Entrada al azar

jueves, 31 de mayo de 2018

CUENTO DE HORROR (Marco Denevi)


La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

-Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

-¿Cuándo he bromeado yo?

-Nunca, es verdad.

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.


lunes, 28 de mayo de 2018

UN VIAJE EN TRANVÍA (Wenceslao Fernández Flórez)


William Brook era un viajero infatigable. No había secretos para él en la redondez de la tierra. Había cruzado seis veces el Sahara montado en reflexivos camellos, sufriendo la angustia de la sed Padeció el escorbuto en Spitzberg. Frotó su nariz con las narices de los negros que esconden sus cabañas en el arcano del África central. Pisó las inhóspitas playas de Tierra del Fuego y se sentó más de cien noches en los vivaques de los cazadores de pieles de Canadá y ante las escudillas llenas de arroz de los chinos. Subió en globo, descendió en submarino, cortó el hielo con acerados patines, durmió en las copas de los árboles, sufrió y gozó todas las emociones y peripecias de los grandes viajes. Y un día llegó a Madrid.

Llegó a Madrid con su ligero casco de corcho, sus medias inglesas y su morral cruzado en bandolera; y se situó en la Puerta del Sol para esperar un tranvía, el número 3.

Primero no esperaban el 3 más que una señora con una cesta y cinco guardias; pasando media hora, una multitud impaciente y torva se alineaba junto a los carriles, pateando, mirando el reloj y dándose codazos. Unos automóviles que aplastaron a siete u ocho personas no lograron aclarar el grupo. Al fin sonó una voz:

-¡Ahí viene un 3!


Se acercaba, en efecto, lleno de luz, con racimos humanos en su plataforma y los topes oscurecidos por una masa que, según pudo advertir después William Brook, era un conglomerado de chiquillos. Se acercaba tintineando alegremente. No se había detenido aún y la muchedumbre se lanzó a asaltarlo.

Empujando, pisoteado, pellizcado, el ilustre viajero fue y vino entre la turba. Ora se encontraba rechazado hasta el Ministerio de la Gobernación, ora se veía lanzado contra el coche. Pegó y le pegaron. Mordió y le mordieron. Oyó llorar a una madre que había perdido a su hijo en el tumulto, y a un padre que había perdido su alfiler de corbata. William Brook ha naufragado tres veces y presenció, con el corazón estremecido, las luchas desesperadas por la posesión de un bote o de un simple chaleco salvavidas. Nada sin embargo tan tremendo como aquella batalla por alcanzar un puesto en el tranvía número 3. William gritaba en varios idiomas: -¡Renuncio, renuncio!¡No quiero más! Pero nadie le hacía caso. A la fuerza le izaron a la plataforma posterior. Había perdido el casco de corcho y una bota; tenía la sospecha de llevar rotas dos costillas, pero no pudo comprobarlo hasta una hora después, porque no le era posible mover los brazos, apretujado entre los asaltantes.

Nada de particular tiene que en aquella confusión poca gente supiese dónde estaban sus bolsillos y metiesen las manos en los de los demás. Esto fue lo menos importante, y no se preocupó de ello porque un espectáculo más doloroso le conturbó poderosamente. Una señora gorda exhalaba cerca de él angustiosos gemidos, murmurando que iba a perecer aplastada de un momento a otro. Un anciano murió en el instante de decir: -Dos billetes hasta Noviciado; pero como no podía caerse al suelo, nadie se enteró de su muerte.
El tranvía quedó seis veces sin fluido, y llegó al final del trayecto al cabo de setenta minutos. La señora gorda bajó biselada. William Brook tenía casi todo el pelo blanco…



domingo, 27 de mayo de 2018

VIDA DE UN LABRANTÍN (Azorín)


Voy a escribir la historia de un pobre hombre en pocas líneas. La primera particularidad de este hombre pobre es que no tiene nombre. Unos, para nombrarle, dicen "un hombre"; otros dicen "aquél"; unos terceros le llaman familiarmente "tío". Este pobre hombre, sin embargo, no es tío de nadie, en cuanto a "un hombre", hombres hay muchos sobre la tierra, y respecto a "aquél", todos los hombres de la tierra pueden ser "aquél".

Todo esto demostrará al lector que este pobre hombre no es nada; no se distingue por nada; nadie le echará de menos cuando se muera; no tiene ni siquiera nombre.

Vamos ahora con su habitación o morada. Este hombre vive en el campo. Su casa está lejos de la ciudad. Su casa es pequeña, modestísima. La componen unos muros de argamasa, una cama, unas sillas, una mesa y algunos trebejos de cocina. Detrás de la casa hay un corralillo de cuatro paredes de albarrada. Esto parecerá duro, molesto, cruel a los lectores acostumbrados al atuendo, al pobre hombre no le parece ni bien ni mal; él vive indiferente, sin desear otra cosa.

La vida del pobre hombre es muy sencilla: se levanta antes de que el sol salga; se acuesta dos o tres horas después de su puesta. En el entretanto, él sale al campo, labra, cava, poda los árboles, escarda, bina, estercola, cohecha, sacha, siega, trilla, rodriga los majuelos y las hortalizas, escarza tres o cuatro colmenas que posee. No muele la aceituna porque no tiene trujal, ni pisa la uva porque no cuenta con jaraíz. Vende la aceituna y la uva a algunos especuladores "a como quieran pagársela". La comida de este pobre hombre es muy sobria: come legumbres, patatas, pan prieto, cebollas, ajos, y alguna vez, dos o tres al año, carne; una almuercada de nueces o de almendras es su más exquisito regalo.

Los ratos en que el trabajo le deja libre, el pobre hombre echa una mano de conversación con algún otro hombre tan pobre como él, y va mientras tanto labrando unas brazadas de pleita o de tomiza. Las cosas de que habla son bastante vulgares: habla del tiempo, de la lluvia, de los vientos, de las heladas, de los pedriscos. Algunas veces recuerda también alguna cosa insignificante que le pasó en su juventud. Los conocimientos del pobre hombre se reducen a bien poco: barrunta por las nubes si va a llover; sabe, poco más o menos, los cahíces de grano que dará esta o la otra haza, y la porción de tierra que entra en la huebra que un par de mulas puede labrar en un día; conoce si una oveja está enferma o no lo está; tiene noticia de todas las hierbas y matujas del campo y de los montes: el cantueso, el mastranzo, la escabiosa, el espliego, la mejorana, el romero, la manzanilla, la salvia, el beleño, la piorna, distingue por sus plumajes, píos y trinos a lodos los pájaros de las campiñas: la cardelina, la coalla o codorniz, el cárabo, la totovía, el herreruelo, la picaza, el pardillo, los zorzales, la corneja, el verderón. Sus nociones políticas son harto vagas, imprecisas, ha oído decir alguna vez algo de los señores que gobiernan, pero él no sabe ni quiénes son ni qué es lo que hacen. Su moral está reducida a no hacer daño a nadie y a trabajar todo lo que pueda.

Algunas veces viene una mala cosecha, se muere una mula, cae enferma una persona de la familia o no hay dinero para pagar la contribución. El pobre hombre no se derrama en lamentos ni maldiciones; él dice: "¡Ea! ¿Qué le vamos a hacer? Dios dirá; Dios nos sacará del apuro." El pobre hombre sonríe resignado, saca su petaca mugrienta, lía un cigarrillo, sacude las manos y se pone a fumar.

El pobre hombre es ya viejecillo. Su mujer es también viejecilla. Han tenido tres hijos; uno de ellos murió en la guerra de Cuba; otro, que era mozo de estación, pereció también, aplastado entre dos topes. El tercero era una moza garrida; un día se fue con su novio a la capital y no volvió más. El pobre hombre, alguna vez, cuando se acuerda de todo esto, da un suspiro; pero pronto se anima, sonríe y exclama lo que siempre: "¡Ea! ¿Cómo ha de ser? Dios lo ha dispuesto así."

El pobre hombre no tiene idea ninguna sobre el porvenir. El porvenir es la pesadilla y el tormento de mucha gente. El pobre hombre no se preocupa del mañana. "Cada día trae su cuidado", dice el Evangelio. ¿No tenemos bastante con el cuidado de hoy? Si nos preocupamos del de mañana, ¿no tendremos dos en vez de uno? El pobre hombre vive sin esperanzas y sin deseos. Su espectáculo son las montañas, el campo, el cielo.

Andando el tiempo, morirá el pobre hombre o morirá antes su mujer. Si muere él antes, su mujer se quedará sola. Su mujer rezará, y suspirará; se irá acaso al pueblo; será pobrecita y pedirá con sus manos pajizas a los transeúntes, Si se muere su mujer la primera, él se quedará también solo; su bella resignación, su bella serenidad, no se apartarán de él. Un suspiro vendrá de tarde en tarde a sus labios, y luego él exclamará: "¡Ea! ¿Qué le vamos a hacer? Todo sea por Dios.”


sábado, 26 de mayo de 2018

NO MÁS JUEGOS TRADICIONALES (Ferrán Merino)


El pomo giró. Bueno, no del todo. Se quedó a medio camino.

«¡Mierda, mierda y mierda!», refunfuñó una voz desde fuera.

Silencio. Golpe. Silencio. Otro golpe.

Silencio. Un tercer y definitivo tirón puso fin a la resistencia metálica. El hombre entró a duras penas, mascullando algo sobre el 3 en 1. Cerró la puerta tras de sí y quedó inmóvil unos instantes, esperando a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.

«Asco de vida, quién me iba a decir a mí... De esto sirve trabajar cuarenta años, ¡partirse el espinazo por esta familia! Para terminar aquí, ¡escondido! ¿Dónde está el respeto? Pues ya lo verán, de esta se acuerdan».

Pensaba y gruñía el hombre mientras compensaba su vista cansada palpando el entorno con las manos.

«¡Hostia! ¿Y esto qué es? ¿Unas manillas? ¡Unas manillas! ¡Y de terciopelo! ¡Panda de pervertidos! No hay decencia. Ya no hay nada...».

Dos minutos y medio. La espalda empezaba a pasar factura. Haciendo un esfuerzo para agacharse, reunió lo
que tenía más a mano: un vestido de novia que había sido de su mujer antes de que su nieta decidiera utilizarlo de disfraz, una almohada vieja, una maleta rota y un balón pinchado. Lo puso todo en el suelo,haciendo un pilón, y se acomodó tanto como pudo.

«Malnacidos. Desagradecidos. Parece mentira que me hayan hecho terminar aquí».

Siete minutos. Seguía maldiciendo. Entre un juramento y otro se convenció de abrir la puerta. Pero solo dos centímetros. Los suficientes para dejar pasar un poco de luz y algo de aire. Mucho mejor. Trece minutos. Los gritos por fin empezaron y el aire comenzó a llenarse de olor a victoria.

«Ya está bien. Esto pasa cuando os reís del abuelo Luis, ¡sí, señor! ¿Pues sabéis qué? ¡Quien ríe el último ríe mejor!».

Por pura precaución, volvió a cerrar la puerta.

Veinte minutos. Los gritos se habían ido apagando. Dentro de poco podría salir y disfrutar de su merecida victoria.

¡Clac! El pomo volvió a girar, esta vez a la primera, atemorizado tal vez por los golpes de la vez anterior. Estremecido, vio cómo la puerta se abría lentamente y la luz se colaba a su vez.

–¡Abuelo! ¿Qué haces dentro del armario? ¡Te he encontrado! ¡Ya os he encontrado a todos! ¡He ganado, he ganado!

Maldiciendo una vez más, dejó que el pequeño Luis le ayudara a salir. «Asco de juegos tradicionales...».

–El año que viene te regalo una PlayStation, niño.

Con un último esfuerzo logró salir. Portazo. Silencio.


viernes, 25 de mayo de 2018

LA MONTAÑA (Enrique Ánderson Imbert)


El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.

-¡Papá, papá!

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.


jueves, 24 de mayo de 2018

INSTRUCCIÓN 12 (Leila Guerriero)


Durante las conversaciones, observe sus palabras como si fueran insectos cargados de enfermedades ocultas, insidiosas, que solo merecen la aniquilación o el desprecio. Cuando discutan, no alcance niveles de intensidad encendida sino un tono replegado, lleno de resentimiento y hastío, donde cada tanto una válvula de escape expulse intempestivamente frases como: “Otra vez con lo mismo”, “Podrías haberlo dicho en su momento” o “No se te puede decir nada”. Después, todo debe apagarse en un silencio abominable, un cocido de ira y de desánimo. Piense mucho en los incontables sentidos de la palabra “antes” en la frase: “Antes no me decías esas cosas”. Cada tanto, evoque cómo era tiempo atrás, cuando la fantasía de la felicidad se sumaba a la felicidad dura y robusta que usted exudaba. Toda aquella euforia a borbotones. Toda aquella dicha vigorosa. El río de los días en los que solo había novedad y celebración. Recuerde el deseo monstruoso. Recuerde que se leían libros en voz alta. Recuerde que se contaban, sin cansarse, una y otra vez, las mismas historias: “Cuando yo tenía diez años”, “Cuando me fui de campamento con mis padres”, “Cuando me caí de aquel árbol”. Todo eso que ahora parece una cabellera arrojada al fuego de la que no quedan ni cenizas. Una noche, cuando estén durmiendo, despierte y sienta un ramalazo de ternura. Un brote de algo que parece estar hecho en partes iguales de raciocinio y sentimiento, que parece genuino, que no parece estar montado en la arquitectura de una emoción falsa, de una vehemencia pasajera. Un rapto. Dígase: “Tal vez”. Como si se dispusiera a contemplar un milagro de resurrección, déjese llevar por el impulso. Estire el brazo bajo las sábanas, coloque la mano sobre su hombro. Intente sentir aquel vibrato, aquella electrificación grosera, aquella gula pesada. No sienta nada.


martes, 22 de mayo de 2018

NO SE CULPE A NADIE (Julio Cortázar)


El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.


lunes, 21 de mayo de 2018

MUERTE DE UN FUNCIONARIO (Antón Chejov)


El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz..., cuando, de repente... -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo..., apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan..., a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

-Le he salpicado probablemente -pensó Tcherviakof-; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.

Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:

-Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...

-No es nada..., no es nada...

-¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...

-Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!

Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:

-Excelencia, le he salpicado... Hágame el favor de perdonarme... Fue involuntariamente.

-¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo -contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.

"Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia -pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza-; no quiere ni hablarme... Hay que explicarle que fue involuntariamente..., que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!..."

Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:

-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.

-¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño...; no dijo ni una palabra razonable...; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.

Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.

-Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia... -así empezó su relación el alguacil -yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen...

-¡Qué sandez!... ¡Esto es increíble!... ¿Qué desea usted?

Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.

"¡No quiere hablarme! -pensó Tcherviakof palideciendo-. Es señal de que está enfadado... Esto no puede quedar así...; tengo que explicarle..."

Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:

-¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito... No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá...

El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:

-¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!

Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.

"Burlarme yo? -pensó Tcherviakof, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!"

A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.

-Ayer vine a molestarle a vuecencia -balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa-; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle... No fue por burla, créame... Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración... No habrá...

-¡Fuera! ¡Vete ya! -gritó el consejero temblando de ira.

-¿Qué significa eso? -murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.

-¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! -repitió el consejero, pataleando de ira. Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa... Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y... murió.


viernes, 18 de mayo de 2018

Contra la maldad


NO OYES LADRAR LOS PERROS (Juan Rulfo)


-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
-No se ve nada.
-Ya debemos estar cerca.
-Sí, pero no se oye nada.
-Mira bien.
-No se ve nada.
-Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy -decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



jueves, 17 de mayo de 2018

LA BELLEZA DE LA VIDA (Anónimo georgiano)


En tiempos remotos vivía en Georgia una noble y prudente mujer, la reina Magdana, que gobernaba con justicia su rico y verde país. Al morir su esposo, su hijo Rostomel se convirtió en el único amor de su vida. Lo amaba mucho más de lo que yo pueda deciros con mis palabras, y veía amorosamente cómo crecía el tierno e ingenuo joven y se convertía en un hombre robusto. Y no era ella la única que pensaba que era más hermoso que los demás.
Mientras los días iban convirtiéndose en años, Magdana comenzó a notar una nube en la hermosa frente del joven que, sin razón aparente, se volvió taciturno y melancólico. Ni las impetuosas galopadas por las verdes colinas de Georgia, ni las canciones melancólicas, ni las apasionadas miradas de las jóvenes de ojos negros al bailar, podían alejar sus negros humores ni borrar su tristeza.
Meditabundo y abatido, arrastraba su pesar hasta un alejado rincón de los jardines de palacio y se entregaba a sus ensoñaciones melancólicas. Hasta que la buena reina ya no pudo soportar más la tristeza de su hijo.
-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa.
-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?
-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la reina-. Pero... hace mucho tiempo que ha muerto.
-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el príncipe con ansiedad.
-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa morir.
-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad. Madre querida, te ruego me perdones por dejarte, pero si me quedara, estoy seguro que moriría de pesar.
En vano le suplicó la pobre madre que permaneciera a su lado; en vano derramó amargas lágrimas; en vano se consumía en su dolor. Su hijo no cedió a sus súplicas. Un buen día la abrazó y se puso en camino en busca de la vida eterna.
Durante mucho, muchísimo tiempo el príncipe vagó por el mundo y visitó muchos países, y por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Un día llegó a una llanura y sin árboles. Al mirar a lo lejos vio contra el claro cielo azul la figura de un ciervo inmóvil con la cornamenta erguida.
Al acercarse Rostomel, el ciervo le preguntó:
-Joven, ¿qué buscas en esta tierra estéril?
-Busco el país de la inmortalidad.
-¿La inmortalidad? No existe semejante cosa. Pero, mira, ¿ves el cielo inmenso y azul sobre nosotros? Mi destino es permanecer inmóvil en esta llanura, hasta que mis cuernos lleguen al cielo. ¿Quieres quedarte conmigo todo este largo tiempo? Te prometo que durante todos esos años serás inmortal. Únicamente cuando mi misión haya sido cumplida, morirás.
-¡Oh, no! -contestó el príncipe-. Ni siquiera cientos de siglos son la inmortalidad. Y yo quiero ser inmortal. Adiós, amigo.
Continuó su camino y poco después llegó a unas desnudas rocas, cuyas cimas se alzaban tanto que atravesaban las nubes. Y en la cima más alta, sobre un profundísimo barranco, estaba un cuervo negro. El príncipe se afanó día y noche para subir la escarpada montaña hasta que llegó a donde se hallaba el cuervo.
-¿Por qué has venido? -le preguntó el cuervo-. ¿Qué buscas en esta montaña dejada de la mano de Dios?
-La inmortalidad -contestó el joven.
-¿La inmortalidad? No existe tal cosa. Pero, escucha: mira ese profundísimo barranco que se abre ante ti. Mi desventurado sino es permanecer aquí hasta que con mi pico quite todos los granos de arena y todos los granos de tierra de esta montaña y llene con ellos totalmente el barranco. Te invito a quedarte conmigo todo el tiempo que dure mi tarea. Te prometo que serás inmortal todo este tiempo.
-¡Oh, no! -dijo el príncipe-. ¿Qué me importan a mí todos esos siglos? Yo busco la inmortalidad y algún día la encontraré. iAdiós! y de nuevo encaminó sus pasos hacia lo desconocido. Después de andar leguas y leguas llegó hasta el fin del mundo.
Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y maravilloso océano se extendía ante él. Olas azules y transparentes rompían con fragor, espuma blanca como la nieve salpicaba la arena de la playa y chocaba suavemente contra sus pies. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.
En un instante el extasiado príncipe fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante palacio y ante él, radiante en medio del brillo de infinitas piedras preciosas, vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto.
No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.
-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, renunciando a la vida eterna, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza de la Vida.
Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro.
Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la hermosa diosa:
-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre y las colinas y verdes valles de Georgia?
-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.
Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el camino por el que había llegado. En su viaje de regreso vio la montaña sobre cuya cumbre todavía estaba el cuervo. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Subió a la cima para verlo de cerca y al tocarlo su cuerpo se deshizo en polvo. Miró hacia abajo y no vio ni rastro del profundo barranco: estaba lleno de arena y de la tierra de la montaña. Aquel viejo cuervo negro había cumplido su misión en la tierra y, en consecuencia, había ganado la paz eterna.
Rostomel siguió andando y llegó hasta la tranquila llanura donde estaba el ciervo. Todo lo que quedaba era un blanco esqueleto y una calavera quemada por el sol de la que salían dos cuernos que, a través de las nubes, llegaban hasta la bóveda celeste. Igual que el cuervo, también el ciervo había cumplido su misión y merecido el descanso eterno.
Por fin, Rostomelllegó a su Georgia natal. Pero, ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña lengua y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde había abandonado a su amada madre.
Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo en que vivía la reina Magdana y desde el que gobernaba a su valeroso pueblo? Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tumba y únicamente los bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiempo, inmenso palacio.
Lentamente se acercó todavía un poco más y vio con el corazón anhelante la antigua atalaya todavía erguida en la colina donde había cantarinas fuentes, donde resonaban dulces melodías y donde los pies de las muchachas en otro tiempo corrían por el césped.
Corrió hacia la atalaya y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.
-Dime, padre santo -dijo Rostomel atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina que gobernaba a su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi madre ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.
-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-. Apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no recuerdo mal, se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana murió con el corazón destrozado y. al cabo de muy poco tiempo, su reino se extinguió con ella.
El príncipe Rostomel guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:
-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?
Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:
-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.
Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.


miércoles, 16 de mayo de 2018

EL PÁJARO AZUL (Rubén Darío)


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura…

-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente…

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.

Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor: es decir, las pupilas de Nini.

Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad.

* * *

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.

Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:

-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad…

* * *

Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón.

Un alienista a quien se le dio noticias de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.

Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco.

Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:

“Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero.”

Esta carta se leyó en el Café Plombier.

-¿Y te irás?

-¿No te irás?

-¿Aceptas?

-¿Desdeñas?

¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

* * *

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulados, pues es claro: El pájaro azul.

Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.

Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.

He ahí el poema.

Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.

* * *

La bella vecina había sido conducida al cementerio.

-¡Una noticia! ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: “De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul”.

* * *

¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.

Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.

-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma… El pájaro azul vuela.

Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.

Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós; adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!

Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Qué horrible!

Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras: Hoy, en plena primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul.

* * *

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!


martes, 15 de mayo de 2018

RELATO DE LOS TRES PEQUEÑUELOS (Marcel Schwob)


Nosotros tres, Nicolás, que no sabe hablar, Alain y Denis, nos echamos a los caminos para ir hacia Jerusalén. Hace mucho que caminamos. Fueron unas voces blancas las que nos llamaron en la noche. Llamaban a todos los niños pequeños. Eran como las voces de los pájaros muertos en invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros tendidos en la tierra helada, muchos pajarillos de pecho rojo. Luego hemos visto las primeras flores y las primeras hojas y con ellas hemos trenzado cruces. Hemos cantado ante las aldeas, como solíamos hacer en el año nuevo. Y todos los niños venían corriendo hacia nosotros. Y hemos avanzado como una tropa. Había hombres que nos maldecían, porque no conocían al Señor. Había mujeres que nos cogían por los brazos y nos interrogaban, y cubrían nuestras caras de besos. Y también ha habido almas buenas, que nos han traído escudillas de madera, con leche tibia y fruta. Y todo el mundo se compadecía de nosotros. Porque no saben adónde vamos y no han oído las voces.
En la tierra hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y caminos llenos de zarzas. Y al final de la tierra está el mar que pronto cruzaremos. Y al fin del mar está Jerusalén. No tenemos ni ayos ni guías. Pero todos los caminos nos sirven. Aunque no sepa hablar, Nicolás anda con nosotros, Alain y Denis, y todas las tierras son parejas e igualmente peligrosas para los niños. Por todas partes hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y espinos. Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay aquí un niño que se llama Eustacio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene los brazos tendidos y sonríe. No vemos nosotros más que él. Es una niñita la que lo guía y lleva su cruz. Se llama Allys. Nunca habla y no llora jamás: tiene los ojos clavados en los pies de Eustacio, para sostenerlo cuando tropieza. Los queremos a los dos. Eustacio no podrá ver las santas lámparas del Sepulcro. Pero Allys le cogerá las manos, para que toque las losas de la tumba.
¡Qué bellas son las cosas de la tierra! No nos acordamos de nada, porque nunca hemos aprendido nada. Sin embargo, hemos visto viejos árboles y rocas rojas. Algunas veces pasamos en medio de largas tinieblas. Algunas veces caminamos hasta la noche por prados claros. Hemos gritado el nombre de Jesús en las orejas de Nicolás, y él lo conoce. Pero no sabe decirlo. Se alegra con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse a la alegría, y nos acaricia los hombros. Y de este modo no son desgraciados; porque Allys vela por Eustacio y nosotros, Alain y Denis, velamos por Nicolás.
Nos decían que en los bosques encontraríamos ogros y fantasmas. Son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a mirarnos, y las viejas encienden luces para nosotros en las cabañas. Por nosotros hacen sonar las campanas de las iglesias. Los campesinos se alzan de los surcos para espiarnos. También los animales nos miran y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha vuelto más cálido y no cogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos pueden trenzarse de la misma forma, y nuestras cruces están siempre frescas. Por eso tenemos gran esperanza y pronto veremos el mar azul. Y al final del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar hasta su tumba a todos los pequeñuelos. Y las voces blancas serán alegres en la noche.


lunes, 14 de mayo de 2018

QUIÉN CANTA (Saiz de Marco)

Canta. Canta bonito. Que nadie canta así. Que en verdad no hay quien sepa hacerlo como tú.

Alguien asume que el amor que siente ya no es correspondido, que habrá de vivir sin la persona amada. Pero ignora cómo hacerlo y si lo logrará. Por eso entona

¡Cuántas cosas quedaron prendidas
hasta dentro del fondo de mi alma!
¡Cuántas luces dejaste encendidas!
Yo no sé cómo voy a apagarlas.


Canta tu canción.

Muere quien quiso a Manuel y su adiós le vacía. Más aún porque recuerda que nunca pedía nada. Y que él no devolvió el amor recibido. Por ello escribe

Recuerdo
qué poco amé
a quien me amó
y entonces
quisiera marcharme
donde desde siempre
nos esperan
abiertos
puertos sin naves
de regreso


Canta como tú sabes.

A Miguel se le clava que, mientras está recluido en una cárcel, su mujer y su hijo sólo tienen cebollas para comer. Así que necesita cantar -mientras se imagina acunando a su hijito-

Vuela, niño, en la doble
luna del pecho.
Él triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


Canta más. Eres hábil para eso. Se te da bien.

Alguien descubre que, tras perder a la persona amada, las cosas que compartió con ella han perdido su valor. Con voz rota exclama

Tu calle ya no es tu calle:
es una calle cualquiera
camino de cualquier parte.


Sigue. Sigue cantando a través de ellos.

Otro padece porque ha perdido algo y, siendo ese sufrir lo único que le queda de aquello, no quiere que se vaya para siempre. Le brota entonces

Mi pena es muy mala,
porque es una pena
que yo no quisiera
que se me quitara.


No dejes de cantar.

Antonio ve en mayo florecer plantas, árboles. Retoña incluso un olmo que parecía seco. Es como si reviviera. Pero su joven mujer, muerta unos meses antes, no volverá nunca. Y afirma

Mi corazón espera,
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


Vamos, artista, canta más.

Jorge Luis se reprocha que no ha sido feliz. Y lo lamenta, no por sí mismo, sino porque con ello ha dañado a quienes anhelaban verle alegre. Así pues anota

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad.


Sigue. No pares de cantar.

Alguien asistió a la muerte de su madre. Era de noche y había luna llena. Desde entonces, cada vez que ve brillar la luna recuerda esa pérdida. Ello le lleva a decir

Una noche de luna
murió mi madre.
A la luna no miro
por no acordarme.


Canta más, por favor.


Cèlia había oído decir "traición". Creía saber su significado. Pero nunca lo había sentido. Un día lo vive en su piel, en su carne: es traicionada. Y de ella sale

Tantas veces he escuchado la palabra traición
como si estuviera vacía por dentro, entraba
por mis oídos y allá se quedaba,
tapón de cera, sin llegar nunca al fondo del fondo.
Hasta hoy.

Qué amplio es tu repertorio.

Algo desgarrador debió pasarle a César para escribir que hay golpes en la vida que hacen que

el hombre... pobre... ¡pobre! vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada.
Vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.


Así que canta, dolor. Sigue y no pares.

Es tu don virtuoso, tu única utilidad.

Canta con tu voz honda. Con tu voz propia y múltiple.

Canta y canta, dolor, porque nadie en el mundo sabe hacerlo como tú.



domingo, 13 de mayo de 2018

LA VOZ DE LA CIUDAD (O' Henry)


Hace veinticinco años, los colegiales solían recitar la lección con un sonsonete. El estilo con el que pronunciaban aquella salmodia monótona era una mezcla de sermón de obispo y zumbido de aserradero fatigado. No pretendo con ello ofender a nadie. Tiene que haber por fuerza maderos y serrín.
Me acuerdo de una bonita e instructiva cancioncilla que surgió de la clase de fisiología. La línea más sorprendente de todas era esta:
«El hueso más largo del cuerpo humano es la es-pi-niii-lla.»
¡Qué maravilloso habría sido si todos los datos corporales y espirituales que conciernen al hombre hubiesen sido inculcados tan melodiosa y lógicamente en nuestros jóvenes cerebros! Pero los conocimientos que adquirimos en anatomía, música y filosofía fueron exiguos.
El otro día me sentí confuso de repente. Necesitaba un rayo de luz. Regresé a aquellos días del colegio en busca de ayuda, pero entre todas aquellas armonías nasales que pronunciábamos como en un lamento desde los duros bancos, no pude recordar ni una sola que hablase de la voz del género humano en aglomeración.
En otras palabras, del mensaje vocal articulado de la humanidad en masa.
En otras palabras, de la Voz de una Gran Ciudad.
No es la voz individual lo que está ausente. Entendemos la canción del poeta, el murmullo del arroyo, las palabras del hombre que nos pide cinco dólares hasta el lunes siguiente, las inscripciones de las tumbas de los faraones, el idioma de las flores, los enérgicos golpes de batuta del director de orquesta, y el preludio que entonan los cántaros de leche a las cuatro de la madrugada. Algunas personas de oído muy fino llegan incluso a asegurar que son capaces de percibir las vibraciones del tímpano producidas por la conmoción del aire que emana del señor Henry James. Pero ¿quién puede desentrañar el significado de la voz de la ciudad?
Salí a la calle para descubrirlo.
Primero fui a preguntarle a Aurelia. Llevaba un vestido de batista blanco y un sombrero con flores, y por todas partes se agitaban a su alrededor cintas y colgajos.
-Dime -le pregunté con un tartamudeo, porque yo no tengo una voz propia-, ¿qué es lo que la e-enorme, in-inmensa ciudad dice? Ha de tener alguna clase de voz. ¿Te habla a ti alguna vez? ¿Cómo la interpretas tú? Es una masa ingente, pero tiene que existir una clave.
-¿Como la llave de un baúl de Saratoga? -preguntó Aurelia.
-No -le respondí-. No lo trivialices, por favor. Se me ha metido en la cabeza que cada ciudad tiene su voz. Todo ser tiene algo que decirle a quien puede escucharlo. ¿Qué te dice a ti la gran ciudad?
-Todas las ciudades -aseguró Aurelia con tono judicial- dicen lo mismo. Cuando lo dicen llega siempre un eco de Filadelfia. Así que son unánimes.
-Aquí hay cuatro millones de personas -dije yo con tono escolástico-, comprimidas en una isla, que es una especie de jamón rodeado por el agua de Wall Street. La conjunción de tantas unidades en tan pequeño espacio ha de resultar en una identidad -o más bien una homogeneidad- que encuentre su expresión oral en un canal común. Es, como si dijéramos, una especie de acuerdo de traducción, concentrado en una idea general cristalizada que se revela a sí misma como lo que podría ser denominado la Voz de la Ciudad. ¿Puedes decirme cuál es?
Aurelia sonrió de un modo maravilloso. Se sentó en el escalón más alto de la entrada de su casa. Una insolente ramita de hiedra se agitó rozándole la oreja derecha. Un atrevido rayo de luna jugueteó sobre su nariz. Pero yo permanecí impasible, niquelado.
-Tengo que ir a descubrir -dije- cuál es la Voz de esta ciudad. Otras ciudades tienen voz. Es una misión que he de cumplir. Tengo que conseguirlo. Escucha, Nueva York -proseguí, alzando la voz-, más te vale no alargarme un cigarro y decirme: «Oye, amigo, no puedo hablar para la prensa.» Ninguna otra ciudad se comporta de ese modo. Chicago dice tajante: «Lo haré». Filadelfia dice: «Debería hacerlo»; Nueva Orleáns dice: «Lo solía hacer»; Louisville dice: «No se preocupen si lo hago»; Saint Louis dice: «Lo siento»; Pittsburg dice: «Esfúmate.» Y Nueva York...
Aurelia sonrió.
-Muy bien -dije-. Me iré a otro lugar y lo descubriré.
Fui a un local de suelo embaldosado y techo de querubines, con la policía a la vuelta de la esquina. Apoyé el pie en la barra de latón y le dije a Billy Magnus, el mejor barman de la diócesis:
-Billy, tú llevas mucho tiempo viviendo en Nueva York, ¿qué clase de serenata te ofrece esta vieja ciudad? Lo que quiero decir es si no te parece como si su parloteo se arremolinara y se deslizara por encima de la barra , como un remedo de propina que describiese con acierto la gran urbe mediante una especie de epigrama con una nube de cerveza y una rebanada de...
-Discúlpame un segundo -dijo Billy-, están llamando al timbre de la puerta lateral.
Se marchó; volvió con un pichel de hojalata vació; volvió a desaparecer con él lleno, y finalmente regresó y me dijo:
-Era mami. Siempre llama dos veces. Le gusta beberse un vaso de cerveza para cenar. A ella y al niño. Si vieras al sinvergüenza de mi pequeñín izarse en su silla alta y coger la cerveza y... Pero ¿qué era lo que me estabas diciendo? Me he alterado al oír los dos timbrazos... ¿Me preguntabas el resultado del partido de béisbol o me pedías un gin fizz?
-Ginger ale -le contesté.
Subí hacia Broadway. Vi a un poli en la esquina. Los polis recogen a los muchachos, abordan a las mujeres y enchiqueran a los hombres. Me acerqué a él.
-Si no es excesiva temeridad por mi parte -dije-, permítame preguntarle una cosa. Usted ve Nueva York durante sus horas de servicio. Es función suya y de sus colegas de la policía preservar la acústica de la ciudad. Tiene que existir alguna voz urbana que le sea inteligible. Durante sus solitarias rondas nocturnas ha tenido que oírla. ¿Cuál es el resumen de su tumulto y sus gritos? ¿Qué le dice a usted la ciudad?
-Amigo -repuso el policía, haciendo girar la porra-, no dice nada. Yo cumplo las órdenes de mi superior. Un momento, creo que ya lo he entendido. Espere aquí unos minutos y esté atento por si viene el inspector.
El policía se sumergió en la oscuridad de la bocacalle. A los diez minutos estaba de regreso
-Nos casamos el martes pasado -dijo, medio de mal humor-. Ya sabe usted cómo son. Ella viene a esa esquina todas las noches a las nueve para..., viene a decir «hola». Por lo general, me las apaño para estar ahí. Pero ¿qué es lo que me ha preguntado hace un momento? ¿Que qué ofrece la ciudad? Hay una o dos terrazas abiertas doce manzanas más arriba.
Crucé por una pata de gallo de raíles de tranvía, y fui paseando por el borde de un parque umbrío. Una Diana artificial, dorada, heroica, serena y dominada por el viento, brillaba con luz trémula sobre su pedestal bajo el claro resplandor de su tocaya en el cielo. Y entonces llegó mi poeta con el sombrero puesto, apresurado, peludo, emitiendo dáctilos, espondeos y troqueos. Lo agarré.
-Bill -le dije (en la revista se le llama Cleón)-, échame una mano. Me ha sido encomendada la misión de descubrir la Voz de la ciudad. Es una orden especial, ¿entiendes? Normalmente, todo suele reducirse a un simposio que comprende las opiniones de Henry Clews, John J. Sullivan, Edwin Markham, May Irwin y Charles Schwab. Pero este asunto es muy distinto. Queremos una vocalización amplia, poética y mística del alma de la ciudad y su mensaje. Tú eres el más adecuado para ayudarme. Hace algunos años, un hombre se fue a las cataratas del Niágara y nos trajo su timbre de voz. La nota estaba como unos dos pies por debajo de la G más baja del piano. Y no creo que se pueda reducir a Nueva York a una nota, a menos que esté algo más confirmada que esa. Pero dame una idea de lo que podría decir si supiese hablar. Forzosamente tiene que ser un discurso poderoso y de largo alcance. Para llegar a él tenemos que captar el tremendo estrépito de los acordes del tráfico diurno, las risas y la música de la noche, los tonos solemnes del doctor Parkhurst, el ragtime, los lamentos, el sigiloso murmullo de las ruedas de los taxis, los gritos del agente de publicidad, el campanilleo de las fuentes en las azoteas ajardinadas, el vocerío del vendedor de fresas y los cronistas delEverybody’s Magazine, los susurros de los amantes en los parques... Todos esos sonidos han de entrar en la Voz, no combinados, sino mezclados, y de esa mezcla se ha de extraer una esencia, y de esa esencia un extracto, un extracto audible, del que una sola gota habrá de formar aquello que perseguimos.
-¿Te acuerdas -dijo el poeta, soltando una risita sofocada- de aquella chica de California que conocimos la semana pasada en el estudio de Stiver? Pues voy ahora a verla. Repitió aquel poema mío, «El tributo de la primavera», palabra por palabra. Es la proposición más inteligente de esta ciudad en este momento. Dime, ¿qué aspecto tiene esta condenada corbata? He estropeado cuatro antes de lograr que una quedase bien.
-¿Y la voz sobre la que te he preguntado? -inquirí.
-No, ella no canta -dijo Cleón-. Pero tendrías que oírla recitar mi «Ángel de la brisa de la costa».
Seguí andando. Me topé con un muchacho vendedor de periódicos, y me endilgó unas proféticas hojas rosa que le sacaban a las noticias una ventaja de dos vueltas de la aguja larga del reloj.
-Hijo -le dije, mientras fingía rebuscar unas monedas en mi bolsillo-, ¿no te parece a veces como si la ciudad pudiese hablar? Con todos estos acontecimientos y negocios curiosos y cosas raras que suceden constantemente, ¿qué crees tú que diría si pudiese hablar?
-Deje de tomarme el pelo -dijo el chico-. ¿Qué periódico quiere? No puedo perder el tiempo. Es el cumpleaños de Mag, y quiero treinta centavos para comprarle un regalo.
No había allí ningún intérprete del portavoz de la ciudad. Compré un periódico, y arrojé sus tratados sin declarar, sus asesinatos con premeditación y sus batallas no libradas al fondo de una papelera.
Me dirigí otra vez al parque y me senté a la luz de la luna. Estuve pensando y pensado durante largo tiempo, preguntándome por qué nadie podía decirme lo que les preguntaba.
Y entonces, tan súbita como la luz de una estrella fija, me llegó la respuesta. Me levanté y me apresuré, me apresuré como tantos razonadores se han de ver obligados a hacer, a regresar rodeando mi círculo. Conocía la respuesta, y mientras corría veloz la llevaba abrazada contra mi pecho, no fuera a ser que alguien me detuviese en el camino para arrancarme mi secreto.
Aurelia seguía sentada en la escalera. La luna estaba más alta y las sombras de la hiedra eran más profundas. Me senté a su lado y nos pusimos a contemplar una nubecita que se inclinaba hacia la errante luna para luego separarse, pálida y desconcertada.
Y entonces, ¡prodigio de prodigios y delicia de delicias!, nuestras manos se tocaron de algún modo, y nuestros dedos se enlazaron y no volvieron a separarse.
Al cabo de media hora, Aurelia dijo con aquella sonrisa suya:
-¿Sabes que no has dicho una palabra desde que has vuelto?
-Esa -dije, asintiendo sabiamente- es la Voz de la ciudad.



sábado, 12 de mayo de 2018

ARTE Y VIDA (Enrique Ánderson Imbert)


Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.



jueves, 10 de mayo de 2018

Ahí queda eso


EL MURO (Georges Moustaki)


La cortina de cemento armado oscurecía el paisaje. El muro estaba recién terminado.

- En fin -dijeron aquellos que lo habían concebido y erigido-, ellos se lo han buscado. Querían una patria, la han estado pidiendo durante muchísimos años. Pues bien, ahora ya la tienen. Pero que se queden allí y nos dejen tranquilos.

- Bueno -dijeron los otros-, este muro no es lo ideal, pero era el precio que se debía pagar para tener un hogar propio. Resignémonos.

En ambos lados la gente había terminado por aceptar la decisión de los hombres que ostentaban el poder. Cada uno su bandera, cada uno su territorio.

A lo largo de muchos años, antes del muro e incluso durante la construcción del mismo, había habido periodos de estabilidad, altercados, negociaciones, tensiones, esperanzas, tragedias. A veces incluso algunas tentativas de diálogo: “Yussef, ¿te quedan sandías como las del otro día?” “Sí, Shlomo, te las cambio por naranjas”. Este tipo de trueque gustaba mucho a la gente.

Los soldados, a menudo jóvenes y seductores, miraban de reojo y con interés a las chicas vestidas de colores llamativos, atractivas a su vez a pesar del velo.

Las chicas no eran insensibles a estas miradas cuando pasaban con los ojos bajos, deseando en secreto poder lucir ropas ligeras y dejar al aire su cabellera.

Maldita guerra que lo destruye todo, incluso los ensueños amorosos.

Todo esto se acabó: ya nadie sufre, ya nadie se odia, ya nadie tiene miedo. Durará lo que tenga que durar, pero por lo menos ahora tenemos algo parecido a la paz.

-¿Qué va a ser de nosotros? -se preguntaban los contrabandistas que vivían de pequeños tráficos.

Los trabajadores fronterizos que vendían la fuerza de sus brazos y su tiempo a los de enfrente se vieron de repente abocados al desempleo.

Delate, la gente empezaba a echar de menos el tiempo en que la economía del país se beneficiaba de los bajos salarios de aquellos hombres.

En la no man’s land : hoteles abandonados al viento y a la arena, ya en ruinas, carreteras que se habían vuelto impracticables, bosques desecados, estanques insalubres que ya nadie mantenía. Kilómetros cuadrados de desolación.


- Desolación -

Una mañana de septiembre, Mahmud se despertó temprano para reunirse con sus amigos que observaban las aves migratorias procedentes de Europa. Agotadas después de haber cruzado el mar, las codornices se daban de bruces contra el muro. Los chicos sólo tenían que cogerlas y llevárselas a sus madres, que sabrían cocinarlas mejor que nadie.

Los niños del país de enfrente pronto comprendieron lo que los otros se traían entre manos.

- Mandadnos algunas codornices -gritaban a Mahmud y a su pandilla. En este lado del muro no cae nada…

- ¿Qué me dais a cambio?

- Fruta, tejanos, lo que quieras.

Así es como se estableció un mercado muy productivo para todos. Los sacos y las bolsas volaban de un lado al otro del muro. Esto duró todo el mes de septiembre. Cuando la migración de las aves llegó a su fin, los chiquillos mantuvieron la costumbre de encontrarse al pie del muro.

Se conocían por el sonido de sus voces, pero nunca se habían visto. Luego sintieron la curiosidad de saber un poco más. Como pequeñas termitas, se pusieron a preforar la pared de cemento que los separaba. Apareció una primera brecha.

- La primera brecha -

Los dos grupos de niños pudieron entonces verse por primera vez, maravillados y un poco recelosos. Se presentaron. Sonrieron.

- Podríamos jugar a fútbol -propuso un chiquillo-. No hay nada más que hacer aquí.

La idea les gustó. Unos minutos más tarde se enfrentaban en un campo improvisado, golpeando el balón hasta quedar sin aliento. La cita de las codornices pasó a ser la cita del fútbol.

- El balón de la paz -

Esta iniciativa llamó la atención de los chicos más mayores y de los adultos. La brecha en el muro se convirtió en una especie de chech-point reinventado, unchech-point sin guardias armados, una frontera entreabierta, un corredor por el que uno pasaba para acceder al terreno de juego. Se creó entonces un ambiente amigable, distendido.

Allí, en el corazón de las ciudades, los dirigentes se recuperaban de todas aquellas décadas de lucha. Cuando se enteraron de la existencia de los partidos de fútbol, no supieron cómo reaccionar. Ya nos les quedaban fuerzas para retomar los enfrentamientos y las represiones. La mayoría de los soldados habían vuelto a sus hogares. Las patrullas de vigilancia hacían sus rondas rutinarias y toleraban estos subterfugios creados en la rigidez de la línea de demarcación.

- Cansados de represión -

Poco a poco las brechas se fueron multiplicando, ensanchándose. Decenas, luego centenares de personas llegaron de todas partes para presenciar el milagro logrado por aquellos niños que, desafiando cualquier barrera disuasoria, empezaron a confraternizar. El muro había perdido su impermeabilidad. Los adultos se mezclaron con los pequeños, entablando a su vez conversaciones e intercambios que los devolvían a la época de antes del muro. Éste se había vuelto ahora algo inútil, insignificante.

Las brechas se ensancharon tanto que apenas si quedaban algunos trozos de muro cada vez más dispersos. Las armas habían callado, nacieron nuevas relaciones. La gente se dio cuenta de que era posible vivir todos juntos, en el respeto de la patria del otro. Ninguna incursión más, ningún otro atentado y finalmente ningún muro, destruido palmo a palmo… El muro creado para separar, había terminado por unir.

- Eh, Mahmud, ¿en qué sueñas? ¡Venga, es hora de levantarse! Son las seis y media, las codornices van a empezar a llegar. Hay que ir a esperarlas.

Mahmud abrió los ojos somnolientos. Ah, sí, las codornices, el fútbol, el muro…


miércoles, 9 de mayo de 2018

MAR (Ana María Matute)


Pobre niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado, amarillo. Vino el hombre que curaba, detrás de sus gafas. “El mar -dijo-; el mar, el mar”. Todo el mundo empezó a hacer maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niño se figuró que el mar era como estar dentro de una caracola grandísima, llena de rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un largo eco. Creía que el mar era alto y verde.

Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! “Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta dónde me llega el mar”.

Él, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.

“¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.

Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!”.


lunes, 7 de mayo de 2018

La Tierra no tiene abajo, la Tierra no tiene arriba


EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)


Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.