Entrada al azar

viernes, 31 de agosto de 2018

DISCURSO DEL OSO (Julio Cortázar)


Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado, y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír como roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.


jueves, 30 de agosto de 2018

UN SACRIFICIO POR AMOR (O' Henry)


Cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.

Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en la lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.

Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de agua de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años partió para Nueva York con una corbata de moño suelto y un capital algo más ajustado.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes la alentaron para viajase al norte y se dedicara por completo a la música. Ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un taller artístico donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong. Se enamoraron uno del otro, o mutuamente, como a usted le agrade, y en poco tiempo se casaron; pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.

El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un apartamento. Era un apartamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. En este punto les daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones.

Los moradores de apartamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad, nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y se convierta en una mesa de billar; que el manto de la chimenea se trueque en un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si así lo desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salga por el Labrador.

Joe pintaba en la clase del gran Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.

Fueron muy felices en tanto tuvieron dinero. Así son todos; pero no me mostraré cínico. Sus objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir. Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado, rehusando salir al escenario.

Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el reducido apartamento: las ardientes y volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e inspiración mutuas, y —pasen por alto mi naturalidad— las aceitunas y los sándwiches de queso a las once de la noche.

Después de un tiempo, el Arte hizo un alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares. Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock. Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de música para conservar la olla hirviendo.

Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.

—Joe, querido —dijo alegremente—, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente. La hija del general A. B. Pinkney, que vive en la calle Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca había visto una cosa semejante. Mi alumna se llama Clementina. Ya la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así, cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos bien.

—Eso te conviene mucho, Delia —repuso Joe, atacando una lata de guisante con un cuchillo y un tenedor—, pero, ¿qué me dices de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.

Delia se le colgó del cuello.

—Joe, querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en abandonar al señor Magister.

—Perfectamente —dijo Joe estirándose para coger el plato azul de verduras—. Pero detesto que des lecciones. Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.

—Cuando una ama su Arte ningún sacrificio es demasiado arduo —dijo Delia.

—Magister exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque —dijo Joe—. Y Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré vender alguno si los ve algún idiota adinerado.

—Estoy segura de que lo harás —repuso Delia dulcemente—. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.

Durante la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado, ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas veces, cuando regresaba, eran las 19.

Al final de la semana, Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la sala de ocho por diez (pies) del departamento.

—A veces —dijo la mujer con cierto hastío—, Clementina me fatiga. Me parece que no practica lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina, y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. ¿Y cómo marchan las semicorcheas y las fusas? me pregunta siempre. ¡Me gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero cariño; ¡es tan cortés y distinguida!... El hermano del general Pinkey fue embajador en Bolivia.

Joe, con el aire de un Montecristo, extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de uno —todas tiernas divisas legales— y los dejó al lado de las ganancias de Delia.

—Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría —le comunicó abrumadoramente.

—No bromees —repuso Delia—, ¡no es de Peoría!

—Te lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.

—Estoy muy contenta de que continúes en tus trabajos —dijo Delia cordialmente—. Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.

—Y filet mignon y champaña —dijo Joe—. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?

El sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las manos, que parecían demasiado sucias.

Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.

—¿Qué significa esto? —interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.

—Clementina —explicó la mujer— insistió en que comiera conejo de Gales después de la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir, dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó escaleras abajo y envió a alguien, dicen que al cocinero o alguna persona de servicio, a una farmacia, en busca de un poco de óleo calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.

—¿Qué es esto? —interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.

—Es algodón con óleo calcáreo —repuso Delia—. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? —había visto el dinero sobre la mesa.

—¿Si lo vendí? —interrogó el esposo—; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un parque y una vista del Hudson. ¿A qué hora te quemaste la mano, Dele?

—Creo que a las 17 —contestó la mujer quejumbrosamente—. La plancha, quiero decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando ...

—Siéntate aquí un momento, Dele —dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.

—¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? —interrogó el hombre.

Delia lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las lágrimas.

—No pude conseguir ningún alumno —confesó—. Y no me era posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece? Esta tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.

—No era de Peoría —repuso Joe lentamente.

—Bueno, no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!... Y..., bésame, Joe... ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?

—No sospeché —repuso el hombre— hasta esta noche. Y tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos últimas semanas.

—Y entonces tú no...

—Mi comprador de Peoría —dijo Joe— y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.

Ambos rieron y Joe comenzó:

—Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece...

Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.


miércoles, 29 de agosto de 2018

martes, 28 de agosto de 2018

REUNIÓN (Charles Bukowski)


el amor del hueso
por la tierra que lo descompuso, eso
es lo que permanece.
y recuerdo estar sentado en la hierba
con el muchacho negro,
estuvimos dibujando bocetos de las partes altas de las casas y él dijo,
te estas dejando algunas sin dibujar,
estás haciendo trampas
y crucé la calle
en dirección al bar
y
entonces entró él
-tienes que volver a clase
a las 2, me dijo,
y después se marchó

la clase es lo de menos, pensé,
da igual lo que nos digan.
y si soy una mosca nunca sabré
lo que es un león

estuve sentado allí hasta las 4:30
y cuando salí,
allí estaba él
a Mr. Hutchins le gustó
mi dibujo, me lo dijo

de eso hace más de 20 años

creo
que lo vi la otra noche

era poli en la cárcel de la ciudad
y me dio un empujón
al entrar en la celda

me cuentan
que ya no pinta
más.

lunes, 27 de agosto de 2018

VUELA GREGORIO (Aitor Suárez)


Gregorio Samsa
esta vez se convierte
en mariposa.

.....

Al fin feliz,
de flor en flor ahora
vuela Gregorio.

.....

No fue kafkiana
-celebra Samsa- esta
metamorfosis.


domingo, 26 de agosto de 2018

ÚLTIMAS PALABRAS (Neorrabios@)


Las últimas palabras de Claudel antes de morir, según cuenta Julien Green en su diario, fueron estas: "Doctor, ¿cree que habrá sido el salchichón?".


sábado, 25 de agosto de 2018

LOS BENEFICIOS DE LA LUNA (Charles Baudelaire)


La Luna, que por sí misma es capricho, se asomó por la ventana mientras dormías en la cuna, y dijo: Esa criatura me agrada.

Y bajó quedamente por su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de los cristales. Luego se tendió sobre ti con la flexible ternura de una madre, y depositó en tu faz sus colores. Tus pupilas se tornaron verdes y las mejillas sumamente pálidas. Frente a esa visita tus ojos se agrandaron excesivamente, y tan tiernamente te apretó la garganta que te dejó para siempre el deseo de llorar.

Entretanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba todo el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva estaba pensando y diciendo:

-Eternamente has de sentir el influjo de mi beso. Hermosa serás a mi manera. Querrás lo que yo quiera y lo que a mí me quiera: al agua, a las nubes, al silencio y a la noche; al mar inmenso y verde; al agua informe y multiforme; al lugar en donde no estés; al amante que no conozcas; a las flores monstruosas; a los perfumes que hacen delirar; a los gatos que se desmayan sobre los pianos y gimen con voz ronca y suave.

Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás reina de los hombres de ojos verdes a quienes apreté la garganta con mis caricias nocturnas; de los que quieren al mar, al mar inmenso, tumultuoso y verde; al agua informe y multiforme, al sitio en donde no están, a la mujer que no conocen, a las flores siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, a los perfumes que turban la voluntad y a los animales salvajes y voluptuosos que son emblema de su locura.

Y por esto, niña mimada, maldita y querida, estoy ahora tendido a tus pies, buscando en tu ser el reflejo de la terrible divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos.


jueves, 23 de agosto de 2018

HAYA (Kirmen Uribe)


Imaz, de Alzo, plantó un retoño de haya
en el monte Basaitz, el año que conoció a su mujer.

Lo cuidó con esmero durante toda su vida,
y rodeándolo con su cinturón notaba cómo crecía.

Fue uno de los mejores escribiendo coplas,
y murió en 1893. Su mujer, veinticinco días después.

Para abarcar el contorno del haya, hoy en día
le haría falta un cinturón de cinco metros.


miércoles, 22 de agosto de 2018

Y ASÍ SALDREMOS DE DUDAS (Juan Eslava Galán)


Recordará el lector que muchos mozárabes (cristianos que vivían en tierras islámicas) se presentaban espontáneamente a  las autoridades musulmanas en demanda de martirio, pues estaban impacientes por alcanzar los goces del paraíso. Llegó uno de estos fanáticos al juez Aslam y solamente recibió una dura reprimenda por parte del jurista:

- Desgraciado –le regañó el juez-, ¿Quién te ha metido en la cabeza que pidas tu propia muerte sin haber delinquido en nada?

A lo que el cristiano respondió:

-Pero, ¿cree el juez que si me mata seré yo el muerto?

-¿Quién será, pues, el muerto? –le replicó el juez.

-El muerto será una semblanza mía que se habrá metido en un cuerpo, eso es lo que matará el ejecutor. Pero yo subiré inmediatamente al cielo.

A lo que el juez replicó:

-Mira, hay un medio de averiguar lo que haya de cierto en eso y así saldremos de dudas los dos.

- ¿Cuál es ese medio? –preguntó el cristiano.

Entonces –prosigue el texto Al-Jusani- el juez Aslam se volvió hacia los sayones o verdugos allí presentes y les dijo:

-Traed el azote.

Ordenó luego desnudar al cristiano; lo desnudaron e inmediatamente mandó que le atizaran. Cuando el cristiano comenzó a gritar, el juez Aslam le dijo:

-¿En qué espalda están cayendo los palos?

- ¡En la mía! –suspiró el cristiano.

-Pues mira, hombre –replicó el juez-, lo mismo ocurriría si cayera la espada sobre tu cuello, ¿o es que piensas que podría ocurrir otra cosa?


lunes, 20 de agosto de 2018

MILONGA DE UN SOLDADO (Jorge Luis Borges)


Lo he soñado en esta casa

entre paredes y puertas.

Dios les permite a los hombres

soñar cosas que son ciertas.



Lo he soñado mar afuera

en unas islas glaciales.

Que nos digan los demás

la tumba y los hospitales.



Una de tantas provincias

del interior fue su tierra.

(No conviene que se sepa

que muere gente en la guerra.)



Lo sacaron del cuartel,

le pusieron en las manos

las armas y lo mandaron

a morir con sus hermanos.



Se obró con suma prudencia,

se habló de un modo prolijo.

Les entregaron a un tiempo

el rifle y el crucifijo.



Oyó los vanos discursos

de los vanos generales,

que nos digan los demás

la tumba y los hospitales.



Oyó vivas y oyó mueras,

oyó el clamor de la gente.

El sólo quería saber

si era o si no era valiente.



Lo supo en aquel momento

en que le entraba la herida.

Se dijo “No tuve miedo”

cuando lo dejó la vida.



Su muerte fue una secreta

victoria. Nadie se asombre

de que me dé envidia y pena

el destino de aquel hombre.



sábado, 18 de agosto de 2018

FUSIÓN (Milan Kundera)


El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.


miércoles, 15 de agosto de 2018

VOSOTROS LOS NORMALES (Saiz de Marco)


Tal vez en algún sitio y en un pliegue del tiempo los Pol Pots, los Stalins, los Hitlers…, los tiranos y monstruos de la Historia (o quizá sus espectros lavados, depurados) nos recriminarán:

-Yo era un pobre pirado con la cabeza ida, un tipo "iluminado", un loco de remate (y además lo sabíais: se notaba a la legua).

Pero vosotros no.

Vosotros erais cuerdos, personas razonables, seres equilibrados.

Y aun así me dejasteis realizar mis delirios, disponer a mis anchas, salirme con la mía.

Me permitíais todo. Todo me consentíais.

En nada me coartabais.

¿Acaso no debisteis vosotros, los normales, ponerme a buen recaudo, impedir mis desmanes y mantenerme a raya?

¿Por qué no os rebelasteis?

Vosotros que podíais ¿por qué no hicisteis nada?

¿Por qué nunca objetabais mis consignas absurdas, mis sanguinarias órdenes, mis demencialidades?

Si a otros los repudiabais y teníais por lunáticos -y hasta los encerrabais en algún manicomio-, ¿por qué, en cambio, conmigo no hicisteis nada de eso?

¿Por qué me obedecíais siempre y sin rechistar?

¿Por qué no me salvasteis de mí mismo -y de paso os librasteis de mí-… vosotros, los normales?


lunes, 13 de agosto de 2018

CEREMONIA (Aitor Suárez)


En un rincón del dormitorio el robot doméstico contempla, con su visor de imágenes, lo que sucede. Es el encargado de limpiar la habitación, hacer la cama, despertar a la hora seleccionada a quienes duermen, doblar los pijamas… Está programado para todo eso.

Ahora mismo hay dos personas en la habitación. El robot, aunque está en stand-by, capta con su visor lo que allí ocurre. Esta función le permite activarse si recibe una orden. Aunque de momento ningún humano le manda nada. Están, según parece, muy ocupados entre ellos.

Los dos humanos están en la cama. Uno al otro se pasan sus manos por el cuerpo. Más deprisa, más lento. Tan pronto se frotan como se rascan, o se recorren con los labios. Se han quitado la ropa. Uno de ellos muerde a otro en la espalda. Son bocados sin fuerza, como si no buscaran hacer daño. Ahora un humano se ha puesto encima de otro. Luego es el otro quien está encima de éste. Siguen succionándose. El pene se erige al contacto con la lengua. Ahora es él quien le lame la vulva. Ella está encima, tiene su pene dentro. Empieza a moverse, primero con suavidad, después más fuerte. Para y se dan la vuelta. El pene se ha salido. Ella vuelve a meterlo. Siguen moviéndose: arriba, abajo, a otro lado, en zigzag… Entre tanto se besan. Él chupa sus pezones y acaricia sus glúteos. De nuevo se revuelcan y restriegan. Varias veces así, en distintas posturas.

Media hora después ambos jadean. El vaivén ha acabado. Sus cuerpos se separan. El pene otra vez flácido. El hombre y la mujer se dan la mano.

El robot los observa: sudorosos, exhaustos, de pronto somnolientos.

Lo que ha visto no es lógico. Derrochan energía, se exponen a contagios, intercambian saliva y otros fluidos… Si para producir más humanos es preciso mezclar genes, hay métodos más eficientes de hacerlo.

El robot los contempla con desdén, con una especie de piedad por su arcaísmo. "Son hijos del instinto, esclavos de la animalidad", colige para sí.

Ellos, los robots, tienen medios asépticos para replicarse: piezas, circuitos, nexos autocopiantes... No han de acudir a ritos pringosos y primitivos como el que acaba de ver.


domingo, 12 de agosto de 2018

PINCHA (Rafael Baldaya)


Yo soy quien te defiende para que no te ataquen. Son muchos los hervíboros que se te acercarían y tragarían enteros tu corola, tu cáliz... O comerían las hojas del rosal. Y sin hojas la planta, y tú con ella, moriríais enseguida. Pero gracias a mí, sobre todo a mi punta que hiere donde toca, se hacen daño si muerden los tallos. Y al pincharse y sentir que les duele, desisten de comerlos. Por eso te respetan los conejos, las cabras, los ciervos, las ovejas... Por eso no te ingieren como a otras hierbas, matas o arbustos indefensos. Y debido a ello tú puedes brotar, abrir de par en par los pétalos, mostrar tu colorido, esparcir tu perfume. Yo, Rosa, te defiendo de todos los peligros. Yo soy quien te protege. Yo: la dura, la gris, la servicial espina.


viernes, 10 de agosto de 2018

UN ESPECTÁCULO VERDADERAMENTE EXTRAÑO


Crónica publicada en el diario "Poste" el 30 de diciembre de 1895:

“Los señores Lumière -padre e hijos- de Lyon ayer por la noche habían invitado a la prensa a la inauguración de un espectáculo verdaderamente extraño y nuevo, cuya primera exhibición había sido reservada al público parisiense. Imagínese una pantalla ubicada en una sala por cierto no demasiado grande. Esta pantalla es visible para el público. Sobre la misma aparece una proyección fotográfica. Hasta aquí, nada nuevo. Pero, de repente, la imagen de tamaño natural, o reducida, según las dimensiones de la escena, se anima y se hace viviente. Hay una puerta de obreros, algunos en bicicleta, con perros que corren, y coches; todo se anima e inquieta. Esto representa la vida misma, el movimiento tomado en vivo. Aparece después una escena íntima. Una familia reunida alrededor de la mesa. El niñito deja escapar de los labios el biberón que el padre le ofrece, mientras la madre sonríe. Al fondo, los árboles se agitan. Se ve cómo un golpe de viento levanta el babero del pequeño. Y finalmente, ¡el vasto Mediterráneo!

El mar está primeramente inmóvil- Un joven de pie sobre un muelle se apronta a lanzarse sobre las olas. Todos admiran este gracioso paisaje. En un momento dado las olas avanzan espumantes y el bañista se surmerge, seguido por otros nadadores. El agua burbujea después de la zambullida para romperse sobre sus cabezas. En cierto momento son arrastrados y se deslizan sobre las rocas. La fotografía, entonces, ha cesado de fijar la inmovilidad. Perpetúa, ahora, la imagen del movimiento. Cuando estos aparatos sean de público dominio, cuando todos puedan fotografiar a los seres queridos no ya en forma inmóvil, sino en el movimiento de la acción, en sus gestos familiares y con las palabras a flor de los labios, la muerte dejará de ser absoluta.”


jueves, 9 de agosto de 2018

CARBONO (Billy MacGregor)


Coño, todo fue ponerme los turboauricudífonos y en la intro de Superhéroes, de The Sript, aparece así, plas, Carlos, al que no veo desde hace 39 años, a mi lado pidiéndome un cigarro. Pudo ser mi más mejor amigo de toda la vida, pero yo, por lo visto, no necesito a nadie.

Caminamos por la orilla de la playa con los pies metidos en el agua.

Y así, plas, miro a mi derecha y me veo a mi padre, que está muerto, bebiendo un bitter Kas de la botella y le digo, papá, mañana tienes que llevarme a coger espinacas al arroyo y él, se sube a la moto y me hace para que monte detrás, justo cuando plas plas plas plas plas mis hermanas cruzan por un paso de cebra cogidas de la mano y vestidas con uniformes blancos y se meten en el  mar.  Mamá, por la ventana, tira confetti y bocadillos de jamón. Miro hacia atrás porque hay mucho ruido y resulta que todo 5°C subido a una carroza tirada por 12 caballos y con el traje puesto de príncipe de Gales canta un villancico con panderetas y esas voces de pito que tienen los imberbes. Y al lado, no te lo pierdas, la madre de Bambi. No quiero que termine nunca esta canción, pienso, mientras el agua se mete entre los dedos de mis pies. ¿Tú? Estás, preciosa le digo, pero como si nada. Ella siempre estaba a otra cosa. Más importante que yo. Pero está preciosa. Alguien me pone la mano en el hombro, pero no veo a nadie. Aunque escucho su voz: al fin encontré la luz...ni te imaginas dónde. Y justo delante, de la arena, empieza a salir gente del metro con sus prisas y sus cosas en la cabeza y un tío me dice, ¿te acuerdas de mí? Y yo le digo, pues ahora mismo no. Y se va. Y cuando ya no está recuerdo que un día me vendió una camisa. De flores. Y mientras voy pensando en eso la chica del tren me coge de la mano y me pregunta que si puede darme un beso. Sólo nos vimos una vez. En un tren. Por eso es la chica del tren. A lo lejos viene alguien caminando. Como sin gafas no veo un carajo no sé quién es, aunque solo conozco a una persona que camine así sobre las aguas. ¿Qué pasa tío?, me dice, y se me queda mirando y me cuenta que él quería ser fontanero " pero mi padre...ya sabes, el negocio familiar...". Y entonces es cuando del cielo baja Elvis y todo el mundo comienza a gritar, una locura, con su traje de Elvis y sus gafas oscuras...Tengo hambre. Todos tenemos hambre y algunos han sacado tortilla de patatas y pan y están repartiéndola entre la gente. Nos quedamos sentados un rato en la orilla, viendo como el Sol dice adiós con un pañuelo blanco. Después cada uno se marcha por donde ha venido, justo cuando los últimos acordes se desvanecen poco a poco en mi cabeza.


lunes, 6 de agosto de 2018

LA MÚSICA (Eduardo Galeano)


Era un mago del arpa. En los llanos de Colombia, no había fiesta sin él. Para que la fiesta fuera fiesta, Mesé Figueredo tenía que estar allí, con sus dedos bailanderos que alegraban los aires y alborotaban las piernas.

Una noche, en algún sendero perdido, lo asaltaron los ladrones. Iba Mesé Figueredo camino de una boda, a lomo de mula, en una mula él, en la otra el arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a golpes.

Al día siguiente, alguien lo encontró. Estaba tirado en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo, con un resto de voz:

- Se llevaron las mulas.

Y dijo:

- Y se llevaron el arpa.

Y tomó aliento y se rió:

-Pero no se llevaron la música.

sábado, 4 de agosto de 2018

Así lo hicimos (Rafael Baldaya)




Lo hicimos cruento.
Lo hicimos belicoso.
Lo hicimos triste.


viernes, 3 de agosto de 2018

CIRCE (Julio Cortázar)


Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa… Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.
-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando…
-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.
-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.
-¿Antes de qué?
-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.


jueves, 2 de agosto de 2018

POESÍA ANIMAL (Saiz de Marco)


Esta mañana se ha metido en el coche, mientras movía el rabo de contento, creyendo ir de excursión como otras veces. Pero una hora más tarde su dueño ha parado el motor, lo ha sacado fuera, ha vuelto a subirse y ha arrancado. Sin él.

Lo ha dejado ahí, en medio de una gasolinera, abandonado.

Han pasado dos horas y su amo no ha vuelto.

Está aturdido, sin saber qué hacer ni dónde ir.

La alegría me dejó
esta mañana.
Donde hubo confianza ahora hay
ansiedad,
extraña mezcla de soledad y miedo.
Nunca había probado esto que ahora siento.
Desconocía cómo es
la tristeza.


El perro ha compuesto un turbador poema sobre la desolación y el desgarro. Un poema que ni tú ni yo vamos a leer.


miércoles, 1 de agosto de 2018

EL HAMBRE (Manuel Mujica Lainez)



Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día del Corpus Chirsti, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad…
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.