Entrada al azar

miércoles, 31 de julio de 2019

AMOR A TRES BANDAS (Luciano G. Egido)


El señor feudal gozaba del derecho de pernada, que le permitía conocer bíblicamente a todas las doncellas del pueblo la noche de su boda. Nunca se cansó de ejercer su privilegio, lo que le había proporcionado una gran experiencia con las mujeres, que nadie podía igualar en la vastedad de sus territorios, y un extraordinario dominio en el arte de amar, que las muchachas núbiles le agradecían y los mozos ofendidos le envidiaban. Pero un día, entre las que estaban obligadas a concederle la primicia de su desfloración, se encontró con una pastora que poseía el don de la belleza insólita, una piel de caramelo y en grado supremo el secreto del amor insondable, y naturalmente se enamoró de ella, después de tanta campesina zafia y tanto pingajo con faldas y bisutería de buhonero. El descubrimiento trastornó al señor que se hundió en aquel amor sin fondo, como si fuera un reto a su orgullo desmesurado, que no tenía término ni satisfacción ni hartazgo y que nunca había conocido nada igual. Sin embargo, la muchacha amaba a su esposo, que era tosco, torpe, fuerte y bueno, que la quería con el amor tranquilo de los domingos y el amor generoso de todas las primaveras azules. Durante algún tiempo la recién casada compartió sus deberes matrimoniales con el siervo y la debida obediencia al señor, que la deseaba para él solo, de un modo absorbente y enloquecido. Ella no sabía qué hacer entre el gozo inefable de la sabiduría erótica de las noches del castillo y la adoración sosegada y cotidiana en la humilde cama de su pobre casa, aunque sus dos hombres sí sabían lo que tenían que hacer para acabar con aquella situación insostenible, que agradaba tanto a la pastora como enfurecía a su marido y a todos los hombres del pueblo, asistidos además de otras muchas razones para dejarse arrebatar de la rabia homicida de la rebelión. El mozo, con la ayuda de unos cuantos, urdió la muerte de su amo; pero su señor se les adelantó y mandó que les cortaran la cabeza, porque para algo era señor de horca y cuchillo. Y, entonces, la pastorcita degolló al señor en la cama de sus multiplicados éxtasis, porque no aguantó el abuso de aquella tropelía que la había privado del triángulo mágico de su felicidad y la había dejado viuda en plena juventud y con dos criaturas. El dolor de la doble pérdida se fue apaciguando con el tiempo y remansándose en la contemplación de sus dos hijos, en los que misteriosamente, sobre la base de la belleza materna, se mezclaban en ambos los rasgos de sus dos posibles padres, lo que hacía más dolorosa la memoria del paraíso perdido.


martes, 30 de julio de 2019

QUIZÁ ESTO LO ESTÁ ESCRIBIENDO OTRO (Pedro Martínez)


Resulta que andaba normal, cantaba entonces aquello de "Para ver el mundo en un grano de arena / y el cielo en una flor silvestre / abarca el infinito en la palma de tu mano / y la eternidad en una hora." que no es de Blake (William) sino de Dylan (Bob) pero al intentar subir corriendo a mi casa, vivo en un quinto piso, como cada día, en el cuarto escalón desfallecí, me faltaba el aire, me senté en la escalera, resollando, maldición, estoy viejo, pensé, y subí pasito a pasito.

No le di más importancia. A lo largo de la semana me sentí cansado y melancólico, apático. La gripe, me decía. Mierda, tenía partido el domingo. El viernes fui a trabajar, con el camión. Al mediodía sentí que me faltaban las fuerzas. Entre al bar donde suelo comer. Entré al wc. Luego caí entre nubes. Calor en la nuca. Cabalgaba en un paisaje verde. El viento me agitaba los cabellos. Desperté en el suelo, ovillado, sudoroso. Recuerdo después la sangre y un fuerte olor a miedo. Alguien tocaba la puerta. ¿Te encuentras bien? La ambulancia. ¿Me das la mano? Aquella enfermera rubia de generoso escote. Tranquilo, enseguida llegamos. No sentía nada, dolor ni nada de eso, solo miedo. Apenas podía levantar los brazos. ¿Qué me ocurre?. La rubia, estamos llegando, no te alteres. Mierda, ¿eso era morirse?

Llegados aquí, la verdad, debo decir que no recuerdo si morí entonces o no. Es lo que tiene llegar a una edad avanzada. Vi la luz blanca. Se me apareció un hombre/mujer que me llamaba con voz obscena. No era la ginebra. No contaré lo de las máquinas ni los tubos que me metieron por la garganta, los pinchazos en los brazos, vivía colgado a una máquina, a varias. La rubia no volvió a aparecer. Una monja sí, dos, varias. Hicieron con mi cuerpo lo que nunca nadie había hecho antes. Aún así no me aficioné, creo. Había perdido toda la sangre, unas úlceras sangrantes, me dijeron. No sé si antes de morir o me enteré luego. En resumen, mierda, que me atendieron bien. Julia no apareció por el hospital.

Ha pasado un año, o dos, o doce, yo qué sé, no recuerdo quién soy, mucho menos quién era, escribo esto para recordar, hago esfuerzos por recobrar la sonrisa, la ceja levantada, la ironía pero solo me sale esta mueca, este farfullar sin medida ni demasiado sentido. Perdonad. Quizás esto lo está escribiendo otro. Mierda, yo qué sé, ¿de qué color se escribe desencanto?



lunes, 29 de julio de 2019

BAEZA (Saiz de Marco)


Apenas le interesaban la literatura y la filosofía. Sólo coincidía con él en su pasión por la naturaleza y en el desaliño indumentario. Sus conversaciones trataban sobre todo de árboles y plantas. Le asombraba que un profesor de francés supiera tanto de álamos, acacias, encinas, cipreses, olmos... Le oía como a un entusiasta de la botánica. Eso decía, aunque yo no me lo creo. En medio, alguna alusión dolorida a Leonor, su desplome reciente. Entonces era sólo un compañero de claustro que componía versos, no el escritor afamado que fue después. Me contó que le había dejado ver algunos de sus poemas, escritos a mano, parte de los cuales apareció luego en la segunda edición de Campos de Castilla. También decía que una vez leyó una frase cenital, un verso suelto en una hoja suelta, entre sus papeles. Tuvo que ser antes de 1919, fue entonces cuando dejó aquel Instituto. Eso significaría que dispuso de veinte años para continuar el poema, pero no lo hizo. Puede que no quisiera seguir, que no encontrara palabras a la altura del arranque; o puede que, simplemente, sea un epílogo acabado, completo e inédito durante dos décadas. El verso al que se asía en el último derrumbe, estos días azules y este sol de la infancia.


viernes, 26 de julio de 2019

LA SIESTA DEL MARTES (Gabriel García Márquez)


El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavía no había empezado el calor.

—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misteriosos silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.

—Ponte los zapatos—dijo.

La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

—Péinate —dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminosos martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.

Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa curial. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.

—Necesito al padre —dijo.

—Ahora está durmiendo.

—Es urgente —insistió la mujer.

—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.

La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.

—Que se les ofrece? —preguntó.

—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol —La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.

—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

—¿Quién?

—Carlos Centeno —repitió la mujer.

El padre siguió sin entender.

—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.

—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.

—Firme aquí.

La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

El párroco suspiró.

—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contestó cuando acabó de firmar.

—Era un hombre muy bueno.

El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar.

La mujer continuó inalterable:

—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.

—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.

—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
—¿Qué fue? —preguntó el.

—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.

—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.

—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.

La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.

—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.

—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.

Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.


jueves, 25 de julio de 2019

¡QUE SALGA EL AUTOR! (Otto Raúl González)


Estaba por concluir aquel hermoso día de verano. El ocaso empezaba a mover lentamente sus tramoyas en el escenario del horizonte. Se preparaba así el gran espectáculo del crepúsculo. Los tres jesuitas que se paseaban a aquella hora por los espaciosos jardines del convento, se reunieron en el patio mayor, como si hubiera convenido de antemano el encuentro. Y el gran espectáculo dio principio. El ingenuo nácar , el amarillo limón, el azul desvaído, el ocre profundo, el añil severo, el verde tierno, el café rotundo, el marfil puro, el púrpura definitivo y el anadrio violento bailaron su danza de nubes y de ilusiones efímeras. Y se aproximó el final calmo y supremo.

Se adivinaba caer ya un lento telón de terciopelo negro. Los monjes sonrientes batieron palmas incesantes. Uno de ellos, sin poder dominarse, gritó: ¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor! Contagiados los otros, insistieron. Y ya en coro pedían a gritos ¡El autor! ¡El autor!… ¡Que salga el autor! Los tres pensaron lo mismo y volvieron a corear: ¡Queremos la presencia del autor! Varios truenos resonaron en lo alto y se vio una danza de relámpagos, uno de los cuales fulminó a los tres entusiastas jesuitas. Ya en otra dimensión, allá donde todo es armonía, los tres escuchaban la voz de Dios: ¿Queríais estar ante mi presencia, hijos míos…?


miércoles, 24 de julio de 2019

LOS NUTRIEROS (Rodolfo Walsh)


Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.

Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: "San Felipe"

-Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato-. Creo que es de la estancia.

Y añadió al cabo de una pausa:

-Se habrá cortado el amarre.

Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercose a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca.

La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un "sweater" de lana a rayas multicolores.

-¿Cazaste algo? -preguntó Renato en voz baja.

-No -replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva-: Gallaretas.

-Oí los tiros -dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentose en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia.

Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear.

Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.

Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.

-Está bien, hermanito; esta noche es la vencida -dijo Chino Pérez sin volverse.

Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. "Dientudos", pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.

-Ya sé que querés irte -dijo Chino Pérez.

Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias.

Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión.

A lo lejos, en el campo, encendiose una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua.

"Ya sé que querés irte -pensó Chino Pérez-. Yo también quiero irme"-meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del "sweater" se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. "Ya te vendrán a buscar", pensó con saña.

Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua.

En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío.

-Ya puse las trampas -dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.

Chino Pérez acercose al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. "Mañana nos vamos -pensó-. Para siempre". Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.

-¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?

-¿La plata? -Renato parpadeó-. Volveré a la chacra -dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo... Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.

-Si la cobramos... -agregó en voz baja.

Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyose un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua.

Renato apagó la pipa y se puso en pie.

-Voy a recorrer las trampas -dijo.

-Dejá; voy yo -replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó-. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho.

Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna.

Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras.

Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar.

En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda -un tiro en la garganta-, entre las ásperas ortigas de agua.

Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. "Que se quede con ellas el mayordomo", pensó torvamente.

El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire.

Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras.

Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.

De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.

Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.

A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.

A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato.

-Paciencia, hermanito. Paciencia.

Se detuvo a cien pasos del molino.

Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.

-Paciencia, hermano.

Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.

Chino Pérez apretó el gatillo.


martes, 23 de julio de 2019

LA INMOLACIÓN POR LA BELLEZA (Marco Denevi)


El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.

Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.

Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.

El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.


lunes, 22 de julio de 2019

PÉRDIDAS (Ildiko Nassr)


Estoy muy distraída. Pierdo todo. Acaso dejo las cosas en cualquier lado y me olvido.

Hace una semana, perdí mi sueldo. El domingo, el vestido rojo y tres camisetas. Antes de ayer, las llaves y la casa. Ayer, perdí la cabeza y las manos. Sin embargo, dormí tranquila. No tuve que tomar la pastilla (que tampoco encontré).

Desperté feliz, hasta que me di cuenta de que había perdido los sueños anoche. Esta mañana, en el mercado, me perdí a mí.
Envidio a las personas que, por lo menos, son asaltadas y apuñaladas.

¿Qué más voy a perder? Las piernas, los pechos, el sexo, la memoria.


domingo, 21 de julio de 2019

SIN 22 (Billy MacGregor)


Tenía Delfina desde entonces -iba a ser mecanógrafa Delfina-
aquellas zapatillas de pelo de botella con forma de conejo y color avellana por las que, más adelante
sería gravemente penalizada en un concurso radiofónico donde había que pronunciar la palabra submarino sin abrir la boca.
Que los zapatos le hacían nudo en la garganta y que por eso al ras del suelo flotando toda como un barco, decía, o
te preguntaba ¿está usted triste? Yo tuve siete vidas, pues
-te contaba- y
ninguna
me sirvió para nada.
Ahora estoy muerta, claro. Por eso me sonrío. No sabe usted
-soltaba un suspirito-
qué poco cuesta muerto ser feliz.
Y un hacha en la cabeza.
Tres hijos en bolsas de plástico.
La mordedura de la mamba en la carótida.
Se quedó su vestido de flores de alhelí. Para estar guapa muerta.
Se puso sombradeojos, pintalabios y un lazo en una trenza de organdil, muy azul.
Detrás de la orejas se puso una semilla de jazmín. Para oler a recién.
Y como en los semáforos la gente tampoco pudo verla
se colaba Delfina en la casa por los ojos de los gatos
por el grifo del lavabo
por debajo de la puerta, y ni así, le contestaba nadie; sí, Delfina, sí, la casa sigue en pie, y los retratos y a los pies de la cama, el baúl con la ropa de invierno.


sábado, 20 de julio de 2019

EL SECRETO DEL MAL (Roberto Bolaño)


Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un sudafricano o un australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando. Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.


viernes, 19 de julio de 2019

EL PAVO DE NAVIDAD (Mario de Andrade)


Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas "locuras". Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de "loco". "¡Está loco, el pobre!" decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por el cascanueces...), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis "locuras".

-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía... ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio...

-Hijo mío, no hables así...

-Pues hablo y ya.

Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado...¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis "gustos" ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.

Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!...

Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando... y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!

-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía sufrir!... El plato quedó sublime.

-Mamá, este es su plato. ¡No!... ¡No lo pase!

Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve años... Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba... Esas cosas... Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.

-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en familia.

Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había sido un santo que "ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre", un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.

Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor... Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de "bien-casados". Pero ni siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!...


jueves, 18 de julio de 2019

BANDA DE PUEBLO (José de la Cuadra)


Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo.
Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.
Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.
La única cosa que le disgustaba en realidad, era alzarse a cuestas el bombo. Del resto, dábale lo mismo ir a entregar, hurtándose a los perros bravos y a los ojos avizores, una carta amorosa de Pacheco, que era el tenorio lírico de la banda, y a cualquier chola guapetona; o adelantarse, casi corriendo, cuadras y cuadras, al grupo, para anunciar como heraldo la llegada, o, en fin, aventurarse por las mangas yerbosas en busca de un ternero, un chivo, un chancho o cualquier otro "animal de carne", al que hundía un largo cuchillo que punzaba el corazón, si no era que le seccionaba la yugular para satisfacer los nueve estómagos hambrientos, en las ocasiones, no muy raras, en que los "frejoles se veían lejos".
Cuando andaban por las zonas áridas de cerca al mar, Cornelio Piedrahita, tenía que hacer mayor uso de sus habilidades de forzado abigeo.
-Estos cholos de Chanduy son unoh fregaoh -decía Nazario Moncada Vera, contando y recontando las monedillas de níquel-. Tre'sucreh, hermo'sacao.
Severo Mariscal, que era tan alegre como los golpecillos de su tambor cuando tocaba diana, oponía , esperanzado:
Pero, en Sant'Elena noh ponemoh la botah. ¡Eso eh gente abierta! ¡Ya verán! Yo hey estao otras veces, en la banda der finao Merquíade Santa Cru.
-¿Er peruano?
-Boliviano era. Le decían peruano, de inssulto. Er se calentaba.
-¡Ah!...
Redentor Miranda inquiría, angustiado:
-Bueno, ¿y la comida? De aquí a Snt'Elenaaa hay trecho.
Nazario Moncada Vera permanecía silencioso, pensativo. Resolvía después:
-Me creo de que debemo'ir a lo'sitioh: Engggunga, Enguyina, Er Manatial, L'Azucar...despuéh tumbamo pa Sant'Elena.
-Como sea.
Segundo Alancay no se satisfacía:
-¿Y l'agua? ¿Quiersde l'agua?
-En Manatial vendeh.
-¿Y la plata? ¿quiersde la plata?
Todo él era dificultades; lo contrario de su hermano José, para quien ni los obstáculos verdaderos le parecían reparo.
Manuel Mendoza, sentencioso, sabio de vieja ciencia montubia, decía la última palabra:
-Pah la seh, lo que hay eh la dandiya... sssandiyah no fartan en estoh lao...
Redentor Miranda insistía:
-Pero, seh no máh no eh lo que siente uno..... ¿Onde hayamoh er tumbe?
Redentor Miranda se parecía, en la facha, a su trombón. Era explicable su ansiedad.
Pero, estaba ahí Manuel Mendoza, oportuno:
-¿Y loh chivo? ¿Onde me dejah loh chivo? No hay plata pa mercarloh... ¡Bueno!... ¿Y ónde me dejan a "Tejón Macho"? ¿Onde me lo dejan?
Con esto de "Tejon macho" se refería a Cornelio Piedrahita, que tenía ese apodo desde antaño, cuando era un chiquitín y vivía aún en su pueblo natal de Dos Esteros.
El muchacho sólo les permitía a Mendoza, que era su padrino, y a Moncada Vera, que lo llamaran por el mote. A los demás les contestaba cualquier chabacanada.
Ramón Piedrahita miraba a su hijo amorosamente con sus ojos profundos, brillosos, afiebrados.
-¡Me lo están dañando ar chumbote! -decía---. ¡Ya quieren que se robe otro chivo! ¡Tan enviceándomelo!
Suspiraba y añadía:
-Cuando me muera y naiden me lo vea, va'a parar a la cárcel...
Manuel Mendoza intervenía enérgico:
-¿Y nosotroh? ¿Onde noh deja'a nosotroh? ¿Y yo? ¿Onde me dejah'a mi?
Arrugaba el entrecejo al agregar:
-A voh, compadre, l'enfermedad t'está volvviendo pendejo. ¡Y no hay derecho! ¡No hay derecho, compadre!

Contando al muchacho, eran siete de la costa y dos de la sierra. Se habían ido juntando al azar, al azar de los caminos; y, ahora, los unía prietamente un lazo fuerte de solidaridad, que no subía a la boca en las palabras mal pronunciadas, en los giros errados del lenguaje, en la sintaxis ingenua de su ignorancia campesina; pero que, mucho mejor, se significaba a cada momento en los gestos, en los actos.
Fueron primero, tres: Nazario Moncada Vera, Esteban Pacheco y Severo Mariscal. Un saxo, un bajo y un redoblante.
Hacían unas tocatas infames. A las personas entendidas ocurríaseles de escucharlos, que se habían desatado en la tierra los ruidos espantosos del infierno o un abierta tempestad de mar de altura.
-Pero, la gente bailaba; ¿verdá, Pacheco? -¡Claro!
-¡Y dábamoh sereno!
-Noh contrataban por noche. Mi'acuerdo quuue don Pepe Soto, er mentao "Zambo jáyaro" noh paso treinta sucreh una veh pa que le tocáramos en una tambarria q'hizo onde lah Martine... ¿Conociste voh, Mendoza, a lah Martine?
-¿Y meno? ¿Me creeh de que soy gringo? ¿NNNoh eran lah'entenada de Goyo Silva, que le decían lah "Yegua meladah"?
-Lah mesmah.
-¡Ah!... Corrieron gayo lah doh... La mayooor izque vive con un fraile en la provincia... la otra izque se murió de mal...
-Sí... Esa eh la qu'interesaba "Zambooo jáyaro"... Camila... No la aprovechó... Una moza que bía dejao por eya "Zambo jáyaro" l'hizo er daño en pañolón bordao que le mandó a vender con un turco senciyero, de'esos que andan en canoa... El turco arcagüetió la cosa...
-Aha...
Eran así los recuerdos de la época, ya lejana, de los tres.
-Despuéh te noh'apegaste voh, Mendoza.
>> -¿Cómo "apegaste"? ¡Rogao ni sannnto que juí!
-Hum...
-¡Claro!
Reían.
-¡Claro!
Reían anchamente las bromas.
-A redentor Miranda lo cogimo pa una fiesttta de San Andreh, Boca'e Caña.
-Mejor dicho, en el estero de Zapán.
-Como a lagarto.
Tornaban a reír.
-Voh, Piedrahita, te noh'untaste en Daule,,, pa una fiesta de mi Señor de loh Milagro. Vo'habíah bajado de Dos Estero buscando trabajo.
-Sí... Jué ese año de loh dos'inviernoh quuue s'encontraron... Ese año se murió la mamá de m'hijo... Quedé solo y la garré grima ar pueblo...
Se ponía triste con la memoria dolorosa.
Añadía:
-Er día que me venía a Daule jué que me frregaron... ¡Porque a mí lo que m´hicieron eh daño, como a Camila Martine, la "Yegua melada"!... Yo no me jalaba con mi primo Tomáh Macía, y ese día, cuando m'iba a embarcar, me yamó y me dijo: "Oiga, sujeto; dejémono de vaina y vamo dentrando en amistá". "Bueno, sujeto" le dije yo (porque así noh tratamo con ér, de "sujeto".), y noh dimo lah mano... En seguida m'invitó unoh tragoh onde er chino Pedro... Y en la mayorca me amoló... Desde entonces no se me arrancan la toseh... Y ve que m'hey curao ¡Porque ya me hey curao!
Manuel Mendoza cortaba el discurso:
-Ya te lo hey dicho, compadre. Pa voh toddavía hay remedio porque tu mar no'stá pasao. Onde puedah'irte a Santo Domingo de loh Colorao, loh indio te curan.
-Este verano voy.
Así era siempre... El próximo verano se iba Ramón Piedrahita a curarse de su tos en las montañas de los Colorados... El próximo verano... Pero, no partía nunca... No fue nunca allá... A otra parte se fue...
-Con loh'Alancayeh noh completamo en Babahhoyo pa una fiesta de mi señora de lah Mercede...
-¡Ahá!

Los hermanos Alancay habían bajado desde la provincia de Bolívar, y tenían una historia un poco distinta de las de sus otros compañeros...
Los hermanos Alancay eran oriundos de Guaranda, y, cuando muchachos, habían trabajado en los latifundios, al servicio de los gamonales de la provincia de Bolívar. Creyendo mejorar escaparon a Los Ríos y buscaron contrato en una hacienda donde se exploraba madera.
Era la época del concertaje desenmascarado y de la prisión por deudas.
Los Alancay, sin saber como, se encontraron conque, tras un año de labor ruda y continuada, no guardaban nada ahorrado, apenas si habían comido, estaban casi desnudos, y para remate, tenían con el patron una cuenta de cien sucres cada uno.
Acobardados, huyeron de nuevo, rumbo a sus tierras natales. Esperaban que les iría menos mal que en la llanura, a pesar de todo. Les fue igual, si no peor.
Entrampados, fugaron por tercera vez, encaminándose a Riobamba.
Felizmente para ellos, ardía el país en una guerra intestina, y necesitaban gente fresca en los cuarteles.
Se metieron de soldados. El jefe del cuerpo los defendió cuando la autoridad civil, a nombre de los patronos acreedores, los reclamó.
Zafaron así. La esclavitud militar los libró de la esclavitud bajo el régimen feudal de los terratenientes; y, el látigo soportando encima de la cureña del cañón, a rítmicos golpes compasados por los tambores, en la cuadra de la tropa... los libró del látigo sufrido con más los tormentos de la barra o del cepo Vargas en las bodegas o en los galpones de las haciendas y sin más música que el respirar jadeante del capataz...
Hicieron la campaña.
Sacaron heridas leves y un gran cansancio, un cansancio tan grande, tan grande, que sentían que ya nada les importaba mayor cosa y que la vida misma no valía la pena.
Esto lo sentían oscuramente, sin alcanzar a interpretarlo; a semejanza de esos dolores opacos, profundos, radiados que se sienten en lo hondo del vientre y de los cuales uno no acierta a indicar el sitio preciso.
Transcurrió mucho tiempo para que se recobraran; pero, en plenitud, jamás se recobraron.
En la paz cuartelera aprendieron música por notas. Llegaron a tocar bastante bien, en cualquier instrumento de soplo, las partituras más difíciles, con poco repaso. Las composiciones sencillas las ponían a primera vista.
Los ingresaron en la banda de la unidad.
Entonces, ser de la banda era casi un privilegio, y los soldados se disputaban porque los admitieran al aprendizaje de la música.
Los Alancay se consiguieron sus barraganas entre las cholas que frecuentaban los alrededores del cuartel. Junto con las demás guarichas, sus mujeres seguían al batallón cuando, en cambio de guarnición, era destacado de una plaza a otra.
Los dos hermanos se consideraban ya casi venturosos; yendo de acá para allá, conociendo pueblos distintos y viendo caras nuevas.
El rancho era pasable; tenían hembras para el folgar, dinero al bolsillo, ropa de abrigo, y el trabajo era soportable y les agradaba hacerlo. ¿Qué más?
Pero, de su tranquilidad los desplazó bruscamente la noticia de otra revolución.
El ambiente cuartelero no los había militarizado, y guardaban vivo y perenne, el recuerdo de la anterior campaña. Por eso, al saber la orden de movilización de su unidad, desertaron.
A prevención, lleváronse dos instrumentos, los que más a mano toparon: un requinto y un barítono; pero, como en pago, abandonaron sus guarichas al antojo de los compañeros.
Erraron meses y meses por las montañas, perdidos a veces, miserables, hambrientos, pero satisfechos de estarlo antes que arrostrar las penurias y los peligros de la campaña contra los montoneros, que hacían una destrozadora guerra de guerrillas.
En los aldeúcas de indios, en los sitios de peones, tocaban el requinto y el barítono, acompañándose como podían. Después recogían las moneditas.
Eran casi mendigos.
Un día, en Babahoyo, toparon con la banda popular que ya por entonces dirigía Nazario Moncada Vera.
Les propuso éste que ingresaran en ella, y los Alancay gustosísimos aceptaron.
Aún cuando los hermanos Alancay eran los que más sabían de música y dirigían y enseñaban a los demás, la jefatura la conservó siempre, aun por encima del viejo Mendoza, Nazario Moncada Vera.
Este se decía nacido en las proximidades de Cone y pretendía ser de una familia de bravos yaguacheños que siguieron al general Montero en todas sus aventuras, completándole las hazañas. Aseguraba que, en un solo combate, pelearon con el partido del general nada menos que siete Moncadas, formando parte de su famosa caballería.
-Yo no hey arcanzao esoh tiempoh... A mí mmme tocó la mala, cuando jué la de perder, en la cerrada de Yaguachi... Ahí m'hirieron en un brazo... Una bala me pasó atocando...
En efecto. Nazario Moncada Vera era casi inválido de un brazo a cuya circunstancia atrubuía sus dificultades con el instrumento.
-Anteh tocaba máh mejor. Yo hey sido músiiico de línea, como loh'Alancayen...
Contaba que en la acción de Yahuachi, ya herido, hubo de ocultarse, huyendo del enemigo, debajo del altar de San Jacinto, en la iglesia parroquial, y que, en su escondrijo, permaneció dos dias sin poder salir.
-Noh cazaban como a zorroh... Onde noh garrrraban, noh remataban a culata limpia... ¡Eso era coco!... Ahí, voh Mendoza, que te la dah de macho, te bierah cagao loh calzoneh...
Parecían tener sus "picos pendientes" con Mendoza, porque frecuentemente se echaban chinitas.
El viejo decía:
-¡No me la caracoleeh! ¡Tíramela en paro, que yo l'aguanto!
Reían y no ocurría nada.
De Moncada Vera se referían en voz baja historia poco edificantes.
-Comevaca ha sido.
-En la cárcel de Guayaquil estuvo.
-Pero jué por político.
-¿Y en Galápago? ¿Por qé estuvo en Galápagggoh?
-¡Por comevaca puh!
-No...
-Auto motivado tiene...
-¿Y como no lo garra la Rurar?
-¿No saben? Lo defendió un abogao gayazo..... Cuando le cayó auto motivado, lo hizo pasar por muerto y presentó er papel de la dejunción como que había muerto en Baba... No se yama Nazario... Felmín se yama... Y ér dice ahora que Fermín era su hermano y que eh finao... ¡Pero, loh que sabemoh sabemoh!...
-¡Ah!...
Sea como fuere, Nazario Moncada Vera hablaba mucho de su pasado. Mas, es lo cierto que a menudo se contradecía.
Mostrábase orgulloso de su origen, y este lado flaco que lo explotaba el viejo Mendoza.
-Todo Yaguacheño, amigo, lo que eh, eh laaadrón...
-¡Mentira!
-¿Y er dicho? ¿Onde me deja'her dicho? ¿¿¿Qué dice er dicho? "Anda a robar a la boca'e Yaguachi..." ¿Dice o no dice?
-¡No me lah resqueh'en contra, Mendoza!.....
En otras ocasiones se gloriaba de sus paisanos ribereños, que antaño fueron temidos piratas de río.
-¡Esoh eran hombreh, caray!
Nazario Moncada Vera sabía tantop de monte como el propio Mendoza y más que los otros compañeros.
Poseía, sin duda, el don de los caminos, y resultaba un guía infalible. Era, en una sola pieza, brújula, plano topográfico y carta de rutas. De Quevedo a Balao y de Boliche a Ballenita, no había fundo rústico, o poblado, por chico que fuera, donde careciera de relaciones y no conociera, por lo menos, a alguno de sus antecesores. En todas partes tenía amigos, compadres o "cuñados".
He aquí una escena.
Llegaba de noche la banda a una casuca pajiza, "aflojada en media sabana como cabayuno d'engorde".
Ladraban los perros.
Arriba apagaban el candil, y la casa quedaba cautelosamente a oscuras.
Moncada Vera gritaba: -¡Amigo!
Silencio.
-¡Amigo!
Silencio.
Al fin, aburrido, decía:
-No seah flojoh... ¡Soy yo, Moncada Vera, con la banda'e música.
Arriba notábase un movomiento apenas perceptible, alguien se para petaba tras la ventana abierta. Veíanse, en la oscuridad rebrillar el filo del "raboncito" o el cañón de la "garabina".
Y después de unos instantes, una voz jubilosa daba la bienvenida:
-¡Adioh, compadre Nazario!
-¿Noh me conocían?
-Con la ascurana, no, compadre. Dispense... ¡Y como hay tanto mañoso! Suba, compadre, con loh caballeroh...
Sucedía que, al cabo de los años, Nazario Moncada Vera había hallado a su compadre Remanso Noboa, con quien, de seguro, habrían estado mucho tiempo juntos en alguna parte, y con quien harían, mano a mano, memorias de las pellejerías que, juntos también, le habrían hecho a alguna mujer o algún hombre...
-¡Vea como son lah cosah!
Podría ser otra la escena.
Estaba la banda en una aldea enfiestada. Nazario Moncada Vera necesitaba un caballo "pa'un menester urgente".
Pasaba un joven jinete.
-¡Oiga, amigo!
El jinete se revolvía.
-¿Qué se l'ofrece?
-¿No eh'usté de loh Reinoso de la Bocana?<<
-No; soy de loh'Arteaga de Río Perdido. -¡Ah! ...¿Hijo'e Terencio?
-No; de Belisario.
-¡Ah! ...¿De mi cuñao Belih...? ¡ahi'stá llla pinta!
Después de poco, Nazario Moncada Vera, trepando en el caballo del desmontado jinete, iría a despachar su asunto, dejándolo al otro a pie y satisfecho de servir al "cuñado" de su padre.
Estas condiciones de Nazario Moncada Vera obraban, sin duda, para mantenerlo a perpetuidad en la jefatura de la banda.
casi no se separaban los músicos
En ocasiones, alguno de ellos quedábase cortos dias en su casa, de tenerla, con los suyos, o, si no, en la de algún amigo o pariente.
Los que escondían por ahí su "cualquier cosa", eran quienes mayor tiempo disfrutaban de vacaciones.
En especial, Severo Mariscal.
Nazario Moncada Vera le decía, cuando el del tambor le comunicaba su intención de "tomarse una largona".
-¡Ya va'empreñaralguna mujer, amigo! ¡Usttté'eh-a-lafija!
Y era así, infallable.
A los nueve meses de la licencia había en el monte un nuevo Mariscal.
Severo se gloriaba:
-¡Pa mi no hay mujer machorra!
La verdad es que tampoco había, para él, mujer despreciable: de los doce años para arriba, sin límite de edad...
- Lo que hay que ser eh dentrador -repetíaaa.
Cuando tratábase de una chicuela, se justificaba diciendo:
-La carne tierna p'al diete flojo.
Cuando ocurría lo contrario, decía:
No crea amigo: gayina vie, echa güen cardo.
O también:
-Eh er güeso que da gusto a la chicha... Se burlaba de Esteban Pacheco, cuyos amores eran casi todos platónicos.
Lo aconsejaba:
-¡Dentra Pacheco! A la mujer que dentraleee.
Reía:
-A mí no se mepasan ni las comadreh...
> Pacheco argüía tímido:
-Te vah'a fregar.
-Yo me limpio con la vaina de loh castigohhh.
Al oir estas discusiones, Manuel Mendoza terciaba, según costumbre, inclinándose siempre a favor de Severo Mariscal, en contra de Esteban Pacheco.
-¡Déjalo Severo! -decía-. A Pacheco no le agrada mah bajo que su estrumento.
Y reía con su risita aguda, que era -según expresión de Redentor Miranda "calentadora"...
En la temporada seca, la banda iba generalmente completa.
-P'al invierno, bueno que gorreen... Pero p'al verano hay que ajuntarse decía Nazario Moncada Vera.
-Cierto. Eh en que verano cai toda la fieeestería...
Apenas se les escapaba alguna fiesta de pueblo, por apartado que estuviera de las vías de comunicación más transitadas; y, no sólo en la provincia del Guayas, sino en la de los Rios y aún en la parte sur de la de Manabí, en las zonas que colindan con las del Guayas.
Sobre todo, eran infaltables en las más importantes: Santa Ana, de Samborondón; San Lorenzo, de Vinces; San Jacinto, de Yaguachi; Santa Lucía; la Virgen de las Mercedes, de Babahoyo; el Señor de los Milagros y Santa Clara, de Daule, San Pedro y San Pablo, de Sabana Grande de Guayaquil; San Antonio, de Balao; la Navidad, del Milagro...
El año anterior a la muerte de Ramón Piedrahita, fueron por primera vez, a Guayaquil, para celebrar la Semana Santa en la barriada porteña de la iglesia de La Victoria. Les fue bien y pensaban volver al año siguiente.
La banda era número de importancia en los programas pueblerinos. En los anuncios que, suscrito por el prioste o encargado, aparecían en los diarios guayaquileños invitando &quor;a los devotos, turistas y público en general a contribuir con su presencia a la solemnidad de la fiesta"; se decía, al pie de los datos sobre lidia de gallos, carrusel de caballitos, circo, carrera de ensacados, etc., que amenizaría los actos "el famoso grupo artístico musical que dirige el conocido maestro Nazario Moncada Vera, con sus reputados profesores, poniendo las mejores piezas de su numeroso y selecto repertorio, tanto nacional como extranjero".
Era, en verdad, nutrido el repertorio.
No había pasillo que la banda no tocara; desde el remoto Suicida hasta Ausencia, pasando por Gotas de ajenjo, Alma en los labios, Ojos verdes, Vaso de lágrimas, Mujer lojana, etc., es decir, por toda la abundancia flora de esas composiciones populares.
En materia de valses, la banda prefería Loca de amor, Sobre las olas, Sufrir y más sufrir, Idolatría y otras semejantes.
No figuraban en la lista de piezas más tangos que Julián y Muchacha de circo; pero, los Alancay habían cambiado de tal modo los compases, que ya de tango sólo les restaba el nombre y podían ser bailados como el más atrafagado y saltarín de los pasillos.
También se tocaba sanjuanes andinos, en especial uno que comenzaba:

San Juanito, nito,
de Pulí, pulí...
¡Sácate los ojos!
¡Dámelos a mí!


Zambas, rumbas, marineras, chilenas, boleros, de todo había en el repertorio; pero, con estas piezas ocurría, poco más o menos, lo que con los tangos.
Para las serenatas, los músicos escogían canciones, de esas viejas canciones cuyo origen se ha perdido en la no escrita historia de los campos, y en las que, si bien algunas fueron traídas de Cuba o Yucatán en el pasado siglo, remontan su origen, en la mayoría a la época colonial y calentaron de amor la sangre criolla de las bisabuelas...
Para acompañar los entierros de los montubios pudientes, dedicaban una suerte de pasodoble tristón, en el que introducían, alterando contextura, trozos de sanjuanes, de bambucos, y aún de jotas aragonesas.
Cuando "alzaban a Santo" en la misa mayor de las aldeas enfiestadas, la banda entraba por una machicha brasileña que los Alancay aprendieron en el cuartel y enseñaron luego a sus compañeros.
Había también machicha en la ceremonia del descendimiento del ángel, para la pascua de Resurrección; el ángel -representado siempre por la más guapa chica del pueblo- bajaba, atada de una soga encintada a la espalda, desde la ventana más alta del campanario, sobre el petril de la iglesia... Callados los sones de la música, anunciaba a las pávidas gentes que Dios, aunque pareciera mentira, estaba vivo y más robusto que nunca después de su crucifixión y entierro... Los cohetes y las palomitas de colores -debido a la munificencia de los chinos acatolicados- expresaban luego el júbilo de los circunstantes por la extraordinaria noticia... Y, de nuevo la machicha brasileña...
Finalmente la banda sabía el himno nacional ecuatoriano y una arrancada rapidísima, a paso de polka, con intermedios de ataque.
Nazario Moncada Vera decía que esta arrancada, que él calificaba de marcha guerrera, fue la última que tocaron las fuerzas militares revolucionarias en la rota de Yaguachi...
La banda utilizaba todas las vías posibles para trasladarse de un punto a otro.
Ora viajaban los músicos en lanchas o vapores fluviales, en segunda clase, sobre las rumas de sacos de cacao para exportación o junto al ganado que se llevaba a los camales; ora, en piraguas ligeras, que navegaban en flotillas apretadas ora, en canoa de montaña, a punto de palanca contra corriente, o a golpe de remo, a favor , en las bajadas; ora, por fin alguna vez, en las balsas enormes que se deslizan, por el río al capricho de las mareas, conduciendo frutas, desde las lejanas cabeceras, para los mercados ciudadadnos.
Cuando incursionaban en las poblaciones de junto al mar, viajaban en balandras; y, cierta ocasión que los contrataron para una fiesta en Santa Rosa, en la provincia de El Oro, se embarcaron a bordo de un caletero.
Pero, por lo general, marchaban a pie por los caminos reales o por los senderuelos de las haciendas; y, muchas veces, abriendo trochas en la montaña cerrada.
Cuando la noche o la lluvia se les venía encima, buscaban un refugio cualquiera; bien se apelotonaban bajo un árbol frondoso, bien bajo un galpón o cobertizo; bien en alguna choza abandonada, de esas que suelen hacer los desmonteros de arroz para el pajareo y la cosecha, y los madereros para el corte.
Eso no ocurriía con frecuencia: casi siempre Nazario Moncada Vera arreglaba el itinerario de tal modo que hiciera noche en algún pueblo o hacienda, o, siquiera, en la casa de alguna persona acomodada que les prestara hospedaje gratuito.
Precisamente, alojados en una de estas mansiones rurales - en la de los Pita Santos, de boca de Pula- se encontraban la tarde en que murió Ramón Piedrahita.
Este acontecimiento doloroso cerró una etapa de la historia sencilla de la banda, y abrió otra nueva.
Lo anterior a ese acaecido pertenece al pasado; el presente sigue desde entonces... y seguirá... manso, sereno e igual...
Las cartas amorosas de Pacheco...Las conquistas de Severo Mariscal y los hijos consecuentes... La ciencia montubia de Mendoza... Las dificultades de Segundo Alancay... El hambre insaciable de Redentor Miranda.. Lo mismo... Exactamente, lo mismo...
Continuará de aventura la banda por los caminos del monte, irán los músicos en busca de fiestas poblanas para alegrar con su alharaca instrumental, de entierros que acompañar, de serenatas que ofrecer, de ángeles que ver descender, no del cielo, pero de la ventana más alta de los campanarios rurales... Irán en busca de todo eso; más, irán también, con eso, en busca del pan cuotidiano... que los hombres hermanos se empeñan en que no dé la tierra generosa para todos... sino para unos cuantos...
Cuentan el tiempo los músicos por el triste acaecido de la fuga del compañero tísico que sonaba el bombo roncador y los platillos rechinantes...
-Eso jué anteh de que se muriera Ramón Pieedrahita...
-No; jué despuéh...Ya lo'bía reemplazado &&Quot;Tejón Macho"... M'acuerdo porque en Jujan no pudimoh tocar el himno nacional... "Tejón Macho" no lo bía prendido todavía...
-De verah...
Era el atardecer.
Los últimos rayos del sol -&que había jalao de firme, amigo"- jugueteaban cabrilleos en las ondas blancosucias del riachuelo.
Redentor Miranda dijo, aludiendo a los reflejos luminosos en el agua:
-¡Parecen bocachicos nadando con la barrigga p'encima!
Manuel Mendoza fue a replicar, pero se contuvo.
-Hasta la gana de hablar se le quita a unoo con esta vaina -murmuró.
Iba el grupo, silencioso, por el sendero estrecho que seguía la curva de la ribera, hermanando rutas para el trajinar de los vecinos. A lo lejos al fin el camino- distinguíase el rojo techo de tejas de una casa de hacienda, cobijada a la sombra de una frutaleda, sobre cuyos árboles las palmas de coco, atacadas de gusano, desvencijaban sus estípetes podridos, negruscos, ruinosos...
-Bay! Esa eh la posesión de loh Pirah Santtoh.
-La mesma.
-¿Arcansaremo a yegar?
Humm...
Hablaban bajito, bajito... Susurraban las palabras...
-Er tísico tiene oido de comadreja.
Esteban Pacheco preguntó, ingenuamente:
-¿Tísico dice? ¿Pero eh que Piedrahita ta''fectao? ¿No decían que era daño?
Nazario Moncada Vera lo miró.
-¡No sea pendejo amigo! -replicó-. Los'ojoo si'han hecho para ver... ¿Usté ve o no ve?
Ramón Piedrahita no podía más.
Iba casi en guando, conducido por Severo Mariscal y Redentor Miranda.
Delante marchaba su hijo, lloroso, con el bombo a cuestas... Pero, ahora iba el muchacho casi contento de llevarlo... Pensaba, vagamente, que debería haberlo llevado siempre... Y quería, acaso, que pesara más, mucho más...
A cada paso se revolvía:
-¡Papá! ¿Cómo se siente papà? ¿Se siente mejorado papá? ¡Papá!
Ramón Piedrahita no respondía. Hubiera,si, deseado responder. Se le advertía en el gesto de la faz lívida, demacrada, mascarilla de cadáver... un desesperado esfuerzo por hablar... Pero, no hablaba... Hacía una hora que no hablaba ya...
Manuel Mendoza reprendía al muchacho:
-¡Ve que mi ahijao! ¡Se fija que mi compaadre está debilitao y le hace conversación! ¡Deje que se recupere!
Los demás sonreían a hurtadilla, lúgubremente.
Hacían los Alancay la retaguardia del grupo. Cambiaban frases entre sí y con Mendoza, cuando éste se les acercaba para satisfacer su ración de charla inevitable.
-A mí nidien me convenció nunca jamás de qque el Piedrahita estaba amaliado. ¡Picado del pulmón estaba!
-Yo ni me apegaba, por eso. De lejitos....
Mendoza terciaba magistralmente:
-Ustedeh como no son d'estoh laoh, no sabeen esta cosa de loh maleh que li hacen ar critiano... Puede que mi compadre tenga picao el pulmón, no digo que no; pero, ha de ser que Tomah Macía, que jué er que lo jodió, le metió arguna poliya en la mayorca... ¿No li han oído cómo cuenta?
Los Alancay otorgaban, respetuosos: -¡Así ha de ser, don Mendoza! Cuando usteed lo afirma...
-¡Vaya que lo firmo!
Nazario Moncada Vera iba de un lado para otro.
-¡Apúrense! ¡Noh va'garrar la noche! ¡Esse hombre necesita tranquilidá!
Se acercó a los que conducían a Piedrahita:
-Háganle, mah mejor, siya'e mano. Arrecuééstenlo un rato en er suelo pa que se acondicionen y el enfermo se entone.
Miranda y Mariscal depositaron sobre una cama de yerba el cuerpo casi exánime de Piedrahita.
Todos lo rodearon.
Tenía ya el pobre la respiración estertorosa de la agonía. Cuando abría los ojos, buscando ansiosamente al hijo, se le clavaba, la mirada vidriosa de las pupilas medio paralizadas... Tosía, aún... Era la suya una tos seca, que parecía salir sólo de la garganta; una tos chiquilla, apenas perceptible... absolutamente semejante al arrullar de la paloma de Castilla en los nidales altos.
Nazario Moncada Vera llamó aparte a Mariscal y a Miranda.
-De que repose un rato -ordenó, li hacen lla siya e mano...Pero, andenle, con cuidado... Cuando tuesa, revuervan la cara pa que no leh sarpique la baba...
-¡Ah!...
-No eh que yo sea asquiento; pero, la enfeermedá eh la enfermedá... El hombre que va morir, suerta toda la avería que tiene adentro...
-¡Ah!...
Ramón Piedrahita se había agravado de un momento a otro. Hasta el día anterior, aún se valía de sus piernas. Fatigábase, pero avanzaba.
Habían procurado dejarlo en varias partes, más él quería seguir, seguir...
Decía:
-Déjenme yegar onde Melasio Vega. Ese hommbre me sana.
Melasio Vega era un curandero famoso, cuya vivienda estaba a cuatro horas a caballo, justamente, de la casa de los Pita Santos, adonde ahora se aproximaba el grupo.
Ramón Piedrahita ya no pensaba en los indios brujos de Santo Domingo de los Colorados. Se contentaba conque lo "medicinara" Melasio Vega...
-¡Milagro hace! Jué er que sarvó a Tiburccio Benavide, que'staba pior que yo...
-¡Ahá!...
Los compañeros no se atrevieron a negarle a Piedrahita la satisfacción de su empeño. Y siguieron adelante.
Comentaban:
-No avanza.
-Onde loh'Arriaga se noh queda.
-Pasa. Onde loh Duarte, tarveh.
-No; máh lejo...
¿Onde?
-Onde loh Calderoneh...
-No; onde loh Pita Santoh no máh...
Esto lo dijo Nazario Moncada Vera y adivinó.
-Máh mejor que sea ayí, a lo meon si está mi compadre Rumuardo...
-Quién sabe está en lah lomah con er ganaddito...
-No; al'hijo grande manda. Er se queda reeposando. Ya'stá viejo mi compadre Rumuardo.
-Ahá...
Y ahora estaban ahí, en las inmediaciones de la hacienda de los Pita Santos, con el moribundo.
-¡Ni qui'hubiera apostao conmigo pa'hacermme ganar! -repetía Nazario Moncada Vera.
Después de un rato, ordenó:
-¡Cárguenlo!
Y en la oreja de los conductores, musitó, recalcando el consejo de antes:
-Cuando tuesa, viren la cara pa que no loss'atoque er babeo.
Lentamente -"como proseción en la plaza'e pueblo chico"-, adelantó el uno hasta la casa de los Pita Santos, en cuyo portal hizo alto.
Nazario Moncada Vera gritó:
-¡Compadre Rumuardo!
Rumualdo Pita Santos se asomó a la azoteilla que se abría en un ala del edificio.
-¡Vaya compadre! -exclamó en tono alegre-.. Feliceh los'ojo que lo ven, compadre!
En seguida, inquirió:
-¿Y qué milagro eh por aquí en mi modesta posesión?
Moncada Vera respondió, muequeando un guiño triste:
-Por aquí, compadre, andamo con er socio PPiedrahita que si'ha puesto un poco adolecente... Y venimoh pa que noh de usté una posadita hasta mañana...
-¡Como no compadre! Ya sabe usté que estéé eh su casa.
--¿Onde noh'arreglamo, compadre?
-Arriba no hay lugar, porque tenemoh posannteh; unoh parienteh de su comadre, que han venido a'hacerse ver con Melasio Vega... Pero abajo, en la bodega, pueden acomodarse.
-Onde se sea.
-Dentre, pueh, compadre, con la compañía; que yo vi'hacerle preparar un tente-en-pié p'al cansancio que tren...seguro...
-¡Graciah, compadre!
Ramón Piedrahita fue colocado en unos gangochos, sucios, de cáscaras de arroz y de café, sobre el suelo de tablas de la bodega. Una vieja montura sirvió para almohada. Encima del cuerpo le echaron un poncho.
La mujer de Rumualdo Pita Santos -ña Juanita, una cincuentona robusta y guapota-. bajó a apersonarse del enfermo.
Cornelio Piedrahita quedóse a la cabecera de su padre; pero; los músicos no entraron en la bodega, sino que se encaminaron a la orilla del río, y en el elevado barrancal se fueron sentando, uno al lado del otro, enmudecidos, junto a los enmudecidos instrumentos.
Por un instante, las miradas de todos convergieron en el gordo bombo que Cornelio Piedrahita dejara abandonado en el portal.
En lo íntimo se formularon pregunta semejante:
-¿Quién lo tocará despueh?
Pero, no se respondieron.
Transcurrieron así muchos minutos, una hora quizás. Las sombras se habían venido ya cielo abajo, sobre la tierra ennegrecida, sobre las aguas ennegrecidas...
En la bodega estaban ahora, además de ña Juanita sus hijas: tres chinas de carnes del color y la dureza de los manglares rojizos... No obstante la amargura que los embargaba, al contemplarlas. Esteban Pacheco resolvió escribirles, aún cuando fuera a las tres, una carta de amor, y Severo Mariscal creyó que había en ellas campo abonado para el florecimiento de nuevos mariscales...
Mas, las muchachas ni los saludaron, siquiera.
Penetraron, de prisa, en la bodega, para acompañar a su madre y ayudar al enfermo a bien morir.
Era en esto que había bajado, porque se escuchaban sus voces que rezaban los auxilios...
Decían:
-¡Gloriosísimo San Miguel, príncipe de la milicia celestial, ruega por él! ¡Santo Angel de su guardia; glorioso San José, abogado de los que están agonizando, rogac por él!
Después rezaron letanías. La madre invocaba; las hijas coreaban...
-San Abel... Coro de los justos... San Abrraham... Santos Patriarcas y Profetas... San Silvestre... Santos Mártires... San Agustín... Santos Pontífices y Confesores... San Benito... Santos Monges y Ermitaños... San Juan... Santa María Magdalena... Santas Vírgenes y Viudas...
-!Rogac por él!... ¡Rogac por él!...Rogac por él...
Más tarde, recomendaban su alma:
-¡Sal en nombre de los Angeles y Arcángelees; en nombre de los Tronos y Dominaciones; en nombre de los Principados y Potestades; en el de los Queribines y Serafines!...
Esto fue lo último. Cesaron las voces.
Los músicos se estremecieron.
Apareció en el umbral de la puerta de la bodega, la figura de ña Juanita.
-¡Ya'cabó! -dijo.
Prendido a su falda, Cornelio Piedrahita, ahora más pequeño, vuelto más niño ahora, sollozaba...

.¡Papá! ...¡Papá!...
Nada más.
Los músicos guardaron su silencio.
Y transcurrieron nuevos minutos. Parecía como si todas las gentes hubieran perdido la noción del tiempo.
Y, de improviso, sucedió lo no esperado.
Uno de los hombres -después se supo que fue Alancay, el del barítono-, sopló en el instrumento. El instrumento contestó con un alarido tristón.
Los demás músicos imitaron inconscientemente a su compañero... Se quejaron con sus gritos peculiares al saxo, el trombón, el bajo, el cornetín...
Y, a poco, sonaba pleno, aullante, formidable de melancolía, un sanjuan serraniego... Mezclábanse en él trozos de la marcha fúnebre que acompañaba los entierros de los montubios acaudalados y trozos de pasillos dolientes...
Lloraban los hombres por el amigo muerto, lloraban su partida; pero, lo hacían, sinceros, brutalmente sinceros, por boca de sus instrumentos, en las notas clamorosas...
Mas, algo faltaba que restaba concierto vibrante a la música: la armonía acompañadora del bombo, el sacudir reclinante de los platos.
Faltaban.
Pero de pronto, advirtieron los músicos que no faltaba ya.
Se miraron.
¿Quién hacía romper su calma al instrumento enlutado?
-¡Ah!...
Cornelio Piedrahita golpeaba rítmicamente la mano de madera contra el cuero tenso...
-¡Ah!...

...Arriba, Romualdo Pita Santos, desentendido del muerto, se preocupaba exclusivamente del temé-en-pie.
Hablándole a un peón le decía:
-Búsqueme, Pintado, unah gayinah gordah. Hay que hacer un aguao. Eh lo máh mejor paun velorio... Despuéh va'comprarme café pa destilar, onde er guaco Lópeh... ¡Ah, mayorca! Un trago nunca está demah.
Cuando oyó la música que sonaba en el barranco, exclamó:
-Han garrao estoh gayoh la moda de la sierrra... ¡Bueno!... Que aiga música... Pero, baile no aguanto... Cuando se baila a un muerto, se malea la casa...
Dirigiéndose a una mujer que animaba el fuego del fogón con un enorme abanico, exigió confirmación:
-¿Verdá, comadre Inacita, usté que eh tan sabedora d'eso?
La interpelada contestó, convencida:
-Así eh, don Pita.
...Abajo, las mujeres musitaban rezos junto al comedor.
La música cesó.
Las últimas notas las dieron unas lechuzas que tenían su nido en el alero del edificio.
Al oir los chirridos de los animaluchos, el viejo Manuel Mendoza comentó:
-Esah son lah que han cortao la mortaja paa mi compadre Piedrahita...
¡Desgraciadah!...
Como los pajarracos continuaran en sus lúgubres gritos, mientras revoloteaban sobre la casa, agregó:
-Y sigue er vortejeo... Leh ha sobrao telaa pa otra, mortaja, se ve... Santigüensen, amigoh, no sea que noh atoque a arguno de nosotroh...¡Mardita sea!
Todos, incluso Nazario Moncada Vera, se persignaron, contritos...



martes, 16 de julio de 2019

LA COLECCIÓN DE SILENCIOS DEL DR. MURKE (Heinrich Böll)


Cada mañana, nada más entrar en la casa de la radio, Murke se sometía a una gimnasia existencial: saltaba al ascensor de rosario, pero no bajaba en el segundo piso, donde estaba su oficina, sino que continuaba subiendo más allá del tercero, del cuarto, del quinto piso, y cuando la plataforma del cangilón se elevaba sobre el nivel del quinto piso, cuando la jaula entraba rechinando en el vacío, donde cadenas lubricadas, barras untadas de grasa y hierros chirriantes trasladaban la cabina de la posición de subida a la de bajada, le asaltaba el miedo y miraba fijamente lleno de pánico a este lugar de la casa de la radio, el único sin revocar, y suspiraba aliviado cuando la jaula se enderezaba, pasaba la esclusa, se alineaba y se hundía lentamente hacia abajo, hacia el quinto, el cuarto, el tercer piso. Murke sabía que su miedo no tenía fundamento y que naturalmente no pasaría nunca nada, que no podía pasar nada y que si pasaba algo, en el peor de los casos, al pararse el ascensor estaría arriba y se quedaría allí encerrado una hora, dos cuando más. Siempre llevaba un libro en el bolsillo y también cigarrillos; sin embargo, desde que se construyó el edificio de la radio, hacía tres años, el ascensor jamás había faIlado. Había días en que lo revisaban, días en los que Murke tenía que renunciar a esos cuatro segundos y medio de miedo, y esos días estaba irritable y descontento, como alguien que no ha desayunado.

Necesitaba ese miedo como otros necesitan su café, sus copos de avena o su zumo de frutas.

Cuando, llegado de nuevo al segundo piso, donde se encontraba la sección de programas culturales, saltaba del ascensor, estaba alegre y sereno, tan alegre y sereno como el que ama y domina su trabajo. Abría la puerta de su despacho, iba despacio hacia su sillón, se sentaba y encendía un cigarrillo: era siempre el primero en llegar. Era joven, inteligente y amable, e incluso su arrogancia, que a veces afloraba por un momento, se le perdonaba, porque se sabía que había estudiado psicología y se había doctorado con sobresaliente.

Pero hacía dos días que Murke renunciaba a su desayuno de miedo por una razón particular: tenía que llegar a la casa de la radio a las ocho en punto, ir corriendo a un estudio y empezar a trabajar porque el director le había encargado que recortara las cintas con las dos conferencias sobre la esencia del arte que había grabado el gran Bur-Malottke, conforme a las instrucciones del mismo. Bur-Malottke, que se convirtió a raíz del entusiasmo religioso del año 1945, tuvo «de la noche a la mañana», así lo decía, «grandes reparos religiosos», «se sintió acusado de repente de ser en parte responsable del predominio religioso de la radio», y tomó la decisión de cortar la palabra Dios, que citaba frecuentemente en sus dos conferencias sobre la esencia del arte, de media hora cada una, y sustituirla por una fórmula que correspondiera más a su manera de pensar antes de 1945; Bur-Malottke propuso al director que se cambiara la palabra Dios por la fórmula «ese Ser superior que nosotros adoramos», pero se negó a volver a grabar las dos conferencias completas y pidió que cortaran la palabra Dios y pegaran en su lugar «ese Ser superior que nosotros adoramos». Bur-Malottke era amigo del director, pero no fue por amistad que éste transigió, sino que, sencillamente, no se le podía llevar la contraria. Bur-Malottke era autor de numerosos libros sobre temas de ensayo filosófico religioso-cultural, trabajaba en la redacción de tres revistas y dos diarios, era lector-jefe de la editorial más importante. Se mostró dispuesto a ir el miércoles un cuarto de hora a la radio para repetir «ese Ser superior que nosotros adoramos» tantas veces como apareciese la palabra Dios en sus disertaciones. El resto lo encomendaba a las facultades técnicas de la gente de la radio.

Al director le costó encontrar a alguien a quien poder encomendar esta tarea; pensó en Murke, pero la rapidez con que le vino a las mientes Murke le hizo desconfiar —era un hombre vital y de espíritu sano—, por ello meditó durante cinco minutos, pensó en Schwendling, en Humkoke, en la señorita Broldin, pero tuvo que volver a Murke. El director no tenía simpatía por Murke; es cierto que lo contrató en seguida nada más se lo propusieron, lo contrató como el director de un zoológico que aunque siente predilección por los conejos y los corzos adquiere lógicamente fieras, porque en un zoológico también tiene que haber fieras. Pero el director a quien quería es precisamente a los conejos y a los corzos y, en su opinión, Murke era una bestia intelectual. Al fin triunfó su vitalidad y encargó a Murke que cortara las disertaciones de Bur-Malottke. Las dos conferencias estaban programadas para el jueves y viernes, y los reparos de conciencia de Bur-Malottke se produjeron la noche del domingo al lunes. Suicidarse habría sido igual que contradecir a Bur-Malottke, y el director era demasiado vital para pensar en el suicidio.

Así es que el lunes por la tarde y el martes por la mañana Murke escuchó tres veces las dos disertaciones de media hora sobre la esencia del arte, cortó la palabra Dios, y en los breves descansos, fumando un cigarrillo con el técnico sin decir nada, pensó en la vitalidad del director y en el ser inferior que Bur-Malottke adoraba. No había leído nunca ni una línea de Bur-Malottke, jamás escuchó ninguna de sus disertaciones. La noche del lunes al martes soñó con una escalera tan alta y tan empinada como la torre Eiffel; empezó a subirla, pero pronto se dio cuenta de que los escalones estaban untados de jabón y abajo el director le gritaba: « ¡Animo, Murke. Vamos…, demuestre de qué es capaz.» La noche del martes al miércoles el sueño fue parecido: sin darse cuenta, se encontró en la montaña rusa de un parque de atracciones, pagó treinta céntimos a un hombre que se le antojaba conocido y cuándo entró en la montaña rusa, se dio cuenta de repente de que su longitud era al menos de diez kilómetros, pero no podía volverse atrás y pensó que el hombre a quien había entregado los treinta céntimos era el director. Las dos mañanas posteriores a los sueños no necesitó el inocente desayuno de miedo allá arriba, en el vacío del ascensor.

Hoy era miércoles y esta noche no había soñado con jabón, con montañas rusas ni con directores. Entró sonriente en la casa de la radio, se metió en el ascensor, subió al sexto piso —cuatro segundos y medio de miedo, el rechinar de las cadenas, el sitio sin revocar—, bajó al cuarto piso, descendió y fue al estudio donde se había citado con Bur-Malottke. Eran las diez menos dos minutos, cuando se sentó en el sillón verde, saludó con la mano al técnico y encendió un cigarrillo. Respiró tranquilo, sacó una nota del bolsillo superior de la chaqueta y miró el reloj: Bur-Malottke era puntual, por lo menos corría la fama de su puntualidad y cuando el segundero completaba el minuto sesenta de las diez horas, el minutero resbaló a las doce, la aguja de las horas a las diez, se abrió la puerta y entró Bur-Malottke. Murke se levantó sonriendo amablemente, se acercó a Bur-Malottke y se presentó. Bur-Malottke le estrechó la mano y sonriendo dijo: «Bien, adelante.» Murke tomó la nota de la mesa, se puso el cigarrillo en la boca y, dirigiéndose a Bur-Malottke, leyó la nota:

—En ambas disertaciones la palabra Dios aparece veintisiete veces, quisiera rogarle, por tanto, que lea en voz alta veintisiete veces lo que tenemos que sustituir. Le agradeceríamos mucho que lo dijera treinta y cinco veces, porque necesitamos cierta cantidad de reserva para el montaje.

—Concedido —dijo Bur-Malottke sonriente y se sentó.

—Por lo demás, hay un problema —dijo Murke—: aparte de los genitivos, en su conferencia no queda claro el caso en que aparece la palabra Dios; pero en «ese Ser superior que nosotros adoramos» tiene que estarlo. En total —sonrió amablemente hacia Bur-Malottke— necesitamos diez nominativos y cinco acusativos, por tanto, quince veces «ese Ser superior que nosotros adoramos», luego siete genitivos, es decir «de ese Ser superior que nosotros adoramos», cinco dativos «a ese Ser superior que nosotros adoramos», y queda un vocativo, el lugar en que usted dice: «Oh, Dios.» Me permito proponerle que lo dejemos en vocativo y qué usted exclame: « ¡Oh, Tú, Ser superior, al que nosotros adoramos!»

Era evidente que Bur-Malottke no había pensado en estas complicaciones; empezó a sudar, el disloque de casos le creaba problemas. Murke prosiguió amable y amistosamente:

—Necesitaremos en total un minuto y veinte segundos de emisión para las veintisiete nuevas frases, mientras que el tiempo para los veintisiete «Dios» sólo ocupaba veinte segundos. Debido a sus cambios, tendremos que acortar las dos conferencias medio minuto.

Sudando más y más, Bur-Malottke se maldijo a sí mismo por sus súbditos recelos y preguntó: —Ya habrán cortado lo otro, ¿no?

—Sí —dijo Murke, sacó del bolsillo una cajita metálica de cigarrillos, la abrió y se la ofreció a Bur-Malottke; dentro había unos trocitos negros de cinta magnetofónica, y Murke dijo en voz baja:

—Veintisiete veces Dios pronunciado por usted. ¿Lo quiere?

—No —dijo Bur-Malottke furioso—, gracias. Hablaré con el director sobre los dos medios minutos. ¿Qué emisiones siguen a las mías?

—Mañana —dijo Murke— la habitual Noticias locales, una emisión que redacta el doctor Grehm. —Maldita sea —dijo Bur-Malottke—, Grehm jamás se dejará convencer.

—Y pasado mañana —dijo Murke— sigue a la suya la emisión Vamos a mover las piernas.

—Huglieme —gimió Bur-Malottke—, los de variedades jamás cedieron a culturales ni la quinta parte de un minuto.

—No —dijo Murke—, nunca, por lo menos —y dio a su rostro juvenil la expresión de modestia perfecta—, nunca desde que yo trabajo en la casa.

—Muy bien —dijo Bur-Malottke y miró el reloj—, seguramente no tardaremos más de diez minutos y luego hablaré con el director sobre este minuto. Empecemos. ¿Puede dejarme su nota?

—Con mucho gusto —dijo Murke—, me la sé de memoria.

Cuando Murke entró en la cabina, el técnico dejó el diario. El técnico sonrió. Durante las seis horas del lunes y el martes en que escucharon las disertaciones de Bur-Malottke e hicieron los cortes, Murke y el técnico no intercambiaron ni una sola palabra de tipo privado, de vez en cuando se miraron, durante los descansos el técnico ofreció a Murke un cigarrillo y viceversa. Ahora, viendo sonreír al técnico, Murke pensó: «Si es verdad que la amistad existe en este mundo, este hombre es amigo mío.» Colocó la cajita metálica con los trocitos de cinta de las disertaciones de Bur-Malottke sobre la mesa y dijo en voz baja: «Empezamos.» Tras conectar con el locutorio dijo por el interfono:

—Nos podemos ahorrar la prueba de voz, profesor. Lo mejor es que empecemos en seguida, si no le parece mal con los nominativos.

Bur-Malottke asintió, Murke desconectó el interfono, apretó el botón que encendía en el locutorio la lucecita verde, y oyeron la voz ceremoniosa, bien acentuada de Bur-Malottke: «Ese Ser superior que nosotros adoramos, ese Ser superior que…»

Los labios de Bur-Malottke se arqueaban hacia el micrófono como si quisiese besarlo, el sudor le corría por el rostro y Murke contemplaba impasible a través del cristal la tortura de Bur-Malottke; de repente, desconectó el micrófono de Bur-Malottke, paró la cinta que estaba grabando las palabras de

Bur-Malottke y disfrutó viendo a Bur-Malottke, mudo como un gordo y hermoso pez, al otro lado del cristal. Con gran calma dijo: «Lo siento, pero nuestra cinta estaba defectuosa y tengo que rogarle que vuelva a empezar otra vez con los nominativos.» Bur-Malottke empezó a lanzar maldiciones, pero eran maldiciones mudas que sólo él podía oír, pues Murke le había desconectado el micrófono y no lo volvió a conectar hasta que empezó a decir: «Ese Ser superior…» Murke era demasiado joven y se sentía demasiado culto para que le gustara la palabra odio. Pero en este momento, a este lado del cristal, mientras Bur-Malottke pronunciaba sus genitivos, supo de repente lo que es el odio: odiaba a ese hombre alto, gordo y hermoso, cuyos libros con tiradas de dos millones trescientos cincuenta mil ejemplares se amontonaban en bibliotecas, librerías, armarios y editoriales, y no pensó ni por un minuto en refrenar ese odio. Cuando Bur-Malottke había pronunciado dos genitivos, Murke le interrumpió de nuevo por el interfono y dijo tranquilamente: «Perdone que le interrumpa, los nominativos eran excelentes, también el primer genitivo, pero, por favor, vuelva a empezar desde el segundo genitivo: un poco más suave, un poco más sosegado, se lo voy a pasar.» Y a pesar de que Bur-Malottke mostró su disconformidad con un violento gesto de cabeza, hizo una seña al técnico para que pasara la cinta en el locutorio. Vieron que Bur-Malottke se sobresaltó y sudando aún más, se tapó los oídos hasta que la cinta terminó. Dijo algo, blasfemó, pero Murke y el técnico no le oían, le habían dejado el micrófono desconectado. Murke esperó impasible hasta que pudo leer en los labios de Bur-Malottke que había recomenzado con el «Ser superior», conectó micrófono y cinta y Bur-Malottke empezó con los dativos: «a ese Ser superior que nosotros adoramos».

Después de recitar los dativos, arrugó la nota de Murke, se levantó furioso y bañado en sudor y se dispuso a salir; pero la voz joven, suave y amable de Murke lo llamó. Murke dijo: «Profesor, ha olvidado el vocativo.» Bur-Malottke le dirigió una mirada de odio y dijo hacia el micrófono: « ¡Oh, Tú, Ser superior, que nosotros adoramos! »

Cuando iba a salir, le llamó de nuevo la voz de Murke. Murke dijo: «Usted perdone, profesor, pero pronunciada de esa forma, la frase no se pude usar.»

—Por el amor de Dios —le susurró el técnico—, no exagere.

Bur-Malottke se detuvo en la puerta, de espaldas al cristal, como si la voz de Murke lo hubiese encolado allí.

Le pasaba lo que nunca le había pasado: estaba indeciso y esa voz tan juvenil, tan amable, tan exageradamente inteligente, le mortificaba como nada le había mortificado nunca. Murke prosiguió:

—Naturalmente lo podría incluir en la disertación tal como está, pero me permito llamarle la atención, profesor, de que no hará buen efecto.

Bur-Malottke se volvió, regresó al micrófono y dijo con voz suave y ceremoniosa:

—Oh, Tú, Ser superior, que nosotros adoramos.

Sin volverse hacia Murke, abandonó el estudio. Eran exactamente las diez y cuarto y en la puerta tropezó con una mujer joven ‘y bonita que llevaba unas partituras en la mano. La joven era pelirroja y esplendorosa, se dirigió muy decidida hacia el micrófono, lo giró y puso bien la mesa para poder colocarse sin impedimentos delante del micrófono.

Murke estuvo medio minuto charlando en la cabina con Huglieme, el redactor de la sección de variedades. Señalando la caja de cigarrillos, Huglieme dijo: «¿La necesita todavía?» Y Murke dijo: «Sí, todavía la necesito.» Dentro, la muchacha pelirroja cantaba: «Toma mis labios tal como son, son hermosos.» Huglieme pulsó el botón del interfono y dijo tranquilamente: «Cierra el pico durante veinte segundos más, por favor, todavía no estoy listo.» La muchacha rió, arremangó la boca y dijo: «Zopenco marica.» Murke dijo al técnico: «Volveré hacia las once, cortaremos la cinta y pegaremos los trocitos.»

—¿Lo tendremos que volver a oír? —preguntó el técnico.

—No —dijo Murke—, ni por un millón de marcos lo volvería a oír.

El técnico asintió, colocó la cinta para la pelirroja y Murke se fue.

Se puso un cigarrillo en la boca, lo dejó sin encender y fue por el pasillo trasero hasta el segundo ascensor, que estaba instalado en la parte sur y conducía a la cantina. Las alfombras, los pasillos, los muebles y los cuadros, todo le irritaba. Eran hermosas alfombras, hermosos pasillos, hermosos muebles y cuadros de buen gusto, pero de repente sintió el deseo de ver en la pared, en cualquier lugar, la cursi estampita del Sagrado Corazón que le envió su madre. Se detuvo, miró en derredor, prestó atención, sacó la estampita del bolsillo y la fijó entre el papel pintado y el marco de la puerta del ayudante de dirección de la sección de guiones radiofónicos. Era una estampita de colores llamativos y debajo de la figura del Sagrado Corazón se leía: «Recé por ti en San Jacobo.»

Murke siguió andando, tomó el ascensor y descendió. En esta parte de la casa de la radio ya estaban montados los ceniceros Schrörschnauz, que obtuvieron el primer premio en el concurso de ceniceros. Estaban colgados junto a las cifras rojas que indicaban el número del piso: un cuatro rojo, un cenicero Schrörschnauz, un tres rojo, un cenicero Schrörschnauz, un dos rojo, un cenicero Schrörschnauz. Eran unos ceniceros muy bonitos, repujados en cobre, en forma de concha; su soporte eran unas originales plantas marinas —unas nudosas algas— repujadas también en cobre; y cada cenicero costó doscientos cincuenta y ocho marcos y setenta y siete céntimos. Eran tan hermosos que Murke nunca se atrevió a ensuciarlos con ceniza, y mucho menos con algo tan poco estético como una colilla. Parecía que a todos los otros fumadores les pasaba lo mismo: cajitas vacías de cigarrillo, colillas y ceniza se amontonaban en el suelo bajo los hermosos ceniceros: por lo visto nadie tenía suficiente valentía para utilizar los ceniceros como tales; eran de cobre, brillantes y siempre estaban vacíos.

Murke vio que se acercaba el quinto cenicero junto al cero rojo, el ambiente estaba más caldeado, olía a comida, Murke saltó de la cabina y se tambaleó hacia la cantina. En una mesa del rincón había sentados tres colaboradores libres; delante de él hueveras, platos y cafeteras.

Los tres hombres habían escrito juntos la serie radiofónica «El pulmón, órgano humano», juntos fueron a cobrar sus honorarios, desayunaron juntos y ahora estaban bebiendo aguardiente y jugándose a los dados la factura para la declaración de impuestos. Murke conocía bien a uno de ellos, Wendrich; pero en aquel preciso momento Wendrich estaba gritando « ¡Arte! ¡Arte! » y volvió a gritar « ¡Arte! ¡Arte!» y Murke se estremeció asustado, como la rana en la que Galvani descubrió la electricidad. Durante los dos últimos días, Murke había oído demasiadas veces la palabra arte de boca de Bur-Malottke; se repetía exactamente ciento treinta y cuatro veces en ambas disertaciones y había escuchado las disertaciones tres veces, es decir, que había escuchado la palabra arte cuatrocientas dos veces, demasiadas para tener ganas de participar en una conversación sobre este tema. Se escabulló a lo largo de la barra hasta la galería al otro fado de la cantina y al ver que no había nadie respiró aliviado. Se sentó en el sillón tapizado de amarillo, encendió el cigarrillo y cuando se le acercó Wulla, la camarera, dijo: «Por favor, un zumo de manzana» y se alegró de que Wulla se fuese en seguida. Cerró los ojos y escuchó sin querer la conversación de los tres colaboradores del rincón, que parecían discutir apasionadamente sobre arte; cada vez que uno de ellos pronunciaba «arte», Murke se estremecía. «Es como si le estuvieran dando a uno mil azotes», pensó.

Wulla, que le traía el zumo, lo miró preocupada. Era alta y robusta, aunque no gorda, su expresión era sana y alegre y mientras servía el zumo de manzana en el vaso dijo: «Debería tomarse sus vacaciones, Herr Doktor, y haría bien si dejase el tabaco.»

Antes se llamaba Wilfriede-Ulla, pero luego, por aquello de la comodidad, lo había contraído en Wulla. Sentía un respeto especial por las personas de la sección Cultural.

—Déjeme en paz —dijo Murke—, por favor, váyase.

—Y debería irse al cine con una muchacha sencilla y amable —dijo Wulla.

—Es lo que haré esta tarde —dijo Murke—, se lo prometo.

—No hace falta que sea una de esas frescales —dijo Wulla—, una muchacha sencilla, tranquila, simpática, con corazón. Todavía las hay.

—Lo sé —dijo Murke—, las hay e incluso conozco a una.

«¿Lo ves?», pensó Wulla y se acercó a los colaboradores, uno de los cuales había encargado tres aguardientes y tres tazas de café. «Pobres —pensó Wulla—, el arte acabará volviéndoles locos.» Sentía compasión por los .colaboradores y los incitaba siempre a ahorrar. «En cuanto tienen dinero —pensó—, lo tiran por la ventana», y fue hacia la barra a encargar con un gesto de desaprobación los tres aguardientes y las tres tazas de café.

Murke tomó un trago de zumo’ de manzana, apagó el cigarrillo en el cenicero y pensó angustiado en las horas entre las once y la una, en que. tenía que cortar las sentencias de Bur-Malottke y pegar en las disertaciones los nuevos trozos en los lugares debidos. El director quería escuchar ambas disertaciones a las dos en su estudio. Murke pensó en el jabón verde; en las escaleras, unas escaleras empinadas y en las montañas rusas, pensó en la vitalidad del director, pensó en Bur-Malottke, y al ver entrar a Schwendling en la cantina se sobresaltó.

Schwendling llevaba una camisa a grandes cuadros rojos y negros y marchaba con determinación a .la galería donde se ocultaba Murke. Schwendling iba tarareando la canción de moda: «Toma mis labios tal como son, son hermosos» y al ver a Murke dijo sorprendido:

—Hombre, ¿tú por aquí? Pensaba que estabas montando las tonterías de Bur-Malottke.

—A las once seguiré —dijo Murke.

—Wulla, una cerveza —voceó Schwendling hacia la barra—, medio litro. Bien —dijo a Murke—, deberían darte vacaciones extra por eso, tiene que ser asqueroso. El viejo me ha contado de qué se trata.

Murke callaba y Schwendling dijo:

—¿Sabes lo último de Murckwitz?

Primero Murke hizo sin mostrar el menor interés un gesto negativo con la cabeza; luego preguntó por mera cortesía:

—¿Qué ocurre con él?

Wulla trajo la cerveza, Schwendling tomó un trago, se hinchó un poco y dijo muy despacio:

—Murckwitz está haciendo un documental sobre la Taiga.

Murke rió y dijo:

—¿Qué hace Fenn?

—Un documental sobre la Tundra —dijo Schwendling.

—¿Y Weggucht?

—Weggucht está escribiendo un programa sobre mí y luego yo escribiré un programa sobre él, de acuerdo con el lema: prográmame y yo te programaré…

Uno de los colaboradores libres, ahora en pie, vociferaba enfáticamente: «Arte, arte, eso es lo único que importa.»

Murke se agazapó, como se agazapa el soldado que acaba de oír los tiros de los morteros en las trincheras enemigas. Tomó otro trago de su zumo de manzana y volvía ya a agazaparse, cuando una voz empezó a llamar por el altavoz: «Doctor Murke, preséntese en el estudio trece, doctor Murke, preséntese en el estudio trece.» Miró el reloj, eran sólo las diez y media, pero la voz proseguía inclemente: «Doctor Murke, preséntese en el estudio trece, doctor Murke, preséntese en el estudio trece.» El altavoz colgaba sobre la barra de la cantina, exactamente debajo del lema que el director hizo poner en la pared: La disciplina es el todo.

—Bueno —dijo Schwendling—, no hay más remedio, vete. .

—No —dijo Murke—, no hay más remedio. —Se levantó, dejó sobre la mesa el dinero que costaba el zumo de manzana, pasó escabulléndose junto a la mesa de los colaboradores, se metió en el ascensor y subió dejando de nuevo atrás los cinco ceniceros Schrörschnauz. Vio que su estampita del sagrado corazón todavía estaba fija en el marco de la puerta del ayudante de dirección y pensó: «Menos mal que ahora hay por lo menos algo cursi en la casa de la radio.»

Abrió la puerta de la cabina de control, vio que el técnico estaba solo y sentado muy tranquilo, ante cuatro cajitas de cartón y preguntó cansada:

—¿Qué pasa?

—Esos han terminado antes de lo que creían y hemos ganado media hora —dijo el técnico—; he pensado que tal vez le interesaría aprovechar esta media hora.

—Desde luego —dijo Murke—, tengo una cita a la una. Empecemos. ¿Qué pasa con estas cajas?

—Tengo una cajita para cada caso —dijo el técnico—, los acusativos en la primera, en la segunda los genitivos, en la tercera los dativos y en ésta —dijo señalando la cajita más a la derecha, y en la que se leía CHOCOLATE PURO— están los dos vocativos, en el rincón derecho el bueno, en el izquierdo el malo.

—Es estupendo —dijo Murke—, usted ha ordenado ya esa porquería.

—Sí —dijo el técnico—, y si ha anotado el orden en que tenemos que pegar los casos, estaremos listos como mucho dentro de una hora. ¿Lo tiene anotado?

—Sí —dijo Murke. Sacó una nota del bolsillo en que estaban apuntadas las cifras 1 hasta el 27; después de cada número había un caso.

Murke se sentó y ofreció su cajita al técnico; ambos fumaron mientras el técnico colocaba en el aparato las cintas cortadas de las disertaciones de Bur-Malottke.

—En el primer corte —dijo Murke— tenemos que pegar un acusativo. —El técnico metió la mano en la primera caja, sacó un trocito de cinta y lo pegó en el corte.

—En el segundo —dijo Murke— un dativo. Trabajaban de prisa y Murke estaba contento porque la cosa iba muy rápida.

—Ahora —dijo— viene el vocativo; naturalmente pondremos el malo.

El técnico rió y pegó en la cinta el vocativo malo de Bur-Malottke.

—Adelante —dijo—, adelante.

—Genitivo —dijo Murke.

El director leía a conciencia las cartas de los radioyentes. La que estaba leyendo en este momento decía:



Querida radio: Seguramente no tienes una oyente más fiel que yo. Soy una mujer anciana, una abuelita de setenta y siete años y te escucho a diario desde hace treinta años. Siempre he sido pródiga en alabanzas. Tal vez recuerdes mi carta sobre la emisión «Las siete almas de la vaca Kaweida». Era una emisión magnífica, pero hoy tengo que enfadarme contigo. El abandono en que tiene la radio al alma de los perros va resultando indignante. ¿A eso llamas humanismo? Hitler tenía, sin duda, sus defectos: si ha de creerse todo lo que se dice, era un hombre malo, pero hay algo que no se le puede negar: amaba a los perros y hacía cosas por ellos. ¿Cuándo recobrará el perro sus derechos en la radio alemana? No como lo hiciste en el programa «Como gato y perro», así no; aquello fue un insulto para cualquier ser perruno. Si mi pequeño Lohengrin pudiese hablar, te lo diría. Y cómo ladraba, mi perro querido, mientras se emitía tu desastroso programa, ladraba que a una se le deshacía el corazón de vergüenza. Yo pago mis dos marcos mensuales como todos los oyentes y haciendo uso de mis derechos pregunto: ¿Cuándo recobrará el perro sus derechos en la radio alemana?

Con todo cariño, aunque esté tan enfadada contigo,

tu JADWIGA HERCHEN, SUS labores.



P. D. —Si ninguno de los cínicos sujetos que te buscas como colaboradores es capaz de dignificar el alma canina en la forma debida, sírvete de mis modestos ensayos, que te adjunto. Renunciaría a los honorarios. Los puedes transferir a la sociedad protectora de animales.

Adjunto: 35 manuscritos.

Tu,

J. H.





El director suspiró. Buscó los manuscritos, pero su secretaria ya los había archivado. El director llenó su pipa, la encendió, se lamió sus vitales labios, descolgó el teléfono y ordenó que le comunicasen con Krochy. Krochy tenía un despacho diminuto con una mesa diminuta pero de muy buen gusto en la sección de Cultura y llevaba un departamento tan pequeño como su escritorio: El animal en la cultura.

—Krochy —dijo el director, cuando éste contestó modestamente a la llamada—, ¿cuándo emitimos por última vez algo sobre perros?

—¿Sobre perros? —dijo Krochy—. Señor director, creo que nunca, por lo menos desde que yo estoy aquí.

—¿Y desde cuándo está usted ahí, Krochy? —Y Krochy, en su escritorio, empezó a temblar porque el director había hablado con más suavidad. Sabía que no se preparaba nada bueno cuando esa voz se volvía suave.

—Desde hace diez años, señor director —dijo Krochy.

—Es una vergüenza que todavía no haya escrito nada sobre perros —dijo el director—, al fin y al cabo es un tema de su departamento. ¿Cómo se titula su último programa?

—Mi último programa se titula —tartamudeó Krochy.

—No hace falta que me repita la pregunta —dijo el director—, no estamos en la mili.

—Búhos en los muros —dijo Krochy tímidamente.

—Dentro de las próximas tres semanas —dijo el director, otra vez con suavidad— quiero oír un programa sobre el alma canina.

—Sí, señor —dijo Krochy, oyó el clic que hizo el director al colgar el auricular, lanzó un profundo suspiro y dijo: « ¡Dios mío! »

El director tomó la siguiente carta.

En ese momento entró Bur-Malottke. Podía tomarse la libertad de entrar en cualquier momento sin anunciarse y se tomaba esta libertad con mucha frecuencia. Sudando todavía se sentó cansado en una silla frente al director y dijo:

—Buenos días.

—Buenos días —dijo el director y dejó la carta—. ¿En qué puedo servirle?

—Por favor —pidió Bur-Malottke—, concédame un minuto.

—Bur-Malottke —dijo el director haciendo un gesto amplio y vital—, no necesita pedirme un minuto. Las horas, los días están a su disposición.

—No —dijo Bur-Malottke—, no se trata de un minuto temporal, sino de un minuto de emisión. Mi disertación se ha alargado en un minuto debido a los cambios.

El director se puso serio como un sátrapa repartiendo provincias.

—Espero —dijo malhumorado— que no se trate de un minuto político.

—No —dijo Bur-Malottke—, medio de noticias locales y medio de variedades.

—Menos mal —dijo el director—; tengo libres setenta y nueve segundos en Variedades y en Locales ochenta y tres. Con mucho gusto concederé un minuto a un Bur-Malottke.

—Usted me abruma —dijo Bur-Malottke.

—¿Qué más puedo hacer por usted? —preguntó el director.

—Le quedaría muy agradecido —dijo Bur-Malottke—, si ‘alguna vez pudiésemos ponernos a corregir todas las cintas que he grabado desde 1945. Un día —dijo, se pasó la mano por la frente y contempló con melancolía el Brüller auténtico que colgaba sobre la mesa del director—, un día, yo —se interrumpió, pues lo que iba a decir al director era demasiado doloroso para la posteridad—, un día, moriré… —volvió a hacer una pausa y dio así ocasión al director para mirar asustado y hacer con la mano un gesto de prevención— y no puedo soportar la idea de que, después de mi muerte, es posible que se emitan cintas en las que diga cosas de las que ya no estoy convencido. En el entusiasmo del cuarenta y cinco, sobre todo, me dejé arrastrar por el impulso e hice algunas observaciones de carácter político, expresiones que hoy en día me llenan de graves reparos y que, ahora, sólo puedo achacar a la frescura juvenil que desde siempre ha caracterizado mis .obras. La corrección de mi obra escrita está en marcha, quisiera rogarle que me dé pronto la ocasión de corregir también mi obra hablada.

El director permaneció en silencio, sólo tosió ligeramente, en su frente brillaban pequeñas y claras gotas de sudor. Pensó que desde 1945 Bur-Malottke hablaba por lo menos una hora al mes y mientras Bur-Malottke seguía hablando multiplicó a toda prisa: doce horas por diez, igual a ciento veinte horas de Bur-Malottke hablando.

—Sólo los espíritus impuros califican la pedantería indigna del genio —dijo Bur-Malottke—; nosotros sabemos —y el director se sintió halagado de verse alineado por el nosotros entre los espíritus puros— que los verdaderos, los grandes genios, eran pedantes. Himmelsheim hizo encuadernar otra vez a su cargo toda la edición impresa de su Seelon, porque ya no le parecían adecuadas dos o tres frases en la mitad del texto. La idea de que cuando haya pasado a la posteridad puedan emitirse disertaciones mías, de las que ya no estoy convencido, esta idea no puedo soportarla. ¿Qué solución propondría usted?

Las gotas de sudor en la frente del director eran más gruesas.

—Ante todo —dijo el director en voz baja—, habría que hacer una lista exacta de todas las emisiones grabadas por usted y, luego, mirar en el archivo si se conservan todas las cintas.

—Espero —dijo Bur-Malottke— que no se haya borrado ninguna de mis ‘cintas sin haberme consultado antes. Como no se me ha consultado, es que no se ha borrado ninguna cinta.

—Daré las órdenes oportunas —dijo el director. —Se lo agradeceré mucho —dijo Bur-Malottke mordaz y se levantó—. Buenos días.

—Buenos días —dijo el director acompañándolo hasta la puerta.

En la cantina los colaboradores habían decidido encargar comida. Habían bebido más aguardiente, seguían hablando sobre arte y su conversación era más tranquila, pero no menos apasionada. Cuando, de repente, Wanderburn entró en la cantina, todos se pusieron de pie asustados. Wanderburn era un poeta alto, de aspecto melancólico y pelo negro, un rostro simpático algo marcado por el estigma de la fama. Este día iba sin afeitar y, por ello, parecía aún más simpático. Fue a la mesa de los tres colaboradores, se sentó agotado y dijo:

—Muchachos, dadme algo de beber. En esta casa tengo siempre la impresión de que voy a morirme de sed.

Le dieron de beber, un aguardiente que había aún sobre la mesa y el resto de una gaseosa. Wanderburn bebió, dejó el vaso, miró de uno en uno a los tres hombres y dijo:

—Les prevengo contra la radio, contra este trasto asqueroso, contra este asqueroso trasto relamido, taimado, acicalado. Se lo advierto, nos va a destrozar a todos.

Su advertencia era sincera e impresionó mucho a los tres jóvenes; pero los tres jóvenes no sabían que Wanderburn venía directamente de caja, donde acababa de cobrar un montón de dinero en concepto de honorarios por una sencilla adaptación del libro de Job.

—Nos cortan —dijo Wanderburn—, absorben nuestra sustancia, nos pegan y ninguno de nosotros sobrevivirá.

Bebió la gaseosa, dejó el vaso sobre la mesa y con el abrigo ondeando melancólicamente marchó hacia la puerta.

Murke acabó el montaje a las doce en punto. Acababan de pegar el último pedacito de cinta, un dativo, cuando Murke se levantó. Ya había empuñado la manilla de la puerta, cuando el técnico dijo:

—Me gustaría tener también una conciencia tan sensible y cara. ¿Qué hacemos con la caja? —añadió señalando la cajita de cigarrillos, que estaba en la estantería entre las cajas con cintas vírgenes.

—Déjela ahí —dijo Murke.

—¿Para qué?

—Tal vez la necesitemos.

—¿Cree que puede volver a tener problemas de conciencia?

—No es imposible —dijo Murke—, es mejor esperar. Hasta la vista.

Fue al ascensor de delante, bajó al segundo piso y por primera vez en ese día entró en su despacho. La secretaria había ido a comer, Humkoke, el jefe de Murke, estaba sentado junto al teléfono leyendo un libro. Sonrió a Murke, se levantó y dijo: «¿Qué, todavía está vivo? ¿Es suyo este libro? ¿Lo ha dejado usted sobre la mesa?» Le enseñó el título y Murke dijo: «Sí, es mío.» El libro tenía un forro grisverde-anaranjado y se titulaba Canal lírico de Batley; trataba de un joven poeta inglés que, cien años atrás hizo un catálogo del slang londinense.

—Es un libro maravilloso —dijo Murke.

—Sí —dijo Humkoke—, es maravilloso, pero usted no aprenderá nunca.

Murke le miró interrogante.

—Usted jamás aprenderá que los libros maravillosos no se dejan sobre una mesa si se espera a Wanderburn, y Wanderburn es esperado siempre.

Naturalmente lo ha visto en seguida, lo ha hojeado, ha leído cinco minutos y ¿cuál es el resultado? Murke permaneció en silencio.

—El resultado —dijo Humkoke— son dos programas de una hora de Wanderburn sobre el Canal lírico de Batley. Ese tipo terminará por presentarnos un programa sobre su abuela, y lo peor de todo es que una de sus abuelas también lo era mía. Por favor, Murke, no lo olvide. Nada de libros maravillosos sobre la mesa si esperamos a Wanderburn y, lo repito, es esperado siempre. Bien y ahora váyase. Tiene la tarde libre; supongo que se la habrá ganado. ¿Está lista la cosa esa? ¿La ha vuelto a escuchar?

—Lo tengo todo listo —dijo Murke—, pero no puedo volver a oír otra vez las disertaciones, es que sencillamente no puedo.

—Es que no puedo es, una manera de hablar muy infantil —dijo Humkoke.

—Si vuelvo a oír una vez más la palabra arte, me volveré histérico —dijo Murke.

—Ya lo está —dijo Humkoke— y reconozco incluso que tiene razones para estarlo. Tres horas de Bur-Malottke es como para dejar baldado al tipo más fuerte, y usted no es lo que se dice un hombre fuerte.

Tiró el libro sobre la mesa, se acercó a Murke y dijo:

—Cuando yo tenía su edad, me hicieron recortar tres minutos de un discurso de cuatro horas de Hitler y tuve que escuchar el discurso tres veces hasta ver qué tres minutos debían ser cortados. Cuando empecé a escuchar la cinta por primera vez, todavía era nazi, pero después de oírla completa tres veces, ya no lo era. Fue una cura horrible, dura, pero muy eficaz.

—Usted olvida —dijo Murke— que yo ya estaba curado de Bur-Malottke antes de tener que escuchar sus cintas.

—Es usted un animal —dijo Humkoke riendo—, váyase, el director las escuchará otra vez a las dos. Tiene que estar a mano por si pasa algo.—Estaré en casa de dos a tres —dijo Murke.

—Otra cosa —dijo Humkoke cogiendo una lata amarilla de galletas que había en una estantería junto al escritorio de Murke—, ¿qué son estos recortes de cinta que tiene usted en la lata?

Murke se sonrojó.

—Son —dijo—, colecciono una especie determinada de restos.

—¿Qué clase de restos? —preguntó Humkoke. —Silencios —dijo Murke—, colecciono silencios. Humkoke le dirigió una inquisitiva mirada y Murke prosiguió:

—Cuando tengo que cortar cintas en las que el narrador ha hecho de vez en cuando una pausa, o suspiros, tomas de aire, silencios absolutos, no los tiro a la papelera, sino que los colecciono. Por cierto, las cintas de Bur-Malottke no tenían ni un segundo de silencio.

Humkoke se echó a reír.

—Claro, ése no callará nunca. ¿Y qué hace usted con los recortes?

—Los pego por la tarde, cuando estoy solo en casa, paso la cinta. Todavía no es mucho, no llega a tres minutos, pero es que tampoco se producen tantos silencios.

—Tengo que llamarle la atención sobre el hecho de que está prohibido llevarse cintas a casa, incluso recortes.

—¿Los silencios también? —preguntó Murke. Humkoke rió y dijo:

—Ahora váyase.

Y Murke se fue.

Cuando pocos minutos después de las dos el director llegó a su estudio, la disertación de Bur-Malottke ya estaba en marcha:

…y siempre que iniciemos una charla sobre la esencia del arte —no importa dónde, ni cómo, ni por qué ni cuándo—, tenemos que mirar primero hacia aquel Ser superior que nosotros adoramos, tenemos que postrarnos reverentemente ante aquel Ser superior que nosotros adoramos y tenemos que asimilar agradecidamente la esencia del arte como un don de ese Ser superior que nosotros adoramos. El arte…

«No —pensó el director—, realmente no puedo exigir a nadie que se trague ciento veinte horas de Bur-Malottke.» «No —pensó—, hay cosas que simplemente no se pueden hacer, ni aunque se trate de Murke.» Volvió a su despacho, conectó el altavoz y oyó cómo Bur-Malottke estaba diciendo: «Oh, Tú, Ser superior, que nosotros adoramos…» «No —pensó el director—, no, no.»

Murke estaba en su casa, fumando tendido en el sofá. A su lado, sobre una silla, había una taza de té y Murke tenía la mirada fija en el blanco techo de la habitación. En su escritorio estaba sentada una hermosa muchacha rubia, que a través de la ventana miraba fijamente hacia la calle. Entre Murke y la muchacha, sobre una mesita, había un magnetofón grabando. No se hablaba ni una palabra, no se oía ni un solo sonido. Se hubiera podido tomar a la muchacha por una modelo fotográfica, tan bella y silenciosa estaba.

—No aguanto más —dijo la muchacha de repente—, no aguanto más, lo que exiges es inhumano. Hay hombres que exigen inmoralidades a las chicas, pero lo que tú me exiges es todavía más inmoral que lo que otros hombres exigen a las muchachas.

Murke suspiró.

—Por Dios —dijo—, querida Rina, tendré que cortar todo esto, sé razonable, sé buena chica y guarda silencio para mí por lo menos cinco minutos más de cinta.

—Guardar silencio —dijo la muchacha, y lo dijo de una manera que hace treinta años hubiera sido calificada de «desabrida»—. Guardar silencio; vaya una invención tuya. No me disgustaría llenar una cinta, pero de silencio…

Murke se levantó y desconectó el aparato.

—Rina, Rina —dijo—, si supieras qué valioso es para mí tu silencio. Por la noche, cuando estoy cansado, cuando tengo que estar sentado aquí, hago correr tu silencio. Por favor, sé buena chipa y guarda silencio por lo menos tres minutos más y no hagas que tenga que andar cortando; sabes perfectamente lo que significa para mí tener que cortar.

—Como quieras —dijo la muchacha—, pero, por lo menos, dame un cigarrillo.

Murke sonrió, le dio un cigarrillo y dijo:

—De esta forma tengo tu silencio en el original y en cinta, qué estupendo.

Conectó la cinta y ambos se sentaron silenciosos frente a frente hasta que sonó el teléfono. Murke se levantó, desvalido se encogió de hombros y descolgó.

—Bueno —dijo Humkoke—, parece que las conferencias están bien, el jefe no ha dicho nada en contra, puede irse al cine, y piense en la nieve.

—¿En qué nieve? —preguntó Murke y miró hacia la calle, envuelta en un brillante sol veraniego.

—Dios mío —dijo Humkoke—, ya sabe que tenemos que empezar a pensar en los programas invernales. Necesito canciones sobre la nieve, cuentos sobre la nieve, no podemos pasarnos la vida con Schubert y Stifter. Nadie parece adivinar la enorme carencia que tenemos de canciones y cuentos sobre la nieve; imagínese que se nos presenta un largo y duro invierno con mucha nieve y heladas, ¿de dónde sacamos nuestros programas sobre la nieve? A ver si se le ocurre algo donde salga la nieve.

—Sí —dijo Murke—, algo se me ocurrirá. Humkoke había colgado.

—Vamos —dijo a la joven—, podemos ir al cine.

—¿Ya puedo hablar? — preguntó ella.

—Sí —dijo Murke—, habla.

Hacia esta hora el ayudante de dirección de la sección de guiones acababa de escuchar de nuevo la obra que iba a transmitirse por la tarde. Le pareció buena. Sólo el final no le había acabado de gustar. Estaba sentado en el control del estudio trece junto al técnico, mordisqueando un fósforo y estudiando el manuscrito.



(Acústica de una gran iglesia vacía.)

Ateo: (Habla en voz alta y clara.) ¿Quién pensará todavía en mí cuando sea pasto de los gusanos?

(Silencio.)

Ateo: (Hablando un poquito más alto.) ¿Quién me esperará cuando me haya convertido de nuevo en polvo?

(Silencio.)

Ateo: (Aún más alto.) ¿Y quién pensará en mí cuando me haya convertido en hojas?

(Silencio.)

El ateo vociferaba en la iglesia doce preguntas parecidas, y ¿qué había detrás de cada pregunta? Silencio.

El ayudante de dirección se quitó de la boca el medio digerido fósforo, se metió otro y dirigió al técnico una mirada inquisitiva.

—Bueno —dijo el técnico—, si se me permite opinar, creo que hay demasiado silencio.

—Eso es lo que me parece —dijo el ayudante de dirección—, incluso el autor opina igual y me ha autorizado a cambiarlo. Que una voz que se limite a decir «Dios», pero tendría que oírse sin la resonancia de la iglesia, tendría que hablar, por así decir, en otro espacio acústico. Pero, dígame, ¿dónde puedo encontrar a estas horas esta voz?

El técnico sonrió y tomó la cajita de cigarrillos que seguía arriba, en la estantería.

—Aquí —dijo—, aquí hay una voz que dice «Dios» con un fondo neutro.

El ayudante de dirección se tragó el fósforo de la sorpresa, se atragantó un poco y el fósforo volvió a su boca.

—No tiene nada de particular —dijo el técnico—, lo hemos tenido que cortar veintisiete veces en una disertación.

—No me hacen falta tantos, sólo doce —dijo el ayudante de dirección.

—Naturalmente, lo más fácil sería cortar el silencio doce veces y pegar en su lugar doce veces Dios —dijo el técnico—, eso en el caso de que usted pueda cargar con esa responsabilidad.

—Es usted un ángel —dijo el ayudante de dirección—, y yo puedo hacerme responsable de ello.

Venga, empecemos. —Contempló feliz los pequeños recortes de cinta mate que había en la cajita de Murke—. Es usted un verdadero ángel. ¡Venga, empecemos!

—Bien —dijo sonriente—; empecemos.

El ayudante de dirección metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una caja de cigarrillos; pero al mismo tiempo agarró un papelito arrugado, lo alisó y se lo mostró al técnico.

—¿No es curioso que en la casa de la radio uno pueda encontrarse estas cursilerías? Esto lo he encontrado en la puerta de mi despacho.

El técnico tomó la estampa, la miró y dijo: —Sí, es curioso —y leyó en voz alta lo que había escrito debajo—: Recé por ti en San Jacobo.