Entrada al azar

jueves, 31 de enero de 2019

MONSIEUR BOVARY (Saiz de Marco)


¿EN QUÉ MOMENTO pude haber cambiado el flujo de los hechos? ¿De qué modo podría haber alterado el curso de la trama? Son preguntas que me hago ahora, cuando todo ha acabado y nada tiene vuelta atrás.

Me pregunto cómo habría sido tu vida si nunca te hubiera conocido. Me pregunto cómo habría sido tu vida si, aunque te hubiera conocido, no te hubiera amado. Me pregunto cómo habría sido tu vida si, desde el momento en que dejaste de quererme, me lo hubieras dicho y hubiéramos seguido caminos separados.

Me lo pregunto todo, Emma.

Es curioso cómo, al reconstruir nuestra historia, me parece que los hechos estaban destinados a pasar como pasaron, a sucederse como se sucedieron. Tengo la sensación de que cada hecho estaba fatalmente enlazado al siguiente, empujándole para producirlo, de modo que la realidad de cada instante decidía el contenido del instante inmediato.

Supongo que podría no haber muerto mi primera mujer y entonces no me habría casado (mi segundo matrimonio) contigo.

Supongo que tu padre podría no haber sufrido ningún accidente, no haberse fracturado ninguna pierna, y en tal caso yo no habría ido a tu casa, tal vez nunca te habría conocido.

Podría no haber pasado ninguna de esas cosas. Y, sin embargo, tengo la sensación de que tenían que pasar; que era inevitable que pasaran.

Puede que el recuerdo más fuerte de mi vida sea la primera vez que te vi. Fue como si una luz saliera de tu cara, como si tus mejillas estuvieran encendidas por dentro. Al principio estabas de espaldas, cosiendo, de modo que lo primero que vi fueron tus uñas, blancas y brillantes. Así las recuerdo. Después te volviste hacia mí y recibí ese golpe de luz, blanco, acaparador, que salía de tus ojos. Sé que tus ojos son (tendría que decir eran) marrones, pero entonces me parecieron negros.

Después de que le atendí, tu padre me invitó a comer. Te sentaste junto a mí y, mientras tu padre hablaba, yo no podía dejar de mirarte.

Cierro los ojos y oigo la primera frase que me dirigiste. Iba a marcharme ya cuando, al verme parado junto a la puerta, me preguntaste ¿Busca algo? Y yo Sí, mi fusta. Y atolondradamente, como si no supieras lo que es una fusta, añadí La vara para manejar el caballo.

Cuando por fin tu padre se curó, sentí un gran vacío. Se me hacía imposible no verte más. Y por eso me llenó de alegría el que, cuando vino a pagarme las consultas, me invitase a seguir visitando su granja. Agradecí la invitación y, con el pretexto de que me gustaba el campo, seguí yendo allí. Seguí yendo a verte.

¿Te das cuenta, Emma? Seguí yendo a verte. Podría no haber vuelto, podría no haberte visto nunca más. Pero no. Seguí yendo porque algo me empujaba. Porque tu presencia me empujaba a ir.

Un día llegué cuando todos se habían ido al campo y estabas tú sola en la casa. Entonces pudiste recibirme con frialdad. Pero no lo hiciste. Por el contrario, me hablaste de tu niñez, de tu educación con las monjas, de la muerte de tu madre, de tus recuerdos, de tus sentimientos… Me hablaste, Emma. Podrías no haberme hablado, pero me hablaste.

La noche que me decidí a pedirte en matrimonio, no pegué ojo.

Después intenté varias veces decírselo a tu padre, pero la vergüenza me podía. Hasta que, después de uno de mis balbuceos, él tomó la palabra. “Venga, hombre… ¿Acaso no lo sé?”.

Ya ves. Tu padre podría haberse desentendido. Podría no haberme ayudado a sincerarme, podría haberme dejado solo con mi timidez y mi cobardía. También pudo haberse negado a que me casara contigo. Pudo haber hecho cualquiera de esas cosas. Pero no lo hizo.

También tú pudiste haberte negado. Es verdad que tu padre no estaba obligado a preguntarte, pero te preguntó. Y tú, pudiendo decir No, dijiste Sí.

..........

¿TE DAS CUENTA, Emma, cómo se fueron encadenando los hechos?, ¿cómo cada uno empujaba al siguiente, igual que en un drama o una novela?

Nos casamos. Dejaste la casa de tu padre y te viniste a vivir a la mía.

Fueron, para mí, días de total felicidad, los únicos realmente felices de mi vida. Volvía del trabajo con la ilusión de encontrarte, casi sin poder creer que allí estuvieras. Convertiste mi casa, tan fría, en un sitio cálido y por un tiempo sentí romperse la membrana que siempre me ha apartado de la vida.

Comer contigo enfrente, andar contigo de la mano, acariciar tu pelo o ver tu sombrero colgado en la ventana, eran motivos suficientes para ser feliz.

Por la mañana, con nuestras cabezas recostadas en la almohada, veía brillar la luz en tus mejillas. Miraba tus pupilas, tus pestañas. Y sólo después me levantaba.

Nos despedíamos lanzando un beso al aire, tú desde la ventana y yo subido al caballo con el que iba a hacer mis visitas.

Después, a la vuelta, besaba tu nuca, tu pelo, tus brazos, tus mejillas…

Sí, yo era feliz. Pero ¿lo eras tú?

Me gustaría tanto que me contestaras, que me dieras tu versión de todo lo ocurrido…

..........

ME PERDÍA EN ti y entonces no existía.

..........

SI ALGUNA VEZ me amaste, Emma, ¿cuál fue el momento exacto en que dejaste de amarme? ¿Fue cuando el tedio se instaló en nuestras vidas?

Supongo que no tardaste en comprender que vivir conmigo no era lo que deseabas. Imagino que esa sucesión de días sin otro aliciente que esperar mi vuelta del trabajo, mi llegada a casa, el regreso aburrido de un hombre agotado, no podía llenar tus aspiraciones.

No sé bien qué esperabas de nuestro matrimonio, pero sospecho que algo parecido a lo que contaban las novelas que leías, esas tramas románticas que a veces comentabas. Y yo, ¿qué podía ofrecerte más que tedio y rutina?

Se me ocurre ahora que pude haberte hablado de mis enfermos, de mis diagnósticos, de mis dudas, de mis preocupaciones… Puede que no me hubieras entendido, puede que no te interesaran mucho mis problemas, pero al menos habría compartido contigo esa parte de mi vida.

Sin embargo no lo hice. Todo lo más te pedí enviar facturas a los enfermos.

Cada tarde, cuando llegaba a casa, quería cortar con esas tensiones, dejarlas fuera de nuestro hogar, no sólo porque lo necesitaba para estar sereno, sino también porque creía que te aburriría con mis historias (esa sangre que me salpicó en la cara, el estertor de la mujer que agonizaba, el aspecto de aquella orina…).

Pero no me di cuenta de que el problema era más bien el contrario: tu sucesión de días anodinos, tu falta de emociones y experiencias.

Supongo que fue entonces cuando dejaste de quererme.

Y sin embargo, me gustaba verte activa. Disfrutaba viéndote dibujar y tocar el piano. Sí, me gustaban los bocetos que hacías. Los enmarqué y colgué en el salón.

También me gustaba oír los versos que recitabas de corrido y las canciones que recordabas de tu infancia. Quizá no mostré mucho entusiasmo (ya sabes que no soy dado a efusiones), pero de verdad disfrutaba con eso.

¿Qué hubo en nuestra vida de entonces que se saliera de la rutina?

Sólo recuerdo la invitación de aquel marqués. Le curé un flemón y él, agradecido, nos invitó a una fiesta en su castillo.

Fue algo inusitado para mí. Me sentí abrumado, dudando continuamente cómo comportarme. El pantalón me apretaba. No sabía usar los cubiertos y me daba reparo preguntártelo: me daba vergüenza exhibir, ante ti, mi vulgaridad.

Cuando nos cambiamos de ropa para el baile te vi preciosa, con aquel vestido color azafrán. Estabas de espaldas y pensé: ¿qué habré hecho yo para merecer una mujer así? Me acerqué para besarte los hombros y me rechazaste, No que me arrugas el vestido.

Me exigiste que no bailara, por miedo a que te dejara en ridículo. Pero tú sí bailaste, y yo me sentí feliz de verte tan hermosa, atrayendo todas las miradas.

A la vuelta te noté triste. Ibas silenciosa, con la mirada perdida. Cuando entramos en casa, te afloró una especie de rabia contenida y la descargaste sobre la criada. Ella, que esperaba que volviéramos más tarde, no tenía preparada la comida. Tú te enojaste y acabaste despidiéndola.

Comimos tristemente, sin hablar, oyendo de fondo los sollozos de la criada. ¿Sabes? Yo le tenía cariño: me había servido bien durante muchos años, antes de que tú y yo nos casáramos. Pero me di cuenta de que necesitabas desquitarte de algo (de otra cosa de la que ella no era culpable), y pensé cobardemente que, de no haber hecho recaer tu ira sobre ella, la habrías volcado sobre mí.

..........

NO DEBÍ ACEPTAR que nuestros mundos se fueran distanciando. Vivíamos juntos pero compartíamos muy poco.

Tú leías novelas y revistas, y raramente me comentabas nada sobre tus lecturas, aunque creo que siempre estuve dispuesto a escucharte.

Yo visitaba mis enfermos y apenas te comentaba nada de mis casos: de mis dudas, de mis errores, de mis pequeños logros.

A mí me reconfortaba la confianza, incluso aprecio, que la gente me mostraba como médico.

Sin embargo, está claro que era muy poco para ti. Mi vulgaridad, mis pequeñas miserias (porque hasta en las miserias soy pequeño) -mi descuido al comer cuando llegaba hambriento del trabajo, mi costumbre de quedarme dormido en el sillón después de las comidas (despertándome a menudo con mis propios ronquidos)…- contaban mucho más que lo que pudiera ofrecerte.

No sé por qué dejaste de dibujar y de tocar el piano. Además, empezaste a comer mal y a sufrir ataques nerviosos. Yo lo achaqué a nuestro ambiente. Te llevé a que te reconociera mi maestro y nos aconsejó un cambio de aires.

Por eso nos mudamos.

..........

EL CAMBIO COINCIDIÓ con tu embarazo. Pero, pese a lo feliz de esta noticia, la mudanza fue triste. En el viaje, como un mal presagio, se perdió nuestra perrilla. Saltó del coche de caballos y se quedó rezagada. Nunca más la vimos.

Nos instalamos en la nueva casa, en un pueblo más grande, en el que no conocíamos a nadie. Aunque decidí aquel traslado pensando sólo en tu enfermedad, nunca me lo agradeciste.

Muchas veces tuve que tragarme la contrariedad y la rabia, sobre todo al principio, cuando no tenía clientes.

Pero me compensaba saberte embarazada, pensar que íbamos a traer al mundo a un nuevo ser. Mi cariño se agrandaba al verte andar con torpeza, fatigosamente, mientras crecía tu vientre. Y te dejabas acariciar por mí. (¿Qué sentías, Emma? Dime, ¿qué sentías entonces?)

Después, cuando nació nuestra hija, le pusimos el nombre que elegiste.

En ese tiempo entablamos amistad con uno de tus amantes. Era el pasante del notario.

No sé si ya entonces erais amantes. Por las cartas que luego he leído tengo la sensación de que aún no, pero probablemente ya galanteabais.

Recuerdo aquellas noches en que el farmacéutico y yo, en la fonda del pueblo, jugábamos a las cartas. Tú te sentabas, en la misma sala, junto a León. ¿Sabes? Disfrutaba viéndote hablar con él, sabiendo que con aquel muchacho te sentías a gusto.

Supongo que su conversación sería más interesante que la mía, más próxima a tus intereses.

El caso es que después él se fue del pueblo. Tras su marcha te encontré abatida, como si hubieras perdido uno de los soportes de tu vida.

..........

ME CUESTA TRABAJO recomponer nuestra historia. Algunos hechos me parecen anteriores y luego me doy cuenta de que pasaron después.

Creo que fue tras la marcha de León cuando dijiste que querías aprender italiano. Encargaste un diccionario, un libro de gramática y papel para escribir.

Yo siempre me he alegrado de que tuvieras alguna ilusión, algún aliciente en tu vida, y esta vez no fue menos.

Algunas noches me molestaba despertarme al oír un ruido y, tras el sobresalto, darme cuenta de que no era ningún enfermo que me buscara, sino tú frotando una cerilla para encender la lámpara. Pero me agradaba saber que estabas haciendo algo que te gustaba. Sin embargo, tu interés duró poco y dejaste el italiano.

También fue por entonces cuando empezaron tus desmayos. Un día escupiste sangre al toser y yo, que ya andaba preocupado por tu palidez, tuve miedo de que hubieras enfermado de tuberculosis. Ese día, en mi consulta, estuve llorando a solas. Llorando por nosotros. (Como ahora, Emma. Más o menos como ahora.)

Quise que siguieras un tratamiento y te negaste. Llamé a mi madre para que nos ayudara y acabé discutiendo con ella. Mi madre decía que tu problema era de ociosidad, que todo lo que te pasaba era por culpa de las novelas y revistas que leías. Insistió tanto que acabé cancelando las suscripciones. Pero no mejoraste.

Fue entonces cuando conociste a otro de tus amantes. Era un cliente mío, un terrateniente que vino a mi consulta con un criado suyo que decía sentir hormigueos. Me pareció un gandul, uno de esos ricachones que se aburren y se inventan cosas para pasar el rato, pero, ya que con eso no iba a perjudicar al sirviente, le hice una sangría.

Ahora pienso que quizá no habrías llegado a conocer a Rodolfo si mi ayudante no se hubiera desmayado al ver la sangre. El caso es que tuve que llamarte a gritos para que vinieras a la consulta a ayudarme.

Supongo que Rodolfo quedó prendado de ti y urdió un plan para conquistarte. Sí, a partir de ese momento buscó tu cercanía.

Yo, Emma, nunca he sido celoso ni malpensado. Así que no me extrañó que se nos acercara el día de los comicios, ni luego, cuando los fuegos artificiales. Ese día se las ingenió para hablar contigo. Y después apareció por casa trayendo regalos, supuestamente para agradecer mis servicios. Pero, claro, ahora sé a lo que iba. Iba para estar contigo.

Él sí que supo hacer bien las cosas. Aprovechó que le habías hablado de tus ataques de nervios para sugerirte montar a caballo.

Fíjate si soy necio. Cualquier hombre habría pensado “De ninguna manera; este individuo quiere seducir a mi mujer”. Pero yo no. No digo que nunca se me pasara por la cabeza esa idea. Pero para mí era más importante que te curaras. Era más importante verte feliz.

¿Y por qué, Emma? Porque te quiero, porque te sigo queriendo aunque seas, aunque hayas sido una adúltera, aunque me hayas puesto en ridículo delante de todos. (Claro que yo era ridículo desde antes, Emma: soy ridículo desde el día que nací).

Durante un año estuvisteis yendo a cabalgar todas las semanas.

Con qué ilusión te dije Encárgale a la modista un traje de montar. Y me dio igual lo que pudiera decir la gente.

No sé cuándo empezasteis a ser amantes. De las cartas que guardabas en la cómoda no puedo deducirlo, pero está claro que lo fuisteis. Está claro que empezasteis a veros con frecuencia. Y no sólo cuando salíais a montar a caballo, sino también en casa.

Sí, he sabido que Rodolfo venía por las noches y os veíais en el jardín, incluso en mi consulta, mientras yo dormía.

..........

Y MIENTRAS TANTO yo en babia. En mis ungüentos, punciones, friegas, partos, escayolas... Sí, mientras tanto yo en eso.

..........

QUÉ PENA ME doy. No sólo he fracasado como hombre. No solamente mi mujer me ha sido infiel, sino que también como médico he sido un desastre.

Mi mayor fracaso se debió en parte al deseo de parecerte importante, de exhibir ante ti algo mínimamente digno de admiración. Tampoco faltó la incitación del farmacéutico, tan fanfarrón, tan dispuesto a aparecer como el padre de la idea. El caso es que acepté operar a un pobre desgraciado, a un tullido. No tengo experiencia quirúrgica, pero el farmacéutico me animó. En cuanto a ti, te noté entusiasmada, quizá porque pensabas que, si la operación tenía éxito, me convertiría en alguien respetable.

El caso es que, tras estudiar durante semanas un tratado de cirugía, me decidí a operar a aquel desgraciado. Al final fallé. El pobre cojo, que hasta entonces andaba arrastrando un pie, quedó peor de lo que estaba. Hubo que avisar a un cirujano (a un cirujano de verdad) para que le amputara la pierna gangrenada. Por supuesto, el cirujano no perdió la oportunidad de humillarme en público.

Mientras el cirujano le amputaba la pierna yo me quedé en nuestro cuarto de estar, temiendo que mi víctima pudiera morir en la amputación (y el culpable sería yo) y pensando que su familia podría demandarme y arruinarme. No conseguía estarme quieto, iba y venía de un lado a otro, y tú me obligaste a sentarme diciendo Me mareas.

Sentí la mayor desazón de mi vida al oír el grito de aquel hombre al serle amputada la pierna. Entonces busqué refugio en ti, te pedí que me dieras un beso y tú me rechazaste. Saliste de la habitación dando un portazo. (Aún suena, aún sigo oyéndolo.)

Nunca me ofreciste consuelo ni te mostraste tierna ni amable. Y sin embargo… Sin embargo, te quería.

..........

DEBIÓ DE SER entonces cuando concebiste la idea de fugarte con Rodolfo. Está claro que fue idea tuya. No sé si él compartió alguna vez ese proyecto, pero lo dudo mucho. Probablemente te hizo concebir falsas esperanzas para, de paso, obtener mejor tus favores. Pero desde el primer momento debió tener claro que no se iría contigo.

Ahora entiendo por qué pasaste entonces una etapa apacible. Supongo que te animaba la convicción de que ibas a dejarme, de que ibas a vivir otra vida con alguien al que amabas (o al que creías amar).

Pero el desengaño fue atroz. Tras tu muerte encontré en el desván la carta que Rodolfo te envió. La típica carta de quien, después de aprovecharse de una mujer, rompe con ella para evitarse complicaciones. Y como siempre en estos casos, decía cínicamente que lo hacía por ti. Por ti, para evitar que fueras ultrajada.

También me explico ahora aquel desmayo repentino, aquellas convulsiones que sufriste. Fue tu reacción al recibir la carta.

Casi dos meses estuve a tu lado, al borde de nuestra cama, sin atender a mis enfermos, sin apenas dormir, tomándote el pulso, aplicándote compresas y poniéndote bolsas con hielo. Casi dos meses.

Lloré de alegría cuando, por fin, te vi comer una tostada. Y volví a llorar cuando un día te levantaste y anduviste conmigo por el jardín. Por el mismo jardín en que te habías reunido, a mis espaldas, con Rodolfo.

..........

FÍJATE LO QUE dice de ti. Está hablando del momento en que proyectabas fugarte con Rodolfo, abandonarme. Digo “proyectabas” y no “proyectabais” porque él nunca quiso compartir su vida contigo. Sólo usarte, sólo aprovecharse de ti. Y mira lo que dice Flaubert:

“Nunca Emma Bovary había estado tan hermosa como en esos tiempos. Poseía ese tipo de belleza indefinible que es como una irradiación del entusiasmo, de la alegría interior, de la sensación de triunfo, el resultado de una feliz conjunción entre carácter y circunstancias. Sus anhelos, sus sinsabores, su experiencia del placer y aquellas ilusiones suyas constantemente dispuestas a revivir, a la manera de flores bajo el efecto del abono, la lluvia, el aire libre y el sol, habían ido madurándola poco a poco y ahora al fin se esponjaba en toda su plenitud.”

O sea, que tus instantes de mayor esplendor no fueron para mí, sino para ese patán que te engañó sin miramientos.

..........

FUE TAMBIÉN MI deseo de verte feliz lo que hizo posible tu reencuentro con León. Ya os habíais conocido en el pueblo, pero creo que entonces todavía no erais amantes. Sí lo fuisteis, desde luego, a raíz de reencontraros en Ruan.

Tuve la idea de llevarte a la ópera. Pensé que te gustaría, a ti que disfrutabas tanto de las novelas románticas.

Allí, en el teatro y durante un entreacto, nos encontramos casualmente con León. Aunque no: en realidad fui yo quien me topé con él. Tú estabas en el palco que habíamos reservado, y yo le pedí a León que pasara a saludarte. Fui yo quien propició que os vierais.

Y también fui yo quien insistió en que te quedaras a pasar la noche en Ruan. Aunque yo tenía que regresar para atender mi consulta, te animé a quedarte en el hotel para asistir a la función del día siguiente.

Te quedaste, y probablemente fue esa noche cuando os hicisteis amantes.

..........


AHORA QUE SÉ, por las cartas que he encontrado, que León y tú seguisteis viéndoos, me resulta fácil entender la espiral en que entraste: los gastos en que incurriste, las argucias con que me arrancaste aquel poder notarial que otorgué a tu favor, el dinero que pediste prestado a mis espaldas, y la excusa que inventaste para viajar cada semana a Ruan: esas clases de piano que después he sabido que nunca recibiste. Ibas a Ruan sólo para estar con León.

¿Cómo olvidar aquella noche que no volviste a casa?: mi desasosiego; el llanto de la niña, que no quería acostarse sin haberte visto; y mi viaje desesperado a Ruan, con el corazón a punto de rompérseme… ¿Cómo olvidar aquella noche?

..........


ME HABRÍA GUSTADO sorprenderte cuando estabas con León o con Rodolfo y ver tu reacción. Tal vez habrías dicho:

-Él es fuerte. Tú eres débil. Él es recio. Tú eres frágil. Él es bello. Tú me desagradas. Él es cálido. Tú eres frío.

Tal vez habrías dicho eso, y con toda razón.

..........

ME PEDISTE QUE dejara de dormir contigo y accedí. Pensé que me lo pedías para sentirte tranquila; y yo, con tal de que te curaras de tus crisis nerviosas, hice tu voluntad. A veces me parecía oírte hablar o gritar. Entonces iba a tu cuarto y me obligabas a salir.

..........

AL FINAL, LO que te llevó a la muerte fue el dinero. Dilapidaste, a escondidas, la herencia de mi padre, empeñaste nuestros bienes, caíste en las garras de un usurero y ya no pudiste salir.

Llegaron entonces la escasez, la falta de dinero hasta para comprar medias a la niña, el embargo de nuestros muebles…, tu suicidio.

..........

TU SUICIDIO. ESAS horas horribles. Te tumbaste en la cama y yo, pobre de mí, creí que era otra de tus crisis. Entonces vinieron tus vómitos, tu lividez, tus gemidos. Vino tu negativa a contestar a mis preguntas, ¿Qué te pasa, Emma?, ¿te duele algo?, tu silencio para que yo no pudiera actuar a tiempo, para que no me fuera posible evitar tu muerte. Hasta que se me abrieron los ojos y dije ¿qué has tomado? y tú señalaste una carta y ahí leí “arsénico”.

Pero ya no había nada que hacer.

Me desesperé, hice llamar a los mejores médicos de la provincia.

Entre tanto vino el farmacéutico y preparó un antídoto. No te hizo efecto, y el vomitivo que también te dimos sólo te hizo expulsar sangre.

A esas alturas yo no podía hacer nada. Sólo llorar, boca abajo en la alfombra.

Al verme llorar dijiste Pronto dejaré de atormentarte. Eres bueno.

Ésas fueron las últimas palabras que me dirigiste, Eres bueno, mientras me acariciabas la cabeza.

Todavía tuve valor para mandar que te enterraran con tu vestido de boda, para guardar un mechón de tu pelo y para echar unos puñados de tierra sobre tu ataúd.

..........

PERO, DE HABER sabido en el momento de tu muerte que me engañaste con otros hombres, tal vez te habría ahogado yo mismo. Tal vez habría oprimido tu cuello con mis manos, hasta impedirte respirar.

Sí, quizá te habría estrangulado. Habría gritado Puta, puta y, de paso, te habría evitado la agonía. Te habría acortado los trámites.

..........

Y DESPUÉS, POR si no hubiera tenido aún bastante ración de infierno, vinieron más problemas: facturas por los gastos que habías hecho, préstamos que había que devolver… Y teniendo entre tanto que ocultar mi dolor a nuestra hijita. Aunque también a ella le ha salpicado esta tristeza.

..........

SIN EMBARGO, EMMA, no ha sido eso lo peor. Lo peor ha sido encontrar en el desván la carta de Rodolfo. Aquella carta en que, después de haberte prometido que se fugaría contigo, decía que desistía para no perjudicarte.

Y yo, siempre tan estúpido, incluso después de leer la carta quise creer que lo vuestro fue un amor platónico…

Hasta que abrí el cajón de la cómoda. El cajón en que guardabas tus intimidades. El cajón que siempre respeté, cuya apertura me pareció hasta entonces una profanación. Lo abrí y ahí estaban las cartas. Todas las notas que tus amantes te habían hecho llegar.

Ya no había duda. Devoré esos papeles mientras gritaba y lloraba como un loco.

..........

HACE UNOS DÍAS me encontré con Rodolfo. Empezó a hablar de bagatelas, pensando que yo seguía sin saber nada de lo vuestro. Le interrumpí y le dije No le odio. Se quedó perplejo.

Pero es verdad, Emma. No le odio. Dije lo que en el fondo pienso: que la culpa es del destino, de la fatalidad.

Y me aparté de él.

..........

Y AQUÍ ESTOY, Emma. Hundido, encerrado en casa, sin salir ni recibir a nadie, hasta inventando excusas para no visitar a mis enfermos.

Así estoy ahora, Emma.

..........

PUTA MÁS QUE puta
que me has engañado
que te has acostado con otros mientras yo trabajaba como un perro
mientras yo bregaba con mocos esputos orines heces
ofreciéndome luego tu peor cara
tus gritos tu histeria
y reservando para otros lo mejor
lo mejor para ellos
tus besos tu risa tus caricias tu cuerpo tu belleza
todo todo todo
lo mejor de ti para ésos que
te usaron te tiraron
lo mejor de ti para los que
te sedujeron te embaucaron
para esos cabrones
pero no
cabrones no
cabrón (lo que se dice cabrón)
el único cabrón soy
yo.

..........

Y ¿QUÉ CULPA tenías de que yo no te gustara?
¿Qué culpa tenías de no estar enamorada de mí?
¿Qué culpa tenías de que otros hombres encendieran en ti lo que yo no encendía?
¿Qué culpa tenías de no poder romper conmigo para irte a vivir con otro al que amaras?
¿Qué culpa tenías de que las leyes no te dejaran divorciarte?
¿Qué culpa tenías de que, aunque las leyes lo hubiesen permitido, no tuvieras un medio de vida, un sustento para no depender de mí y poder elegir por ti misma?
¿Qué culpa tenías de que todo fuera así?
¿Qué culpa tenías de todo eso?
¿Qué culpa tenías de nada?

.........

Y TAMBIÉN ES normal que te sintieras atraída por otros, por hombres que irradiaban más virilidad y más fuerza que yo. A fin de cuentas, ¿qué pasa en la naturaleza? El macho más dotado acapara las hembras. Todas las hembras.

Los débiles, aquéllos que carecen de vigor y energía, no tienen opciones.

.........

SUPÓN POR UN momento, Emma, que no existimos, que no hemos existido nunca. Imagina que alguien nos imagina. Supón que esa persona escribe nuestra historia. Que es él, y no nosotros, quien mueve nuestros pasos.

Y bien, Emma, ¿qué diferencia hay?

¿Qué más da que alguien -un escritor, un novelista- decida por nosotros, o que sea algo -la realidad- quien decide? ¿Acaso la realidad no se autoescribe, acaso no escoge ella misma los pasos que da? Incluso cuando creemos decidir nosotros, no lo hacemos del todo, porque avanzamos ciegamente a lomos del impulso, porque no conocemos las circunstancias ni prevemos las consecuencias de nuestros actos.

¿Habrías hecho todo lo que hiciste, Emma, de haber sabido los efectos de tus acciones?

Es la realidad quien nos mueve. Como el viento a las ramas, o el mar a los barcos que lleva a la deriva.

..........

¿SE PUEDE AMAR a quien te ha hecho sufrir?
¿Se puede amar a quien te ha arruinado?
¿Se puede amar a quien te ha ofendido?
¿Se puede amar a quien te ha engañado?

Sí, se puede.


..........

QUIERO ODIARTE, EMMA, y no lo consigo. Mi voluntad te detesta. Mi corazón no.

..........

PERO SI RESULTARA que tu muerte fue un sueño y al despertarme de ese sueño, y sabiendo todo lo que ahora sé, te encontrara, ¿qué diría?, ¿qué parte de mi corazón hablaría contigo?

¿Y qué haría?: ¿seguir a tu lado?, ¿apartarme de ti?, ¿matarte?

¿Qué haría yo?

..........

SI ME DIERAN a elegir, ¿preferiría no haberte conocido nunca?: ¿no haber visto jamás tu pelo, tus ojos, tu sonrisa; no saber qué es tenerte entre mis brazos?

Ahora que conozco el coste de tu pelo, de tus ojos, de tus labios…, ahora que he pagado el precio de abrazarte, ¿preferiría no haberlo pagado? ¿Preferiría no haberte conocido?

..........

FLAUBERT QUISO HACERME pequeño y mediocre pero no le salió. En realidad soy grande. Sí, soy un ser generoso y sensible. Ninguno de esos tipos puede comparárseme. No soy un fanfarrón como el farmacéutico. No soy un truhán como Rodolfo, ni disfruto, como él, seduciendo mujeres para luego despreciarlas. No soy un mezquino como León, que probablemente no hizo nada para ayudarte cuando te viste sin dinero con que devolver los préstamos.

No. Yo soy mejor que ellos. No he engañado a nadie, no he sido huraño con lo que poseo. (Ni siquiera contigo, mi posesión más querida, fui celoso.) No he sido cretino. No he sido vil.

...........

HACE SOLEDAD DENTRO y en la calle llueven las nubes gotas de ya nunca.

...........

¿QUÉ ES POSEER a alguien? No puede ser frotarse con otro, encajar lo convexo en lo cóncavo. Si fuera eso sería muy poco.

Pienso ahora que nadie posee a nadie. Pero, si algo puede acercarse a poseer, es llevar a alguien en el corazón. Es amar aunque no te amen. Aunque te detesten y traicionen.

Y yo, Emma, he vivido contigo mis horas mejores. Para verte feliz he sacrificado cualquier ambición. Me fui a vivir a otro sitio por ti, dejé una clientela que me había llevado años lograr, me arriesgué a perderlo todo atreviéndome (sólo para complacerte) con una operación para la que no estaba preparado, soporté tus crisis nerviosas, cuidé de nuestra hija todas las veces que no podías o no querías hacerlo, dejé de dormir contigo cuando me lo pediste… Y te he visto morir, Emma. He presenciado tus vómitos, tu vaciamiento... (¿Qué hacían entre tanto tus amantes?, ¿de qué modo estarían ellos solazándose mientras tú agonizabas y yo enloquecía?)

Sólo yo te he amado, Emma. Sólo yo te he poseído.

........

PERO AL FINAL me absolviste. Seguramente soy grotesco y ridículo, pero tus últimas palabras fueron Eres bueno.

“Eres bueno” dijiste, mientras acariciabas mi cabeza.

Eres bueno.

Y con esas palabras me absolviste, amor mío.



miércoles, 30 de enero de 2019

APRENDÍ DE... (Marco Aurelio)


1. Aprendí de mi abuelo Vero la bondad y la ecuanimidad.

2. De la buena fama y memoria legadas por quien me engendró, la circunspección y el carácter viril.

3. De mi madre, la piedad, la liberalidad, y la abstención no sólo de ejecutar acción mala, sino también de pensarla; además, la simplicidad en el vivir y el alejamiento del sistema de vida que siguen los ricos.

4. De mi bisabuelo, el no haber frecuentado las escuelas públicas y haberme proveído de buenos maestros en casa, bien persuadido que en este particular es menester gastar asiduamente.

5. De mi ayo, el no haber sido en los juegos públicos ni Verde ni Azu, ni partidario de los parmularios o de los escutarios; la constancia en la fatiga y los escasos cuidados; el afán de obrar por mí mismo, sin agobiarme con excesivas tareas; el menosprecio a los chismosos.

6. De Diognetes, la aversión a las frivolidades; la incredulidad a lo que cuentan los magos y los charlatanes acerca de las hechicerías y la manera de preservarse de los espíritus, y otras supercherías de este jaez; a no dedicarme a la cría de codornices ni enfundarme en parejas manías; a aguantar la zumba en las conversaciones; a familiarizarme con la filosofía, oyendo las lecciones, primero de Baquio, luego de Tandasis y de Marciano; a ejercitarme, de niño, en componer diálogos; a haber codiciado el camastro de campaña, cubierto de simple piel, y todas las otras disciplinas inherentes a la educación helénica.

7. Debo a Rústico el haber comprendido la necesidad de enderezar mi carácter y vigilarlo de continuo; no haberme desviado hacia la hinchazón de la sofística, ni haber compuesto tratados teóricos ni esas obras retóricas que tienden a la persuasión; no intentar sorprender al público con ostentaciones de actividad o beneficencia; haber renunciado a la retórica y a la poesía y al estilo atildado; no pasearme por casa en toga, vedándome tales vanidades ceremoniosas; escribir llanamente mis cartas, a semejanza de aquella que él mismo escribió, desde Sinuesa, a mi madre; estar siempre dispuesto a doblarme y a reconciliarme prontamente con los que se me irriten o me ofendan, apenas ellos mismos deseen allegárseme; leer con reflexión, sin contentarme con una noticia superficial de los escritos; no dar fácil asenso a las personas que charlan de todo fuera de propósito; haber podido leer los escritos de Epicteto, que él me prestó de su biblioteca.

8. Debo a Apolonio la independencia de espíritu; la decisión sin perplejidades; el no dejarme regir, ni aun en las cosas mínimas, por otros principios que por la razón; permanecer siempre igual, en los dolores más agudos, en la muerte de un hijo, en las largas enfermedades; haber visto claramente, ante su viviente ejemplaridad, que se puede juntar la mayor energía a la dulzura; ningún desabrimiento a lo largo de las lecciones; haber visto a un hombre que juzgaba ciertamente como la menor de sus cualidades su experiencia y su destreza en transmitir la doctrina; haber aprendido cómo hay que aceptar las finezas de los amigos, sin dejarse esclavizar por ellas y sin rechazarlas toscamente.

9. A Sexto, la benevolencia y el modelo de una casa patriarcal; la idea de la vida conforme a la razón natural; la gravedad sin afectación; la solicitud desvelada por los amigos; la tolerancia con los necios y los atolondrados; en suma, la armonía con todos; de este modo, su trato les ganaba con más atractivo que cualquier lisonja, y les inspiraba a la vez el más profundo respeto; la habilidad en descubrir con exactitud y método y en regularizar los principios necesarios para la vida; no haber nunca manifestado ni aun en apariencia señales de cólera u otra pasión, antes bien, poseer un carácter muy pacífico y, al mismo tiempo, entrañable; la propensión a la alabanza, pero con discreción; la vasta erudición, sin pedantería.

10. Aprendí de Alejandro el gramático el no censurar; no zaherir a quienes se les fue un barbarismo, un solecismo o cualquier viciosa pronunciación; sino anunciar con maña aquella única palabra que convenía proferir, bajo la forma de una respuesta, de una confirmación o de una deliberación sobre el fondo mismo, no sobre la forma, o por otro medio apropiado de hábil sugerencia.

11. De Frontón, el haber comprendido hasta qué punto llega la envidia, la duplicidad y la hipocresía de los tiranos, y cómo, de ordinario, esos personajes que llevan entre nosotros el nombre de patricios, son, en cierto modo, insensibles a la estima.

12. De Alejandro el platónico, el no repetir a menudo y sin necesidad, sea de viva voz, sea por escrito, que estoy muy ocupado; y no rechazar así, sistemáticamente, los deberes que las relaciones sociales imponen, pretextando un agobio de quehaceres.

13. De Catulo, el no despreocuparme por las quejas de los amigos, aun en el caso que fuera inmotivada la queja, sino, al contrario, intentar restablecer las relaciones de amistad; elogiar de grado a los maestros, como es fama que lo hacían Domicio y Atenodoto; amar sinceramente a los hijos.

14. De mi hermano Severo, el amor a la familia, a la verdad y al bien; el haber conocido, gracias a él, a Traseas, Helvidio, Latón, Dión, Bruto; haber adquirido la idea cabal de un estado democrático, fundado sobre la igualdad y la libertad de voto, y de un poder que respetase, por encima de todo, la libertad de sus vasallos; de él, también, la aplicación perseverante, sin desfallecimiento, a la filosofía; la beneficencia, la asidua liberalidad; la plena esperanza y confianza en la buena fe de los amigos; ningún disimulo para aquellos que se tenía deber de censurar; ninguna necesidad de que sus amigos conjeturando adivinaran qué quería o no quería, pues procedía francamente con ellos.

15. De Máximo, el señorío de sí mismo, sin dejarse arrastrar por las ocasiones; buen ánimo en todas las coyunturas, aun durante las enfermedades; la moderación de carácter, dulce y grave; el cumplimiento sin esfuerzo de cuantas tareas se tienen a cargo; el que todos confiaran que así sentía como decía, y que cuando obraba, lo hacía sin fin torcido; nada de asombro ni temor; nunca precipitación ni perplejidad, ni incertidumbre ni abatimiento, ni medias sonrisas, seguidas de arrebatos de ira o desconfianza; la beneficencia, la facilidad en perdonar, la sinceridad; dar la sensación de hombre firme más bien que enderezado. Ninguno pudo imaginarse que Máximo le aventajara ni admitir que nadie le fuera superior; en fin, su urbanidad y cortesía.

16. De mi padre, la mansedumbre, pero también la firmeza inalterable en las resoluciones tomadas con madurez; la indiferencia respecto a las vanas apariencias de gloria; el amor a los negocios con perseverancia; la atención para prestar oídos a los que son capaces de proponer algún proyecto de utilidad pública; el distribuir a cada uno, inflexiblemente, según su mérito; la habilidad en discernir cuándo hay necesidad de un esfuerzo persistente o de un aflojamiento; la renunciación a la familiaridad con los mancebos; la jovialidad con todos; la libertad concedida a los amigos para que no asistieran siempre a sus convites ni le acompañaran necesariamente en los viajes, encontrándole, antes bien, siempre ecuánime cuando alguien por alguna precisión le hubiese dejado algún tiempo; el afán y la constancia en examinar minuciosamente los asuntos sin renunciar a una cabal investigación, satisfecho con una información superficial; el cuidado en conservar a los amigos sin mostrárseles fastidiado ni excesivamente apasionado; el arte de bastarse a sí mismo en todo, manteniendo la serenidad; la atención en prever de lejos y en ajustar muy de antemano todos los pormenores sin alboroto; la represión de las aclamaciones y de todo género de lisonja hacia su persona; la vigilancia constante sobre los grandes intereses del Estado; la administración con cuenta y razón de los impuestos públicos, y la tolerancia con las murmuraciones que en este particular le zaherían; ningún temor supersticioso en el culto a los dioses; respecto a los hombres, ninguna bajeza para granjearse la popularidad, mostrándose demasiado obsequioso o demasiado amigo del populacho; antes bien, sobriedad en todo, conducta constante, experiencia del vivir decoroso sin deseo de novedades; el uso de los bienes que contribuyen al regalo de la vida —y de ellos le había colmado la Fortuna— a la vez sin fausto y sin excusas, de suerte que sin rebozo los gozaba, en viniéndole a las manos, y no los echaba de menos cuando le faltaban.



martes, 29 de enero de 2019

EL NIÑO LADRÓN Y LA MADRE (Esopo)


Un niño robó en la escuela la tablilla a un compañero y se la llevó a su madre. Ella no sólo no le regañó, sino que incluso lo alabó. La segunda vez robó un manto y la madre lo aprobó todavía más. Al crecer, con los años, cuando fue muchacho, se dedicó a robos mayores. Y una vez, sorprendido en flagrante, lo condujeron al verdugo con las manos atadas a la espalda. Su madre lo acompañó y, mientras se daba golpes en el pecho, el muchacho dijo:
-Quiero decir una cosa a mi madre.
Ella se le acercó enseguida y él le cogió la oreja y se la arrancó de un bocado. Ella le acusó de impío, pero él dijo:
-Si me hubieras pegado entonces, cuando por primera vez te traje la tablilla que robé, no habría llegado a donde estoy, a punto de ser llevado a la muerte.


lunes, 28 de enero de 2019

El PERRO QUE COMÍA SILENCIO (Isabel Mellado)


Hubo un tiempo en que me llamé croqueta. Así me llamaba mi amo. Mentecato lo llamaba yo a él, pero eso nunca lo supo. Ahora me gritan chucho. A mí me gusta titularme Zorba, el perro.
Y sí, soy un perro free lance de pueblo. Tardé en darme cuenta de que esta vez solo sería eso. No ponía huevos, tampoco tenía cuernos y ni hablar de hacer patinaje sobre hielo.
A los pocos meses de nacer me abandonaron en un vertedero. Me recogió don Mentecato y me apadrinó prometiendo cuidarme toda mi perra y su aún más perra vida, pero como era de esperar no cumplió su palabra y no se lo reprocho. Viene a mi mente el dicho «errar es humano, perdonar es perruno». A lo largo de mi vida he comprendido que casi ningún hombre tiene palabra, pero todos tienen silencios y eso es lo esencial.
Es muy difícil mentir con el silencio. Para mí es un recurso natural, como el agua. Hay días en que solo me alimento de eso, y claro así estoy también flaco como perro; o como bromearía mi compadre pastor alemán: no es que sea flaco, es que tengo los huesos bien afuera. Además parezco de gamuza con la tiña que agarré al revolcarme con una perrita choca de los suburbios y que me da un look bohemio.
Mis silencios preferidos son el silencio del hueso y el silencio de los enamorados que huele a bistec y anhelo. En cambio, el silencio de los cónyuges suele ser turbio y estrecho y no es solo uno compartido, sino al menos dos, por lo general antagónicos. A mí personalmente me ponen la carne de gallina y eso bien se sabe que para un can no es nada bueno.

Soy zurdo convencido. Meneo la cola con oficio de izquierda a derecha, me despierto de izquierda a derecha y si el tiempo me permite elegir, planto preferentemente el mordiscón en el muslo izquierdo del masticable contrincante.

¿Que por qué me fascinan los gatos? Porque son algo así como el resumen de la noche, sobre todo los negros. Pienso que si logro finalmente despedazar a alguno, liberaré todos los amaneceres que contiene. Soy re patiperro, creo en el espacio abierto y en la posibilidad de las esquinas.


domingo, 27 de enero de 2019

LICANTROPÍA (Enrique Ánderson Imbert)


Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió ("¡qué dientes!", diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil...

En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria -realidad que rechazo cada vez que invento una historia- me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras...

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas "y me hiciera famoso..."

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso "rigurosamente verídico" de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera -después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos- pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú...

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana "la razón es antivital", tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: "El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse".

Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

-Bah, el cuentito del licántropo -le dije-. Lo contó Petronio en el Satiricón.

-No, no -y su voz salió de la tiniebla misma-. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan...

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía "créame, lo sé, el lobizón existe", se metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.


sábado, 26 de enero de 2019

LANTANO (Billy MacGregor)


Es domingo, estoy todavía en la cama y acaba de sonar el timbre.
Sigo durmiendo.
Otra vez. Joder. Coño.
Ding y dong.
No puede ser...
Me levanto, me pongo bien las tetas y me hago una cola de caballo en el pelo mientras busco la otra zapatilla. Pregunto quién es. No contestan. Miro por el agujerito. Nada. Sólo la pared. La pared de siempre. Me meto otra vez en la cama. Es domingo.
Ding.
Dong.
Me cago en me cago en me cago. Doy un salto muy felino que hasta yo flipo porque mola un montón y en cuatro pasos ya estoy otra vez delante de la puerta, que abro sin mirar ni hostias porque estoy deseando decirle a sea quien sea que pero a ti qué te pasa ¿Em? Pero no me da tiempo.

-¿Cristina tal y tal?

-¿Cómo?

-Tienes que venir conmigo.

Y antes de que pueda siquiera pensar, joder, Cristina, vaya sueño más chungo estás teniendo, o mandarlo a la mierda o preguntar si es tonto, que son las ocho de la mañana, que es domingo, que ayer me acosté tarde porque estuve con Vicky, sí, joder, esa Vicky, qué quieres que te diga, me gusta, me gusta que se me caen las bragas, y me hace cosas que nunca me ha hecho nadie, antes de que pueda darle con la puerta en la cara y enredarme otra vez a la manta y soñar con los besos pequeños de Vicky, toda la fila de edificios de enfrente explota de repente y a través de la ventana, como si la ventana fuera una tele y fueran las cinco de la tarde y estuviera viendo una de esas pelis malas que dan los domingos a las cinco de la tarde, veo cómo se derrumban uno tras otro envueltos en llamas con la gente dentro y pienso en Vicky y miro al tipo con los ojos abiertos como platos soperos y las lágrimas a punto de caramelo y el tipo me coge de la mano y me saca de casa en pijama y descalza y todavía con lagañas y corremos por todo el pasillo y bajamos los peldaños de dos en dos hasta la calle y en la calle seguimos corriendo hasta el punto de extracción, no sé, lo ha dicho él, yo ni siquiera sé qué coño es un punto de extracción, yo estaba dormida, porque es domingo, joder, y ahora estoy subiendo a un helicóptero y toda la ciudad se viene abajo mientras tomamos altura y me acuerdo de que no le he puesto comida al pez e intento averiguar de algún modo por qué estoy aquí y a dónde vamos ¿dónde vamos?, y como nadie me dice una mierda intento escaparme pero está muy alto y a mí las alturas me dan mareo y entonces me doy cuenta de que de verdad está muy alto y me da un mareo y antes de que casi vaya a desmayarme el tipo me dice que ya hemos llegado, que no tenga miedo, que todo está controlado y yo pienso, cabrón, pero qué coño dices, si eso es un cohete, una nave espacial, como se llame, con, todas esas lucecitas y esa gente con trajes raros para aquí y para allá, y tengo frío joder y estoy en pijama y... y mientras intento no vomitar veo la ciudad hacerse cada vez más y más pequeña hasta que puedo ver la tierra toda redonda y azul resquebrajarse como una nuez debajo de un zapato y abrirse así por la mitad y reventar en mil millones de millones de pedazos que a los pocos minutos parecen confeti en mitad del espacio y... Joder, ni siquiera he desayunado.

jueves, 24 de enero de 2019

PARKER BAILA (Pedro Martínez)


Con una máscara de adolescente ensimismado Parker gira y ríe en un baile de disfraces en el que nadie es quien dice ser. Entre los muchos invitados, alrededor, confundidas, la primera mujer que amó, la primera mujer que besó, la primera mujer que le enloqueció. Y su mujer.

Intenta aparentar una calma que no tiene. Baila y sonríe. Se para y bebe pequeños sorbos de una copa de vino. Se está mareando y debe estar sobrio para no delatarse.  Ajeno al viento en las ventanas, a la lluvia, torpe, habla con unos y otros.

No sabe quién sabe.

Y qué.

La música cambia desde Beatles a baladas tan lentas y tan antiguas que parece que el tiempo se ha detenido. Pero no, han pasado tantas cosas. La primera mujer que amó va de acá para allá como una bailarina entre ballet y contorsionista. La primera mujer que besó ha olvidado todo y sonríe al lado de su nueva pareja. La primera mujer que le enloqueció está nerviosa, intranquila, su marido está sentado a su lado y los dos fuman sin cesar. Su mujer está feliz y habla con todos, encantadora, ajena a la trastienda.

Están las miradas.

Y los silencios.

Fuera están las calles donde todos ellos se perdieron en tiempos amarillos de versos y palomas, de melancolía en las esquinas, de risas de niños y una esperanza, o tres, o nada. Los que bailan, como pueden, sofocan los gritos del mercader de la nostalgia, de los fabricantes de relojes, de los hechiceros de una época sin plazos, de las tenues palabras de enamorados escondidas bajo los bancos de la plaza.

Ahí está Parker, riendo y bebiendo, simulando una tranquilidad que no tiene, caminando sobre la débil línea que separa el sí del no, esperando la inoportuna palabra que desbarate la fragilidad de su paz, confundido entre las tres mujeres que dieron sentido a su vida, que la llenaron, que aún le duelen.

Y su mujer.


miércoles, 23 de enero de 2019

LA NADA (Isidoro Capdepón)


la nada es nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada y nada de nada ni siquiera nada


martes, 22 de enero de 2019

TODA LA CASA DE BORRACHERA (Ester Berdor Corrales)


Para una noche que llego sobrio a casa, ¡Y menuda curda llevaba la banqueta! Me intenté sentar en ella para quitarme los zapatos y no había manera porque estaba venga a menearse. La mesilla también se había unido a la fiesta, quería dejar mi medallita de oro en el cajón, pero se me iba de aquí para allá. ¡Yo todo era intentar cogerla, y ella, todo querer escaparse! El perchero, ciego como un piojo, lanzaba la gabardina y el sombrero contra la cama, que tenía las sábanas arremolinadas y muertas de risa. Al final me fui hacia el mueble-bar, a ver si también yo me ponía a tono.


domingo, 20 de enero de 2019

BUENOS AIRES (Jorge Luis Borges)


Ni de mañana ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro veloz y numeroso atravesando el cielo, un cristalear y un despilfarro manirroto de sol amontonándose en las plazas, quebrando con ficticia lapidación los espejos y bajando por los aljibes insinuaciones largas de luz. El día es campo de nuestros empeños o de nuestra desidia, y en su tablero de siempre sólo ellos caben. La noche es el milagro trunco: la culminación de los macilentos faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en el alma.
Queda el atardecer. Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquietud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros.
A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algunos eminentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de enhiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chimeneas atareadas. Es más bien un trasunto de la planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene continuación en la rectitud de calles y casas. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de moradas de uno o dos pisos, enfiladas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedra— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. Atraviesan cada encrucijada cuatro infinitos. En la alta noche, al recorrer la ciudad que simplifican la dura sombra y nuestro rendimiento quejoso, nos hemos azorado a veces ante las interminables calles que cruzan nuestro camino y hemos desfallecido apuñalados, mejor dicho alanceados y aun tiroteados por la distancia. ¡Y en los alrededores del crepúsculo! Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas caben en el cielo. Para que nuestros ojos sean flagelados por ellas en su entereza de pasión, hay que solicitar los arrabales que oponen su mezquindad a la pampa. Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos. Quien ha vivido en serranía no puede concebir esos ponientes, pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra. Ponientes y visiones de suburbio que están aún —perdónenme la pedantería— en su aseidad, pues el desinterés estético de los arrabales porteños es patraña divulgadísima entre nosotros. Yo, que he enderezado mis versos a contradecir esa especie, sé demasiado acerca del desvío que muestran todos en alabándoles la desgarrada belleza de tan cotidianos lugares…
He mentado hace unos renglones las casas. Ellas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lastimeramente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman a la vez tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el costado, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe, pero que está lleno de patricialidad y de primitiva eficacia, pues está cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores y expresan: Fatalismo. No el fatalismo rencoroso y anárquico que se esgrime en España, sino el burlón y criollo que informa el Fausto de Estanislao del Campo y aquellas estrofas del Martín Fierro que no humilla un prejuicio de barata doctrina liberal. Un fatalismo que no detiene la acción, pero que se ve en las lindes de todo esfuerzo el fracaso…
Quiero hablar también de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobija.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa colorada o de cinc, desprovistas de torres excepcionales y de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Calles de Buenos Aires profundizadas por el transitorio organillo que es la vehemente publicidad de las almas, calles deleitables y dulces en la gustación del recuerdo, largas como la espera, calles donde camina la esperanza que es la memoria de lo que vendrá, calles enclavadas y firmes tan para siempre en mi querer. Calles que silenciosamente se avienen con la noble tristeza de ser criollo. Calles y casas de la patria. Ojalá en su ancha intimidad vivan mis días venideros.


LA OBRA MAESTRA DESCONOCIDA (Honoré de Balzac)


I
GILLETTE
A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands-Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética. Aquellos fanfarrones que, pagados de sí mismos, creen demasiado pronto en el porvenir, no son gentes de talento sino para los necios. A este respecto, el joven desconocido parecía tener verdadero mérito, si el talento debe ser medido por esa timidez inicial, por ese pudor indefinible que los destinados a la gloria saben perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coquetería. El hábito del triunfo atenúa la duda y el pudor es, tal vez, una duda.
Abrumado por la miseria y sorprendido en aquel momento por su propia impertinencia, el pobre neófito no habría entrado en la casa del pintor al que debemos el admirable retrato de Enrique IV, sin la extraordinaria ayuda que le deparó el azar. Un anciano comenzó a subir la escalera. Por la extravagancia de su indumentaria, por la magnificencia de su gorguera de encaje, por la prepotente seguridad de su modo de andar, el joven barruntó en este personaje al protector o al amigo del pintor; se hizo a un lado en el descansillo para cederle el paso y lo examinó con curiosidad, esperando encontrar en él la buena naturaleza de un artista o el carácter complaciente de quienes aman las artes; pero percibió algo diabólico en aquella cara y, sobre todo, ese no sé qué que atrae a los artistas. Imagine una frente despejada, abombada, prominente, suspendida en voladizo sobre una pequeña nariz aplastada, de remate respingado como la de Rabelais o la de Sócrates; una boca burlona y arrugada, un mentón corto, orgullosamente levantado, guarnecido por una barba gris tallada en punta; ojos verdemar que parecían empañados por la edad, pero que, por contraste con el blanco nacarado en que flotaba la pupila, debían de lanzar, a veces, miradas magnéticas en plenos arrebatos de cólera o de entusiasmo. Además, su semblante estaba singularmente ajado por las fatigas de la edad y, aún más, por esos pensamientos que socavan tanto el alma como el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas y apenas se veían algunos vestigios de cejas sobre sus salientes arcos. Coloque esta cabeza sobre un cuerpo enjuto y débil, enmárquela en un encaje de blancura resplandeciente, trabajado como una pieza de orfebrería, eche sobre el jubón negro del anciano una pesada cadena de oro, y tendrá una imagen imperfecta de este personaje al que la tenue iluminación de la escalera confería, por añadidura, una coloración fantasmagórica. Diríase un cuadro de Rembrandt avanzando silenciosamente y sin marco en la oscura atmósfera que ha hecho suya este gran pintor. El anciano lanzó al joven una mirada impregnada de sagacidad, golpeó tres veces la puerta, y dijo a un hombre achacoso, de unos cuarenta años, que vino a abrir:
-Buenos días, maestro.
Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven creyendo que venía con el viejo y se preocupó tanto menos por él cuanto que el neófito permanecía bajo la fascinación que deben de sentir los pintores natos ante el aspecto del primer estudio que ven y donde se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte. Una claraboya abierta en la bóveda iluminaba el obrador del maestro Porbus. Concentrada en una tela sujeta al caballete, que todavía no había sido tocada más que por tres o cuatro trazos blancos, la luz del día no alcanzaba las negras profundidades de los rincones de aquella vasta estancia; pero algunos reflejos extraviados encendían, en la sombra rojiza, una lentejuela plateada en el vientre de una coraza de reitre1 suspendida de la pared, rayando con un brusco surco de luz la moldura esculpida y encerada de un antiguo aparador cargado de curiosas vajillas, o moteaban de puntos brillantes la trama granada de algunos viejos cortinajes de brocado de oro con grandes pliegues quebrados, arrojados allí como modelos. Vaciados anatómicos de escayola, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amorosamente pulidos por los besos de los siglos, cubrían anaqueles y consolas. Innumerables esbozos, estudios con la técnica de los tres colores, a sanguina o a pluma, cubrían las paredes hasta el techo. Cajas de pigmentos, botellas de aceite y de trementina, banquetas volcadas, dejaban sólo un estrecho paso para llegar bajo la aureola que proyectaba el alto ventanal cuyos rayos caían de lleno sobre el pálido rostro de Porbus y sobre el cráneo marfileño del singular personaje. La atención del joven pronto fue absorbida exclusivamente por un cuadro que, en aquel tiempo de confusión y de revoluciones, ya había llegado a ser célebre, y que visitaban algunos de esos tozudos a los que se debe la conservación del fuego sagrado durante los tiempos difíciles. Este bello lienzo representaba una María Egipcíaca disponiéndose a pagar el pasaje del barco. Esta obra maestra, destinada a María de Médicis, fue vendida por ella en sus días de miseria.
-Tu santa me gusta -dijo el anciano a Porbus- y te daría por ella diez escudos de oro por encima del precio que ofrece la reina; pero ¿pretender lo mismo que ella?... ¡diablos!
-¿Le gusta?
-¡Hum! ¡hum! -masculló el anciano- ¿gustar?... pues sí y no. Tu buena mujer no está mal hecha, pero no tiene vida. ¡Ustedes creen haber hecho todo en cuanto han dibujado correctamente una figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyes de la anatomía! ¡Colorean ese dibujo con el tono de la carne, preparado de antemano en su paleta, cuidando de que un lado quede más oscuro que otro, y sólo porque miran de vez en cuando a una mujer desnuda puesta en pie sobre una mesa, creen haber copiado la naturaleza, creen ser pintores y haber robado su secreto a Dios!... ¡Prrr! ¡Para ser un gran poeta no basta conocer a fondo la sintaxis y no cometer errores de lenguaje! Mira tu santa, Porbus. A primera vista parece admirable; pero en una segunda ojeada se percibe que está pegada al fondo de la tela y que no se podría rodear su cuerpo. Es una silueta que sólo tiene una cara, es una figura recortada, es una imagen incapaz de volverse o de cambiar de posición. No siento aire entre ese brazo y el ámbito del cuadro; faltan el espacio y la profundidad; sin embargo, la perspectiva es correcta, y la degradación atmosférica está observada con exactitud; pero, a pesar de tan loables esfuerzos, no puedo creer que ese bello cuerpo esté animado por el tibio aliento de la vida. Tengo la impresión de que si pusiera la mano sobre este seno de tan firme redondez, ¡lo encontaría frío como el mármol! No, amigo mío, la sangre no corre bajo esa piel de marfil, la vida no llena con su corriente purpúrea las venas que se entrelazan en retículas bajo la ambarina transparencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita, pero ese otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada detalle: aquí es una mujer, allí una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No has sabido insuflar sino una pequeña parte de tu alma a tu querida obra. El fuego de Prometeo se ha apagado más de una vez en tus manos y muchas partes de tu cuadro no han sido tocadas por la llama celeste.
-Pero ¿por qué, mi querido maestro? -dijo respetuosamente Porbus al anciano, mientras que el joven reprimía a duras penas su deseo de golpearlo.
-¡Ah, ahí está! -dijo el anciano menudo-. Has flotado indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros alemanes, y el ardor deslumbrante, la feliz abundancia de los pintores italianos. Has querido imitar a la vez a Hans Holbein y a Tiziano, a Alberto Durero y a Pablo Veronés. ¡En verdad era una magnífica ambición! Pero ¿qué ocurrió? No has logrado ni el severo encanto de la sequedad, ni las engañosas magias del claroscuro. En este lugar, como un bronce en fusión que revienta su molde demasiado débil, el rico y rubio color de Tiziano ha hecho estallar el magro contorno de Alberto Durero en el que lo habías colado. En otra parte, la línea ha resistido y contenido los magníficos desbordamientos de la paleta veneciana. Tu figura no está ni perfectamente dibujada, ni perfectamente pintada, y lleva por todas partes la huella de esta desgraciada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte como para fundir en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, debías haber optado con franqueza por una u otra, a fin de obtener la unidad que simula uno de los requisitos de la vida. No eres auténtico sino en las partes centrales, tus contornos son falsos, no son envolventes y nada prometen a su espalda. Aquí hay verdad -dijo el anciano señalando el pecho de la santa. También aquí -continuó, indicando el lugar donde terminaba el hombro en el cuadro-. Pero allí -dijo, volviendo al centro del pecho, todo es falso. No analicemos nada; sólo serviría para desesperarte.
El anciano se sentó en un taburete, apoyó la cabeza en sus manos y quedó en silencio.
-Maestro -le dijo Porbus-, sin embargo he estudiado bien en el desnudo este pecho, pero, para nuestra desgracia, hay efectos verdaderos en la naturaleza que pierden su verosimilitud al ser plasmados en el lienzo...
-¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta! -exclamó con vehemencia el anciano, interrumpiendo a Porbus con un gesto despótico-. ¡De otro modo, un escultor se ahorraría todas sus fatigas sólo con moldear una mujer! Pues bien, intenta moldear la mano de tu amante y colocarla ante ti; te encontrarás ante un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado a recurrir al cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, representará su movimiento y su vida. Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. ¡Los efectos!, ¡los efectos! ¡Pero si éstos son los accidentes de la vida, y no la vida misma! Una mano, ya que he puesto este ejemplo, no se relaciona solamente con el cuerpo, sino que expresa y continúa un pensamiento que es necesario captar y plasmar. ¡Ni el pintor, ni el poeta, ni el escultor deben separan el efecto de la causa, que están irrefutablemente el uno en la otra! ¡Esa es la verdadera lucha! Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer esta cuestión del arte. ¡Dibujan una mujer, pero no la ven! No es así como se consigue forzar el arcano de la naturaleza. La mano de ustedes reproduce, sin pensarlo, el modelo que han copiado con su maestro. No profundizan en la intimidad de la forma, no la persiguen con el necesario amor y perseverancia en sus rodeos y en sus huidas. La belleza es severa y difícil y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla, cortejarla con insistencia y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse. La Forma es un Proteo mucho menos aprehensible y más rico en repliegues que el Proteo de la fábula. Sólo tras largos combates se la puede obligar a mostrarse bajo su verdadero aspecto; ustedes, ustedes se contentan con la primera apariencia que les ofrece, o todo lo más con la segunda, o con la tercera; ¡no es así como actúan los luchadores victoriosos! Los pintones invictos que no se dejan engañar por todos estos subterfugios, sino que perseveran hasta constreñir a la naturaleza a mostrarse totalmente desnuda y en su verdadero significado. Así procedió Rafael -dijo el anciano, quitándose el gorro de terciopelo negro para expresar el respeto que le inspiraba el rey del arte-; su gran superioridad proviene del sentido íntimo que, en él, parece querer quebrar la Forma. La Forma es, en sus figuras, lo que es para nosotros: un medio para comunicar ideas, sensaciones; una vasta poesía. Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime, teñido de luz, señalado pon una voz interior, desnudado por un dedo celeste que ha descubierto, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión. Ustedes representa a sus mujeres con bellas vestiduras de carne, con hermosas colgaduras de cabellos, pero ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y que causa peculiares efectos? Tu santa es una mujer morena, pero esto, mi pobre Porbus, ¡es una rubia! Sus figuras son, pues, pálidos fantasmas coloreados que nos pasean ante los ojos, y llaman a esto pintura y arte. Sólo porque han hecho algo que se parece más a una mujer que a una casa, creen haber alcanzado la meta y, orgullosos de no estar ya obligados a escribir, junto a sus figuras, currus venustus o pulcher homo2 como los primeros pintores, ¡se creen artistas maravillosos! ¡Ja, ja! aún están lejos, mis esforzados compañeros; necesitan utilizar muchos lápices, cubrir muchas telas antes de llegar. ¡Ciertamente, una mujer porta su cabeza de esta manera, sostiene su falda así, sus ojos languidecen Y se diluyen con ese aire de dulzura resignada, la sombra palpitante de las pestañas flota así sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué falta, pues? Una nadería, pero esa nada lo es todo. Han conseguido la apariencia de la vida, pero no han logrado expresar su desbordante plenitud, ése no se qué que es quizá el alma y que flota como una bruma sobre la forma exterior; en fin, esa flor de vida que Tiziano y Rafael supieron sorprender. Partiendo del punto extremo al que han llegado, tal vez se podría hacer una excelente pintura, pero se cansan demasiado pronto. El vulgo admira pero el verdadero entendido sonríe. ¡Oh Mabuse, oh maestro mío! -añadió el singular personaje-; ¡eres un ladrón, te llevaste contigo la vida! Excepto por esto -continuó-, esta tela es mejor que las pinturas de ese bellaco de Rubens con sus montañas de carnes flamencas, espolvoreadas de bermellón, sus ondulaciones de cabelleras rubias y su alboroto de colores. Ustedes, al menos, tienen color, sentimiento y dibujo, las tres partes esenciales del Arte.
-¡Pero si esta santa es sublime, señor mío! -exclamó en voz alta el joven, saliendo de un arrobamiento profundo-. Estas dos figuras, la de la santa y la del barquero, tienen una agudeza de intención ignorada por los pintones italianos; no conozco ni uno que hubiera ideado la indecisión del barquero.
-¿Este pequeño bribón viene con usted? -preguntó Porbus al anciano.
-¡Ay, maestro!, perdone mi osadía -respondió el neófito, sonrojándose-. Soy un desconocido, un pintamonas instintivo, llegado hace poco a esta ciudad, fuente de todo conocimiento.
-¡Manos a la obra! -le dijo Porbus, ofreciéndole un lapicero rojo y una hoja de papel.
El desconocido copió con destreza la figura de María, de un trazo.
-¡Oh! ¡oh! -exclamó el anciano-. ¿Su nombre?
El joven escribió debajo Nicolás Poussin.
-No está mal para un principiante -dijo el singular personaje de disparatado discurso-. Veo que se puede hablar de pintura en tu presencia. No te censuro por haber admirado la santa de Porbus. Es una obra maestra para todo el mundo, y sólo los iniciados en los más profundos arcanos del arte pueden descubrir en qué falla. Pero, ya que eres digno de la lección y capaz de comprender, te voy a mostrar lo poco que se necesitaría para completar esta obra. Abre bien los ojos y préstame toda tu atención: tal vez jamás se te presente una ocasión como ésta para instruirte. ¡Tu paleta, Porbus!
Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El viejecillo se arremangó con un movimiento de convulsiva brusquedad, pasó su pulgar a través de la paleta que Porbus le tendía, salpicada de diversos colores y cargada de tonalidades; más que cogerlo, le arrancó de las manos un puñado de pinceles de todos los tamaños, y su puntiaguda barba se agitó, de pronto, por impacientes esfuerzos que expresaban el prurito de una amorosa fantasía.
Mientras cargaba el pincel de color, murmuraba entre dientes:
-He aquí tonalidades que habría que tirar por la ventana con quien las ha preparado; son de una crudeza y de una falsedad indignantes; ¿cómo se puede pintar con esto?
Después, con una vivacidad febril, mojaba la punta del pincel en las diferentes masas de colores, cuya gama entera recorría, algunas veces, con más rapidez que un organista de catedral al recorrer toda la extensión de su teclado en el O Filii de Pascua.
Porbus y Poussin se mantenían inmóviles, cada uno a un lado del lienzo, sumidos en la más intensa contemplación.
-Mira, joven -dijo el anciano sin volverse-, ¡observa cómo, con tres o cuatro toques y una pequeña veladura azulada, es posible hacer circular el aire alrededor de la cabeza de esta pobre santa que se ahogaba, prisionera en aquella espesa atmósfera! ¡Mira cómo revolotea ahora este paño y cómo se percibe que la brisa lo levanta! Antes tenía el aspecto de una tela almidonada y sostenida con alfileres. ¿Ves cómo el brillante satinado que acabo de poner sobre el pecho expresa la carnosa suavidad de una piel de jovencita, y cómo el tono mezclado de marrón rojizo y de ocre calcinado, calienta la frialdad gris de esta gran sombra, en la que la sangre se coagulaba en vez de fluir? Joven, joven, lo que te estoy enseñando, ningún maestro podría enseñártelo. Sólo Mabuse poseía el secreto de dar vida a las figuras. Mabuse sólo tuvo un discípulo, que soy yo. ¡Yo no he tenido ninguno y ya soy viejo! Tienes inteligencia suficiente para adivinar el resto, a partir de lo que te dejo entrever.
Mientras hablaba, el insólito anciano tocaba todas las partes del cuadro: aquí dos toques de pincel, allí uno sólo, pero siempre tan acertados que diríase una nueva pintura, una pintura inundada de luz. Trabajaba con un ardor tan apasionado que el sudor perlaba su frente despejada; se movía con tal rapidez, con pequeños movimientos tan impacientes, tan bruscos, que al joven Poussin le parecía que hubiera en el cuerpo del estrambótico personaje un demonio que actuaba a través de sus manos, asiéndolas mágicamente, contra su voluntad. El brillo sobrenatural de los ojos y las convusiones que parecían el efecto de una resistencia interior, conferían a esta idea una apariencia de verdad que debía de influir en la imaginación del joven. El anciano iba diciendo: -¡Paf, paf, paf!. ¡Así es cómo esto se emplasta, joven! ¡Vengan, mis pequeños toques, hagan enrojecer este tono glacial! ¡Vamos a ello! ¡pom!, ¡pom!, ¡pom! -decía, dando calor a las partes en las que había notado una falta de vida, haciendo desaparecer, por medio de algunas capas de color, las diferencias de temperamento y restableciendo así la unidad de tono que requería una ardiente Egipcíaca.
-Ves, muchacho, sólo importa la última pincelada. Porbus ha dado cien; yo, sólo una. Nadie sabe lo que hay debajo. ¡Tenlo bien en cuenta!
Por fin se detuvo aquel demonio y volviéndose hacia Porbus y Poussin, mudos de admiración, les dijo:
-Esto no está todavía a la altura de mi Belle Noiseuse; no obstante, el autor podría firmar semejante obra. Sí, yo la firmaría -añadió levantándose para coger un espejo, en el que la miró-. Ahora vamos a comer -dijo-. Vengan ambos a mi casa. ¡Tengo jamón ahumado y buen vino! ¡Vamos! ¡A pesar de los malos tiempos, hablaremos de pintura! De eso entendemos. Tenemos aquí un jovenzuelo que tiene buena mano -añadió, dando una palmada en el hombro de Nicolás Poussin.
Reparando entonces en la miserable casaca del normando, sacó de su cinto una bolsa de piel, hurgó en ella, tomó dos monedas de oro y, enseñándoselas, le dijo:
-Compro tu dibujo.
-Cógelas -dijo Porbus a Poussin viéndolo estremecerse y enrojecer de vergüenza, pues este joven iniciado tenía el orgullo del pobre-. ¡Vamos, cógelas, tiene en su escarcela el precio del rescate de dos reyes!
Bajaron los tres del estudio y caminaron, departiendo sobre las artes, hasta llegar a una hermosa casa de madera, situada cerca del Pont Saint-Michel, cuyos ornamentos -el aldabón, los marcos de los enrejados, los arabescos- maravillaron a Poussin. El pintor en ciernes se encontró de golpe en una estancia de la planta baja, ante un buen fuego, cerca de una mesa cargada de apetitosos manjares y, por una extraordinaria ventura, en compañía de dos grandes artistas llenos de sencillez.
-Joven -le dijo Porbus, al verlo embelesado ante un cuadro- no mire demasiado esa tela; pues caería en la desesperación.
Era el Adán que hizo Mabuse para salir de la prisión en la que sus acreedores lo retuvieron largo tiempo. Aquella figura emanaba, en efecto, tal poder de realidad, que Nicolás Poussin empezó a comprender, desde ese momento, el verdadero sentido de las confusas palabras dichas por el anciano, que miraba el cuadro con aire de satisfacción, pero sin entusiasmo, y que parecía decir: «¡Yo he hecho cosas mejores!»
-Tiene vida -dijo-; mi pobre maestro se ha superado, pero aún falta un poco de verdad en el fondo del lienzo. El hombre está realmente vivo, se levanta y va a venir hacia nosotros. Pero el aire, el cielo, la brisa que respiramos, vemos y sentimos, no están presentes. ¡Además, ahí todavía no hay más que un hombre! Ahora bien, el único hombre salido directamente de las manos de Dios debería tener algo divino, que aquí falta. El mismo Mabuse lo decía con despecho cuando no estaba borracho.
Poussin miraba alternativamente al anciano y a Porbus, con inquieta curiosidad. Se acercó a éste como para preguntarle el nombre de su anfitrión, pero el pintor se puso un dedo en los labios con un aire de misterio, y el joven, vivamente interesado, guardó silencio, esperando que tarde o temprano alguna palabra le permitiera adivinar el nombre de su anfitrión, cuya riqueza y talentos se hallaban suficientemente atestiguados por el respeto que Porbus le manifestaba y por las maravillas acumuladas en aquella sala.
Poussin, al ver sobre la oscura madera de roble que revestía las paredes, un magnífico retrato de mujer, exclamó:
-¡Qué bello Giorgione!
-¡No! -respondió el anciano-; ¡está viendo uno de mis primeros garabatos!
-¡Por mi vida! Entonces estoy ante el dios de la pintura -dijo cándidamente Poussin.
El anciano sonrió como hombre familiarizado desde mucho tiempo atrás con tales elogios.
-¡Maestro Frenhofer! -dijo Porbus-, ¿podría conseguirme un poco de su excelente vino del Rin?
-Dos barricas -respondió el anciano-. Una como compensación por el placer que he tenido esta mañana viendo tu preciosa pecadora, y la otra como regalo de amistad.
-¡Ah!, si yo no estuviera siempre indispuesto -respondió Porbus-, y si usted me permitiera ver su Belle Noiseuse, yo podría realizar alguna pintura alta, ancha y profunda, en la que las figuras fueran de tamaño natural.
-¡Mostrar mi obra! -exclamó el anciano, emocionado-. No, no, aún debo perfeccionarla. Ayer, al atardecer -dijo-, creí haberla acabado. Sus ojos me parecían húmedos, su carne palpitaba. Las trenzas de sus cabellos se movían. ¡Respiraba! Si bien he encontrado el medio de plasmar. en una tela plana, el relieve y la redondez de la naturaleza, esta mañana, con la luz del día, he reconocido mi error. ¡Ah!, para llegar a este glorioso resultado he estudiado a fondo los grandes maestros del color, he analizado y levantado, capa por capa, los cuadros de Tiziano, el rey de la luz; como ese soberano pintor, he esbozado mi figura en un tono claro, con un empaste ligero y nutrido, pues la sombra no es más que un accidente; recuerda esto, muchacho. Después, he vuelto a mi obra y, utilizando medias tintas y veladuras, cuya transparencia disminuía cada vez más, he obtenido las sombras más vigorosas y hasta los negros más profundos; pues las sombras de los pintores mediocres son de distinta naturaleza que sus tonos iluminados; es madera, es bronce, es todo lo que quieran, excepto carne en la sombra. Se tiene la sensación de que si su figura cambiara de posición, los lugares sombreados no quedarían nítidos y no se tornarían luminosos. ¡He evitado este defecto, en el que han caído muchos de los más ilustres y, en mi caso, la blancura se manifiesta bajo la opacidad de la sombra más persistente! Mientras que una multitud de ignorantes cree dibujar correctamente porque traza una línea cuidadosamente perfilada, yo no he marcado con rigidez los bordes exteriores de mi figura, ni he resaltado hasta el menor detalle anatómico, porque el cuerpo humano no acaba en líneas. En esto los escultores pueden acercarse a la verdad más que nosotros. La naturaleza comporta una sucesión de redondeces que se involucran unas en otras. Hablando con rigor, ¡el dibujo no existe! ¡No se ría, joven! Por más singular que le parezca esta afirmación, algún día comprenderá sus razones. La línea es el medio por el que el hombre percibe el efecto de la luz sobre los objetos; pero no hay líneas en la naturaleza, donde todo está lleno: es modelando como se dibuja, es decir, como se extraen las cosas del medio en el que están. ¡La distribución de la luz da, por sí misma, la apariencia al cuerpo! Por eso no he fijado las líneas, sino que he esparcido en los contornos una nube de medias tintas rubias y cálidas que impide que se pueda poner el dedo con precisión en el lugar donde los contornos se encuentran con los fondos. De cerca, este trabajo parece blando y falto de precisión, pero a dos pasos todo se consolida, se detiene, se separa; el cuerpo gira, las formas toman relieve, se siente circular el aire alrededor. Sin embargo aún no estoy contento; tengo dudas. Quizá fuera necesario no dibujar ni un solo trazo, y fuera mejor abordar una figura por su parte media, fijándose primero en lo que resalta por estar más iluminado, para pasar, a continuación, a las partes más oscuras. ¿Acaso no procede de esta guisa el sol, ese divino pintor del universo? ¡Oh, naturaleza! ¡Naturaleza! ¿Quién ha logrado jamás sorprenderte en tus huidas? Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación. ¡Yo dudo de mi obra!
El anciano hizo una pausa y después continuó:
-Hace diez años que trabajo, joven, pero ¿qué son diez cortos años cuando se trata de luchar contra la naturaleza? ¡Ignoramos cuánto tiempo empleó el señor Pigmalión en hacer la única estatua que jamás haya caminado!
El viejo se sumió en una profunda ensoñación y permaneció con la mirada fija, jugando mecánicamente con su cuchillo.
-Helo aquí en conversación con su espíritu -dijo Porbus en voz baja.
Ante este comentario, Nicolás Poussin se sintió bajo el poder de una inexplicable curiosidad de artista. Ese anciano, con los ojos en blanco, absorto y estupefacto, que se había convertido para él en algo más que un hombre, se le manifestó como un genio lunático que vivía en una esfera desconocida. Le despertaba mil confusas ideas en el alma. El fenómeno moral de esta especie de fascinación no puede definirse, al igual que no puede traducirse la emoción suscitada por un canto que recuerda la patria en el corazón del exiliado. El desprecio que el anciano parecía manifestar hacia las más bellas tentativas del arte, su riqueza, sus maneras, las diferencias que Porbus le manifestaba; aquella obra mantenida tanto tiempo en secreto, obra de paciencia, obra de genio sin duda, a juzgar por la cabeza de la Virgen que el joven Poussin había admirado tan francamente y que, bella incluso comparada con el Adán de Mabuse, atestiguaba el hacer imperial de uno de los príncipes del arte. Todo en ese anciano iba más allá de los límites de la naturaleza humana. Lo que la rica imaginación de Nicolás Poussin pudo aprehender de forma clara y perceptible viendo a este ser sobrenatural, era una imagen completa de la naturaleza del artista, de esa naturaleza loca a la que tantos poderes son confiados y de los que, demasiado a menudo, abusa, arrastrando consigo a la fría razón, a los burgueses e incluso a algunos aficionados, a través de mil caminos pedregosos a un lugar donde, para ellos, nada hay, mientras que, retozando en sus fantasías, esa muchacha de alas blancas descubre allí epopeyas, castillos y obras de arte. ¡Naturaleza burlona y buena, fecunda y pobre! Así, para el entusiasta Poussin, este anciano, por una transfiguración súbita, se había convertido en el Arte mismo, el arte con sus secretos, sus arrebatos y sus ensoñaciones.
-Sí, querido Porbus -prosiguió Frenhofer-, hasta ahora no he podido encontrar una mujer intachable, un cuerpo cuyos contornos sean de una belleza perfecta y cuyas encarnaciones... ¿Pero dónde se encuentra, viva -dijo, interrumpiéndose-, esa Venus de los antiguos, imposible de hallar, siempre buscada y de la que apenas encontramos algunas bellezas dispersas? ¡Oh, por ver un momento, una sola vez, la naturaleza divina, completa, el ideal, en fin, daría toda mi fortuna; iría a buscarte hasta tus limbos, celestial belleza! Como Orfeo, descendería al infierno del arte para recuperar de allí la vida.
-Podemos marcharnos -le dijo Porbus a Poussin-, ¡ya no nos oye, ya no nos ve!
-Vamos a su taller -respondió el joven maravillado.
-¡Oh, el viejo reitre ha sabido custodiar la entrada. Sus tesoros están demasiado bien guardados como para que podamos llegar hasta ellos. No he esperado el parecer y la ocurrencia de usted para intentar el asalto al misterio.
-¿Hay, pues, un misterio?
-Sí -respondió Porbus-. El viejo Frenhofer es el único discípulo que Mabuse quiso tener. Convertido en su amigo, su salvador, su padre, Frenhofer sacrificó la mayoría de sus tesoros para satisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabuse le legó el secreto del relieve, la facultad de dar a las figuras esa vida extraordinaria, esa flor natural, nuestra eterna desesperación, cuya factura a tal punto dominaba, que un día, habiendo vendido y bebido el damasco de flores con el que debía vestirse para presenciar la entrada de Carlos Quinto, acompañó a su maestro con una vestimenta de papel adamascado, pintado. El brillo peculiar de la estofa que llevaba Mabuse sorprendió al emperador, quien, al querer felicitar por ello, al protector del viejo borracho, descubrió la superchería. Frenhofer es un hombre apasionado por nuestro arte, que ve más alto y más lejos que los demás pintores. Ha meditado profundamente sobre los colores y sobre la verdad absoluta de la línea; pero, a fuerza de búsquedas, ha llegado a dudar del objeto mismo de sus investigaciones. En sus momentos de desesperación pretende que el dibujo no existe, y que con líneas sólo se pueden representar figuras geométricas; cosa que está más allá de la verdad, ya que con el trazo negro, que no es un color, se puede hacer una figura; lo que prueba que nuestro arte, al igual que la naturaleza, está compuesto por una infinidad de elementos: el dibujo proporciona un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sin el esqueleto es algo más incompleto que el esqueleto sin la vida. En fin, hay algo más verdadero que todo esto, y es que la práctica y la observación lo son todo para un pintor, y que si el razonamiento y la poesía disputan con los pinceles, se acaba dudando como ese buen hombre, que es tan loco como pintor. Pintor sublime, tuvo la desgracia de nacer rico, lo que le ha permitido divagar. ¡No lo imite! ¡Trabaje! Los pintores no deben meditar sino con los pinceles en la mano.
-¡Entraremos en su estudio! -exclamó Poussin sin escuchar ya a Porbus y sin dudar ya de nada.
Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desconocido y se despidió de él, invitándolo a ir a visitarlo.
Nicolás Poussin regresó con pasos lentos hacia la Rue de la Harpe, y, sin darse cuenta, pasó de largo la modesta posada donde se alojaba. Subiendo con inquieta celeridad su miserable escalera llegó a una habitación en el piso alto, situada bajo una techumbre de entramado, sencilla y ligera cubierta de las casas del viejo París. Cerca de la única y sombría ventana de esta habitación vio a una muchacha que, al ruido de la puerta, se irguió al instante, impulsada por el amor; había reconocido al pintor por su forma de girar el picaporte.
-¿Qué te pasa? -le preguntó.
-¡Me pasa, me pasa -gritó él, sofocado por el placer-, que me he sentido pintor! ¡Hasta ahora, había dudado de mí, pero esta mañana he creído en mí mismo! ¡Puedo ser un gran hombre! ¡Animo, Gillette, seremos ricos, felices! Hay oro en estos pinceles.
Pero calló de repente. Su rostro grave y vigoroso perdió la expresión de alegría en cuanto comparó la inmensidad de sus esperanzas con la mediocridad de sus recursos. Las paredes estaban cubiertas por simples papeles llenos de bocetos a lápiz. No poseía ni siquiera cuatro lienzos utilizables. Los pigmentos tenían entonces precios elevados, y el pobre hidalgo contemplaba su paleta casi desnuda. En medio de esta miseria, sentía y poseía increíbles riquezas en su corazón, y la plétora de un genio devorador. Llevado a París por un gentil hombre amigo, o quizás por su propio talento, había encontrado de inmediato una amante, una de esas almas nobles y generosas destinadas a sufrir junto a un gran hombre, cuyas miserias abrazan y cuyos caprichos se esfuerzan por comprender; fuertes para la miseria y el amor, como otras son intrépidas para llevar el lujo, para hacer ostentación de su insensibilidad. La sonrisa errante en los labios de Gillette doraba ese desván y rivalizaba con el esplendor del cielo. El sol no siempre brillaba, pero ella siempre estaba allí, recogida en su pasión, aferrada a su felicidad, a su sufrimiento, consolando al genio que se desbordaba en el amor antes de adueñarse del arte.
-Escucha, Gillette, ven.
La obediente y alegre joven saltó sobre las rodillas del pintor. Era toda gracia, toda belleza, hermosa como una primavera, adornada con todas las riquezas femeninas e iluminándolas con el fuego de un alma bella.
-¡Oh Dios! -exclamó él-, jamás me atrevería a decirle...
-¿Un secreto? -prosiguió ella-; quiero saberlo.
Poussin quedó pensativo.
-Habla, pues.
-¡Gillette! ¡pobre corazón amado!
-¡Oh! ¿Quieres algo de mí?
-Sí.
-Si deseas que vuelva a posar para ti como el otro día -continuó ella con un aire ligeramente mohíno-, no accederé nunca más porque en tales momentos, tus ojos no me dicen nada. Dejas de pensar en mí aunque me estés mirando.
-¿Preferirías verme copiando a otra mujer?
-Tal vez -dijo ella-, si fuera muy fea.
-Veamos -continué Poussin con seriedad-, ¿si para mi futura gloria, si para que llegue a ser un gran pintor, fuera necesario que posaras para otro?
-Quieres ponerme a prueba -dijo ella-. Bien sabes que no lo haría.
Poussin dejó caer la cabeza sobre el pecho, como un hombre que sucumbe a una alegría o a un dolor demasiado fuerte para su alma.
-Escucha -dijo ella tirando a Poussin de la manga de su gastado jubón-: te he dicho, Nick, que daría mi vida por ti, pero nunca te he prometido renunciar a mi amor, mientras viva.
-¿Renunciar? -exclamó Poussin.
-Si me mostrara así a otro, dejarías de amarme. Y yo misma me encontraría indigna de ti. Obedecer tus caprichos, ¿no es algo natural y sencillo? Muy a mi pesar, soy dichosa e incluso me siento orgullosa de hacer tu santa voluntad. Pero, para otro, ¡qué asco!
-Perdóname, querida Gillette -dijo el pintor cayendo de rodillas-. Prefiero ser amado a ser famoso. Para mí eres más bella que la fortuna y los honores. Anda, tira mis pinceles, quema estos bocetos. Me he equivocado. Mi vocación es amarte. No soy pintor, soy enamorado. ¡Mueran el arte y todos sus secretos!
Ella lo admiraba feliz, seducida. Reinaba, sentía instintivamente que, por ella, las artes eran olvidadas y arrojadas a sus pies como un grano de incienso.
-Sin embargo, se trata sólo de un anciano -continuó Poussin-. No podrá ver en ti más que a la mujer. ¡Eres tan perfecta!
-Hay que amar -exclamó ella, dispuesta a sacrificar sus escrúpulos de amor para recompensar a su amante por todos los sacrificios que hacía por ella-. Pero -prosiguió- eso sería perderme. ¡Ah! perderme por ti. Sí, ¡eso es realmente hermoso! Pero me olvidarás. ¡Oh, qué mala ocurrencia has tenido!
-La he tenido y, no obstante, te amo -dijo él con aire contrito; pero soy un infame.
-¿Y si lo consultamos con el padre Hardouin? -dijo ella.
-¡Oh no! Que sea un secreto entre nosotros dos.
-Está bien, iré; pero tú no estés presente -dijo-. Quédate en la puerta, armado con tu daga; si grito, entra y mata al pintor.
Pensando sólo en su arte, Poussin estrechó a Gillette entre sus brazos.
-¡Ya no me ama! -pensó Gillette cuando se encontró sola.
Ella se arrepentía ya de su decisión. Pero pronto fue presa de un espanto más cruel que su arrepentimiento, y se esforzó en rechazar un horrible pensamiento que crecía en su corazón. Creía amar ya menos al pintor, presintiéndolo menos digno de amor que antes.

II
CATHERINE LESCAULT
Tres meses después del encuentro de Poussin con Porbus, éste fue a visitar al maestro Frenhofer. El anciano, en ese momento, era víctima de una de esas depresiones profundas y espontáneas cuya causa se encuentra, de creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, en el calor o en cualquier empacho de los hipocondrios y, según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral. El pobre hombre, pura y simplemente, se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba lánguidamente sentado en un amplio sillón de roble esculpido y guarnecido con cuero negro; sin abandonar su actitud melancólica, miró a Porbus desde el fondo de su hastío.
-¿Qué ocurre, maestro? -le dijo Porbus , el color ultramar que fue a buscar a Brujas, ¿era malo? ¿No puede desleir su nuevo blanco? ¿Se ha alterado su aceite o se le resisten los pinceles?
-¡Ay de mí! -exclamó el anciano-; por un momento he creído que mi obra estaba terminada; pero ciertamente me he equivocado en algunos detalles y no estaré tranquilo hasta que haya esclarecido mis dudas. He decidido viajar a Turquía, a Grecia y a Asia para buscar allí una modelo y comparar mi cuadro con diferentes naturalezas. Tal vez tenga allí arriba -continuó, dejando escapar una sonrisa de satisfacción- la naturaleza misma. A veces casi temo que un soplo despierte a esa mujer y que se me vaya.
Después se levantó, de repente, como para irse.
¡Oh, oh! -respondió Porbus-, llego a tiempo para evitarle el gasto y las fatigas del viaje.
-¿Cómo? -preguntó Frenhofer asombrado.
-El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza carece de imperfección alguna. Pero, mi querido maestro, si él consiente en prestársela, al menos tendría usted que permitirnos ver su pintura.
El anciano permaneció de pie, inmóvil, en un estado de absoluta consternación.
-¡Cómo! -exclamó al fin, dolorido-. ¿Enseñar mi criatura, mi esposa? ¿Rasgar el velo bajo el que castamente he cubierto mi felicidad? ¡Eso sería una abominable prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer; es mía, sólo mía, ella me ama. ¿Acaso no me ha sonreído a cada pincelada que le he dado? Tiene un alma, el alma que yo le he dado. Se ruborizaría si una mirada distinta a la mía se posara en ella. ¡Enseñarla! ¿Qué marido, qué amante sería tan vil como para llevar a su mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones toda tu alma en él; ¡no vendes a los cortesanos más que maniquís coloreados! Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi taller, ha de permanecer virgen en él y sólo puede salir de allí vestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan, desnudas, sino a sus amantes! ¿Poseemos acaso la modelo de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de Dante? ¡No! Sólo vemos sus Formas. Pues bien, la obra que guardo arriba, bajo cerrojos, es una excepción en nuestro arte. No es un cuadro, ¡es una mujer!, una mujer con la que lloro, río, charlo y pienso. ¿Pretendes que, de repente, abandone una felicidad de diez años como se tira un abrigo? ¿Que, de golpe, deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es una criatura, es una creación. Que venga tu joven amigo y le daré mis tesoros, le daré cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de sus pasos en el polvo, pero ¿convertirlo en mi rival? ¡Qué vergüenza! ¡Ay! soy aún más amante que pintor. Sí, tendré fuerzas para quemar mi Belle Noiseuse cuando esté a punto de exhalar mi último aliento, pero ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? ¡No, no! ¡Mataría al día siguiente a quien la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al momento, a ti, mi amigo, si no la saludaras de rodillas! ¿Pretendes ahora que someta mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? ¡Aj! El amor es un misterio, sólo puede vivir en el fondo de los corazones y todo está perdido cuando un hombre dice, siquiera sea a su amigo:
-¡He aquí aquélla a la que amo!
El anciano parecía haber rejuvenecido; sus ojos tenían brillo y vida, sus pálidas mejillas habían adquirido un matiz de un rojo encendido, y sus manos temblaban. Porbus, asombrado por la violencia apasionada con que estas palabras fueron dichas, no sabía qué responder ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Frenhofer estaba cuerdo o loco? ¿Estaba dominado por una fantasía de artista, o acaso las ideas que había expresado procedían de ese fanatismo inefable producido en nosotros por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Existía alguna esperanza de poder convivir con esa extraña pasión?
Dominado por todos estos pensamientos, Porbus dijo al anciano:
-¿Pero no se trata de mujer por mujer?; ¿no entrega Poussin su amante a las miradas de usted?
-¿Qué amante? -respondió Frenhofer-. Ella lo traicionará tarde o temprano. ¡La mía siempre me será fiel!
-¡Está bien! -continuó Porbus-, no se diga más. Pero antes de que usted encuentre, siquiera en Asia, una mujer tan bella, tan perfecta como aquélla de la que habló, usted quizás habrá muerto sin haber acabado su cuadro.
-¡Oh!, ya está acabado -dijo Frenhofer-. Quien lo viese creería llegar a percibir una mujer echada sobre un lecho de terciopelo, bajo unos cortinajes. Cerca de ella un trébedes de oro exhala perfumes. Estarías tentado de coger la borla de los cordones que retienen las cortinas, y te parecería ver el seno de Catherine Lescault, una bella cortesana llamada la Belle Noiseuse, traducir el movimiento de su respiración. No obstante, querría estar seguro...
-Ve, pues, a Asia -respondió Porbus al percibir una cierta vacilación en la mirada de Frenhofer.
Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la estancia.
En ese momento, Gillette y Nicolás Poussin habían llegado a la morada de Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y retrocedió como si hubiera sido presa de algún súbito presentimiento.
-¿Pero qué hago yo aquí? -preguntó a su amante con una voz profunda y mirándolo fijamente.
-Gillette, estoy en tus manos y quiero complacerte en todo. Eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, sería más feliz, tal vez, que si tú...
-¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? ¡Oh, no!, no soy más que una niña. Vamos, -añadió, pareciendo hacer un tremendo esfuerzo-; si nuestro amor muere y si sufro en mi corazón una permanente pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos, eso supondrá vivir, aunque no sea sino como un recuerdo, para siempre, en tu paleta.
Al abrir la puerta de la casa, los amantes se encontraron con Porbus, quien, sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban, en ese momento, llenos de lágrimas, la asió, toda temblorosa, y la llevó ante el anciano:
-Mírela -dijo-, ¿no vale todas las obras maestras del mundo?
Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí en la actitud candorosa y sencilla de una joven georgiana inocente y atemorizada, raptada y ofrecida por unos bandidos a un traficante de esclavos cualquiera. Un púdico rubor coloreaba su rostro, bajaba los ojos, sus manos colgaban a ambos lados, sus fuerzas parecían abandonarla y las lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su pudor. En ese momento Poussin, lamentando haber sacado aquel bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí mismo. Se tornó más amante que artista y mil escrúpulos le torturaron el corazón al ver la mirada rejuvenecida del anciano, quien, con hábito de pintor, desnudó, por decirlo de alguna manera, a esta muchacha, adivinando sus más secretas formas. Entonces recayó en los feroces celos del verdadero amor.
-¡Gillette, vámonos! -gritó.
Ante esa intensidad, ante ese grito, su amante, alborozada, levantó la mirada hacia él, lo vio y corrió a sus brazos.
-¡Ah!, me amas, pues -respondió ella, deshaciéndose en lágrimas.
Tras haber tenido la entereza necesaria para callar su sufrimiento, le faltaban fuerzas para ocultar su felicidad.
-¡Oh!, déjemela por un momento -dijo el viejo pintor-, y podrá compararla con mi Catherine. Sí, acepto el reto.
Aún había pasión en la exclamación de Frenhofer. Parecía galantear con su ficción de mujer y gozar, por adelantado, del triunfo que la belleza de su virgen iba a obtener frente a la de una joven verdadera.
-No le permita desdecirse -exclamó Porbus dando una palmada en el hombro de Poussin-. Los frutos del amor son efímeros; los del arte son inmortales.
-Para él -respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus-, ¿no soy, pues, más que una mujer?
Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, tras haber lanzado una mirada fulgurante a Frenhofer, vio a su amante entregado, nuevamente, a la contemplación del retrato que poco antes había tomado por un Giorgione, dijo:
-¡Ah, subamos! A mí nunca me ha mirado así.
-Viejo -dijo Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette-, ¿ves esta espada? La hundiré en tu corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta muchacha; incendiaré tu casa y nadie se salvará. ¿Entiendes?
Nicolás Poussin tenía un aspecto sombrío y su parlamento fue terrible. Esta actitud y, sobre todo, el gesto del joven pintor, consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara por la pintura y por su glorioso porvenir. Porbus y Poussin permanecieron a la puerta del taller, mirándose el uno al otro en silencio. Si bien, al principio, el pintor de la María Egipcíaca se permitió algunas exclamaciones: -¡Ah! ella se está desnudando, ¡él le pide que salga a la luz! ¡La está comparando!-, en seguida calló al ver el aspecto de Poussin, cuyo semblante estaba profundamente afligido, y, si bien los viejos pintores ya no tienen esos escrúpulos, tan insignificantes ante el arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que eran. El joven tenía su mano sobre la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, en la penumbra y de pie, parecían, de tal guisa, dos conspiradores en espera del momento oportuno para atentar contra un tirano.
-Pasen, pasen -les dijo el anciano radiante de dicha-. Mi obra es perfecta y ahora puedo mostrarla con orgullo. Jamás pintor, pinceles, colores, lienzo ni luz lograrán crear una rival de Catherine Lescault, la bella cortesana.
Movidos por una viva curiosidad, Porbus y Poussin se precipitaron hasta el centro de un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba en desorden y en el que vieron, aquí y allá, cuadros colgados de las paredes. Se detuvieron, en primer lugar, ante una figura de tamaño natural, semidesnuda, ante la que quedaron llenos de admiración.
¡Oh!, dejen eso -dijo Frenhofer-, es una tela que he emborronado para estudiar una postura; ese cuadro no vale nada. He aquí mis errores -prosiguió, mostrándoles espléndidas composiciones suspendidas de las paredes de alrededor.
Ante estas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos ante su desdén por tales obras, buscaron el retrato anunciado, sin conseguir descubrirlo.
-Pues bien, ¡aquí está! -les dijo el anciano, con los cabellos desordenados, con el rostro inflamado por una exaltación sobrenatural, con los ojos centelleantes y jadeando como un joven embriagado de amor-. ¡Ah, ah! -exclamó-, ¡no esperaban tanta perfección! Están ante una mujer y buscan un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, su atmósfera es tan real, que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! He aquí las formas mismas de una joven. ¿No he captado bien el color, la viveza de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos ofrecen los objetos que se encuentran inmersos en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Aprecian cómo los contornos se destacan sobre el fondo? ¿No les parece que podrían pasar la mano por esa espalda? Y es que durante siete años he estudiado los efectos del encuentro de la luz con los objetos. Y estos cabellos, ¿no están inundados por la luz?... ¡Creo que ha respirado!... ¿Ven este seno? ¡Ah! ¿quién no querría adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Está a punto de levantarse, fíjense.
~¿Ve usted algo? -preguntó Poussin a Porbus.
-No. ¿Y usted?
-Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer vertical sobre la tela que les mostraba, neutralizaba todos los efectos. Examinaron, entonces, la pintura, colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose alternativamente.
-Sí, sí, es una pintura -les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de este examen escrupuloso-. Miren, aquí está el bastidor y esto es el caballete; en fin, aquí están mis colores y mis pinceles.
Y tomó una brocha que les mostró con un gesto pueril.
-El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-. Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura.
-Estamos en un error, ¡mire!... -continuó Porbus.
Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada.
-¡Hay una mujer ahí debajo! -exclamó Porbus señalando a Poussin las capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra.
Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a comprender, aunque vagamente, el éxtasis en que vivía.
-Lo ha hecho de buena fe -dijo Porbus.
-Sí, amigo mío -respondió el anciano, desvelándose-; hace falta la fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con la propia obra, para poder realizar semejante creación. Algunas de estas sombras me han costado mucho trabajo. Miren, allí hay, en su mejilla, bajo los ojos, una ligera penumbra que, si la observan al natural, les parecerá casi intraducible. Pues bien, ¿creen que no me ha costado esfuerzos inauditos reproducirla? Además, mi querido Porbus, si observas atentamente mi trabajo, comprenderás mejor lo que te decía sobre la manera de tratar el modelado y los contornos. Mira la luz del seno y observa cómo, con una serie de toques y de realces muy empastados, he conseguido atrapar la verdadera luz y combinarla con la blancura fulgente de los tonos iluminados; y cómo, mediante un trabajo inverso, eliminando los resaltes y el grano del empaste, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura, atenuado con medios tonos, suprimir hasta la idea de dibujo y de medios artificiales y darle la apariencia y la redondez misma de la naturaleza. Acérquense; verán mejor el trabajo. De lejos, desaparece. ¿Se dan cuenta? Aquí creo que es muy visible.
Y, con el extremo de su brocha, señalaba a los dos pintores un empaste de color claro.
Porbus dio una palmada en el hombro del anciano y volviéndose hacia Poussin dijo a éste:
-¿Sabe usted que vemos en él a un pintor muy importante?
-Es aún más poeta que pintor -respondió Poussin con gravedad.
-Aquí -continuó Porbus tocando la tela-, acaba nuestro arte en la tierra.
-Y, desde aquí, sube a perderse en los cielos -dijo Poussin.
-¡Cuántos placeres en este trozo de lienzo! -exclamó Porbus.
El anciano, absorto, no los escuchaba y sonreía a esa mujer imaginaria.
-Pero, tarde o temprano, ¡se dará cuenta de que no hay nada en su lienzo! -exclamó Poussin.
-Nada en mi lienzo -dijo Frenhofer mirando alternativamente a ambos pintores y a su supuesto cuadro.
-¡Qué ha hecho usted! -le dijo Porbus a Poussin.
El anciano agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:
-¡No ves nada, patán!, ¡bandido!, ¡villano!, ¡afeminado! Entonces, ¿por qué has subido aquí? Mi buen Porbus -continuó, volviéndose hacia el pintor-, ¿también usted se está burlando de mí? ¡Conteste! Soy su amigo, dígame, ¿he echado a perder, pues, mi cuadro?
Porbus, indeciso, no osó decir nada, pero la angustia que se dibujaba en el pálido rostro del anciano era tan atroz, que señaló la tela diciéndole:
-¡Mire!
Frenhofer contempló su cuadro durante un instante y vaciló.
-¡Nada, nada! ¡Y haber trabajado durante diez años!
Se sentó y lloró.
-¡Así que soy un imbécil, un loco! ¡No tengo, pues, ni talento, ni capacidad; no soy más que un hombre rico que cuando camina, no hace sino caminar! De modo que no he producido nada.
Contempló su lienzo a través de sus lágrimas, se irguió de repente con orgullo, y lanzó a los dos pintores una mirada centelleante.
-¡Por la sangre, por el cuerpo, por la cabeza de Cristo, son unos envidiosos que pretenden hacerme creer que está malograda para robármela! ¡Yo, yo la veo! -gritó-; es maravillosamente bella.
En ese momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
-¿Qué te ocurre, ángel mío? -le preguntó el pintor, súbitamente enamorado de nuevo.
-¡Mátame! -dijo ella-. Sería una infame si te amase todavía, porque te desprecio. Te admiro y me causas horror. Te amo y creo que ya te odio.
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer cubría a su Catherine con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones creyéndose en compañía de diestros ladrones. Lanzó a ambos pintores una mirada profundamente llena de desprecio y de suspicacia, y los despachó en silencio de su taller, con una celeridad convulsiva. Luego les dijo, desde el umbral de su casa:
-Adiós, mis jóvenes amigos.
Este adiós heló a los dos pintores. Al día siguiente, Porbus, preocupado, volvió a visitar a Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado sus cuadros.