Entrada al azar

sábado, 30 de junio de 2018

PATENTES Y MARCAS (Saiz de Marco)


Una luz que se enciende cuando vemos a alguien por última vez antes de su muerte o de la nuestra. Que indica que es la última oportunidad de decirle déjame que te explique, o perdona, o te quiero.

Una lámpara que se ilumina cuando sin saber dañamos a alguien. Que alerta de nuestro poder ignorado. (Es tan difícil no herir a quien nos ama...)

Un interruptor que permite dejar de odiar. No sólo sirve para desistir de la venganza sino que la máquina abduce, disipa el rencor.

Un botón para cesar de envidiar. Sirve para no desear a otros nuestro infortunio ni nuestras carencias; para alegrarnos de que otros tengan lo que nos falta, de que otros no sufran lo que sufrimos.

Un pulsador que se aprieta y olvidamos acciones, propias o ajenas. Al pulsar se selecciona olvidar este trozo de vida o esa traición o ese error, y éstos se borran de la memoria.

Una palanca que al moverla nos cambia los gustos, para que nada sórdido ni abyecto nos atraiga.

Cibernética de última generación. Alarmas que se activan a tiempo; botones que automatizan el perdón y el olvido.


miércoles, 27 de junio de 2018

EL LEVE PEDRO (Enrique Ánderson Imbert)


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.


LA CORISTA (Anton Chejov)


En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.

De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.

-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.

Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.

La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

-¿Qué desea? -preguntó Pasha.

La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.

-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.

-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.

-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.

-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.

Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.

-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.

-Yo... no sé por quién pregunta.

-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.

Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.

-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!

La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.

-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!

De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.

-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.

-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.

-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.

-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!

-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...

-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!

-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.

-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.

-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...

Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.

-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.

Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.

-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?

-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.

-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?

Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.

«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»

La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.

-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?

Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.

-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.

-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!

Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.

-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...

Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.

-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...

La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:

-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.

Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:

-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.

La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.

Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.

-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?

-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...

-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.

-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!

Se llevó las manos a la cabeza y gimió:

-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!

Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció. Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.


lunes, 25 de junio de 2018

Elegido 1 - Renunciados 3


EL PAVO DE NAVIDAD (Mario de Andrade)


Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas "locuras". Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de "loco". "¡Está loco, el pobre!" decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por el cascanueces...), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis "locuras".

-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía... ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio...

-Hijo mío, no hables así...

-Pues hablo y ya.

Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado...¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis "gustos" ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.

Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!...

Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando... y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!

-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía sufrir!... El plato quedó sublime.

-Mamá, este es su plato. ¡No!... ¡No lo pase!

Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve años... Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba... Esas cosas... Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.

-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en familia.

Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había sido un santo que "ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre", un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.

Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor... Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de "bien-casados". Pero ni siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!...


domingo, 24 de junio de 2018

MUERTE DEL CABO CHEO LÓPEZ (Ciro Alegría)


Perdóneme, don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?
Yo estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre, y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba beber.
¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Sólo que como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico… Todos lo mismo…
Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo, sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando. Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe.
Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será.
Ahora que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…
¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía… Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho… Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…
Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando… Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se quejaban… Otros estaban ya callados…
Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.
Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López,
Pero ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?..
Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos, capitán… Hágale siquiera un saludo…


viernes, 22 de junio de 2018

PUEDES TELEFONEAR DESDE AQUÍ (Algernon Blackwood)


A las diez y media mandó a la criada a la cama, y permaneció levantada ella sola en el piso.

«Abriré yo a mi prima —se dijo—; puede que venga tarde.»

Leyó, hizo punto, empezó una carta, atizó el fuego, y miró las fotografías de su marido que tenía sobre la chimenea; pero no paraba de mirar en torno suyo, nerviosa, yendo unas veces a la puerta a escuchar, levantando otras un canto de la persiana para asomarse sobre las farolas de North Kensington, que contendían con la oscuridad. La niebla era más espesa que nunca. Un rumor de tráfico se elevaba flotando hasta ella desde abajo.

Pero al fin sonó furioso el timbre de la puerta, y corrió a abrir a su prima, la cual había prometido pasar con ella las dos noches de ausencia de su marido, que había salido para París. Se besaron. Se pusieron a hablar las dos a la vez.

—Creí que no ibas a llegar nunca, Sybil…

—La función ha terminado tarde… y hay una niebla horrible. Envié mis cosas esta tarde por eso.

—Han llegado puntualmente; y tienes la habitación preparada. Espero que puedas arreglártelas sin doncella. ¡Me alegro muchísimo de que hayas venido!

—¡Mi tímida avecilla campestre!

—Oh, no es eso; aunque confieso que Londres me aterra por la noche; pero tú sabes que es la primera vez que él no está… y supongo…

—Lo sé, querida; lo comprendo perfectamente —la prima era animada y alegre—. Te sientes sola, claro —se besaron otra vez—. Ayúdame a desabrocharme, ¿quieres? —añadió—; voy a ponerme la bata, y luego nos sentaremos confortablemente junto al fuego.

—Le he despedido en la estación Victoria a las nueve menos cuarto —dijo la mujercita una vez terminada la operación.

—¿Va por Newhaven y Dieppe?

—Sí. Llegará a París a las siete de la mañana. Ha prometido telefonearme antes.

—¡Ah, eres un diablillo caro!

—¿Por qué?

—Cuestan diez chelines los tres minutos o algo así; y tienes que ir a Correos o al Ayuntamiento o a un sitio de ésos, creo.

—Pero yo creía que era como una conferencia interurbana normal, directa aquí al piso. Él no me ha dicho eso.

—¡Probablemente no le diste ocasión!

Se echaron a reír y siguieron charlando con los pies en la pantalla de la chimenea y las faldas arremangadas. La prima encendió su segundo cigarrillo. Eran las doce pasadas.

—Me temo que no tengo nada de sueño —dijo la esposa, disculpándose.

—Yo tampoco; por una vez, me ha entusiasmado la obra de teatro —se puso a contarla animadamente. A mitad del relato sonó el teléfono en el recibidor. Tintineó débilmente; no fueron los timbrazos acostumbrados.

La otra se sobresaltó.

—¡Otra vez! No para de hacer eso… desde que Harry lo instaló, la semana pasada. A mí no me acaba de gustar —habló con voz contenida.

Su prima la miró con curiosidad:

—Oh, no debes inquietarte por eso —rió tranquilizadora—; suele hacer esas cosas cuando no funciona la línea. Aún no estás acostumbrada a las triquiñuelas del teléfono. Tienes que llamar a la central y quejarte. Hay que quejarse continuamente en este mundo si quieres que…

—Ya empieza de nuevo —la interrumpió su amiga, nerviosa—. ¡Oh, quisiera que parase de una vez! Es como si hubiese alguien ahí en el recibidor, intentando hablar…

La prima se levantó de un salto. Fueron juntas al recibidor, y la entendida llamó enérgicamente a la central y preguntó si alguien estaba intentando «comunicar». Con delicada indignación, se quejó de que en el piso nadie podía pegar ojo a causa de ese ruido. Tras una breve conversación, se volvió, receptor en mano, a su compañera.

—El telefonista dice que lo siente mucho, pero que tu línea anda mal esta noche por alguna razón. Tiene interferencias o algo así. No sabe. Te aconseja que dejes descolgado el teléfono hasta mañana por la mañana. ¡Así no habrá posibilidad de que suene!

Dejaron colgando el receptor, y regresaron junto a la chimenea.

—Siento parecer una tonta —dijo la esposa, riendo un poco—, pero aún no estoy acostumbrada. En la granja no había teléfono —se volvió con un súbito sobresalto, como si hubiese oído el timbre otra vez—. Y esta noche —añadió en voz baja, aunque con un esfuerzo visible para dominarse—, no sé por qué, me noto desasosegada, nerviosa, rara, creo.

—¿Cómo? ¿Rara?

—Bueno, no sé exactamente; casi como si hubiese alguien en el piso. Además de nosotras y la criada, quiero decir.

La prima se levantó bruscamente. Encendió las luces eléctricas de la pared, junto a ella.

—Sí, pero eso es sólo cosa de la imaginación, en realidad —dijo con decisión—. Es natural. Se debe a la niebla, y a lo extraño que te resulta Londres después de tu vida aislada en la granja, y al hecho de estar ausente tu marido. En cuanto te pones a analizar esas raras sensaciones, desaparecen.

—¡Escucha! —exclamó la esposa en voz baja—. ¿No ha sido una pisada en el pasillo? —se enderezó en su asiento, con la cara pálida y los ojos muy brillantes. Escucharon un momento. La noche estaba absolutamente en silencio alrededor de ellas.

—¡Tonterías! —exclamó la prima en voz alta—. He sido yo, que he dado con el pie en la pantalla; así… ¡mira! —repitió enérgicamente el ruido.

—Te creo —dijo la otra, convencida sólo a medias—. Pero es raro. Noto como si hubiera entrado alguien en el piso… hace poco; estando tú aquí ya, quiero decir: justo antes de que empezaran los ruidos del teléfono, en realidad.

—Vamos, vamos —rió la prima—; conseguirás que nos asustemos las dos. A la una de la madrugada es fácil imaginar cualquier cosa. ¡Acabarás oyendo elefantes en la escalera! —echó una atenta mirada a su alrededor—. Vamos a tomarnos un chocolate y a meternos en la cama —añadió—. Dormiremos como troncos.

—¡La una ya! Entonces a estas horas Harry se encuentra a mitad de viaje —dijo la esposa, sonriendo ante la expresión de su amiga—. Pero me alegro muchísimo, muchísimo, de que estés aquí —añadió—; y creo que es un detalle maravilloso por tu parte el haber dejado una casa grande y comodísima… —se volvieron a besar, y se echaron a reír.

Poco después, tras escaldarse la garganta con el chocolate ardiendo, se metieron en la cama.

—¡Desde luego, ahora no puede sonar! —comentó la prima, triunfal, al pasar junto al receptor que colgaba en el aire.

—Es un alivio —dijo su amiga—. Me siento menos nerviosa. La verdad es que siento vergüenza por cualquier cosa.

—La niebla está aclarando, también —añadió Sybil, mirando un momento por la estrecha ventana que había junto a la puerta principal.

Una hora después, el pisito estaba silencioso como una tumba. No se oía rumor alguno de tráfico. Incluso el incidente del teléfono parecía haber sucedido veinticuatro horas atrás, cuando de repente… comenzó de nuevo: primero con una serie de ruiditos vacilantes, muy débiles, atropellados, casi inaudibles, sofocados en el interior de la caja; luego, éstos se fueron haciendo más fuertes, con bruscas sacudidas; por último, se convirtieron en un repiqueteo desafiante, alarmante. La esposa, que había dejado abierta la puerta de su dormitorio sin pretensiones de dormir, lo oyó desde el principio. En un instante se encontró en el pasillo; Sybil, despertada por su grito, la siguió.

Encendieron las luces y se quedaron mirándose la una a la otra. El recibimiento olía como sólo huelen las cosas de noche: a frío, a humedad.

—¿Qué pasa? Me has asustado. Te he oído gritar

—El teléfono estaba sonando otra vez, con furia —susurró la esposa, pálida hasta los labios—. ¿No lo has oído? Esta vez hay alguien ahí. ¡De verdad!

La prima se quedó mirándola. Se le ahogó la risa en la garganta.

—Yo no oigo nada —dijo desafiante, aunque sin confianza en su voz—. Además, el aparato sigue descolgado. No puede sonar: ¡Mira! —señaló el receptor que colgaba inmóvil junto a la pared—. Pero estás blanca como un fantasma —añadió, avanzando con presteza. Su amiga echó a correr de repente hacia el aparato y lo cogió.

—Es alguien que me llama —dijo, con ojos aterrados—. ¡Alguien que quiere hablar conmigo! ¡Oh, escucha! ¡Escucha cómo suena! —le temblaba la voz.

Se llevó el pequeño disco al oído y esperó, mientras su amiga, de pie, la miraba con asombro sin saber qué hacer. ¡Ella no había oído nada!

—¡Harry! —susurró la esposa al micrófono, con breves intervalos de silencio para escuchar las respuestas—. ¿Eres tú? Pero ¿cómo es posible, tan pronto? Sí, te oigo, pero muy débilmente. Tu voz suena a millas y millas de distancia. ¿Cómo? ¿Un viaje maravilloso? ¡Y más rápido de lo que yo me esperaba! ¿No estás en París? ¿Dónde, entonces? ¡Oh, mi vida! No, no te oigo bien; no sé… no comprendo… ¿Las molestias del mar no son nada… no son qué? ¿Que no te has enterado de qué…?

La prima se acercó con determinación. Le cogió el brazo.

—¡Pero niña, no hay nadie al otro lado, por favor! Estás soñando… tienes fiebre, o algo…

—¡Chist! ¡Por el amor de Dios, calla! —alzó una mano. En su rostro había una expresión indescriptible: de miedo, de asombro. Su cuerpo vaciló un poco, se apoyó contra la pared—. ¡Chist! Todavía le oigo; pero a millas y millas de distancia… Dice que lleva horas intentando ponerse en contacto conmigo. Primero directamente, a través de mi cerebro; luego… luego… ¡Oh! Dice que no puede volver conmigo otra vez, pero que no lo comprende, que no se explica por qué: el frío, un frío espantoso, impide que sus labios… ¡Oh!

Profirió un grito, soltó el receptor, y se escurrió al suelo como un fardo.

—No lo entiendo… ¡Es la muerte, la muerte!

La colisión ocurrida en el Canal esa noche, como supieron más tarde, tuvo lugar unos minutos después de la una; entretanto Harry, que estuvo inconsciente varias horas tras recogerle el bote, sólo recordaba que lo último que sintió al cogerle el golpe de mar fue un intenso deseo de comunicarse con su mujer y decirle lo que había ocurrido. De lo único que tenía conciencia, a continuación, era de que abrió los ojos en un hotel de Dieppe. El otro detalle singular lo facilitó el técnico que fue a reparar el teléfono al día siguiente. En la central, declaró, desde las doce de la noche hasta cerca de las tres de la madrugada, el cable había estado despidiendo chispas y llamaradas que nadie pudo explicar de forma natural.

—¡Qué extraño! —se dijo el hombre, tras hurgar y examinar el aparato unos diez minutos—; a esta conexión no le pasa nada. Es al abonado, lo más probable. ¡Normalmente suele ser así!



jueves, 21 de junio de 2018

SILENCIO (Clarice Lispector)


Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.

Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.

La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.

Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.

Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.

El corazón late al reconocerlo.

Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.

Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.

Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.

Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.

Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.

Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.


miércoles, 20 de junio de 2018

MONSTRUO (Pedro Martínez)


Lo sé, es difícil creerlo, pero les juro que es cierto.

El monstruo estaba en mitad de la calle, en la desierta madrugada de mi ciudad vacía y negra.

Me miró con grandes ojos acuosos en el fondo de un rostro repelente.

Temblaba su cuerpo gigante en sollozos que conmovían.

Soy una mujer dura, una domadora de derrotas, una superviviente, una solitaria acostumbrada al miedo.

Le invité a mi casa.

Le veo ahí sentado, frente al televisor, llevándose patatas fritas a la boca con sus inmensos y peludos dedos.

Va para tres meses.

Estoy comenzando a preocuparme, no sé si soy un ángel salvador o una ingenua.

Pero, tiene una mirada...

¿Me estaré enamorando?


martes, 19 de junio de 2018

EL REGRESO DE LA ESTACIÓN ESPACIAL (VV. AA. : homenaje a Jorge Luis Borges y J. G. Ballard)


El anodino paisaje que flanqueaba el camino nos produjo pocos sobresaltos, pero sirvió para reflexionar sobre nuestra vida previa. El viaje mismo olía a charla premeditada, en especial el tramo de Phoenix a San Francisco. A Mabel le fascinaba la idea de visitar el templo mormón; a mí la de rodar por las laderas de Zabriskie Point; habíamos planeado el viaje con ánimo de cumplir con ambas. En mis células cerebrales estaba escrito que haría el amor con ella en las colinas coloreadas que descubrimos en el inolvidable film de Antonioni.

Cien kilómetros más adelante encontramos un lugar donde estirar las piernas y comer algo. Mabel bajó al baño mientras yo cargaba combustible. Según dijo luego, el lugar estaba razonablemente limpio y sólo encontró algunos pedazos de papel de aluminio y un anillo roto de titanio. Lo usual.

En ese bar, tomando café con aspecto de sangre de utilería para una película de Ed Wood, conocimos a Leida. Mabel advirtió de inmediato que mis ojos recorrían el cuerpo de la muchacha, aunque con más nostalgia que deseo, mientras imaginaba un Zabriskie Point alternativo.

Ya listos para reanudar la marcha, Mabel propuso que Leida nos acompañara. Sorprendentemente, la muchacha aceptó. Las cosas se acomodaban en el lugar deseado por mí, como si la realidad fuera una proyección subjetiva de mis caprichos. Mientras conducía no podía evitar sentir que el paisaje estaba tan rojo y ardiente como yo.

Pero la armonía no tardó en experimentar su primera fisura: a un costado de la ruta, me pareció ver alguien conocido, aunque cuando miré por el espejo retrovisor había desaparecido.

—¿Vieron a alguien? —pregunté. Las mujeres dijeron que no. Pero no había sido una persona sino algo más, o tal vez menos. Botas, sombrero, poncho, barba tupida y el cuchillo reluciente... Pensé que lo había imaginado, aunque un presentimiento me acompañó a partir de ese momento, una confusa premonición de sucesos que ocurrirían durante las horas siguientes.

Increíblemente, empezó a llover. Serían las once cuando llegamos a un pueblo llamado Endcott —apenas un caserío y un almacén—, donde debíamos pasar la noche. Leida y Mabel estaban disgustadas, como si se hubieran olvidado de mí y pretendieran comenzar un ritual por su cuenta. Caminaron unos pasos, se detuvieron solemnes junto al cantero florido, Mabel se arrodilló, tanteó la tierra arenosa con dedos ágiles y depositó unas semillas de sandía que extrajo del bolsillo. Leida la contemplaba sonriendo, como si de pronto hubiera comprendido que era responsable de lo que sucedía.

Entonces, aún despierto, soñé con un hombre. Él era una pieza importante en mi proyecto mágico de poseer a Mabel entre las colinas de Zabriskie Point. Si en ese momento alguien me hubiera preguntado mi nombre o algún rasgo relevante de mi vida anterior, no habría sabido qué responder. Ese fue el momento elegido por el hombre de barba tupida para arremeter con el cuchillo contra nosotros, aunque no llegó muy lejos porque Mabel le disparó varias veces. El tipo cayó como una bolsa de papas y comenzó a sangrar profusamente. Leida gritó, y supe que lo conocía.

—Me pagó para que los encuentre; pensé que era otro vendedor que pretendía hacer algún negocio. No imaginé lo que quería —lloriqueó la muchacha.

Subimos al auto y partimos, pero tampoco había necesidad de correr; sólo los culpables huyen. Tomamos el desvío hacia Nevada y el asunto del muerto ya era recuerdo, sin testigos… salvo por la sensación de que el viejo paralítico que vivía en la casa más cercana del poblado había visto a Mabel disparar. No importaba, el viejo debía tener el cerebro destruido por el alcohol; nadie le iba a creer.

Las colinas de Zabriskie Point estaban a pocos kilómetros de marcha. Leida había quedado involucrada en el asesinato, por lo que viajaba con nosotros como entregada, sin decir palabra. Mabel parecía muy satisfecha de la situación; limpió y cargó el arma con esmero, interrumpiéndose sólo para acariciar, de tanto en tanto, la cabeza de Leida.

Las curvas de la ruta nos mecían en la música sorda de un vinilo desértico y la urgencia por llegar a tiempo se iba disolviendo. Tras una loma vimos los patrulleros cortando el camino. Me detuve y Leida comenzó a llorar. La tranquilicé como pude, bajo la mirada insondable de Mabel. Pero los policías no nos buscaban; el corte de la ruta obedecía al inminente reingreso de la estación espacial desechada. Dejamos el auto tras una loma y caminamos por el desierto. Luego, al coronar una colina, pude oír cierta percusión lejana y profunda, como si el pulso tectónico de la Tierra o mis propios latidos fuesen amplificados por los cerros erosionados que cercaban el horizonte. Interrogué sin hablar a las mujeres extenuadas por la subida cuando la vista repentina de una docena de personas vestidas de blanco aturdió mis recalentados engranajes mentales. Todos ellos agitaban panderetas, batían tambores caminando por delante de nosotros. La supuesta exclusividad de mi destino, el de Mabel y el obvio designio de Leida se desmoronaron completamente al sumarse cientos de personas a nuestra marcha. Caminamos en silencio, siguiendo sin querer el hipnótico compás de la percusión que insinuaba canciones de guerra celtas o acaso pulsiones aún más antiguas. Los escombros astronáuticos se convertían en adornos de aluminio que los peregrinos esparcían sobre sus ropas, tocados de abalorios del basurero espacial.

Llegamos al anochecer. La gente comenzó a encender fogatas para disipar el frío repentino. En algunos grupos las mujeres se desvestían iniciando orgías de sexo y crack. Mabel se arrojó sobre mí y se levantó el vestido floreado hasta desnudar sus caderas. Entonces cayeron un par de meteoritos y unos segundos después el cielo comenzó a rajarse mientras la luz de la estación espacial incinerándose contra la atmósfera iluminó aquellas caras sedientas y aterradas. Algunos se apuraron para alcanzar el éxtasis antes de ser impactados por cientos de toneladas de metal fundido que se precipitaban desde las alturas. Surgido de la nada, el hombre de barba, aún sangrante, intentó clavar su cuchillo en mi abdomen, pero Mabel se interpuso y recibió el cuchillazo sin gritar. Los proyectiles de plomo ardiente arreciaron. Acomodé el cadáver de mi mujer en el auto y me alejé sin mirar atrás, huyendo de la gente y de una Leida desconcertada y mustia. Tres días después estaba de regreso en casa. Enterré a Mabel en el jardín, suponiendo que las últimas semillas de sandía germinarían en algún momento. Fue como volver a ser niños, aprender todo nuevamente y callar por miedo a que una sola gota de dolor abriera un grifo imposible de cerrar.


ÁNGEL DE EXPULSIÓN (Ana Ilce Gómez)


Llorando me expulsó del paraíso.
En la tarde herrumbrosa peinó mis cabellos
me cubrió con su manto
y puso sandalias en mis pies.
De la mano me llevó a las puertas
del paraíso
y me dio un largo abrazo.
Y ya al final, de manera repentina
y con un brillo de fuego en la mirada
se me acercó al oído
y me preguntó
casi me suplicó que le dijera
qué sabor tenía
la manzana.


lunes, 18 de junio de 2018

EL INFORME (Jules Renard)


—Dispense, amigo, ¿cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Réverien? 

El picapedrero levanta la cabeza, y apoyándose sobre su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin contestar.

Repito la pregunta. No responde.

"Es un sordomudo", pienso yo, y prosigo mi camino. Apenas he andado un centenar de pasos cuando oigo la voz del picapedrero. Me llama y agita su maza. Vuelvo y me dice:

—Necesitará usted dos horas.

—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?

—Caballero —me explica el picapedrero—, me pregunta usted cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien. Tiene usted una mala manera de preguntar. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo su paso? Por eso le he dejado marchar. Le he visto andar un rato. Después he calculado, y ahora ya lo sé, y puedo contestarle: Necesitará usted dos horas.


domingo, 17 de junio de 2018

MI COPIA (Saiz de Marco)


Ayer me encontré, casualmente, con mi clon. Tiene 8 años. Está igual que yo cuando tenía su edad (pero menos gordo: se ve que sus padres adoptivos cuidan mejor su alimentación).

Le saludé y, como no sabía de qué hablar con él, le dije:

-Eres, o vas a ser, miope. Así que, cuando cumplas doce años, pide que te lleven al oftalmólogo. Para que no te pase lo que a mí, que estuve un año entero con dolor de cabeza y sin saber que necesitaba gafas. Ah, cepíllate los dientes a diario y no tomes demasiados caramelos. De otro modo tendrán que empastarte todas las muelas. Te lo digo por experiencia: tenemos, o sea, nuestra dentadura tiene, propensión a las caries.

Nada más que eso le dije: unos pocos consejos de salud. Luego le di una palmadita en la espalda (por un instante sentí que me la daba a mí mismo) y me despedí:

-En fin, chaval, ojalá saques más partido que yo a nuestro cuerpo. Ojalá te vaya mejor que a mí.

Iba a añadir "ojalá la copia sea mejor que el original", pero me contuve.

Y eso fue todo lo que hablé con mi clon. Sé bien que, aunque sea como yo, es otra persona. Sé bien que, aunque seamos lo mismo, no somos el mismo. Aunque se parezca al niño que fui, no es mi hijo ni mi hermano menor. No es de mi familia, es un extraño. Así que ¿qué otras cosas podría haberle dicho?



viernes, 15 de junio de 2018

LA MUERTE (Thomas Mann)


10 de septiembre

Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...

El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de recogimiento y terror íntimo...

12 de septiembre

He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.

Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.

Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido! Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.

15 de septiembre

Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted disponga, señor Conde", pero me miró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.

¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...

18 de septiembre

Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.

Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y mojadas que encontró en la playa; cuando besé a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!

21 de septiembre

He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.

La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente.

¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?

23 de septiembre

Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.

¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitud torturante, ese doce de octubre.

27 de septiembre

El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.

-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es usted un filósofo, ¡je, je!

Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio consejos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.

30 de septiembre

-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre. Son 8,460.

No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!

2 de octubre

Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco.

Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?

Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como el del lugar?

¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...

3 de octubre

Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.

¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado con la idea...

¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...

5 de octubre

Pienso continuamente en ello, y me ocupa por completo. Reflexiono sobre cuándo y cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.

Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío de la muerte.

7 de octubre

El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra.

Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su turbia espuma delante de mis pies.

Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?

8 de octubre

He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?

Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.

9 de octubre

Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.

Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.

10 de octubre

¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.

"¡Es mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.

11 de octubre (a las 11 de la noche)

¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!

Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.

-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!

Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.

-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!

Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!

¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:

-Es mejor que acabemos pronto...


miércoles, 13 de junio de 2018

EL ENAMORADO DE LOS LLANOS CORALINOS (Adrian Conan Doyle)


Tenía doscientos años y en los últimos tiempos había empezado a pesarle la edad. Padecía algún que otro achaque, ¿saben ustedes?
En las islas Salomón le llamaban Shushu, probablemente por el ruido que hacía al zambullirse, pues lo conocían muy bien de vista. Era imposible confundir aquel muñón que en sus buenos tiempos había sido la fina aleta de la cola.
Bueno, si Dios que creó las inmensas aguas estaba a punto de llamarle a su seno, nada había de humillante en que un cachalote se sometiera al único Ser más poderoso que él. Además, ¿qué tenía que temer? En su corazón siempre había sido temeroso de Dios a pesar de sus manifiestas inmoralidades.
Y era siempre al llegar a este punto cuando se llenaba la boca de una buena cantidad de plancton y la escupía otra vez. ¡Esas hembras! Conocía sus trucos, pues había frecuentado bastante a esas bellezas allá abajo, en el pálido azul adonde acudían los amantes; incluso les había dejado uno o dos cachorros a cada una para que se acordaran de él.
Pero nunca había sido la verdadera pasión, nunca. No existía ni una sola de ellas por la que se hubiera cargado un banco de orcas o arriesgado entre las rojas algas de los Sargazos.
Esa era la única sombra que aparecía al mirar atrás hacia los largos años, y no arreglaba mucho las cosas pensar que en alguna parte, quizá entre las grutas del coral, quizá en las aguas heladas, en este momento, ella también podría estar nadando y soplando y soñando acerca de su macho ideal. Pero si los achaques representaban alguna cosa, era ya demasiado tarde para poner algún arreglo al caso, de modo que se limitaba a salir a la superficie y tostarse un poco al sol.
Aunque el mar era como cristal, no dejaba de ser una suerte que él tuviera aquella honrosa vegetación de algas y aquellas lapas en torno a sus brillantes y diminutos ojos, de lo contrario podría haber sido seriamente molestado por la irresponsabilidad de los peces voladores que persistían en posarse en su cabeza. Recordaba los días en que esos peces mostraban mejor juicio en sus piruetas y más respeto para los demás; incluso cuando alguna albacora intentaba clavarles una dentellada en la cola.
Sí, verdaderamente había visto bastantes cosas... en realidad todo cuanto había que ver en los grandes mares, sin excluir aquéllos lejanísimos donde las tierras se alzaban flotantes, altas, blancas y silenciosas, cruzando las aguas ocultas bajo un sol de medianoche que pendía opacamente rojo en el cielo.
Aquel viaje había constituido un error, pues fue allí donde perdió la mitad de su cola en el ataque de una banda de orcas asesinas, y había sufrido serios inconvenientes por parte de un narval, pero después de todo, la juventud tiene que aprender y, en el mar, la experiencia se paga a un alto precio.
Bueno, lo había visto todo, de manera que si Dios se preparaba a llamarlo, no tenía importancia. Él era un tipo "ahí me las den todas", y para demostrarlo iba a pegar un saltito y de paso sacudirse algunos de esos pertinaces parásitos de mar.
De manera que Shushu pegó un saltito directamente fuera de las cálidas aguas del Pacífico y directamente a sus profundidades otra vez ocasionando con ello un estruendo que hizo dispararse a los albatros al aire en cinco millas a la redonda del lugar de inmersión.
Y fue mientras estaba sumergiéndose, sombra monstruosa en el diáfano azul, que vio... que la vio.
Ella estaba ascendiendo a la superficie para soplar, sobre eso no cabía duda, y jamás una ballena hembra había surgido más graciosamente de las profundidades marinas. ¡Y su color! Un gris perla. Él se aproximó ahora para verla más de cerca. ¡Qué espalda, lisa como una roca! Su cola... apenas se atrevía a mirarla. Era todo demasiado hermoso para ser cierto. Pero no pudo vencer el impulso de contemplarla y así lo hizo. Ni siquiera un tiburón azul podía superar la gracia, la ondulante gracia, de aquella cosa aleteante en forma de gorgonia.
Ella, la coqueta, se movió ahora con más lentitud, y en el momento en que sus ojos se encontraron Shushu comprendió que su búsqueda había terminado, que por fin el Don Juan del Océano se había convertido en el amante de los llanos coralinos. Había encontrado su sueño.
Se la llevó con él abajo, no muy hondo, a su lugar favorito donde, sobre las arenas plateadas, se cernía una luz violeta y los picos de coral formaban grutas y llanos, todo reluciente con las nupciales joyas del mar. Y allí se unieron, allí enlazaron sus corazones con una fuerza que sólo la muerte podría vencer, con el amor que se forja a cien brazas de profundidad.
Los achaques de Shushu habían huido al limbo de las cosas olvidadas. Una vez más, el espíritu de su juventud, que había imaginado desaparecido para siempre, corría tan alegremente en sus aletas que, a la menor provocación, él saltaba como un arenque en la gozosa luz del sol, o surgiendo de las profundidades como una oculta montaña proyectaba su chorro de agua entre una pareja de vacas marinas, pacíficamente dormidas.
Luego vinieron los días, los maravillosos días pasados vagabundeando en busca de calamares durante millas y millas por las interminables llanuras de la profundidad media; donde los únicos movimientos eran el paso de sus propias sombras reflejadas en la arena azul y, ocasionalmente, un delgado remolino, semejante a una voluta de humo que se levantaba del lecho del océano, en el lugar donde un pólipo huía en vano ante el impulso de sus enormes mandíbulas.
Pero Shushu tenía marcada preferencia por los llanos coralinos donde podía yacer a su gusto, rascándose la barriga deliciosamente en las ramas astadas, mientras su joven esposa quemaba su exceso de energía manteniéndose cabeza abajo, de forma que los escaros pudieran liberarla cortésmente de todo parásito importuno, o bien deslizándose entre las columnas y pináculos donde las algas, moviéndose como plumas rosadas, parecían balancearse en armonía con su propia y graciosa cola.
Pasaron los meses.
Juntos surcaron las aguas libres en pos de los bancos de bonitos y de caballas que se dirigían al norte en una de esas emigraciones que son místicos latidos de la naturaleza; luego, más allá de las islas Kapangamarangi, los bancos se dispersaron con el monzón y en pocas horas el océano quedó tan vacío como el desierto.
Las zonas coralinas, esas abundantes despensas de peces, habían sido dejadas muy atrás, al sur, en un potente nadar de muchos días. Abajo, mil brazas al fondo, los picachos de lava emergían erizados de la negra, infinita profundidad. Un lugar de terror, la sede del demonio, donde ninguna criatura viviente, excepto quizás la ballena si tenía un corazón fuerte y valeroso, podía abrigar la esperanza de entrar y regresar.
Antes de emprender la larga travesía tenían que contar con alimentos, pero, ¿cómo obtenerlos? Ella estaba grávida, lo que había motivado el que ambos siguieran a los espesos bancos de fácil presa; mas ahora, en los desolados eriales donde los peces eran escasos y veloces, había que ser muy ágil o morir de hambre. Allá abajo, en las cavernas de los picachos sumergidos, era aún posible encontrar comida, pero, como comprendía instintivamente, en la condición en que ella se encontraba no podría resistir ni la profundidad ni la terrible lucha que sin duda les esperaba.
Al seguir la emigración, Shushu había cometido su segundo error en doscientos años, y ese era uno más en el acuerdo de hidalgos que existe entre Dios y las ballenas.
De modo que él la miró con sus brillantes ojillos y frotó un poco el hocico contra ella para hacerla comprender; luego, limpiándose los pulmones con un último soplido, se hundió en la profundidad para procurarle la comida que les permitiría emprender el viaje de regreso a las grutas de coral.
Abajo y abajo. Verticalmente abajo.
La luz había huido del agua: el verde del azul, el azul del morado, el morado del gris oscuro.
Abajo.
Ahora todo era negrura y, bajo su espesa capa de músculos y esperma, la sangre de Shushu circulaba fríamente, con un helor más mortal todavía que el que había experimentado en las aguas árticas.
Y aún siguió bajando.
Penachos y burbujas de luz, vívidas como llamitas verdes, veteaban la oscuridad por todos lados, pero no les prestó atención, alerta a una presa más importante que requería todo su vigor, toda su fuerza para dominarla, si es que había de alcanzar la superficie otra vez.
Encontrose ante él con una oscuridad más cerrada, sus aletas tocaron roca y Shushu se deslizó entre las gargantas de los picos de lava. Aquí vivía el terror, la cosa que él buscaba.
Nada se movía. Los desvaídos pináculos, los salidizos bordes de los precipicios, hundiéndose en el fondo del mundo, apareciendo en torno a él en toda su tremenda quietud. Su sangre pareció cesar de latir como convertida en hielo y la presión de las aguas secretas pesó sobre él con el silencio de la muerte.
Y entonces, del interior de una caverna se proyectó un largo brazo blanco.
Este brazo le rodeó el cuerpo y, en seguida, otro y otro y otro, cada uno de ellos del grosor de un barril. Se retorcían en torno a sus aletas, agarrábanse a su dorso, laceraban su cabeza con gigantescas ventosas que se hundían en su carne como las garras de un tigre. Perforando la oscuridad, dos ojos luminosos, fríos como la luz lunar, flotaban furtivamente hacia él, mientras yarda a yarda surgía de lo profundo de la caverna un cuerpo monstruoso, largo y enorme como el suyo, pero de una palidez reluciente y viscosa que se destacaba contra la negrura del abismo.
Poniendo en juego toda su fuerza, el cachalote giró sobre sí mismo en la zarpa de los gigantescos tentáculos, proyectándose hacia atrás con las aletas, y los dos titanes de las profundidades flotaron sobre el precipicio submarino unidos en un tremendo abrazo.
El cuerpo de la sepia gigante cubrió la cabeza de Shushu. El córneo pico desgarraba y hendía la carne hasta que las aguas en torno fueron oscurecidas más aún por una nube de sangre, a la vez que las garras de los enormes discos adheridos a su cuerpo hurgaban ávidamente en sus venas.
De una sola dentellada partió uno de los tentáculos y entonces, arremetiendo hacia delante, mordió repetidamente la masa gelatinosa que lo envolvía. Demasiado tarde, la negra niebla expedida por la sepia veló aquellos horribles ojos, en tanto que el monstruo intentaba regresar a su guarida. Pero Shushu no soltaba su presa, girando y retorciéndose como cogido en un remolino hasta que, poco a poco, la espuma de los últimos estertores de la muerte se fundió en el abismo. Había hundido los dientes en el cerebro del monstruo.
No había tiempo que perder. Un primitivo instinto le decía que el aire de sus pulmones se hallaba tan peligrosamente próximo a agotarse, que tenía que comenzar el ascenso de inmediato, si es que sus ojos habían de contemplar otra vez el mundo de la superficie. Arrancando un pedazo, quizás de unas tres toneladas, del cuerpo gigantesco de la sepia, Shushu se disparó hacia arriba llevándolo entre sus poderosas mandíbulas.
El negro se transformaba en gris, el gris en morado, el morado en azul índigo y ahora, por fin, aparecía el brillante verde esmeralda de los últimos cien pies. El desesperado batir de sus aletas sacudía y agitaba su cuerpo, sus pulmones estaban a punto de estallar; pero nunca, ni por un momento, soltaron sus dientes la carga que tiraba de él hacia abajo: la comida que él ganara para ella.
Y entonces, a pesar de su propia angustia, olió aquello. Sangre. ¡Había sangre en las aguas de la superficie!
Entre un estrépito de aguas divididas, rompió la piel del mar y flotó allí, inerte, mientras el aire que le quedaba en los pulmones salía del orificio en silbante chorro de vapor.
Lentamente se dio vuelta, lentamente sus ojos escudriñaron el mar y luego, en un instante, el amante de los llanos coralinos se convirtió en la más terrible de todas las criaturas de Dios: un cachalote enloquecido.
Olvidadas las toneladas de sepia que ahora se hundían irremediablemente; olvidado su agotamiento, inadvertida la forma que reptaba sobre las aguas a sus espaldas, sólo vio que ella le necesitaba, y aun cuando se lanzó al ataque, comprendió que había llegado tarde.
Ella estaba muriéndose. En un mar batido hasta la espuma se retorcía aquel hermoso cuerpo gris perla acribillado de heridas abiertas, a la vez que por encima de las agitadas aguas saltaba una delgada forma negra, la cual, arqueándose en el aire, daba al caer un tremendo latigazo de su cola, curvada como una guadaña, sobre el dorso de la moribunda. La vio hundirse. De la profundidad surgió un centelleante rayo de luz bruñida que clavó su espada en el vientre de ella. Todavía se dio vuelta y las aletas se abatieron, indefensas, en tanto el tiburón saltó de nuevo al aire para golpearla con su temible cola, obligándola a hundirse otra vez y quedar a merced del pez espada que la acechaba abajo.
El tiburón, toda gracia y maldad contra el cielo azul del pacífico, saltó una vez más al aire, y en la superficie del mar un par de abiertas mandíbulas salieron a su encuentro. Se oyó un ruido como el de una verja de hierro al cerrarse y las dos mitades del tiburón, echando chorros de sangre, separaron violentamente veinte yardas de agua. Shushu giró en torno precipitándose de cabeza al lugar donde el pez espada, el más veloz de los nadadores, iniciaba la vuelta para huir. Levantando un remolino de espuma embistió el cachalote, pero el otro fue más rápido, aunque no lo bastante; pues si bien Shushu no consiguió apresar ese cuerpo escurridizo, sus dientes le atravesaron la cola. Proyectado por su propio impulso, el pez espada se lanzó hacia las profundidades, mientras que, igual que los lobos tras de un ciervo sangrante, una, dos, tres formas se precipitaron a seguir el rastro. Los alacrines se darían un banquete en el punto donde el morado se une al azul.
Entonces Shushu regresó a donde ella yacía en paz, la acarició un poco con el hocico y se quedó flotando a su lado según ella se hundía más y más en el agua, hasta que unas olitas cubrieron el gracioso dorso con su encaje de plata. Shushu permanecía muy quieto, pues los cachalotes cuyos corazones han sobrevivido los doscientos años, sufren mucho de achaques.
Por detrás, furtivo como una sombra, avanzaba el ballenero.
-La hembra se ha hundido -gruñó el piloto, señalando a proa- y el macho, a juzgar por lo quieto que se ha quedado, debe estar malherido. Disparadle el arpón antes de que él también se hunda.
El viejo arponero se limpió el sudor de los ojos.
-Está mal -murmuró-. Después de lo que hemos presenciado es una porquería quitarle la vida.
-¡Qué va a estar mal, estúpido! Míralo y calcula su peso en aceite, grasas e incluso marfil. ¿Es que los dólares están mal alguna vez? Preparaos a disparar.
-A la orden -gruñó el viejo, inclinándose sobre el punto de mira-. Pero, maldita sea, voy a hacerlo limpiamente. Por su noble corazón.
Y apretó el gatillo.
-¡Blanco, blanco! -gritó el piloto-. ¡Botes al agua! ¿Qué pasa? Imposible. La cuerda... ¡rota! ¡Así arda en el infierno la mano que la trenzó!
-No -dijo el arponero-, pues fue la mano de Dios quien la rompió. Pero yo lo maté limpiamente. ¡Se hunde! ¡Mire, se hunde! Bueno, ya no lo veremos más. Adiós, viejo guerrero. Yace en paz con tu compañera en el fondo del mar.


martes, 12 de junio de 2018

LA SEÑAL LEJANA DEL SIETE (Pedro Antonio Valdez)


El ángel se le apareció en el sueño y le entregó un libro cuya única señal era un siete. En el desayuno miró servidas siete tazas de café. Haciendo un leve ejercicio de memoria reparó en que había nacido día siete, mes siete, hora siete. Abrió el periódico casualmente en la página siete y encontró la foto de un caballo con el número siete que competiría en la carrera siete. Era hoy su cumpleaños y todo daba siete. Entonces recordó la señal del ángel y se persignó con gratitud. Entró al banco a retirar todos sus ahorros. Empeñó sus pertenencias, hipotecó la casa y consiguió préstamo. Luego llegó al hipódromo y apostó todo el dinero al caballo del periódico en la ventanilla siete. Sentóse —sin darse cuenta— en la butaca siete de la fila siete. Esperó. Cuando arrancó la carrera, la grada se puso de pie uniformemente y estalló en un desorden desproporcionado; pero él se mantuvo con serenidad. El caballo siete cogió la delantera entre el tamborileo de los cascos y la vorágine de polvo. La carrera finalizó precisamente a las siete y el caballo siete, de la carrera siete, llegó en el lugar número siete.


lunes, 11 de junio de 2018

FRANCISCA Y LA MUERTE (Anónimo cubano)


-Santos y buenos días -dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
-Si no molesto -dijo-, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
-Pues mire -le respondieron, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador:
-Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
«Cumplida está», pensó la muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
«Menos mal, poco trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayaba soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:
-Por favor, con Panchita -dijo adulona la muerte.
-Abuela salió temprano -contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
-¿Y a qué hora regresa? -preguntó.
-¡Quién lo sabe! -dijo la madre de la niña-, Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
-Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
-Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
«¡Contra!», pensó la muerte, «se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y levantando su voz, dijo la muerte:
-¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?
-De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
-¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.
-Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
-Gracias -dijo seca la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte y rabió:
«¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!». Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
-Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
-Tiene suerte -dijo el caminante- , media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
-Gracias -dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:
-Con Francisca, a ver si me hace el favor.
-Ya se marchó.
-¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
-¿Por qué tan de pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene extrañarse?
-Bueno... verá - dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.
-Entonces usted no conoce a Francisca.
-Tengo sus señas -dijo burocrática la Impía.
-A ver; dígalas -esperó la madre. Y la muerte dijo:
-Pues..., con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
-¿Y qué más?
-Verá..., el pelo blanco..., casi ningún diente propio..., la nariz, digamos...
-¿Digamos qué?
-Filosa.
-¿Eso es todo?
-Bueno..., por demás nombre y dos apellidos.
-Pero usted no ha hablado de sus ojos.
-Bien; nublados..., sí, nublados han de ser..., ahumados por los años.
-No, no la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
-¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!
Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera el saludo cariñoso:
-Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
-Nunca -dijo-, siempre hay algo que hacer.