -dijo-. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieras a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiera gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre le llamó con voz potente:
-¡Kellner! -gritó-. ¡Garçon! ¡Camarieri! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
-¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? -gritó-. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
-¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? -preguntó.
-Cálmese, cálmese, sommelier -dijo mi padre-. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.
-No me gusta que nadie me llame dando palmadas -dijo el camarero.
-Tendría que haber traído el silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con ginebra Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con ginebra Beefeater.
-Creo que será mejor que se vayan a otro sitio -dijo el camarero sin perder la compostura.
-Esa es una de las más brillantes sugerencias que he oído nunca -dijo mi padre-. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
-¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
-¿Cuántos años tiene el muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo mi padre- no es en absoluto de su incumbencia.
-Lo siento, señor -dijo el camarero-, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
-De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle -dijo mi padre-. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta, y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
-¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibson Geefeaters.
-¿Dos Bibson Geefeaters? -preguntó el camarero, sonriendo.
-Sabe demasiado bien lo que quiero -dijo mi padre muy enojado-. Quiero dos Beefeater gjbsons y los quiero deprisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
-Esto no es Inglaterra -dijo el camarero.
-No discuta conmigo -dijo mi padre-. Limítese a hacer lo que se le dice.
-Creí que quizá le gustaría saber en dónde se encuentra -dijo el camarero.
-Si hay algo que no soporto -dijo mi padre- es un criado impertinente. Vámonos, Charlie.

El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
-Buon giorno -dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo el italiano -dijo el camarero.
-
No me venga con esas -dijo mi padre-. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
-De acuerdo -dijo mi padre-. Dénos otra.
-Todas las mesas están reservadas -dijo el encargado.
-Ya entiendo -dijo mi padre-. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all´inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.

-Tengo que coger el tren -dije.

-Lo siento mucho, hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. -Me rodeó con el brazo estrechándome contra sí-. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…

-No tiene importancia, papá -dije yo.

-Voy a comprarte un periódico -dijo-. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.

Se acercó a un quiosco y dijo:

-Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable como para obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? -El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista-. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? -dijo mi padre-, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?

-Tengo que irme, papá -dije-. Es tarde.

-Espera un momento, hijito -replicó-. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.

-Hasta la vista, papá -dije; bajé las escaleras, tomé el tren, y aquella fue la última vez que vi a mi padre.


domingo, 22 de julio de 2018

EL PAN AJENO (Varlam Shalámov)


Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.

Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.


viernes, 20 de julio de 2018

EL AYUNO (Émile Zola)


Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:

-Ha llegado la hora, hermanos y hermanas, en la que todos, como Jesucristo, debemos coger nuestra cruz, coronarnos de espinas, subir a nuestro calvario, con los pies descalzos sobre las rocas y entre las zarzas.

La pequeña baronesa encontró sin duda la frase blandamente redondeada porque parpadeó suavemente como halagada en el corazón. Luego, como la sinfonía del vicario la mecía, mientras continuó escuchando los compases melódicos se dejó llevar hasta una semiensoñación repleta de íntima voluptuosidad.

Frente a ella veía una de las largas ventanas del coro, gris de bruma. La lluvia no debía haber cesado. La querida joven había venido al sermón con un tiempo atroz. Pero hay que sacrificarse un poco cuando se tiene religión. Su cochero había recibido un horrible chaparrón, y ella misma, al saltar al pavimento, se había mojado ligeramente la punta de los pies. Su coche, afortunadamente, era excelente, bien cerrado y acolchado como una alcoba. ¡Pero era tan triste ver, a través de los cristales húmedos, una fila de paraguas apresurados correr sobre cada acerado! Pensaba que, si hubiera hecho buen tiempo, habría podido venir en victoria. Habría sido mucho más divertido.

En el fondo, su gran temor era que el vicario despachara demasiado rápidamente su sermón. De ser así, tendría que esperar su coche, porque desde luego no aceptaría pisar charcos con semejante tiempo. Y calculaba que, al ritmo que llevaba, el vicario no tendría voz para dos horas; su cochero llegaría demasiado tarde. Esta ansiedad le echaba a perder un poco sus devotas alegrías.

III

El vicario, con cóleras bruscas que le hacían erguirse con el pelo sacudido y los puños hacia delante como un hombre atormentado por un espíritu vengador, rugía:

-Y sobre todo ¡ay de vosotras! si no derramáis sobre los pies de Jesús el perfume de vuestros remordimientos, el óleo perfumado de vuestros arrepentimientos. Creedme, temblad y caed de rodillas al suelo. Es viniendo a encerraros en el purgatorio de la penitencia abierto por la Iglesia durante estos días de contrición universal; es desgastando las losas bajo vuestras frentes empalidecidas por el ayuno; descendiendo a las angustias del hambre y del frío, del silencio y de la noche, como mereceréis el perdón divino en el día fulgurante del triunfo.

La pequeña baronesa, distraída de su preocupación por aquel terrible estrépito, movió lentamente la cabeza como si estuviera totalmente de acuerdo con el irritado sacerdote. Había que coger unos azotes, meterse en un rincón muy oscuro, muy húmedo, muy glacial y darse allí unas disciplinas; de eso no le cabía la menor duda.

Luego volvió a sumirse en su ensimismamiento; se perdió al fondo de un bienestar, de un éxtasis enternecido. Estaba confortablemente sentada en una silla baja de ancho respaldo y tenía bajo sus pies un cojín bordado que le impedía sentir el frío del pavimento. Medio recostada, gozaba de la iglesia, de aquel bajel donde flotaban vapores de incienso, donde las profundidades, llenas de sombras misteriosas, se poblaban de adorables visiones. La nave, con sus colgaduras de terciopelo rojo, sus ornamentos de oro y mármol, con su aspecto de inmenso gabinete femenino lleno de perfumes turbadores, iluminada por la suave luz de las lamparillas, cerrada y como lista para amores sobrehumanos, la había envuelto poco a poco con el encanto de sus pompas. Era la fiesta de los sentidos. Su linda persona rellenita se abandonaba, halagada, mecida, acariciada. Y su voluptuosidad se sentía muy pequeña en medio de tan amplia beatitud.

Pero, pese a sí misma, lo que la lisonjeaba aún más deliciosamente, era el aliento tibio de la boca de calor abierta casi bajo su falda. Era muy friolera, la pequeña baronesa. La salida de calor lanzaba discretamente sus cálidas caricias a lo largo de sus medias de seda. Un cierto adormecimiento se adueñaba de ella en aquel baño de muelle ligereza.

IV

El vicario seguía en plena ira. Y lanzaba a todas las devotas presentes al aceite hirviendo del infierno.

-Si no escucháis la voz de Dios, si no escucháis mi voz que es la del mismo Dios, en verdad os digo que un día oiréis vuestros huesos crujir de angustia, sentiréis vuestra carne derretirse sobre carbones ardientes, y entonces gritaréis en vano: «¡Piedad, Señor, piedad, me arrepiento!», porque Dios no tendrá misericordia y con el pie os arrojará al abismo.

Al escuchar estas últimas palabras un escalofrío recorrió el auditorio. La pequeña baronesa ala que adormecía claramente el aire cálido que corría por su falda, sonrió vagamente. La pequeña baronesa conocía bastante al vicario. La víspera él había cenado en su casa. Adoraba el paté de salmón trufado y el borgoña era su vino favorito. Era, sin duda, un hombre apuesto, entre treinta y cinco y cuarenta años, moreno, con la cara tan redonda y rosada que aquel rostro de sacerdote se habría confundido fácilmente con la cara solazada de una moza de alquería. Además de eso, un hombre de mundo, buen comensal, buen conversador. Las mujeres lo adoraban, la pequeña baronesa bebía los vientos por él. Él le decía con una voz adorablemente dulce: «¡Ah!, señora, con semejante atuendo condenaría usted a un santo!»

Pero él, el querido padre, no se condenaba. Corría a repetirle a la condesa, a la marquesa, a sus otras penitentes la misma galantería, lo que le convertía en el niño mimado de todas aquellas damas.

Cuando iba a cenar a casa de la pequeña baronesa los jueves, lo cuidaba como a una querida criatura a la que la menor corriente de aire podría resfriar y a la que un mal bocado le produciría indefectiblemente una indigestión. En el salón, su sillón estaba en el rincón de la chimenea; en la mesa, el personal de servicio tenía orden de velar particularmente por su plato, de servirle a él sólo cierto borgoña de doce años, que él bebía cerrando los ojos con fervor como si estuviera comulgando.

¡El vicario era tan bueno, tan bueno! Mientras que en lo alto del púlpito hablaba de huesos que crujen y de miembros que se asan, la pequeña baronesa en el estado de duermevela en el que se encontraba, lo veía a su mesa, limpiándose beatíficamente los labios, y diciéndole: «He aquí, mi querida señora, una sopa de marisco que le haría hallar gracia ante Dios Padre, si su belleza no bastara ya para garantizarle el paraíso».

V

Cuando acabó con la ira y las amenazas, el vicario se puso a sollozar. Ésa era, normalmente, su táctica. Casi de rodillas en el púlpito, no mostrando nada más que los hombros y luego, de golpe, incorporándose, doblándose como abatido por el dolor, se secaba los ojos con gran crujido de muselina almidonada, lanzaba los brazos al aire, a la derecha, a la izquierda, adoptando poses de pelícano herido. Era la conclusión, el final, el fragmento a gran orquesta, la escena movida del desenlace.

-Llorad, llorad -llorisqueaba con voz expirante- llorad por vosotros, llorad por mí, llorad por Dios…

La pequeña baronesa dormía por completo con los ojos abiertos. El calor, el incienso, la oscuridad que iba incrementándose, la habían adormecido. Se había acurrucado, se había encerrado en las voluptuosas sensaciones que experimentaba y, disimuladamente, soñaba con cosas muy agradables.

A su lado, en la capilla de los Santos Ángeles, había un gran fresco que representaba a un grupo de guapos jóvenes, medio desnudos, con alas a la espalda. Sonreían con sonrisa de amantes felices, mientras que sus actitudes inclinadas, arrodilladas, parecían adorar a alguna pequeña baronesa invisible. ¡Qué guapos muchachos, qué labios tan tiernos, qué piel de satén, qué brazos musculosos! Lo peor era que uno de ellos se parecía totalmente al joven duque de P…, uno de los buenos amigos de la pequeña baronesa. En su sopor se preguntaba si el duque estaría bien desnudo y con alas en la espalda. Y, por momentos, se imaginaba que el gran querubín rosado llevaba el traje negro del duque. Luego el sueño se afirmó: era verdaderamente el duque con ropa escasa el que le enviaba besos desde el fondo oscuro.

VI

Cuando la pequeña baronesa se despertó, oyó al vicario pronunciar la frase sacramental: «Les deseo la gracia». Permaneció un instante confusa; creyó que el vicario le deseaba los besos del joven duque.

Se produjo un gran ruido de sillas. Todo el mundo se fue; la pequeña baronesa había adivinado: su cochero no estaba aún al pie de la escalinata. Aquel diablo de vicario había despachado su sermón robándole a sus penitentes al menos veinte minutos de elocuencia.

Y, cuando la pequeña baronesa se impacientaba en una nave lateral, se encontró con el vicario que salía precipitadamente de la sacristía. Miraba la hora en su reloj, tenía el aspecto apresurado del hombre que no quiere llegar tarde a una cita.

-¡Ah!, ¡qué retrasado voy!, querida señora -dijo. Me están esperando en casa de la condesa. Hay un concierto espiritual seguido de una pequeña colación.


jueves, 19 de julio de 2018

OPCIÓN B (Billy MacGregor)


Treinta y dos días después de que enterraran a Clarita en San Fernando, Luis se metió un tiro.

No tuvo que ver con que él siempre hubiera estando diciéndole a Clarita que, sin ti, me moriría, ni nada parecido. Tuvo que ver con los objetos. Con el cepillo de dientes de Clarita pudriéndose de viejo en su vasito. Con las bragas de Clarita ondeando a media asta todavía en el tendedero. Tiesas como un bacalao y manchadas de cagadas de paloma. Tuvo que ver con el silencio de la alcoba y a lo lejos los taxis y los perros ladrando a los basureros, con contar ambulancias que aullaban en medio de la noche en vez de ovejas. Tuvo que ver con las estrellas. Tantas. Tan pequeñas.

No fue por el amor. Fue por los jueves. Que ya no eran los mismos. Los jueves jugaban al parchís, y quien perdía fregaba los platos toda la semana. No fue porque no hubiera nada en este mundo como ella, sino porque ella era imposible. Y en cambio existía. Fue porque ya eran novios en el cole. Porque habían visto crecer a siete nietos. Porque se tocaba y le faltaban partes en el cuerpo y le dolían todos los huesos de echarla de menos por la casa.


miércoles, 18 de julio de 2018

POBRES GENTES (Leon Tolstoi)


En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa… La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. “Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme”, piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. “¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él”, dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. “No tiene quien la cuide”, piensa, mientras llama a la puerta. Escucha… Nadie contesta.

“A lo mejor le ha pasado algo”, piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. “¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…”.

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

“No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?” Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.

-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

-¡Vaya nochecita!

-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Fatal, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas…

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.


martes, 17 de julio de 2018

DISEÑOS (Saiz de Marco)


Varios creativos han concurrido al certamen internacional de Diseño.

El diseñador Desierto ha concebido un modelo alto y corpulento de mamífero, al que ha denominado camello. Tiene cuatro patas y -esto es lo más llamativo- dos jorobas capaces de acumular reservas de agua.

La diseñadora Selva Tropical ha propuesto, bajo el nombre de loro, un pájaro con pico encorvado, patas prensiles para agarrar pequeños frutos, y vistosas plumas de colores. El diseño incluye una garganta capaz de imitar sonidos.

Bajo la denominación de cabra, la diseñadora Cordillera ha presentado un cuadrúpedo ágil, preparado para correr por zonas escarpadas sin despeñarse. A título de curiosidad, el prototipo presenta dos cuernos vueltos hacia atrás.

El diseñador Polo Sur ha confeccionado el pingüino. Se trata de un modelo de color negro, salvo el pecho y el vientre que son blancos. Es un diseño muy original, pues no vuela (pese a ser ave) y su deambular es torpe; pero a cambio puede nadar ágilmente y desplazarse con comodidad por aguas gélidas.

El jurado ha resaltado la gran calidad de los diseños que concurren, apreciando que todos los creativos ofrecen propuestas muy originales. Su desarrollo les exigió millones de años.

Con independencia de quién gane el certamen, lo que queda claro es que son ellos -el Desierto, la Selva, las Montañas, el Hielo…: en suma, los inertes-, quienes diseñan a los vivos.


lunes, 16 de julio de 2018

NARCISO (Manuel Mujica Laínez)


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo. Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia. Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en los del otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable, ni la melodía más sutil, podría procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa, le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne, cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento, se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior. Los gatos, entretanto, vagaban como sombras.

Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviera ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono. 

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llegó así la mañana y avanzó la tarde, sin que variara la posición del yacente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maullando desconsoladamente.

Allá arriba, la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna –y que podía ser un affiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles– cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal. Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa, y empezaron a destrozarle la ropa.


domingo, 15 de julio de 2018

PRINCESA (Cuqui Covaleda)


Había una vez una princesa que, sin príncipe azul, ni príncipe a secas, ni héroe que viniese a redimirla, se salvó sola.


jueves, 12 de julio de 2018

EL CAMALEÓN QUE FINALMENTE NO SABÍA DE QUÉ COLOR PONERSE (Augusto Monterroso)


En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.

Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.

Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.

Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.

Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.

Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.

Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.

De esa época viene el dicho de que

todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.


miércoles, 11 de julio de 2018

LA VENDA (Miguel de Unamuno)


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

-¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

-¿Lleva usted bastón?

-¿Pues no lo ve usted? -dijo el mostrándoselo.

-¡Ah! Es cierto.

-¿Es usted acaso ciega?

-No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

-Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le pasa?

-Déjeme, que se muere mi padre.

-Pero ¿dónde va usted así?

-Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

-Debe de ser loca -dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

-No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

-Es la ciega -dijo una mujer que llegaba.

-¿La ciega? -replicó el hombre del bastón-. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

-Para volver a serlo -exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.

De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego como una flecha, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las tinieblas nutrió de dulce alegría su espíritu y de amores su corazón. Y ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era maravillosa la seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo que su palo. Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame, María, ¿en qué calle estamos?» Y ella respondía sin equivocarse jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la tomara, y se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que eran una contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y a oírle y acariciarle. Y si por acaso le acompañaba su marido, rehusaba su brazo diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos.»

Por entonces se presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor especialista, que después de reconocer a la ciega, a la que había visto en la calle, aseguró que le daría la vista. Se difirió la operación hasta que hubiese dado a luz y se hubiese repuesto del parto.

Y un día, más de terrible expectación que de júbilo para la pobre ciega, se obró el portento.

El doctor y sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, recogían con ansia datos para la ciencia psicológica asaeteándola a preguntas. Ella no hacía más que palpar los objetos aturdida y llevárselos a los ojos y sufrir, sufrir una extraña opresión de espíritu, un torrente de punzadas, la lenta invasión de un nuevo mundo en sus tinieblas.

-¡Oh! ¿Eras tú? -exclamó al oír junto a sí la voz de su marido-. Y abrazándole y llorando, cerró los ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando la llevaron al niño y lo tomó en brazos, creyeron que se volvía loca. Ni una voz ni un gesto; una palidez mortal tan solo. Frotó luego las tiernas carnecitas del niño contra sus cerrados ojos y quedó postrada, rendida, sin querer ver más.

-¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? -preguntó.

-¡Oh! No, todavía no -dijo el doctor. No es prudente que usted salga hasta haberse familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente al día siguiente de la portentosa cura, cuando empezaba María a gozar de una nueva infancia y a bañarse en la verdura de un nuevo mundo, vino un mensajero torpe, torpísimo, y con los peores rodeos le dijo que su padre, baldado desde hacía algún tiempo, se estaba muriendo de un nuevo ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma y las tinieblas no le bastaban ya. Se puso como loca, se fue a su cuarto, cogió su crucifijo, cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar exclamando:

-Mi vista, mi vista por su vida. Para qué la quiero.

Y levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a verle por primera y por última vez acaso.

Entonces fue cuando la encontró el hombre del bastón, perdida en un mundo extraño, sin estrellas por que guiarse como en sus años de noche se había guiado, casi loca. Y entonces fue cuando, una vez vendados sus ojos, volvió a su mundo, a sus familiares tinieblas, y partió segura, como paloma que a su nido vuelve. A ver a su padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a través de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo, y echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo, le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos desgarradores:

-¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano, atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor aquella venda y trató de quitársela.

-No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi padre, el mío, el mío!

-Pero hija, hija mía -murmuraba el anciano.

-¿Estás loca? -le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas comedias, que la cosa va seria...

-¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso vosotros?

-Pero ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por última vez acaso...

-Porque quiero verlo... pero a mi padre... al mío..., al que nutrió de besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me quito de los ojos la venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos cubriéndole de besos.

-Pero hija, hija mía -repetía como una máquina el viejo.

-Sea usted razonable -insinuó el sacerdote separándola-, sea usted razonable.

-Razonable ¿Razonable? Mi razón está en las tinieblas, en ellas veo.

-Et vita erat lux hominum... et lux in tenebris lucet... -murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo.

Entonces se acercó a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató la venda. Todos se alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en torno de sí despavorida, como buscando algo a que asirse. Y luego de reponerse murmurando: «¡Qué brutos son los hombres!, cayó de hinojos ante su padre preguntando:

-¿Es éste?

-Sí, ése es -dijo el sacerdote señalándoselo-, ya no conoce.

-Tampoco yo conozco.

-Dios es misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su padre antes de que se muera...

-Sí, cuando ya él no me conoce, por lo visto...

-La divina misericordia...

-Está en la oscuridad -concluyó María que, sentada sobre sus talones, pálida, con los brazos caídos, miraba al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se acercó a su padre, y al tocarlo, retrocedió aterrada, exclamando:

-Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de besos, repetía:

-¡Padre, Padre! ¡No te he visto morir!

-Hay que cerrarle los ojos -dijo a María su hermano.

-Sí, sí, hay que cerrarle los ojos... que no vea ya... que no vea ya... ¡Padre, padre! Ya está en las tinieblas... en el reino de la misericordia...

-Ahora se basa en la luz del Señor -dijo el sacerdote.

-María -le dijo su hermano con voz trémula tocándole en un hombro-, eres madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste en casa al venirte; viene llorando...

-¡Ah! Si. ¡Angelito! ¡Quiere pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

-¡La venda! ¡La venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

-Pero María...

-Si no me vendáis los ojos, no le doy de mamar.

-Sé razonable, María...

-Os he dicho ya que mi razón está en las tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho, y poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

-¡Pobre padre! ¡Pobre padre!


martes, 10 de julio de 2018

LA LEYENDA DE NARCISO (Oscar Wilde)


Narciso era un hermoso joven que todos los días iba a contemplar su propia belleza en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que un día cayó dentro y murió ahogado. En ese lugar nació una flor, a la que llamaron "Narciso"...

Cuando Narciso murió, llegaron las Oréades (diosas del bosque) y vieron al lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de lágrimas saladas.

-¿Por qué lloras? -le preguntaron las Oréades.

-Lloro por Narciso -respondió el lago.
-¡Ah! ¡No nos asombra que llores por Narciso! -prosiguieron ellas- Al fin y al cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.
-¿Pero Narciso era bello? Preguntó el lago.
-¡Quién sino tú podría saberlo! -respondieron sorprendidas las Oréades-. En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los días.

El lago permaneció en silencio unos instantes. Y finalmente dijo:

-Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que fuera bello. Lloro por Narciso porque cada vez que él se inclinaba sobre mis márgenes yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada.


lunes, 9 de julio de 2018

EN LA NOCHE DE LA ÚLTIMA NOVENA DE DIFUNTOS (Alfonso Rodríguez Castelao)


En la noche de la última novena de difuntos, la iglesia estaba poblada de miedos. En cada vela brillaba un ánima, y las ánimas que no cabían en las velas encendidas se escondían en los sombríos rincones y, desde allí, miraban a los chiquillos y les hacían carantoñas.
Cada luz que el sacristán mataba era un ánima encendida que se deshacía en hilos de humo, y todos sentíamos el olor de las ánimas en cada vela que moría. Desde entonces, el olor a cera me trae el recuerdo de los miedos de aquella noche.
El abad cantaba un responso delante de una caja llena de huesos, y, en el momento de terminar el paternoster, daba comienzo el llanto.
Cuatro hombres se adelantaban apartando a las mujeres enloquecidas de dolor y, con una mano, agarraban el ataúd y con la otra empuñaban un cirio encendido.
La procesión se terminaba en el osario del atrio. Los cuatro hombres llevaban el ataúd rozando el suelo, y el cirio inclinado rociaba cera encima de los huesos. Detrás seguía un enjambre de mujeres soltando gritos lastimeros, mucho más horripilantes que los de un llanto en un entierro de ahogados. Y si las mujeres plañían, los hombres lloraban en silencio.
En aquella procesión todos tenían por qué llorar y todos lloraban. Y también lloraba Baltasara, una chiquilla criada por la caridad pública, que apareciera dentro de una cesta, al lado de un crucero, que no tenía ni padre ni madre ni por quién llorar; pero la epidemia del llanto la contagió, y también se deshacía en gemidos con todas sus fuerzas. Camino de casa, una vecina le preguntó a la chiquilla:
-¿Por quién llorabas, Baltasara?
Y ella le respondió, gimoteando:
-¿No le parece bastante desgracia no tener por quién llorar, señora?


domingo, 8 de julio de 2018

PARÁBOLA CHINA (Hermann Hesse)


Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.

Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.


sábado, 7 de julio de 2018

PESADILLA EN AMARILLO (Fredric Brown)


Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había "tomado prestados" cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había "tomado prestado" un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!


viernes, 6 de julio de 2018

EL AUXILIAR DE LA PARROQUIA (Charles Dickens)


Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.

Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra -donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de María Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con mucha frecuencia, en el bonito semblante de María Lobbs, en la iglesia y en otros lugares; pero los ojos de María Lobbs nunca le habían parecido tan brillantes, ni las mejillas de María Lobbs tan sonrosadas como en aquella ocasión. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que, inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello digno de asombro.

De lo que sí hay que asombrarse, sin embargo, es de que alguien tan tímido y nervioso como el señor Nathaniel Pipkin, y con unos ingresos tan insignificantes como él, tuviera la osadía de aspirar, desde ese día, a la mano y al corazón de la única hija del irascible viejo Lobbs... del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero, que podía haber comprado toda la ciudad de un plumazo sin que su fortuna se resintiera... del viejo Lobbs, que tenía muchísimo dinero invertido en el banco de la población con mercado más cercana... que, según decían, poseía incontables e inagotables tesoros escondidos en la pequeña caja fuerte con el ojo de la cerradura enorme, sobre la repisa de la chimenea, en la sala de la parte trasera... y que, como todos sabían, los días de fiesta adornaba su mesa con una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, que, según alardeaba con el corazón henchido de orgullo, serían propiedad de su hija cuando encontrara a un hombre digno de ella. Y comento todo esto porque es realmente asombroso y extraño que Nathaniel Pipkin hubiera tenido la temeridad de mirar en aquella dirección. Pero el amor es ciego, y Nathaniel era bizco; y es posible que la suma de esas dos circunstancias le impidiese ver las cosas como son.

Ahora bien, si el viejo Lobbs hubiera tenido la más remota o vaga idea del estado emocional de Nathaniel Pipkin, habría arrasado la escuela, o borrado a su maestro de la faz de la tierra, o cometido algún otro desmán o atrocidad de características igualmente feroces y violentas; pues el viejo Lobbs era un tipo terrible cuando herían su orgullo o se enojaba. Y, ¡podría jurarlo!, algunas veces soltaba tantos improperios por la boca, cuando denunciaba la holgazanería del delgado aprendiz de piernas esqueléticas, que Nathaniel Pipkin temblaba de miedo y a sus alumnos se les erizaban los cabellos del susto.

Día tras día, cuando se acababan las clases y los alumnos se habían ido, Nathaniel Pipkin se sentaba en la ventana que daba a la fachada y, mientras fingía leer un libro, miraba de reojo al otro lado de la calle en busca de los brillantes ojos de María Lobbs; y no transcurrieron muchos días antes de que esos brillantes ojos apareciesen en una de las ventanas del piso de arriba, aparentemente enfrascados también en la lectura. Era algo maravilloso que llenaba de alegría el corazón de Nathaniel Pipkin. Era una felicidad estar sentados allí durante horas, los dos juntos, y mirar aquel hermoso rostro cuando bajaba los ojos; pero cuando María Lobbs empezaba a levantar los ojos del libro y a lanzar sus rayos en dirección a Nathaniel Pipkin, su gozo y su admiración no conocían límite. Finalmente, un día en que sabía que el viejo Lobbs se hallaba ausente, Nathaniel Pipkin tuvo el atrevimiento de enviar un beso con la mano a María Lobbs; y María Lobbs, en lugar de cerrar la ventana, ¡se lo devolvió y le sonrió! A raíz de esto, Nathaniel Pipkin decidió que, pasara lo que pasara, comunicaría sin más demora sus sentimientos a la joven.

Jamás un pie más lindo, ni un corazón más feliz, ni unos hoyuelos más encantadores, ni una figura más hermosa, pisó con tanta gracia como María Lobbs, la hija del viejo guarnicionero, la tierra que embellecía con su presencia. Había un centelleo malicioso en sus brillantes ojos que habría conquistado corazones mucho menos enamoradizos que el de Nathaniel Pipkin; y su risa era tan alegre que hasta el peor misántropo habría sonreído al oírla. Ni siquiera el viejo Lobbs, en el paroxismo de su furia, podía resistirse a las carantoñas de su preciosa hija; y cuando ella y su prima Kate -una personita traviesa, descarada y cautivadora- querían conseguir algo del anciano, lo que, para ser sinceros, ocurría a menudo, no había nada que éste fuera capaz de negarles, incluso cuando le pedían una parte de los incontables e inagotables tesoros escondidos en la caja fuerte.

El corazón de Nathaniel Pipkin pareció brincarle dentro del pecho cuando, una tarde de verano, divisó a aquella atractiva pareja unos cientos de yardas por delante de él, en el mismo prado donde tantas veces había paseado hasta el anochecer, recordando la belleza de María Lobbs. Pero, a pesar de que, en esas ocasiones, había pensado frecuentemente con cuánta rapidez se acercaría a María Lobbs para declararle su pasión si la encontraba, ahora que inesperadamente la tenía delante, toda la sangre de su cuerpo afluyó a su rostro, en claro detrimento de sus piernas que, privadas de su dosis habitual, empezaron a temblar bajo su torso. Cuando las jóvenes se paraban a coger una flor del seto, o a escuchar un pájaro, Nathaniel Pipkin hacía también un alto, y fingía estar absorto en sus meditaciones, lo que sin duda era cierto; pues pensaba qué demonios iba a hacer cuando se dieran la vuelta, como ocurriría inevitablemente, y se encontraran frente a frente. Pero, a pesar de que temía acercarse a ellas, no podía soportar perderlas de vista; de modo que, cuando las dos jóvenes andaban más deprisa, él andaba más deprisa y, cuando se detenían, él se detenía; y habrían seguido así hasta que la noche se lo impidiera, si Kate no hubiera mirado maliciosamente hacia atrás y hubiese animado a avanzar a Nathaniel. Había algo irresistible en los modales de Kate, así que Nathaniel Pipkin accedió a su deseo; y después de mucho ruborizarse, mientras la pequeña y traviesa prima se desternillaba de risa, Nathaniel Pipkin se arrodilló en la hierba mojada y declaró su determinación de quedarse allí para siempre, a menos que le permitieran ponerse en pie como novio formal de María Lobbs. Al oír esto, la alegre risa de la señorita Lobbs resonó a través del aire sereno de la noche... aunque no pareció perturbarlo; su sonido era tan encantador... Y la pequeña y traviesa prima se rió más fuerte que antes, y Nathaniel Pipkin enrojeció como nunca lo había hecho. Finalmente, María Lobbs, ante la insistencia de su rendido admirador, volvió la cabeza y susurró a su prima que dijera -o, en cualquier caso, fue ésta quien lo dijo- que se sentía muy honrada con las palabras del señor Pipkin; que su mano y su corazón estaban a disposición de su padre; y que nadie podía ser insensible a los méritos del señor Pipkin. Como Kate declaró todo esto con enorme seriedad, y Nathaniel Pipkin acompañó a casa a María Lobbs, e incluso intentó despedirse de ella con un beso, el joven se fue feliz a la cama, y pasó la noche soñando con ablandar al viejo Lobbs, abrir la caja fuerte y casarse con María.

Al día siguiente, Nathaniel Pipkin vio cómo el viejo Lobbs se alejaba en su viejo pony gris y, después de que la pequeña y traviesa prima le hiciera innumerables señas desde la ventana, cuya finalidad y significado fue incapaz de comprender, el delgado aprendiz de piernas esqueléticas fue a decirle que su amo no regresaría en toda la noche y que las damas lo esperaban para tomar el té exactamente a las seis en punto.

Cómo transcurrieron las clases aquel día es algo de lo que ni Nathaniel Pipkin ni sus alumnos saben más que usted; pero lo cierto es que, de un modo u otro, éstas llegaron a su fin y, cuando los niños se marcharon, Nathaniel Pipkin se tomó hasta las seis en punto para vestirse a su gusto. No es que tardase mucho tiempo en elegir el atuendo que iba a llevar, ya que no había dónde escoger; pero, conseguir que éste luciera al máximo y darle los últimos toques era una tarea no exenta de dificultades ni de importancia.

Lo esperaba un pequeño grupo, formado por María Lobbs, su prima Kate y tres o cuatro muchachas, juguetonas y afables, de mejillas sonrosadas. Nathaniel Pipkin comprobó personalmente que los rumores que corrían sobre los tesoros del viejo Lobbs no eran exagerados. Había sobre la mesa una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, y auténticas cucharitas de plata para remover el té, y auténticas tazas de porcelana para beberlo, y platos a juego para los pasteles y las tostadas. Lo único que le disgustaba era la presencia de otro primo de María Lobbs, un hermano de Kate, a quien María llamaba Henry, y que parecía acaparar la compañía de María Lobbs en uno de los extremos de la mesa. Resulta encantador que las familias se quieran, siempre que no lleven ese sentimiento demasiado lejos, y Nathaniel Pipkin no pudo sino pensar que María Lobbs debía de estar especialmente encariñada con sus parientes, si prestaba a los demás la misma atención que a aquel primo. Después de tomar el té, cuando la pequeña y traviesa prima propuso jugar a la gallina ciega, por un motivo u otro, Nathaniel Pipkin estuvo casi todo el tiempo con los ojos vendados; y siempre que cogía al primo sabía con seguridad que María Lobbs andaba cerca. Y, a pesar de que la pequeña y traviesa prima y las otras muchachas le pellizcaban, le tiraban del pelo, empujaban las sillas para que tropezara, y toda clase de cosas, María Lobbs jamás se acercó a él; y en una ocasión... en una ocasión... Nathaniel Pipkin habría jurado oír el sonido de un beso, seguido de una débil protesta de María Lobbs, y de unas risitas de sus amigas. Todo esto era extraño... muy extraño... y es difícil saber lo que Nathaniel Pipkin habría hecho si sus pensamientos no hubieran tomado bruscamente otra dirección.

Y las circunstancias que cambiaron el rumbo de sus pensamientos fueron unos fuertes aldabonazos en la puerta de entrada; y quien así llamaba era el viejo Lobbs, que había regresado inesperadamente y golpeaba la puerta con la misma insistencia que un fabricante de ataúdes, pues reclamaba su cena. En cuanto el delgado aprendiz de piernas esqueléticas les comunicó la alarmante noticia, las muchachas subieron corriendo al dormitorio de María Lobbs, y el primo y Nathaniel Pipkin fueron empujados dentro de dos armarios de la sala, a falta de otro escondite mejor; y, cuando María Lobbs y su pequeña y traviesa prima hubieron ocultado a los jóvenes y ordenado la estancia, abrieron al viejo Lobbs, que no había dejado de aporrear la puerta desde su llegada.

Lo que, desgraciadamente, sucedió entonces es que el viejo Lobbs, que estaba muerto de hambre, llegó con un humor espantoso. Nathaniel Pipkin podía oírlo gruñir como un viejo mastín con dolor de garganta; y, siempre que el infortunado aprendiz de piernas esqueléticas entraba en el cuarto, tenía la certeza de que el viejo Lobbs empezaría a maldecirlo del modo más sarracénico y feroz, aunque, al parecer, sin otra finalidad u objetivo que desahogar su furia con aquellos superfluos exabruptos. Finalmente le sirvieron la cena, que hubieron de calentar, y el viejo Lobbs se abalanzó sobre la comida; después de comérselo todo con rapidez, besó a su hija y le pidió su pipa.

La naturaleza había colocado las rodillas de Nathaniel Pipkin en una posición muy cercana, pero, cuando oyó que el viejo Lobbs pedía su pipa, éstas se juntaron con fuerza como si pretendieran reducirse mutuamente a polvo; pues, colgando de un par de ganchos, en el mismo armario donde se escondía, había una enorme pipa, de boquilla marrón y cazoleta de plata, que él mismo había contemplado en la boca del viejo Lobbs con regularidad, todas las tardes y todas las noches, durante los últimos cinco años. Las dos jóvenes buscaron la pipa en el piso de abajo, en el piso de arriba, y en todas partes excepto donde sabían que estaba, y el viejo Lobbs, mientras tanto, despotricaba del modo más increíble. Finalmente, recordó el armario y se dirigió a él. No sirvió de nada que un hombre diminuto como Nathaniel Pipkin tirara de la puerta hacia dentro mientras un tipo grande y fuerte como el viejo Lobbs tiraba hacia fuera. El viejo Lobbs abrió el armario de golpe, poniendo al descubierto a Nathaniel Pipkin que, muy erguido dentro del armario, temblaba atemorizado de la cabeza a los pies. ¡Santo Dios! Qué mirada tan terrible le lanzó el viejo Lobbs, mientras lo sacaba por el cuello y lo sujetaba a cierta distancia.

-Pero ¿qué demonios se le ha perdido aquí? -exclamó el viejo Lobbs, con voz estentórea.

Nathaniel Pipkin fue incapaz de contestar, de modo que el viejo Lobbs lo zarandeó hacia delante y hacia atrás durante dos o tres minutos, a fin de ayudarlo a aclarar sus ideas.

-¿Que qué se le ha perdido aquí? -bramó Lobbs-; supongo que ha venido detrás de mi hija, ¿no es así?

El viejo Lobbs lo dijo únicamente para burlarse de él; pues no creía que el atrevimiento de Nathaniel Pipkin pudiera llegar tan lejos. Cuán grande fue su indignación cuando el pobre hombre respondió:

-Sí, señor Lobbs, he venido detrás de su hija. Estoy enamorado de ella, señor Lobbs.

-¿Usted? ¡Un rufián apocado, enclenque y mal encarado! -dijo con voz entrecortada el viejo Lobbs, paralizado por la terrible confesión-. ¿Qué significan sus palabras? ¡Dígamelo en la cara! ¡Maldita sea, lo estrangularé!

Es muy probable que el viejo Lobbs hubiera ejecutado su amenaza, empujado por la ira, de no haberlo impedido una inesperada aparición: a saber, el primo de María que, abandonando su armario y corriendo hacia el viejo Lobbs, exclamó:

-No puedo permitir que esta persona inofensiva, que ha sido invitada aquí para el regocijo de unas niñas, asuma, de un modo tan generoso, la responsabilidad de una falta (si es que puede llamarse así) de la que soy el único culpable; y estoy dispuesto a reconocerlo. Quiero a su hija, señor; y he venido con el propósito de verla.

El viejo Lobbs abrió mucho los ojos al oír sus palabras, aunque no más que Nathaniel Pipkin.

-¿Ha venido usted? -dijo Lobbs, recuperando finalmente el habla.

-Sí, he venido.

-Hace mucho tiempo que le prohibí entrar en esta casa.

-Es cierto; de otro modo no habría venido a escondidas esta noche.

Lamento contar esto del viejo Lobbs, pero creo que habría pegado al primo si su hermosa hija, con los brillantes ojos anegados en lágrimas, no le hubiera agarrado el brazo.

-No lo detengas, María -exclamó el joven-; si quiere pegarme, déjalo. Yo no tocaría ni uno de sus cabellos grises por todo el oro del mundo.

El anciano bajó la mirada tras ese reproche, y sus ojos se encontraron con los de su hija. He insinuado ya en una o dos ocasiones que los tenía muy brillantes, y, aunque ahora estaban llenos de lágrimas, su influjo no era menor. Cuando el viejo Lobbs volvió la cabeza, para evitar que esos ojos lo convencieran, se topó con el rostro de la pequeña y traviesa prima que, medio asustada por su hermano y medio riéndose de Nathaniel Pipkin, mostraba la expresión más encantadora, y no exenta de malicia, que un hombre viejo o joven puede contemplar. Cogió zalamera el brazo del anciano y le susurró algo al oído; y, a pesar de sus esfuerzos, el viejo Lobbs no pudo evitar sonreír, al tiempo que una lágrima rodaba por sus mejillas. Cinco minutos más tarde, sus amigas bajaban del dormitorio entre remilgos y risitas sofocadas; y, mientras los jóvenes se divertían, el viejo Lobbs descolgó la pipa y se puso a fumar; y se dio la extraordinaria circunstancia de que aquella pipa de tabaco fue la más deliciosa y relajante que había fumado jamás.

Nathaniel Pipkin creyó preferible guardar silencio y, al hacerlo, consiguió ganarse poco a poco la estima del viejo Lobbs, que con el tiempo le enseñó a fumar; y, durante muchos años, los dos se sentaban en el jardín al atardecer, cuando el tiempo era bueno, y fumaban y bebían muy animados. No tardó en recuperarse de su desengaño, pues su nombre figura en el registro de la parroquia como testigo de la boda de María Lobbs y su primo; y, según consta en otros documentos, parece que la noche de la ceremonia la pasó entre rejas, por haber cometido toda clase de excesos en las calles en un estado de absoluta embriaguez, ayudado e instigado por el delgado aprendiz de piernas esqueléticas.