Entrada al azar

miércoles, 31 de octubre de 2018

EN EL VIENTRE (Isidoro Capdepón)


En el vientre de una madre hay dos bebés. Uno pregunta al otro:

-¿Tú crees en la vida después del parto? El otro responde:

-Claro que sí. Tiene que haber algo después del parto. Tal vez estamos aquí para prepararnos para lo que vendrá más tarde.


-Tonterías -dice el primero-. No hay vida después del parto. ¿Qué clase de vida sería esa?

El segundo contesta:

-No lo sé, pero habrá más luz que aquí. Tal vez podremos caminar con nuestras propias piernas y comer con nuestras bocas. Tal vez tendremos otros sentidos que no podemos entender ahora.

El primero replica:

-Eso es absurdo. Caminar es imposible. ¿Y comer con la boca? ¡Ridículo! El cordón umbilical nos nutre y nos da todo lo que necesitamos. La vida después del parto es imposible.


El segundo insiste:

-Bueno, yo creo que hay algo diferente de lo que hay aquí. Tal vez ya no necesitemos de este tubo físico.

El primero objeta:

-Tonterías, de haber realmente vida después del parto ¿por qué nadie regresó nunca de allí? El parto es el fin de la vida y en el postparto no hay nada más que oscuridad, silencio y olvido. No nos llevará a ningún lugar.

-Bueno, no sé -dice el segundo-, pero creo que vamos a encontrarnos con Mamá y ella nos cuidará.

El primero responde:

-¿Mamá? ¿Tú realmente crees en Mamá? Eso es ridículo. Si Mamá existe, entonces, ¿dónde está ella ahora?

El segundo dice:

-Alrededor de nosotros. Estamos cercados por ella. De ella somos parte, en ella vivimos. Sin ella, este mundo no sería, no podría existir.

Dice el primero: 

-Bueno, si no podemos verla, lo lógico es que no exista.

El segundo contesta:

-A veces, cuando estás en silencio, si te concentras y escuchas, puedes percibir su presencia y oír su voz ahí arriba.

martes, 30 de octubre de 2018

Una pequeña maravilla

AZAZEL (Isaac Asimov)


Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba.

El me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludo alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto.

Nos estrechamos cordialmente las manos, y el dijo:

—Me llamo George Bitternut.

—Bitternut —repetí, para fijármelo en la mente—. Un apellido poco corriente.

—Danés —respondió—, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, más conocido como Canuto, un rey que conquistó Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente.

—Naturalmente —murmuré, aunque no veía por que había que darlo por sentado.

—Le pusieron de nombre Cnut, como su padre —continuó George—, y cuando fue presentado al rey, el soberano dijo: Voto a bríos, ¿éste es mi heredero? Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut.

Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda.

—¿Quiere almorzar conmigo? —pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado sólo a personas poseedoras de carteras bien repletas.

—¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría...? —respondió George.

—Como invitado mío —añadí.

George frunció los labios y dijo:

—Ahora que lo miro bajo una luz mas favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Si, almorzaré con usted.

Mientras tomábamos el plato principal, George dijo:

—Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamó Sweyn. Un buen nombre Danés.

—Si, ya sé —respondí—. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven.

George frunció levemente el ceño y dijo:

—No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación.

Me sentí abochornado.

—Lo siento.

Agitó la mano en ademán de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió:

—Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenía mucho éxito con ellas, como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: Oh, es todo un Sweyn. Y también era un archimago.

Hizo una pausa y, luego, preguntó con brusquedad:

—¿Sabe usted qué es un archimago?

—No —mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos—, ¿Qué es?

—Un archimago es un mago eminente —aclaró George, con lo que pareció un suspiro de alivio—. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aún no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno. Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehuyesen todo lo que era huraño y hosco.

—Ah —dije, con tono comprensivo.
—Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados.

—¿Y daba resultado, señor Bitternut?

—Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenía legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían, a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural.

—¿Está seguro de todo éso, George?

—Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista y...

Se me hizo patente un ligero escepticismo.

—Usted bromea —dije.

Me miró con altivez.

—¿Por qué cree semejante cosa?, ¿acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo experimenté las recetas.

—Y obtuvo un demonio.

—Sí, en efecto —respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Lo tiene ahí?

George se toco el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal vez fuese precisamente que no palparon nada.

Miró en el interior.

—Se ha ido —dijo con disgusto—. Desmaterializado. Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo por que sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe?. Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gusto demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedo dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Ésta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, dondequiera que esté, para recuperarse.

Sentí un acceso de rebeldía. ¿Esperaba que me creyera aquello?

—¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta?

—Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación —dijo George.

—¿Qué tamaño tenía?

—Dos centímetros.

—Pero eso no llega a una pulgada.

—Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros.

—Quiero decir, ¿qué clase de demonio es para tener sólo dos centímetros de estatura?

—Uno pequeño —respondió George—, pero, como dice el refrán, más vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno.

—Depende de cómo sea.

—Oh, se llama Azazel. Es un demonio amistoso. Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan sólo para hacer el bien a otros.

—Vamos, vamos, George. Seguramente que no es ésa la filosofía del infierno.

George se llevo un dedo a los labios.

—No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y al que llama simplemente el Todo Total.

—¿Y en realidad hace favores?

—Siempre que puede. Éso es escaso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Per...

—¿Juniper Pen?

—Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho gusto se la contaré.


Juniper Pen (dijo George) era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato, una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todo y cada uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos. El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper.

Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos. Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mí. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias.

—Oh, tío George —decía—, seguro que no es nada malo que yo sueñe en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y...

Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo.

—Hay un ligero fallo en tu plan, pequeña —dije—. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo le contrate por grandes sumas.

—Eso es injusto —dijo, enfurruñando el gesto—. ¿Por qué no es un jugador de baloncesto muy bueno?

—Porque así es como funciona el Universo. ¿Por qué no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas?

—La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: en realidad, ¿tan importante es el dinero?

—Ay, jovencita —exclamé horrorizado.

Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas.

—Pero, ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿es mucho pedir?

¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en besos y fondos mutuos.

Azazel me escuchó cuando le invoqué con el conjuro apropiado. No, no puedo decirle cual es. ¿No tiene usted un elemental sentido de la ética?

Como digo, me escuchó, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabría esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía mas aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla.)

—¿Qué es baloncesto? —preguntó—. ¿Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué es un cesto?

Traté de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedó mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego. Finalmente, dijo:

—¿Podría ver un partido de baloncesto?

—Naturalmente —respondí—. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y tú puedes ir en mi bolsillo.

—Estupendo —dijo Azazel—. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig —con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció.

Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo, lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor, para que yo pueda continuar mi relato.

Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venía conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos pequeños cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo.

Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoníaca que humana, es notable.

Una vez finalizado el partido, me dijo:

—Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro.

—En efecto —dije—. Eso es encestar.

—Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la pelota por el aro todas las veces que lo intentase?

—Exactamente.

Azazel pensativo, agitó la cola.

—No tiene que ser difícil. Solo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la fuerza...

Permaneció unos instantes en reflexivo silencio, a continuación dijo:

—Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido. Sí, se puede hacer. En realidad, ya esta hecho. Tu Leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro.

Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoniacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo).

Por fin llego el día del partido, y aquél fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico.

Como de épico, nadie lo esperaba. El equipo de Al Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos. Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo.

Tomó el balón y pareció que se le escapaba de las manos. ¡Pero que forma de escaparse! Descubrió un arco en el aire y atravesó el centro del aro. Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose que había ocurrido. Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez, y otra.

Tan pronto como Lenader tocaba el balón, éste se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamás a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando ésto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica.

Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices, que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes de producían peleas a puñetazos entre el público.

Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que él no había advertido; era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta mas próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la canasta en que no debía.

Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws (Pop) McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. Pop McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión.

Amigo mío, Lenader nunca volvió a ser el mismo.

Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Éso lo habría comprendido. No obstante, aun cayó más bajo. Se volvió hacia sus estudios. Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia. Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él.

Me necesita, decía, con los ojos empanados por las lágrimas. Sacrificándolo todo, se caso con él una vez que ambos se graduaron. Y continuó manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al más profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física.

Él y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. Él enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonía, según tengo entendido. Gana 60,000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nobel. Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de pérdida, pero no puede engañar a su viejo padrino.

Sé muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños.


—Ésa es la historia —dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos—. Yo, en su lugar —añadió—, dejaría una generosa propina.

Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba.

En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida.

De hecho, decidí continuar almorzando con él de vez en cuando.



domingo, 28 de octubre de 2018

OTRO (Aitor Suárez)


los gatos del tejado, los gusanos de seda, el sabor de la tierra cuando te la has tragado, la calle aún no asfaltada, el Rey Mago de pueblo al que un niño le cuenta sus cinco años de vida, la casa de Pedrito, la lechera y su cántaro, Tallada el practicante que hierve la jeringa y la aguja en alcohol, el Exin Castillos, el Quimicefa, el juego de la oca, del laberinto al treinta, la tele en blanco y negro, Armstrong, Collins y Aldrin, aunque don José dice que no están en la Luna, que es todo una engañifa, el libro de Sociales, ave María purísima, dos rombos, a la cama, ya me sé el catecismo, el capitán Trueno, Asterix y Obelix, con la abuela a la brisca, la pantera rosa, el sir Tim O' Theo, los polos de a peseta, la familia Ulises, Josechu el vasco, no chupes del botijo, Paquita la modista, el hoyico de aceite, ¿el pan con chocolate o con quesito?, la bicicleta roja, el camino a la Yedra lleno de moras negras, creo que tienes piojos, los primos de Sevilla, las Montalbas y luego la casa de Tadeo, los Hollister, los Cinco, las niñas que de pronto, Rosi, Mabel en sexto, las aburridas siestas, Bécquer, el libro verde, los suspiros son aire y van al aire, ¿de verdad que todo eso?, ¿estuve allí y entonces?, otro tiempo, otro mundo, yo desde luego no


sábado, 27 de octubre de 2018

RETROVISOR (Carmela Greciet)


Habíamos salido de vacaciones en dos coches, pues mi trabajo me obligaba a regresar a casa unos días antes. Viajaba primero yo, y unos metros más atrás, con los niños, venía Clara.

A medida que caía la noche, la autopista se había ido quedando en calma.

Escuchaba música en la radio cuando, surgido de la nada, apareció frente a mí el Kamikaze. Los ojos amarillos del Kamikaze.


Logré esquivarlo de un volantazo.

Miré hacia atrás sintiendo que yo era ya mi pasado, que el futuro estaba sucediendo a mis espaldas.


viernes, 26 de octubre de 2018

AMOR CIBERNAUTA (Diego Muñoz Valenzuela)


Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.



jueves, 25 de octubre de 2018

EL PARAGUAS JACINTO (Álvaro Cunqueiro)


Guerreiro de Noste iba por el monte, cruzando la sierra que llaman Arneiro, cuando se encontró con un hombre que llevaba un paraguas enorme, más alto que él, la tela de color ceniza. Guerreiro le dio los buenos días, y se admiró del tamaño del paraguas, que nunca otro viera.

-¡Eso no es nada! -dijo el hombre que era un tipo pequeño y colorado, y lucía un gran bigote entrecano.

Y le mostró a Guerreiro el puño del paraguas, que era un rostro humano, con barba de pelo y ojos de cristal, y la boca colorada y abierta parecía la de un humano con vida.

-¡Vaya boca! -comentó Guerreiro.

-¡Paraguas, saca la lengua! -ordenó el dueño del paraguas.

Y por la boca aquella sacó el paraguas la lengua, larga y colorada, una lengua de perro que lamió cariñosamente la mano del amo. El cual se quitó la boina y la puso en el suelo, delante de Guerreiro, quien echó en ella una peseta.

-¿Qué trampa tiene? -preguntó Guerreiro, que era muy curioso.

El desconocido se rió.

-No tiene trampa ninguna, que es mi cuñado Jacinto.

Y explicó que su cuñado Jacinto encontrara aquel paraguas en un campo, en Friol, y le pareció un buen paraguas, algo grande, eso sí, y como el paraguas parecía perdido, lo cogió, y se alegró de aquel hallazgo, porque en aquel momento comenzó a llover fuerte. Jacinto abrió el paraguas, y este, abriéndose y cerrándose, se tragó a Jacinto. Abierto, el paraguas corrió por el aire a posarse en la era de la casa de Jacinto, junto al pajar. Jacinto, perdido no se sabe dónde, dentro del paraguas, gritaba por la boca del puño, que aún no le naciera barba en el mentón. Acudieron la mujer, los cuñados, los suegros, los vecinos.

-¡Soy Jacinto, María! -le gritaba a la mujer.

Esta no sabía qué hacer. La voz era la de Jacinto. Por si valía de algo, la mujer se plantó ante el paraguas, que se mantenía abierto en el aire.

-¡Si eres Jacinto Onega Ribas, casado con Manuela García Verdes, da una prueba!

Y fue entonces cuando Jacinto, por vez primera, sacó la lengua.

-¡La misma! -dijo la mujer, que digo yo que la conocería.

En verdad, Jacinto tenía una lengua muy larga, que le revertía de la boca cuando estaba distraído, y que le valiera muchos arrestos cuando hizo el servicio militar en Zamora 8, en Lugo. Y ahora, desde que era paraguas, o habitaba el paraguas, aún le creciera más con el ejercicio que hacía sacándola para decir que estaba allí, y con las caricias que hacía a los parientes, e incluso a las vacas, de las que se alimentaba directamente, mamando sabroso.

-¿Por qué no anda con él por las ferias? -preguntó Guerreiro, que ya estaba pesaroso de haber echado una peseta en la boina del cuñado de Jacinto.

-No quiere mi hermana, que hasta duerme con el paraguas. ¡Después de todo es su marido!

El cuñado de Jacinto dijo que iba a hacer un descanso, y se despidió de Guerreiro, quien siguió camino. Los dos cuñados quedaban hablando. El paraguas debía decir algo que al otro no le gustaba, que el pequeño del bigote le dio una bofetada. El paraguas gritó algo que Guerreiro no pudo entender. La discusión prosiguió, y Guerreiro apuró el paso, no fuera a verse metido en un lío. Llovía en aquel alto de Arís, en la banda del Arneiro oscuro. Guerreiro, antes de iniciar el descenso a Lombadas, se subió a una roca, y vio cómo el hombre del paraguas abría este, con bastante esfuerzo, y se metía debajo. El paraguas comenzó a volar sobre las ginestas en flor. Volaba contra viento, llevando al cuñado montado en la caña. Guerreiro no se pudo contener y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Señor Jacinto!

Algo rojo lució en el puño del paraguas, por entre las piernas del cuñado de Jacinto. Era la lengua, sin duda. Luego Jacinto pegó un gran salto, y siguió viaje. Según Guerreiro hacia Guitiriz o La Coruña.


miércoles, 24 de octubre de 2018

EL CUENTO DEL NIÑO MALO (Mark Twain)


Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.

Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.

Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:

-No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.

Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.

Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí... esa debe ser la razón.

La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.


martes, 23 de octubre de 2018

LAS PREOCUPACIONES DE UN PADRE DE FAMILIA (Franz Kafka)


Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Odradek -me contesta.

-¿Y dónde vives?

-Domicilio indeterminado -dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.



lunes, 22 de octubre de 2018

YA NO LA VEO MÁS (Ray Bradbury)


Alguien golpeó suavemente la puerta de la cocina, y cuando la señora O'Brian abrió, allí estaba su mejor inquilino, el señor Ramírez, entre dos oficiales de policía. El señor Ramírez se quedó en el porche, inmóvil, pequeño.

—¡Señor Ramírez! —dijo la señora O'Brian.

El señor Ramírez parecía agobiado, como si no encontrara palabras para explicar la situación.

Había llegado a la casa de huéspedes de la señora O'Brian hacía más de dos años y había vivido allí desde entonces. Había llegado en ómnibus a San Diego desde la ciudad de México, y luego había ido a Los Ángeles. Allí había encontrado el limpio cuartito, con un lustroso linóleo azul, y cuadros y almanaques en las floreadas paredes, y a la señora O'Brian, estricta y bondadosa patrona. Durante la guerra había trabajado en la fábrica de aeroplanos y había preparado partes de aeroplanos que volaban a algún sitio, y aún ahora, luego de la guerra, conservaba su trabajo. Había hecho dinero desde un principio. Ahorraba un poco, y se emborrachaba una vez por semana, privilegio incuestionable que se merecía todo buen trabajador según el modo de pensar de la señora O'Brian. En el horno de la señora O'Brian se cocinaban unos pasteles. Pronto los pasteles saldrían del horno algo parecidos al señor Ramírez, tostados y brillantes, hendidos en algunas partes casi como los ojos del señor Ramírez. La cocina olía bien. Los policías se inclinaron hacia adelante, atraídos por el aroma. El señor Ramírez se miró los pies como si ellos lo hubieran llevado a aquella difícil situación.

—¿Qué ocurrió, señor Ramírez? —preguntó la señora O'Brian. El señor Ramírez alzó los ojos y detrás de la señora O'Brian vio entonces la larga mesa puesta con el limpio mantel blanco, y una fuente, y vasos brillantes y frescos, y una jarra de agua con flotantes cubos de hielo, y un tazón de ensalada de papas y otro de bananas y naranjas, cortadas y azucaradas. A esta mesa estaban sentados, comiendo y charlando, los hijos de la señora O'Brian, los dos hijos mayores que comían y conversaban, y las dos hijas menores, que comían con los ojos fijos en los policías.

—He estado aquí treinta meses —dijo el señor Ramírez en voz baja, mirando las rollizas manos de la señora O'Brian.

—Bastante más que seis meses —dijo uno de los policías—. Tenía sólo un permiso temporario. Lo buscábamos desde hace tiempo.

Poco después de llegar, el señor Ramírez se había comprado una radio para su cuartito; a las tardes, la ponía muy alto y disfrutaba de ella. Y se había comprado un reloj pulsera y había disfrutado de él también. Y en muchas noches había caminado por las calles silenciosas y había visto las brillantes ropas en los escaparates y se había comprado algunas, y había visto algunas joyas y había comprado algunas para sus escasas amigas. Y había ido al cine cinco noches por semana durante un tiempo. Luego, también, había paseado en los ómnibus —toda la noche algunas noches— oliendo la electricidad, observando con los oscuros ojos los anuncios, sintiendo las ruedas que susurraban debajo de él, mirando al pasar las casitas dormidas y los grandes hoteles. Además, había ido a los mejores restaurantes, donde le habían servido cenas de muchos platos, y al teatro y la ópera. Y se había comprado un coche, que más tarde, cuando se olvidó de pagarlo, el enojado vendedor se había llevado de la calle, frente a la casa de huéspedes.

—De modo que aquí estoy —dijo el señor Ramírez—, a decirle que debo dejar el cuarto, señora O'Brian. He venido a buscar mi equipaje y mis ropas y me iré con estos hombres.

—¿De vuelta a México?

-—Sí, a Lagos. Un pueblo al norte de la ciudad de México.

—Lo siento, señor Ramírez.

—Ya guardé mis cosas —dijo el señor Ramírez roncamente, parpadeando con rapidez y moviendo ante él unas manos impotentes.

Los policías no lo tocaban. No era necesario.

—Aquí está la llave, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez—. Ya tengo mi valija.

La señora O'Brian advirtió por primera vez que había una valija detrás del señor Ramírez, en el porche.

El señor Ramírez miró otra vez la gran cocina, y a los niños que comían y los brillantes cubiertos de plata y el lustroso piso encerado. Se volvió y miró largo rato la casa vecina, de tres pisos, alta y hermosa. Miró los balcones y las escaleras de emergencia, y las escaleras de los porches de atrás, y la ropa blanca que colgaba de los alambres y chasqueaba con el viento.

—Fue usted un buen inquilino —dijo la señora O'Brian.

—Gracias, gracias, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez suavemente, y cerró los ojos.

La señora O'Brian estaba en el umbral, con una mano apoyada en la puerta entreabierta. Uno de los hijos dijo que se enfriaba la cena, pero ella se volvió meneando la cabeza y miró otra vez al señor Ramírez. Recordó un paseo que había hecho una vez a algunos pueblos mexicanos de la frontera, los días calurosos, los innumerables grillos que saltaban y caían o yacían muertos y quebradizos corno los pequeños cigarros en los alféizares de las tiendas, y las acequias que llevaban el agua del río a las chacras lejanas, los sucios caminos, las hierbas secas. Recordó los pueblos silenciosos, la cerveza tibia, las comidas pesadas y calientes. Recordó los lentos caballos de tiro y los conejos sedientos en el camino. Recordó las montañas de hierro y los valles polvorientos y las playas que se extendían centenares de kilómetros sin otro sonido que el de las olas... ningún coche, ningún edificio, nada.

—Lo siento de veras, señor Ramírez.

—No quiero volver, señora O'Brian —dijo él débilmente—. Me gusta aquí. Quiero quedarme. He trabajado. Tengo dinero, y soy presentable, ¿no es así? ¡No quiero volver!

—Lo siento, señor Ramírez —dijo ella—. Me gustaría poder hacer algo.

—Señora O'Brian —gritó el señor Ramírez de pronto, con lágrimas en los ojos. Extendió las manos y apretó fervientemente la mano de la mujer, sacudiéndosela, retorciéndosela, acercándola a él—. ¡Señora O'Brian, nunca más la veo, nunca más la veo!

Los policías sonrieron, pero el señor Ramírez no lo notó, y las sonrisas murieron pronto.

—Adiós, señora O'Brian. Ha sido muy buena conmigo. Oh, adiós, señora O'Brian. Nunca más la veo.

Los policías esperaron a que el señor Ramírez se volviera, recogiera la valija, y se alejara. Luego lo siguieron, llevándose la mano a las gorras para saludar a la señora O'Brian. La mujer miró cómo bajaban los escalones del porche. Luego cerró suavemente la puerta y se acercó lentamente a su silla y la mesa. Apartó la silla y se sentó. Tomó el cuchillo y el tenedor y empezó otra vez con la carne asada.

—Apresúrate, mamá —dijo uno de los hijos—. Debe de estar fría.

La señora O'Brian se llevó un bocado a la boca y masticó largo rato, lentamente. Al fin se quedó mirando la puerta cerrada. Dejó en la mesa el cuchillo y el tenedor.

—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó su hijo.

—Acabo de darme cuenta —dijo la señora O'Brian llevándose la mano a la cara—. No volveré a ver al señor Ramírez.


domingo, 21 de octubre de 2018

ALMUERZO Y DUDAS (Mario Benedetti)


El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.

-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.

La mujer sonrió y le tendió la mano.

-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.

Él se rió, mostrando los dientes.

-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar trabajando.

-Tendría. Pero salí en comisión.

Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.

-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.

-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.

Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.

-¿Dispone de un rato? -preguntó él.

-Sí.

-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?

-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.

Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.

-Aquí se come bien -dijo él.

Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.

Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.

-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?

-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.

-Ah.

Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.

-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.

-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.

-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?

Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.

-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.

-Sí.

-Me gustaría que lo rezongaran.

Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.

-Quisiera conocerla -dijo ella.

-¿A quién? ¿A esa que pasó?

-No. A su mujer.

Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.

-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.

-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.

-Yo también sé cómo es.

Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.

-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.

Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.

-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...

La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.

-Ya no se ve más.

Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.

-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.

-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?

-Supongo que sí.

-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?

-Supongo que sí.

Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.

-Prefiero la foto sin retoques.

-¿Para qué?

-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.

Ella no dijo nada.

-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería usted.

-¿Y eso importa?

-Puede importar.

El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»

-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?

-Sí.

-Naturalmente. Son nueve años.

-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?

-Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.

-¿Y no es así?

-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.

Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.

-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.

Él sonrió sobre el pan con manteca.

-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.

Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.

-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.

Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.

-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.

-¿Nada menos?

-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.

-¡Oh!

-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.

-¿Y eso está mal?

-Realmente, no lo sé.

-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?

-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.

-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.

-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.

Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.

-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..

-Yo, por ejemplo.

-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.

-¿Y la conciencia?

-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.

«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.

-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos.

-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.

Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.

-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?

-Bueno.

-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?

-Es ridículo. De eso estoy seguro.

-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.

El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un gesto.

-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.

-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?

-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.

-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?

-Que está en condiciones de conseguirlo todo.

-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?

Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.

El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.

-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.

Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.

-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.

Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la comida.» Después se fue.


sábado, 20 de octubre de 2018

EL PUTO PROFETA (Rafael Baldaya)


Tras cada error
y aún tumbado en el suelo

vendrá quien te sacuda
-lo sabía,
-algo así no podía acabar bien,
-mira que te advertí,
-ya te lo dije...

Y si no hay alguien para volcártelo,
arrojártelo,
echártelo encima...,

...si el profeta no aparece,
entonces

una parte de ti
te lo dirá.


viernes, 19 de octubre de 2018

QUÉ TAL, LÓPEZ (Julio Cortázar)


Un señor encuentra a un amigo y lo saluda, dándole la mano e inclinando un poco la cabeza.
Así es como cree que lo saluda, pero el saludo ya está inventado y este buen señor no hace más que calzar en el saludo.
Llueve. Un señor se refugia bajo una arcada. Casi nunca estos señores saben que acaban de resbalar por un tobogán prefabricado desde la primera lluvia y la primera arcada. Un húmedo tobogán de hojas marchitas.
Y los gestos del amor, ese dulce museo, esa galería de figuras de humo. Consuélese tu vanidad: la mano de Antonio buscó lo que busca tu mano, y ni aquélla ni la tuya buscaban nada que ya no hubiera sido encontrado desde la eternidad. Pero las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a la tierra como palomas muertas.
Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien; los verbos activos contienen el repertorio completo.
Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa o los caminos ya hechos -por más atajos y encrucijadas que propongan. Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta.
Cuando los zapatos aprietan, buena señal. Algo cambia ahí, algo que nos muestra, que sordamente nos pone, nos plantea. Por eso los monstruos son tan populares y los diarios se extasían con los terneros bicéfalos. ¡Qué oportunidades, qué esbozo de un gran salto hacia lo otro!
Ahí viene López.
-¿Qué tal, López?
-¿Qué tal, che?
Y así es como creen que se saludan.


jueves, 18 de octubre de 2018

CORDERO DE DIOS (Óscar Sipán)



Imbuido en un caos a cámara lenta, roto el círculo de juicio y control, de equilibrio y realidad, rogándole a un dios desconocido que todo sea un mal sueño, una pesadilla de verano, cae de rodillas, alza las manos al cielo y con los ojos cerrados y la mandíbula desencajada expulsa un grito de dolor del que tendrá que alimentarse el resto de sus días.

Mercedes negro de última generación bajo un sol de justicia, instala al niño en la silla —asegurando firmemente las correas y los cierres—, revisa el nudo de su corbata de seda y se atusa el pelo moteado de canas en el espejo retrovisor, a pesar de la ducha ya tiene la frente perlada de sudor, deposita la americana y el maletín de cuero negro en el asiento contiguo y enciende el climatizador y la radio, “ola de calor en el país… la temperatura podrá alcanzar hoy los cuarenta y cinco grados a la sombra”, concentrado en firmes pensamientos —el ultimátum de sus jefes, una relación basada en la comodidad, falta de ilusiones, anemia de sentimientos, depresión, deterioro del cuerpo y de las defensas— avanza entre una amalgama de casas unifamiliares repetidas, gente repetida corta mecánicamente un césped repetido, pasea a un perro de caza repetido o besa en la mejilla a una mujer repetida que le desea un buen día, habitantes de un paraíso abstracto, adictos a la luz artificial y al dinero de plástico, herederos de dudas y tristezas, circula a mayor velocidad de la permitida, sorteando repartidores andróginos y jubilados sin nada que hacer, jubilados como su padre, un hombre marcado por una guerra y una mujer alargando su vida en una residencia de la provincia de Huesca, intenso dolor de cabeza y el regusto amargo del café en la boca del estómago, si la delegación japonesa que hoy visita la fábrica no invierte en la nueva planta se acabó la casa unifamiliar, el coche de importación, el gimnasio, las vacaciones exóticas, el club de golf… los valores fundamentales —si no puedes comprar no existes—, de todo eso se habló en la última reunión, un solo camino, una sola dirección: para juzgar al mundo hay que estar en el lado de los vencedores, les mostrará, en su mejor inglés comercial, todo el proceso de fabricación, paso a paso, calibrando cada palabra, cada latido, argumentando con sencillez y seguridad (el catecismo del vendedor: la seguridad), impermeable y límpido, explayándose de una forma clarividente en las cuestiones importantes, desplegando todo su abanico de trucos con sinceridad fingida, toda su arquitectura de palabras vacías, alejado de sus propias miserias para contagiar entusiasmo por un proyecto en el que ni él ni sus superiores creen, si consigue transmitir el mensaje habrá triunfado, invertirán, y esa inversión solventará el fantasma del cierre de la empresa o su traslado al tercer mundo, el atasco se perfila importante a la entrada de la autovía, cientos de coches avanzan de forma sumisa en dos carriles, avanzan y luego se detienen, con el bombeo inconstante de un corazón enfermo, las ocho y treinta de la mañana y su intranquilidad se traduce en ardor de estómago y anquilosamiento de los músculos, el saxo de Charlie Parker amortigua la quietud de los coches desde la radio, “resignación” es la palabra que todo el mundo lleva escrita en mitad de la frente, mira a una mujer de labios almibarados y porte altivo y se imagina su vida con ella, es joven, delgada como una promesa, pañuelo multicolor anudado al cuello y rayos uva, unos veinte años a lo sumo, se muerde las uñas de la mano derecha con la mirada lejana, inalcanzable, y un mohín de niña disgustada en el rostro, el abrazo de tela del vestido ceñido reafirma unos pechos voluptuosos, por un momento, por una décima de segundo está desnuda a su lado —hoyuelos de felicidad, pelo púbico enmarañado y piel tersa y brillante— musitando obscenidades en su oído sobre la cama de una habitación de hotel, siente el perfume de su sexo…, no, basta de fantasías, debe dormir la lujuria y centrase en el mensaje, el día le exige una castidad de ideas, una pureza mental impecable, la sociedad está construida únicamente para los ganadores, su futuro es algo serio, lo es todo, el móvil le saca de su estancamiento, reconoce el número del jefe de inmediato y contesta con una voz aturdida, algo impostada, “buenos días… , sí, claro, de camino… , un atasco a la altura del hipermercado… ya han llegado, sí, me hago cargo… hasta luego”, enajenado, golpea el volante con una violencia inusual, desproporcionada, y respira hondo, intentando dominar su calvario particular, la impotencia del momento le está destrozando los nervios, daría su brazo derecho por fumar un cigarrillo, profundas caladas de humo gris y tranquilidad acunando su ánimo, el parche de nicotina le recuerda con brusquedad su compromiso: ha dejado de fumar, de pronto se atisba algo de movimiento, avanza renqueante, de forma irregular, adelanta a la mujer y la olvida, las luces de la policía le descubren la causa del atasco: la vida de un ciclista se derrama en el asfalto, ineludiblemente posa su mirada en la figura caída y en el amasijo de hierros que fue su bicicleta, un hombre angustiado llora en silencio por la vida que acaba de seccionar, “en realidad no tiene la culpa —piensa—, nadie tiene la culpa: era su destino”, la bola de fuego del astro rey se refleja con una claridad terrorífica en el charco de sangre, incrementa la velocidad, conduce ajeno al agreste paisaje de chabolas con antena parabólica, toxicómanos durmiendo en tiendas de campaña y basura, la anarquía de solares vallados y naves en construcción le anuncian la proximidad del polígono industrial, en la radio dos contertulios divagan sobre el mapa del genoma humano y el mal de las vacas locas, sus palabras son ejercicios de estilo —sin una pizca de inteligencia ni de intuición— para su propio lucimiento, los imagina orgullosos y arrogantes, hinchados como pavos, con los antebrazos apoyados en una mesa circular, bebiendo agua mineral a sorbitos y apagando sus cigarrillos mentolados en las paredes de un cenicero, el smog y la periferia de la gran ciudad le inyectan un aire flemático y cautivador: va a hechizar a esos malditos japoneses, atraviesa el polígono color mostaza y llega a la fábrica, le da los buenos días al guardia de seguridad —rostro enjuto y piel ambarina en un cuerpo de músculos cultivados cinco horas al día en un gimnasio y esteroides— que, desde la garita, le devuelve el saludo, le hace firmar y levanta la barrera bicolor, coloca el coche en su plaza de mando intermedio (plaza número 536), en el inmenso puzzle alquitranado que es el aparcamiento, sale del mismo y una voz le increpa “que se dé prisa, que comienzan a ponerse nerviosos”, es una voz sin candidez ni clemencia: la voz de un tratante de miedo: su jefe, le da una palmada en la espalda —altruismo intencionado— y le desea buena suerte con un brillo gélido en las pupilas, los japoneses —figuras arcaicas de rostro árido e inexpugnable, regios trajes de paño y corbatas impregnadas en naftalina y oscuridad— inclinan la cabeza a su llegada y le dan la mano firmemente, impacientes como novios en el día de su boda, después, en la sala de juntas, esquemas y transparencias, humo de puros y café aguado, charla de presentación y teatro de supervivencia, teatro de muy alto nivel, la verdad, seriedad y un chiste oportuno, de efecto liberador, visita rutinaria a pie de fábrica siguiendo una ruta prefijada, con un casco amarillo, unos tapones de caucho para amortiguar el ruido y una bata de cirujano, la atención para las máquinas y la invisibilidad para los empleados, explicaciones y más explicaciones, cifras infladas —unidades por hora, número de contenedores por día, crecimiento teórico gracias a la nueva planta, apertura de mercados—, datos y más datos, y al final, de vuelta al punto de partida: la sala de juntas, dos horas más tarde —seis desde que llegó a la fábrica—, física y psicológicamente extenuado, los japoneses toman una decisión, una decisión positiva, explosiones de júbilo, clímax conmovedor, euforia colectiva reflejada en los rostros, en el espejo del alma, todo el mundo satisfecho, encantados de ratificar el acuerdo con un gran apretón de manos, una firma por sextuplicado y una gran copa de champán, pero, extrañamente, la mañana no es completa, algo no encaja en esa felicidad, ¿qué?

Un pensamiento repentino estalla en su cabeza inundándolo todo: una imagen aérea del inmenso aparcamiento —cientos de filas de coches alineados en un orden estricto, coches de directivo y coches de trabajador, coches imponentes y coches desguazados, coches con el color de la selva y coches con el color del desierto, capotas pulidas refulgiendo bajo un sol amenazador— y un niño, prácticamente un bebé (que alguien olvidó llevar a la guardería) atado fuertemente a una silla por diversos cierres de seguridad en el interior de un mercedes negro de última generación en plena ola de calor.



martes, 16 de octubre de 2018

DOCE (Saiz de Marco)


Tenía 12 años. Acabó de leer El principito. Llegó al párrafo en que el aviador (ese aviador que no se identifica pero se supone que es el propio Saint-Exupéry) dice:

Éste es, para mí, el paisaje más bello y más triste del mundo… Aquí fue donde el principito apareció en la Tierra y luego desapareció…

Si llegáis a pasar por allí, os lo suplico: no os apresuréis; esperad un momento, exactamente debajo de la estrella. Si entonces un niño se acerca a vosotros, si ríe, si tiene cabellos dorados, si no responde cuando se le pregunta, adivinaréis quién es. Sed, entonces, amables. No me dejéis tan triste. Escribidme en seguida, decidme que el principito ha vuelto
”.

Y entonces le invadió una extraña tristeza. Porque se dio cuenta de que, si bien podría releerlo muchas veces, nunca más podría descubrirlo. Nunca más podría sentir esa fascinación, ese asombro.

Tenía 12 años y aún le quedaban muchas cosas por descubrir. Pero de alguna forma se sintió viejo al saber que ya no más, ya nunca más podría leer El principito por primera vez.


domingo, 14 de octubre de 2018

OCULTAS (Rafael Baldaya)


La solución a la neumonía, el tétanos, el cólera, la tisis...,
la solución a las enfermedades infecciosas,

podía estar en

hacerse un sangrado,
clavarse agujas,
el jarabe de aloe,
las hojas del sauce,

fumar tabaco,
el cuerno de rinoceronte bien molido,
el zumo de limón,
la infusión de ruibarbo,
el veneno de serpiente a escasas dosis,
la abstinencia de harina,
comer ancas de rana,
el cloruro potásico,

las friegas de lavanda,
duchas con agua gélida,
un ritual exorcista,
el ungüento de azufre,
(pon aquí, lector, lo que se te ocurra; aunque parezca un disparate)...

La solución podía estar en miles de sitios,
en miles de cosas,
en miles de acciones.

Fleming tiene la costumbre de almorzar en su laboratorio, por lo que un trozo de comida que se ha enmohecido cae accidentalmente sobre una placa con bacterias, produciendo la destrucción de éstas.

Fleming lo observa y se le enciende una luz.

Y así es como, de chiripa, por pura casualidad, llega a saberse que la solución a las infecciones bacterianas está en...

¡un hongo!: en ese hongo concreto.

Es lo que pasa con las soluciones:

que siempre están ocultas y mezcladas con des-soluciones.

Son como las buenas ideas, que generalmente están revueltas y escondidas entre ideas fallidas, entre ideas erróneas, entre des-ideas...


¡Y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas!


sábado, 13 de octubre de 2018

MERCADO DE ESCLAVOS (Miyoshi Nagashima)


¿Quién fue quien me compró, para empezar?
En el mercado de esclavos azotado por el viento del norte aquel día, yo
con cadenas en pies y cuello
fui comprado solo
y luego llevado al confín de la tierra
donde ni siquiera florecían las dalias negras,
comprado por esos hombres
cantores de cristianos himnos
que gobiernan este vasto mundo civilizado.

Soy un esclavo
y los huesos del esclavo vitalicio
tienen que moverse
como pesadas ruedas oxidadas
en esta alba civilización cristiana.
Sea perro o
buey
puede darle alimento para gallinas.
Era, para mí, una larga
larga ruptura con la humanidad.
Acostumbrada a habitar la tierra tenebrosa,
mi cabeza
quedó seca como el trigo.
De noche me acosté en el heno
y conté las estrellas del mundo
una por una.
Eran más dulces que las cañas del azúcar
liberadas del dolor, del vocerío y de los látigos de cuero.
Contemplé aquellas pequeñas estrellas,
remotas piedras frías,
hasta que se desvanecieron.
Oh, esclavos
para los hombres amarillos tan diferentes,
esta civilización cristiana
es demasiado cruel para nosotros.
Cuando me desperté
de repente un zapato enorme
pisoteó mi cara como si fuera grava.
“Ya está muerto...
Compra otro”.
Oh, amigos, oh cristianos himnos.
Oh, Merry Christmas.
Compra otro esclavo nuevo.


viernes, 12 de octubre de 2018

LA MUJER DE WAYLON (James Tate)


Loretta tenía un gallo que era tan arisco
que ya nadie la podía ir a visitar. Loretta amaba
a ese gallo, y el gallo amaba a Loretta
y pensaba que era su mujer. Así que solamente
veíamos a Loretta cuando bajaba al pueblo.
Nos encontrábamos en Mike’s Westview Café y tomábamos
cerveza con ella toda la noche. El gallo
se llamaba Waylon, y ella se la pasaba hablando de Waylon
toda la noche, y si uno no supiera habría creído
que hablaba de su esposo. Yo sabía,
y aun así creía que hablaba
de su esposo. “Waylon no se sentía del todo
bien esta mañana”. “Waylon estuvo tan dulce conmigo
anoche”. “Waylon es tan hermoso, a veces
no lo puedo dejar de mirar”. Sigue siendo
divertido salir con ella, y a mí me parece totalmente
normal. Cuando cierran el bar, nos despedimos
y yo le doy un beso a Loretta, apenas un piquito, porque
sé que está casada con un pollo, y eso me parece digno
de respeto. Waylon la hace feliz de maneras que yo nunca
sería capaz. El cielo estrellado, la policía escondida en los
arbustos, por Dios qué lindo es estar vivo, pienso, y
orino detrás de mi coche en la oscuridad de mi propia oscuridad
privada.


jueves, 11 de octubre de 2018

LOS OJOS CULPABLES (Anónimo árabe)


Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:
-Tienes tan bellos los ojos, que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado, el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía: «La muchacha disminuyó su valor para ti, pero la aumentó para nosotros y te la hemos tomado». Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.


miércoles, 10 de octubre de 2018

EL CAMALEÓN QUE FINALMENTE NO SABÍA DE QUÉ COLOR PONERSE (Augusto Monterroso)


En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.

Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.

Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.

Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.

Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.

Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.

Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.

De esa época viene el dicho de que

todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.


martes, 9 de octubre de 2018

NO MÁS JUEGOS TRADICIONALES (Ferrán Merino Abelló)



El pomo giró. Bueno, no del todo. Se quedó a medio camino.


«¡Mierda, mierda y mierda!», refunfuñó una voz desde fuera.


Silencio. Golpe. Silencio. Otro golpe.


Silencio. Un tercer y definitivo tirón puso fin a la resistencia metálica. El hombre entró a duras penas, mascullando algo sobre el 3 en 1. Cerró la puerta tras de sí y quedó inmóvil unos instantes, esperando a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.


«Asco de vida, quién me iba a decir a mí... De esto sirve trabajar cuarenta años, ¡partirse el espinazo por esta familia! Para terminar aquí, ¡escondido! ¿Dónde está el respeto? Pues ya lo verán, de esta se acuerdan».


Pensaba y gruñía el hombre mientras compensaba su vista cansada palpando el entorno con las manos.


«¡Hostia! ¿Y esto qué es? ¿Unas manillas? ¡Unas manillas! ¡Y de terciopelo! ¡Panda de pervertidos! No hay decencia. Ya no hay nada...».


Dos minutos y medio. La espalda empezaba a pasar factura. Haciendo un esfuerzo para agacharse, reunió lo
que tenía más a mano: un vestido de novia que había sido de su mujer antes de que su nieta decidiera utilizarlo de disfraz, una almohada vieja, una maleta rota y un balón pinchado. Lo puso todo en el suelo,
haciendo un pilón, y se acomodó tanto como pudo.


«Malnacidos. Desagradecidos. Parece mentira que me hayan hecho terminar aquí».


Siete minutos. Seguía maldiciendo. Entre un juramento y otro se convenció de abrir la puerta. Pero solo dos
centímetros. Los suficientes para dejar pasar un poco de luz y algo de aire. Mucho mejor. Trece minutos. Los gritos por fin empezaron y el aire comenzó a llenarse de olor a victoria.


«Ya está bien. Esto pasa cuando os reís del abuelo Luis, ¡sí, señor! ¿Pues sabéis qué? ¡Quien ríe el último ríe mejor!».


Por pura precaución, volvió a cerrar la puerta.


Veinte minutos. Los gritos se habían ido apagando. Dentro de poco podría salir y disfrutar de su merecida victoria.


¡Clac! El pomo volvió a girar, esta vez a la primera, atemorizado tal vez por los golpes de la vez anterior. Estremecido, vio cómo la puerta se abría lentamente y la luz se colaba a su vez.


–¡Abuelo! ¿Qué haces dentro del armario? ¡Te he encontrado! ¡Ya os he encontrado a todos! ¡He ganado, he ganado!

Maldiciendo una vez más, dejó que el pequeño Luis le ayudara a salir. «Asco de juegos tradicionales...».


–El año que viene te regalo una PlayStation, niño.


Con un último esfuerzo logró salir. Portazo. Silencio.


lunes, 8 de octubre de 2018

GOL (Rafael Azcona)


Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo- nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: “Salga, Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente”, eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar -al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenía resuello para subir a atacar la contraria, y él era -o había sido- eso que se llama un goleador nato.

Todo lo que tengo que hacer -pensó Panocha, ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, llevarlo hasta la portería contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando esos comemierdas de las gradas empiecen a cantar el gol, hacerles un corte de mangas, o mejor, enseñarles los huevos, y echar la pelota fuera con la patada de Charlot.

Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se les quedaran clavados en el lodo, los jugadores rivales -todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido para rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que de alcanzarlo lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un prescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría algún titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria -con el consiguiente aumento de la ficha- de marcar aquel gol de oro.

Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.

Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos mal nacidos, inidentificables bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a la tanda de penaltis -a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas -que no eran muchas, cierto, pero que deberían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tentetieso.

Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarles las cuentas al fútbol y a la vida, que así se las ponían a fernando séptimo.

Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lo habían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar, de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, puteado por su propia mujer. Porque la desgraciada, apenas intuyó el comienzo de su ocaso, se largó a Los Ángeles con un alero de baloncesto a poco de conocerlo en la fiesta que siguió a la concesión de unos premios al juego limpio. Al ferplei, como decían los mamones de la Federación.

Y yo, mientras aquel negro lleno de dientes me la bailaba, y cómo bailaba el tío, con lo alto que era, que la cabeza de Paquita le quedaba a la altura del ombligo cuando la abrazaba para bailar agarrados, y yo allí, en el borde de la pista, bajito y escayolado, con el tendón de Aquiles hecho cisco tras una alevosa patada que me sacudieron por detrás.¡Toma ferplei, Panochita!

El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha -que ya acezaba como un bulldog subiendo unas escaleras- lo sintió más pesado que la primera, cosa verdaderamente extraña, pues en la primera, a pesar de estar rebozado en barro y con laguna pella de césped pegado a sus costuras, lo había encontrado más liviano y manejable que nunca, y en cambio ahora, aunque estaba limpio como una patena, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos. Y la imagen de la sandía le hizo sentir una sed de beduino, una sed que le obligó a levantar la cabeza y, sin dejar de correr, abrir la boca para beberse a tragos la lluvia.

Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador y la madre que los parió se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como ellos dicen. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se interesó por mí.

Esta vez el esférico -el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezaba a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora tenía la afición puestas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:

- ¡Pasa pelota, pasa pelota!

Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le haría cedido el balón ni por un carro de azafrán -que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía -su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos por minuto- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.

Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar hecha una braga, los que lancen los penaltis los fallarán todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se jodan: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.

Sólo Panocha sabía todo lo que soñó a cuenta del Madrid y de Madrid; él ya había jugado en el Bernabéu contra el Castilla sin sentirse intimidado por su graderío: la conquista de la ciudad empezaba por exigir en el contrato un chalé en una buena zona residencial y el último modelo de BMW, que era un coche que le gustaba mucho; hasta se compró un plano para marcar con un rotulador el itinerario de Majadahonda a Chamartín, y a todo el que iba a la capital del reino le pedía que le trajera La Guía del Ocio para estar al tanto de las cosas. Pero los mangantes de su club lo engañaron: según ellos, un ojeador italiano se había puesto en contacto con el presidente, Panochita no debía precipitarse, la Liga italiana era la mejor del mundo, cómo se iba a perder la dolce vita por ir a los sanisidros, donde estuvieran los espaguetis que se quitara el cocido madrileño, y en cuanto a las tías -que era lo más importante- ¿iba a comparar las españolas con las italianas?

Y así, cuando aquella entrada criminal me dejó sin meniscos ni ligamentos y me pasé un año en rehabilitación, ni dolce vita, ni sanisidros, ni espaguetis, ni cocido madrileño, ni italianas ni pollas en vinagre.

De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balón se había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el “¡Goooool!” de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.

Cabrones. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. Fulanos que entonces me ofrecían a sus hermanas, a sus novias y hasta a sus mujeres, hoy levantan el índice y el meñique para llamarme cornudo a mis espaldas.

Había dejado de llover. La boca le sabía a cuchillo de cocina. Metió la puntera de la bota, siempre la izquierda, bajo la pelota, y la impulsó hacia delante un par de metros para cebar al portero, mientras volvía a oír la voz del turco, que habituado a llamar a todo cristo por su número en su macarrónico italiano, se desgañitaba todavía a la altura de la línea media rival encabezando el tropel de perseguidores:

- ¡Úndichi, úndichi, dami la pelota, puta madre!

Porque, eso sí, las expresiones malsonantes, como decía el presidente del club -un meapilas de mucho cuidado que pretendía hacerles rezar el rosario en las concentraciones- era lo primero que aprendían los extranjeros.

El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzó hacia la puerta contraria acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a la altura de su cadera, y con displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole:

- ¡Gooooool!

El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando se volvió, perplejo, y vio el jodido esférico entre las mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.

Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía a al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en las gradas se alzó un himno:

-¡Panocha, Panocha, Panocha cojonudo, como Panocha no hay ninguno!

Y sin dejar de llorar, el viejo Panocha, Panochita, empezó a derretirse en un delicioso delirio y eyaculó como hacía siglos que no eyaculaba.

sábado, 6 de octubre de 2018

Y SABÍAN DÓNDE ESTABA EL ENCHUFE (José Luis Piquero)


Los hombres que vinieron a arreglar la nevera.
Tan fuertes, y sabían dónde estaba el enchufe.
Sólo hablaban lo justo: frases que no se aprenden en la universidad.
Se le había parado el corazón.
Sus ojos escrutaban, comprendían
su corazón de máquina. Y hacían malabares con las manos.

Qué precisión. Uno nunca sabría ser tan fuerte y tan claro ni decir cosa alguna de interés.
Me odiarían. Son demasiados libros. Y demasiado pijo. Por todo el mundo hay gente
con algo que decir. Sólo yo estoy muy lejos, no sé dónde.
Y me muero de miedo ante la gente que hace cosas útiles.
Yo no hago nada útil.

Así que huyo a mi estudio, lleno de los poemas, los recuerdos
que me llevan matando desde los veinte años.
Me acuerdo de la chica, por ejemplo, que bailaba de noche ante una hoguera
y de nosotros mismos bañándonos desnudos.
Eones han pasado,
y ahora soy un extraño, un eremita.
Alguien está viviendo en mi lugar.

Y mientras tanto arreglan la nevera, y se marchan por fin,
porque tendrán que hacer otro milagro en alguna otra parte.
Y yo me quedo aquí con lo que soy,
como si todos esos libros
fueran a devolverme lo que fui,
una especie de magia.
No consigo fijar en la memoria
las caras y los cuerpos de los que nos bañábamos.
No me acuerdo de nada y, sin embargo,
no poder olvidar algunas cosas, eso es mucho peor.

No me retengas.
Hay algo que me espera en algún sitio, pero aún no sé qué es.
Y no son los poemas, y no es mi juventud.
Es algo útil.

Como poner en marcha
un corazón parado dentro de un cuerpo frío.


viernes, 5 de octubre de 2018

EL AVARO (Anthony de Mello)


Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.

El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos preguntó:

- “¿Empleaba usted su oro en algo?”

- “No - respondió el avaro - lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas”.

- “Bueno, entonces - dijo el vecino - por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero”.


miércoles, 3 de octubre de 2018

LA NUEZ (Anna Ventura)


Durante un concierto se durmieron todos.
Hasta los músicos.
Cuando se despertaron cada uno
miró el reloj y vio
que habían pasado tres horas
pero ninguno osó confesar el suceso
y todavía menos los sueños que había tenido.
Sólo el niño que había soñado
que era una nuez
se lo dijo a su mamá y ella
le respondió que nunca nadie había soñado nada más hermoso.
A la mañana siguiente la mujer que limpiaba la sala
encontró una nuez debajo de una butaca
y se la puso en el bolsillo.
Allí la encontró su niño, la cogió,
se la comió y la encontró buenísima.
Aquella nuez fue la única prenda
que el tiempo dejó por tres horas
robadas a aquellos nobles espíritus
reunidos en la concha sonora
de un caluroso Auditorium,
fue el único objeto
sustraído al mundo de los sueños
de un niño por otro niño.