Entrada al azar

viernes, 30 de noviembre de 2018

LA NOCHE DE LAS RAÍCES (Saiz de Marco)


Tenía 14 años. Puso la tele y casualmente Raíces. Un muchacho negro vive en África con su pueblo y familia. Se llama Kunta Kinte. De pronto es apresado. Hombres blancos lo llevan a un barco, lo atan, lo enjaulan junto a otros africanos. Muchos de ellos mueren en el viaje. En América lo subastan y esclavizan para siempre.

Después no hay sueño. ¿Cómo dormir ahora? La rabia quiere salir: la rabia convertida en energía. Se muerde los dedos, quedan huellas de dientes. Vueltas bajo las sábanas, esto no puede quedar así. Ganas de dejar la cama, de salir ya a derribar gigantes.

(¡Pero si eso pasó hace varios siglos! -a sí mismo se dice. No importa, no importa…)

Cada media hora el reloj del pasillo. Finalmente ocho tintineos. Es lunes y hay que ir al instituto.

Ahora se le ocurre que aquello era ficción, dramatización. Que quizá históricamente no fue del todo así... Sin embargo, aun siendo una película, lo básico que cuenta sucedió.

Han pasado treinta años, pero mientras viva no olvidará la noche de las Raíces. La noche de la rabia, aquella parte noble de sí mismo… Su bautismo de insomnio, la noche en que lo injusto no le dejó dormir.



jueves, 29 de noviembre de 2018

LA PRIMERA MÁQUINA DEL TIEMPO (Fredric Brown)


El doctor Grainger dijo solemnemente:

—Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus tres amigos la contemplaron con atención. Era una caja cuadrada de unos quince centímetros de lado con esferas y un interruptor.

—Basta con sostenerla en la mano —prosiguió el doctor Grainger—, ajustar las esferas para la fecha que se desee, oprimir el botón y ya está.

Smedley, uno de los tres amigos del doctor, tomó la caja para examinarla.

—¿De veras funciona?

—Realicé una breve prueba con ella —repuso el sabio—. La puse un día atrás y oprimí el botón. Me vi a mí mismo —mi propia espalda— saliendo de esta sala. Me causó cierta impresión, como pueden suponer.

—¿Qué hubiera sucedido si usted hubiese echado a correr hacia la puerta para propinarse un buen puntapié a usted mismo?

El doctor Grainger no pudo contener una carcajada.

—Tal vez no hubiese podido hacerlo, porque eso hubiese sido alterar el pasado. Es la antigua paradoja de los viajes por el tiempo, como ustedes saben. ¿Qué pasaría si uno volviese al pasado para matar a su propio abuelo antes que éste se casase con su abuela?

Smedley, con la caja en la mano, se apartó súbitamente de los otros tres reunidos.

Les miró sonriendo y dijo:

—Eso es precisamente lo que voy a hacer. He ajustado el aparato para sesenta años atrás mientras ustedes charlaban.

—¡Smedley! ¡No haga eso!

El doctor Grainger se adelantó hacia él.

—Deténgase, doctor, o apretaré el botón ahora mismo. Deme tiempo para que le explique.

Grainger se detuvo.

—Yo también conozco esa paradoja. Y siempre me ha interesado porque sabía que, si alguna vez se me presentase la ocasión, asesinaría a mi abuelo sin contemplaciones. Le odiaba. Era un matón, un individuo cruel y pendenciero, que convirtió en un verdadero infierno la vida de mi pobre abuela y la de mis padres. Y ahora se ha presentado la ocasión.

Smedley apretó el botón.

Durante una fracción de segundo, todo se hizo borroso; después, Smedley se encontró en medio de un campo. Tardó poco en orientarse. Si allí era donde se construiría la casa del doctor Grainger, entonces la granja de su bisabuela no podía estar a más de un kilómetro y medio hacia el sur.

Emprendió la marcha en esa dirección. Por el camino se adueñó de un madero que constituiría un buen garrote.

Cerca de la granja, encontró a un joven pelirrojo que daba de latigazos a un perro.

—¡Basta! —dijo Smedley, corriendo hacia él.

—No se meta en lo que no le importa —dijo el joven, propinando un nuevo latigazo al can.

Smedley enarboló el garrote.

Sesenta años más tarde, el doctor Grainger dijo solemnemente:

—Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus dos amigos la contemplaron con atención.


miércoles, 28 de noviembre de 2018

CAMINO (Miguel Ángel Carcelén)


La frente buida, las mejillas apergaminadas, el pelo lacio y escaso, la mirada despierta, el corazón en los labios.

Hablaba de crepúsculos, de crisálidas y de crisantemos. Un sorbo de té entre sonrisa y sonrisa, entre párrafo y párrafo, entre sonrisa y párrafo; un guiño al abanico, una caricia despistada a la más próxima de las pequeñas que escuchaban, embobadas, su narración.

– Abuelita, cuéntanos otra vez el cuento de la niña campesina.

– ¡No, no, el de las cometas de loto y las flores de estrellas! –exigía otra de las nietas, equivocando el título.

– Yo quiero la historia de los escarabajos, que es la más bonita -terciaba una rubita con lengua de trapo.

Ella no inventaba cuentos ni historias, no había tenido jamás tiempo para jugar con la imaginación. Poseía, sin embargo, una extensa colección de narraciones, mas todas eran la misma. Hablaba de crepúsculos, de una u otra manera en sus cuentos siempre hablaba de crepúsculos, del tiempo perfecto en el que la inclinación del sol matizaba de anaranjados imposibles los arrozales infinitos que limitaban el campo de sus padres. El más bello lienzo logrado con las variaciones de una única tonalidad. Hablaba del canto vespertino de los patos salvajes entre las zahínas del señor, del alboroto de las garcillas tornasoladas que le servían de despertador, de los mugidos profundos del buey reclamando su forraje. Crepúsculos límpidos de infancia robada, de bandadas de golondrinas conocidas, de remembranzas de guerra antigua que sabía a presente, de miseria agazapada en jergones de paja y esterillas de bambú, de fogones alimentados por los excrementos resecos de los animales.

– ¿Y es verdad que la niña comía grillos y escarabajos?

– ¡Calla, no la interrumpas!, ¿no ves que ése es otro cuento? – protestaba la mayor del grupo.

– Pero es que yo quiero la historia de la niña que comía escarabajos… –y un puchero inmenso en sus labios descubría su condición de consentida.

Ella nunca supo qué sentimiento fuera aquél; al mundo de su niñez le habían hurtado palabras y sentimientos: mimada, consentida, malcriada, esperanza. Casi todas las palabras desaparecidas pertenecían al género femenino. En cambio, a ese mismo mundo le sobraban imágenes: chamizos incendiados por los rayos bostezantes del astro que se apagaba en el horizonte, más allá de la capital, más allá de la aldea del recaudador, más lejos de la ciudad del señor, más lejos de las selvas malditas arrasadas por el napalm, posiblemente muy cerca del pueblo hacia el que había marchado a vivir su hermana Xisepeng, la Ajada Flor de Loto, de triste nombre y sonrisa, triste como su recuerdo mismo.

– ¿Y la niña campesina, abuelita, cómo se llamaba la niña campesina?

– Si vas a seguir interrumpiendo –protestaba ahora la consentida-, mejor te marchas.

Camino. El camino crepuscular que unía la casa con el campo. Un paso, dos pasos, tres pasos, ciento veinte pasos, trece pasos, ocho pasos… hasta llegar al abrazo asombrado de la madre, al apretón agradecido y desesperado de la que le dio el ser. “Hoy los dioses te volvieron a robar a la muerte”, le susurraba al oído.

Nunca fue a la escuela, jamás nadie le enseñó a contar, a leer, tres, cuatro, mil, doce…, y antes de acallar las hambres perennes con un caldo siempre escaso más lleno del amor de la madre que de sustancia nutritiva alguna (ancas de rana tan famélicas como quienes las comían), la labor de la casa, la limpieza del establo y del poco utilizado cubrepán, la alimentación de las gallinas, el acarreo del agua.

De crepúsculo a crepúsculo bregando en las parcelas, sudando delante del resoplido del buey arando la tierra, preparándola para la sementera, resoplando tras el sudor del buey recolectando el parto de las entrañas de la Naturaleza. Y en la hora sin sombra, cuando el calor hacía doloroso hasta el respirar, un alto para hurgar en los agujeros de los ribazos en busca de escarabajos (desoyendo las prevenciones de la madre) con los que engañar el dolor de estómago.

Camino. Tichai, la niña se llamaba Camino.

– ¿Contenta? Ya lo sabes, la niña campesina se llamaba Camino, ahora a ver si te estás calladita –se arrogaba el papel de adulta la mayor de las nietas.

A veces, sólo a veces, las estaciones suaves permitían la eclosión de las crisálidas. Tichai desconocía el milagro de la metamorfosis, la magia del ciclo de las ninfas, sólo sabía que con un poco de paciencia la carne blanda y sabrosa de los gusanos de seda se transformaba en manjar de dioses encerrado en capullos amarillos. Ambrosía respecto a los élitros de grillos y a las duras corazas de los gorgojos del arroz. Su hermana, antes de casarse y tener que marchar a la lejana aldea, le explicó el origen de las crisálidas, su futuro; sin embargo, la amenaza de los desmayos por desnutrición podía más que su curiosidad infantil. En su boca todas las mariposas fueron imposibles, y las crisálidas abortos.

Un sorbo de té. Los dedos sarmentosos desplegando, una vez más, el abanico. La mirada rasgada de la mujer centenaria recontando a las nietas. Una, dos, tres, cuatro… Ahora ya sabía contar. Se sabía todos los números, y en orden. Podría contar hasta diez millones, hasta cien millones. Desde que aprendiera los números su máxima inclinación era contarlo todo: doce nietas, cinco hijas, cuatro yernos, doce pañuelos, cuarenta y siete fotografías, ciento dieciséis peldaños, ciento tres años, un abanico…

– Madre, no se canse. ¿La están molestando las niñas?

Sonrisa –también rasgada- como respuesta. La hija dilecta que recompone los cojines que ablandan el descanso de la anciana.

Hablaba de crisálidas. De las que comía y de las que soñaba. Su hermana se soñó crisálida antes de que sus padres la comprometieran con el hijo del comerciante de la lejana aldea que cada año traía a los campesinos los abonos y a su padre las semillas de crisantemos. (A su hermana la madre la soñó crisálida antes de que el señor la reclamase como ocasional concubina, la soñó crisálida incluso cuando la veía regresar del palacete del señor, derrotada, humillada, Ajada Flor de Loto, tras una noche de feudal forzamiento) Desde aquel momento Tichai se negó a crecer y consideró una bendición tener que madrugar para guiar el trabajo del buey en los campos. Siempre por delante, siempre. Dos, tres, doscientos, uno, cuatro pasos por delante del buey; de sol a sol siéndole robada a la muerte por los dioses, como su madre decía al verla regresar viva al atardecer, entera, sonriente, aún sin mancillar.

Los sueños fueron su refugio, la parcela en la que podía caminar libremente, pisando fuerte, sin miedo a que la muerte la sorprendiese agazapada en un matorral, bajo unas rocas, al borde de un riachuelo. En los sueños no había señores, ni gritos, ni retortijones de estómago, ni rayos de tormentas, ni estorninos, ni aguas contaminadas que escocían la garganta, sí preciosos vestidos y sandalias, y cosechas abundantes de arroz, y crisálidas, miles de crisálidas. La materia de sus sueños eran crisálidas, por eso hablaba de crisálidas. En sus cuentos siempre se colaban las crisálidas (en sus sueños, por el contrario, germinaban crisálidas, robándoles el efecto a las flores)

Hablaba de la ninfa que fue en la aldea. Ninfa curiosa que hurtaba horas al sueño para escuchar, como sus nietas hacían ahora, historias de los ancianos del lugar sobre explosiones que aterrorizaron su niñez, llamaradas que devastaban campos, lluvias que quemaban, pájaros ruidosos que escupían metralla, rostros extraños de lengua incomprensible. Ella hablaba de crisálidas ante rostros extrañados como extrañado estaba el suyo en otro tiempo al oír hablar de Vietcong, americanos y minas terrestres. Temía que en su gesto pudiera leerse el miedo acostumbrado que intuyó claramente en los ancianos de su aldea. Miedo a la miseria, a la muerte, a los soldados de un bando que sembraban miseria para cosechar muerte, miedo a los soldados del otro bando que sembraban muerte para cosechar miseria, miedo al señor, al recaudador, miedo en las pesadillas de su padre que se dejaba vencer por la desesperación de no haber tenido ningún hijo varón, pesadillas pobladas de estorninos que destrozaban la plantación de crisantemos, sueños angustiosos en los que no había suficiente arroz para pagar la dote de la hija mayor.

“Si los dioses te siguen robando a la muerte –le secreteaba su madre en raros momentos de confidencias- no comas escarabajos para no tener hembras por descendencia. Cuando conozcas varón procura que sea en luna llena para asegurarte hijos.”

Siempre en luna llena, y cinco hijas.

Siempre en luna llena sus hijas –bromeaban- y doce nietas.

Su mala fortuna siempre había sido una aliada del destino. En su caso podía atribuir la descendencia femenina a los hartazgos de escarabajos para hacer frente a los mareos, para reponer las fuerzas que los campos le robaban, pero en el de sus hijas no había explicación posible.

– Abuelita, cuéntanos lo de las flores de la niña campesina.

– ¡Mamá!, llévate a Laura a acostar, está molestando. No para de interrumpir a la abuela.

Burla de la pequeña que provocaba la risa envidiosa de la anciana, añoranza de las disputas entre hermanas que jamás vivió ella, añoranza de inexistencias. Otro sorbo de té. Abaniqueo. Una lágrima que resbala por la mejilla y se precipita hacia el hombro, perla salada de la edad, que no del recuerdo. Una lágrima, veinte pañuelos, cinco hijas, ciento tres peldaños…

Aparecía entonces la madre ensayando un gesto de severidad al que respondían las niñas -con igual ensayo- con un asomo de respeto. Mirada inquisitiva pespunteada de amor, como el reverso revelador de un tapiz.

– Madre, cuando esté cansada me lo dice y la acuesto, que estas picaruelas, con tal de no irse a la cama, son capaces de estar haciéndole hablar toda la noche. ¿Quién era la que estaba molestando?

Cruce de miradas, una en demanda de silencio, el resto sopesando la posibilidad de la delación. La niña rubita detiene un amago de traición que es celebrado con alivio por la nieta consentida. La infantil tensión que crea, por primera vez en la noche, un espacio de silencio divierte a la anciana. La mayor del grupo, la que suele proponer los juegos a las demás, se levanta del corro y vuelve con un libro. Se solventa así el comprometido trance que podía haber dado con todas ellas en el dormitorio.

– Mira, abuelita, lo que pone en el diccionario, crisantemo, planta perenne de la familia de las compuestas, con tallos anuales, casi leñosos, de seis a ocho decímetros de alto, hojas alternas…

Tichai se servía de la recitación de la nieta para retrotraerse con cierta dificultad a la infancia, a los campos de crisantemos que el señor les obligaba a cultivar en detrimento de los arrozales. Las heridas sangrantes –ocres escandalosos- de las plantaciones de esas flores emborronaban un paisaje casi límpido de parcelas blancas, azules apagados y marrones terrosos. Vistos desde la perspectiva de las montañas aquellos cultivos se revelaban como un eccema del campo.

Su madre decía que los crisantemos eran las margaritas del dolor.

En la aldea, los ancianos afirmaban que esas flores eran un adelanto engañoso del más allá.

– …hojas aovadas, con senos y hendeduras muy profundas, verdes por encima y blanquecinas por el envés, y flores abundantes, pedunculadas, solitarias, axilares y terminales… –proseguía leyendo la nieta, intentando comprender el significado de cada palabra.

– … axilares, ¿axilares?, ¿qué significa axilares?

Tichai no sabía contestarle, sólo sabía que su madre tenía razón, que los crisantemos eran verdaderamente margaritas del dolor. Margaritas del dolor con las que despidieron a la Ajada Flor de Loto, una ofrenda furtiva de flores a los dioses en memoria de Xisepeng, ramo robado de los campos del señor, una flor de cada esquina del terreno, espaciadas para que nadie notara el hurto. Los mismos colores que habían contemplado el inicio de su caída adornaban ahora su entierro; las dos caras del tapiz, sólo que en esta ocasión ninguna era bonita.

– …de colores bastante variados, pero frecuentemente moradas. Procede de ciertas regiones septentrionales de la China y su lugar de cultivo son los jardines, donde florece durante el otoño.

Hablaba de crisantemos que florecían en cualquier estación, sobre todo en sus corazones. Hablaba de la luctuosa noticia que vino en germen en las semillas de crisantemos desde la lejana aldea…

Una trampa antigua de los americanos, o de sus compatriotas, o de los dioses enfadados, ¡quién sabía!, había destrozado a su hermana. En las escuelas prevenían contra ese tipo de muertes, contra minas explosivas con apariencia de mariposas que cercenaban miembros. Pero la escuela fue un lujo al que nunca tuvieron acceso ninguna de las dos hermanas. De la misma tierra que les daba de comer había surgido la explosión que le segó la vida.

– ¿Y era hermana de la niña campesina?

Esta vez nadie censuró la pregunta de la niña rubita. La mayor había cerrado el diccionario y aguardaba, expectante, la respuesta de la abuela.

Xisepeng, hermana de Tichai. Casada sin descendencia, repudiada por el marido y obligada a trabajar en los campos en el lugar que deberían haber ocupado las hijas (las hijas siempre antes que los hijos), delante del buey que roturaba la tierra, a dos, tres, cien, seis pasos de distancia para prevenir que las minas terrestres mutilasen al animal, principal sustento de cualquier familia campesina.

Hablaba de crisantemos, los que adornaban el último sueño de los pudientes del país y afeaban las primeras vigilias de los desheredados de Vietnam, los mismos crisantemos con los que se encontró en el lecho del señor la noche que la citó por primera y última vez. Tichai, pese a la desorientación de la edad, gastó ante el auditorio de sus nietas la debida prudencia a la hora de omitir términos como desvirgar y tálamo.

A la mañana había escogido las flores que para su sorpresa la habían recibido de madrugada en el palacete del señor. Su campesino padre ya estaba demasiado vencido por los ecos de la pasada guerra y por el envejecimiento prematuro como para plantarle cara a las pretensiones del señor, y la ausencia de hermanos varones en la familia la hacían vulnerable. Pese a ello, al tomar conciencia de lo que aquella noche ese vejestorio pretendía de ella, ninfa aún, crisálida todavía, luchó con todas sus fuerzas, resistiéndose de tal manera que regresó a la aldea con el orgullo intacto, mas con la sentencia de desgracia para la familia. El señor aumentó las cargas a su padre, el recaudador incrementó la inflexibilidad, hasta la estación de las lluvias parecía haberse vuelto en su contra. No quedó más remedio que emplearse en más campos, trabajar de día en los suyos y no descansar de noche en los de otros campesinos ancianos y sin descendencia, desangrarse las manos bregando en arrozales.

– Abuelita, eso ya no nos gusta –protestaba, de nuevo, la rubita pecosa-, cuéntanos otra vez el principio, cuando la niña campesina comía escarabajos y grillos a escondidas de su madre…, anda, abuelita.

Ya no quedaba té y el gesto de la muñeca para marear el abanico se revelaba inútil. Sonrisa, párrafo, caricia al azar a cualquiera de las nietas, cuyos rostros no podían negar, por más que sus padres y su abuelo hubieran nacido en España, el débito a sus orígenes orientales. Cinco hijas, doce nietas, cuarenta y siete fotografías, ciento tres años, una pierna.

– ¡Se acabó la función! Todo el mundo a dormir. ¡Hala, niñas, dadle un beso a la abuelita!

Doce besos.

– Mamá –cuchicheaba la nieta mayor-, la abuelita está un poco loca, dice que todo eso que cuenta le pasaba a ella.

La madre sonreía, condescendiente.

Tichai, Camino, hablaba de crepúsculos, crisálidas y crisantemos para contar que a los trece años, cuando precedía al buey que trabajaba la tierra, una mina le amputó la pierna derecha y que por ser mujer y haber caído en desgracia a los ojos del señor en ningún dispensario de la zona quisieron atenderla.

Los crepúsculos se transformaron en plenilunios, las crisálidas en mariposas y los crisantemos en nenúfares en los delirios febriles que la acompañaron durante días, hasta que unos cooperantes extranjeros –según luego le contaron- la sacaron del país para operarla.

La frente buida, las mejillas apergaminadas, el pelo lacio y escaso, la mirada despierta, el corazón en los labios para relatar que cuando la situación política le permitió retornar a su país nadie había ya esperándola en la aldea de límpidos crepúsculos y bandadas de golondrinas conocidas, ni siquiera sus padres.

La crisálida que por fin devino mariposa lejos de la tierra que acunó su infancia y adolescencia. Mariposa de metal y muerte la que le amputó la pierna y le alargó, sin ella saberlo, la vida.

– ¿A que eso no puede ser, mamá?, ¿a que esas historias son inventos de la abuelita? –no salía de su asombro la nieta, todavía con el diccionario en la mano y resistiéndose a acompañar a sus hermanas y primas.

Y a la madre, mientras acostaba a las niñas, se le hacía difícil revivir los años de lucha de aquella anciana ahora frágil que dedicó buena parte de su vida a denunciar en organizaciones utópicas la mortal discriminación de las mujeres de su país.

– Claro que son cuentos, hija –respondía con regusto añejo en el paladar, con el convencimiento brutal de que la época en la que la condición de mujer suponía un lastre se remontaba a siglos atrás, no a décadas, olvidando deliberadamente que hubo un tiempo en el que nacer mujer le costó la vida a su tía y una pierna a su propia madre-. Son sólo cuentos. Esas cosas sólo sucedían hace muchos, muchísimos años…

La nieta mayor daba, por fin, las buenas noches, preguntándose por qué le gustarían las historias de la abuela mucho más que las de hadas, príncipes y ogros.

– … Por suerte –añadía aún la madre- ahora sólo ocurren en los cuentos y en las pesadillas.

En la habitación contigua la abuela aún alcanzaba a oírlo antes de dormirse para soñar con crepúsculos, crisálidas y crisantemos.



martes, 27 de noviembre de 2018

SÓFOCLES NO ESCRIBE CON BOLÍGRAFO (Cuqui Covaleda)


¿Metió también koalas y canguros Noé en su arca?

Mahoma nunca le da al interruptor de una bombilla.

No se detiene Juan Sebastián Elcano ante un semáforo.


Ninguna Biblia trae fotos de Moisés en el mar Rojo.

No oye Beethoven sus propias sinfonías en compact-disc.

Galeno e Hipócrates no saben nada acerca de las bacterias.

Shakespeare no suele ir al cine los sábados ni los domingos.

No escribe Sófocles con bolígrafo ni una de sus tragedias.

Los pitagóricos no prueban las patatas ni los tomates.

Karl Marx no envía correos electrónicos a Friedrich Engels.

Buda y Confucio a ningún sitio van en autobús.

Ningún rey godo (¡y eso que fueron muchos!) dejó el tabaco.

Siglo Primero. No hay francés, ni español, ni catalán, ni portugués, ni dialecto andaluz… Sólo latín.

¿Por qué no juegan Tirios contra Troyanos al baloncesto? (Es divertido y nadie se desangra en el combate.)

Miguel Hernández no oye a Serrat cantar sus propios versos.

Baroja nunca escribe modem, wifi, formatear.

No se topan don Quijote y Sancho con la Nacional IV.

De “El Corte Inglés” Fortunata y Jacinta no son clientes.

Mientras almuerza, don Antonio Machado no ve la tele.

Con un fusil el Cid Campeador jamás dispara.

No va al kiosco a comprar el periódico Jorge Manrique.

Lope de Vega, por regla general, no coge el Metro.

Muere Colón creyendo que sólo hay tres continentes.


lunes, 26 de noviembre de 2018

UN DÍA CUALQUIERA (Isidoro Capdepón)


"16 de febrero de 3018". Te invoco a ti, a ese día.

Llegarás. Vendrás. Haya o no alguien para vivirte. Se te designe entonces o no con ese nombre, con esa fecha.

Debes venir (como tantos, innumerables días lejanos) de la mano del tiempo. Te traerá el futuro.

¿Cómo serás? De cualquier forma salvo como puedo
 imaginar. 

Dentro de mil años (tú: un día cualquiera del siglo 31) has de comparecer.

No ser admitido, no haber sido invitado, no estar presente para recibirte, ¡¡¡ 16 de febrero de 3018 !!!, duele (sobre todo) a la curiosidad.



domingo, 25 de noviembre de 2018

EL GORRIÓN (Ivan Turguenev)


Yo volvía de cazar y caminaba por una avenida del parque. Mi perro corría delante.

De pronto, se puso al acecho y empezó a avanzar cautelosamente, como si hubiera olfateado una presa.

Miré adelante y vi a un polluelo de gorrión, de pico amarillo y plumón en la coronilla. Se había caído del nido —un fuerte viento balanceaba los abedules del parque y se había quedado ahí, inmóvil e indefenso, ahuecando sus incipientes y diminutas alas.

Mi perro se aproximaba a él lentamente cuando, de pronto, de un árbol cercano cayó como una piedra un gorrión adulto, de negra pechera, plantándose ante el mismísimo hocico de mi can y, desencajado, con las plumas hirsutas, piando lastimera y desesperadamente dio un par de saltos en dirección a aquellas fauces abiertas y dentudas.

Se lanzó a salvar a su criatura, a protegerla con su cuerpo... mientras todo su diminuto ser temblaba de miedo, su vocecilla se quebraba y enronquecía... Petrificado de espanto, estaba dispuesto a sacrificar su vida.

¡Qué enorme y monstruoso debía parecerle el perro! Y a pesar de ello, fue incapaz de permanecer en su rama, tan alta y tan segura. Una fuerza mucho más poderosa que su propia voluntad, lo había arrojado al suelo.

Mi Trésor se detuvo y retrocedió... También él reconoció esa fuerza.

Me apresuré a llamar al avergonzado can y me alejé, lleno de veneración.

Sí, veneración, no se rían de mí: sentí veneración ante aquel diminuto y heroico pajarillo, ante su arrebato de amor.

El amor, pensé, es más fuerte que la muerte y que el temor a la muerte. Sólo el amor mantiene e impulsa la vida.


sábado, 24 de noviembre de 2018

LOS PANTALONES (Jean Jacques Fdida)


Un día un hombre fue a ver a su sastre y le dijo:

—Hace ya tres meses, ¡tres meses!, que te encargué unos pantalones, ¿y todavía no los has acabado? No lo entiendo... Dios creó el mundo en seis días, ¿y tú no eres capaz de hacer unos pantalones en tres meses?

El sastre lo miró con conmiseración y le respondió:

—Tienes razón... Pero hazme un favor. Observa el mundo y ahora observa mis pantalones.


viernes, 23 de noviembre de 2018

EL BURRO Y LA FLAUTA (Augusto Monterroso)


Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.

Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

EN MEMORIA DE MI PADRE (Mary Grace Dembeck)


Yo era una niña de once años que vivía en Brooklyn. Mi padre había muerto de manera inesperada aquel verano y, súbitamente, llegaron malos tiempos para mi madre, para mis dos hermanos y para mí. Mi hermano de dieciocho años llevaba un año en el ejército. Mi otro hermano, de trece, trabajaba como recadero después del colegio para ganar un dinero extra que tan desesperadamente necesitábamos. Mi madre también había empezado a trabajar después de que papá muriera, pero tuvo que dejarlo cuando su salud comenzó a resentirse.

Papá siempre había dado gran importancia a la navidad. Desde que tengo memoria, nuestras celebraciones habían girado en torno al árbol, al Nacimiento y a Santa Claus. Teníamos un muñequito regordete como un angelote rodeado de un círculo de terciopelo rojo que papá siempre guardaba en su propia cajita. Todas las navidades cuando empezábamos a decorar el árbol, papá hacía una pequeña ceremonia, sacando el muñeco de su caja y mostrándomelo mientras decía: "María, este muñeco tiene los mismos años que tú." Y después colgaba el muñeco regordete en el árbol.

Papá había comprado aquel muñeco el año en que nací y sin proponérselo, el que fuera el primer adorno navideño que se colgaba en el árbol, antes que ningún otro, se había convertido en una pequeña tradición familiar.

Pero aquella navidad no íbamos a tener árbol.

Mi madre era una mujer práctica y había decidido que el árbol era un lujo del que podíamos prescindir. En ese momento pensé, con callado pero intenso resentimiento, que de todos modos el árbol nunca había sido tan importante para ella como para mi padre. Y si a mi hermano le importó, tampoco dijo nada.

Aquella tarde habíamos ido a la iglesia y volvíamos a casa en silencio. Era una hermosa y clara noche de invierno, pero yo sólo me fijaba en las ventanas iluminadas por las luces de los árboles de navidad. Su alegre resplandor hizo que mi amargura se hiciera más intensa, porque me imaginaba a una familia completa y felíz en cada casa, compartiendo risas, intercambiando regalos, sentados todos ante una mesa repleta de comida, hablando y bromeando. Aquella noche la navidad no consistía más que en eso para mí. Sabía que cuando llegáramos a casa nos recibirían las ventanas oscuras, y que, una vez adentro, estaríamos juntos pero, en realidad solos, cada uno inmerso en el vacío casi tangible que se había apoderado de nosotros.

Al pasar delante de la casa de una amiga que estaba casi al lado de la nuestra, vi que las luces del cuarto de estar todavía estaban encendidas. Le pedí a mi madre que, por favor, me dejara entrar para hacerle una visita. Me dio permiso. Solo que aquella noche no fui donde mi amiga.

Esperé a que mi madre y mi hermano entrarán en nuestra casa, di la vuelta y me dirigí impulsivamente hacia la tienda de mi padre, a cinco manzanas de allí. Era una pequeña tienda de ultramarinos en la esquina de la calle Cuarenta y cinco y la Undécima avenida. Por alguna razón quería ir allí, a la tienda que había significado tanto para mi padre, a pesar de que estaba vacía y en alquiler. Era como si así fuera a estar, de algún modo, más cerca de él.

No había mucha gente por allí. Estaba oscuro pero, por primera vez, me di cuenta de lo hermosa que estaba la noche, tan fría y estimulante, como aquel cielo repleto de estrellas. A través de las ventanas, los árboles de navidad seguían iluminados y brillantes, pero no parecían producir en mí el mismo efecto que hacía unas horas. Quizá fuera mi osadía al estar sola en la noche por primera vez o la sensación de que, de alguna forma iba a estar más cerca de papá, lo que causó un extraño efecto en mí. Fuera lo que fuese, apaciguó mi resentimiento y mi dolor.

Al llegar, finalmente, a la tienda, noté unas masas oscuras con formas extrañas en la acera. Me paré en seco. Mi imaginación comenzó a volar y casi di la vuelta para marcharme. Pero algo hizo que siguiera. Al acercarme, me di cuenta de que aquellas masas no eran monstruos, sino árboles de navidad de la tienda próxima a la de mi padre que habían quedado sin vender. Los habían dejado allí para que los recogiesen los basureros o quien estuviese encargado de hacerlo.

Recuerdo que me lancé de repente sobre el montón de árboles intentando escoger en la oscuridad el mejor que pudiera encontrar. Creo recordar que escogí uno enorme, de más de tres metros de alto, aunque era imposible que fuera tan grande. De cualquier modo, cogí mi árbol, aliviada por llevar mis guantes de lana gruesa, y comencé a medio cargar, medio arrastrar, mi tesoro hasta casa.

Mi alma estaba inundada de navidad. Sabía que papá estaba presente en aquel momento. No sé si alguna vez estuve tan próxima a él como aquella noche. Era como si él estuviese allí arriba, en las estrellas, en cada ventana iluminada, en aquel mismo árbol que yo arrastraba. No recuerdo si me crucé con alguien en el camino. Supongo que, si fue así, debía de parecer una visión rara: una niña cantando villancicos en voz baja y arrastrando un árbol el doble de grande que ella. Pero sé que no me importaba nada lo que pensaran los demás.

Cuando llegué a casa llamé al timbre, dispuesta a batallar por entrar con el árbol en casa si era necesario. Mi hermano abrió la puerta y su mirada de sorpresa vino acompañada por un "¿De dónde has sacado eso?". Metimos el árbol, y mi hermano se las arregló para encontrarle una base y nos pusimos a adornarlo. Apareció mi madre y nos vio, pero no dijo nada. No colaboró pero tampoco nos impidió seguir. Y aunque se dio cuenta de que yo no había estado en casa de mi amiga, no me hizo el menor reproche.

Cuando mi hermano y yo acabamos nuestra obra dimos un paso atrás y nos quedamos mirando el árbol. Para nosotros estaba perfecto, sin un solo fallo. Yo estaba tan excitada que podría haberme quedado toda la noche adornándolo, pero mi madre insistió en que ya era tarde, casi medianoche, y debíamos irnos todos a la cama.

La navidad estaba a punto de terminar. Estaba segura de que mi madre no aprobaba lo que yo había hecho, e incluso empecé a sentirme culpable al darme cuenta, de pronto, de la tristeza que aquel árbol podía haberle ocasionado y mi alegría empezó a desvanecerse.

Cuando me dispuse a ir a la cama reinaba en mi mente una confusión en la que se mezclaba la excitación y la tristeza. Me asomé a mirar mi árbol por última vez antes de que acabase la navidad.

Mi madre estaba delante de él, con una cajita en las manos. No sé si me vio en la puerta. ¿Habría estado llorando?

Sus manos parecían temblar mientras abría la caja. Sostuvo el adorno delante de ella, mirando el árbol, no a mí.

"María", dijo, casi en un susurro, en un tono de voz diferente, extraño, "...este muñeco tiene los mismos años que tú".

Y colgó el muñequito regortede en el árbol.


martes, 20 de noviembre de 2018

CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN (Paul Auster)


Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, suelo ir allí con bastante frecuencia. Durante mucho tiempo apenas me fijé en Auggie Wren. Era ese extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, el equipo de los Mets o los políticos de Washington, y hasta ahí llegaba mi interés en él.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba hojeando una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importaban un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Sólo Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón de la que sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto abarcaba ya más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.


—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.


Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

lunes, 19 de noviembre de 2018

LA DESPEDIDA (Manuel Espada)


—¿Dónde has dejado los zapatos?—gritó la chica a su hermano pequeño, un crío de ocho años que encogía los pies ateridos por el frío en un rincón del vagón.—¡Nunca cuidas de tus cosas, eres un desastre!—le abroncó mientras el tren llegaba al campo.

Entonces los separaron y jamás se volvieron a ver. El niño no sobrevivió. 

La chica, hoy una anciana, se hizo una promesa: «Nunca volveré a decir nada que quede como la última cosa que dije.»


domingo, 18 de noviembre de 2018

CADENA (Rubén Abella)


León se estaba afeitando cuando su mujer le recordó que era un inútil. El dinero no alcanzaba y, además, hacía meses que no cumplía con sus deberes carnales. —Si ya me lo decía mi madre: cuidado, Blanca, que éste de macho no tiene más que el nombre. Tres horas después León montó en cólera porque Paloma, la becaria de la asesoría, le trajo el café frío. Aprovechó la inercia del rapapolvo para reconvenirla también por sus fotocopias ennegrecidas y su falta de garbo. —¡Yo no sé qué os enseñan en la universidad! —exclamó, devolviéndole el vaso de plástico. Poco antes de comer, Paloma recibió una llamada de Blas. Echaba mucho, mucho, mucho de menos a su pichoncito, dijo, y quería saber cómo estaba. —Te he dicho muchas, muchas, muchas veces que no me llames al trabajo. A ver si en vez de echarme tanto de menos, empiezas a respetarme un poco —lo interrumpió Paloma en un susurro malhumorado, y colgó el teléfono. A última hora de la tarde, mientras repartía pizzas en la moto, Blas estuvo a punto de chocar contra un coche mal aparcado. Para resarcirse le rayó la chapa con una moneda y escribió en el parabrisas: «APRENDE A APARCAR, MAMÓN, QUE CASI ME MATO». Rolando se quedó atónito al cerrar la papelería y ver el coche estragado. Se montó maldiciendo en voz alta, calculando los costes del arreglo, esperando que Merche tuviera la cena lista cuando él llegase a casa. Si no, se iba a enterar.


sábado, 17 de noviembre de 2018

MÍRAME (Isidoro Capdepón)





No soy bonita, ¿verdad?

Nadie me ve. Soy la raíz del rosal.

Siempre estoy oculta bajo la tierra. Y sucia.

Convivo con el barro y las lombrices.

Pero sin mí no habría "No la toques ya más, que así es la rosa".

Sin mí no habría "Mortal y rosa".

Sin mí no "Te llegará una rosa cada día".

Sin mí no "rosa mística".

Sin mí no "rosa de Alejandría".

Sin mí no "agua de rosas", ni "tiempo de rosas", ni "perfume de rosas".

Sin mí no rosas blancas ni rojas ni amarillas.

Sin mí no rosas rosas...

Y ahora, mírame bien.

No soy bonita, ¿verdad? No, más bien soy fea; y además huelo a estiércol. (Es lo que estás pensando.)

Soy quien alimenta, quien mantiene a la rosa. Soy la raíz.


viernes, 16 de noviembre de 2018

EL ERIZO (Bernardo Atxaga)


El erizo despierta al fin en su nido de hojas secas,
y acuden a su memoria todas las palabras de su lengua,
que, contando los verbos, son poco más o menos veintisiete.

Luego piensa: El invierno ha terminado,
Soy un erizo, Dos águilas vuelan sobre mí;
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto,
¿En qué parte de la montaña os escondéis?
Ahí está el río, Es mi territorio, Tengo hambre.

Y vuelve a pensar: Es mi territorio, Tengo hambre,
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto,
¿En qué parte de la montaña os escondéis?

Sin embargo, permanece quieto, como una hoja seca más,
porque aún es mediodía, y una antigua ley
le prohibe las águilas, el sol y los cielos azules.

Pero anochece, desaparecen las águilas, y el erizo,
Rana, Caracol, Araña, Gusano, Insecto,
Desecha el río y sube por la falda de la montaña,
tan seguro de sus púas como pudo estarlo
un guerrero de su escudo, en Esparta o en Corinto;

Y de pronto atraviesa el límite, la línea
que separa la tierra y la hierba de la nueva carretera,
de un solo paso entra en su tiempo y el mío;
Y como su diccionario universal
no ha sido corregido ni aumentado
en estos últimos siete mil años,
no reconoce las luces de nuestro automóvil,
y ni siquiera se da cuenta de que va a morir.


jueves, 15 de noviembre de 2018

CREÍAN (Saiz de Marco)


Creían en los hombres, soñaban la utopía.

No sabían de ruindad, de abyección, de pequeñez.

No: ellos creían en los hombres, soñaban la utopía.

Decían camarada, compañero, paz, humanidad, mañana…: palabras que subían desde sus corazones.


Apenas tenían ojos para lo pequeño, lo abyecto, lo mezquino.

Creían que el coraje extirparía la ruindad.

Creían que la entrega derribaría la abyección.

Creían que la grandeza aboliría la pequeñez.

Y no. No es así. No siempre, al menos.

Pero ellos lo pensaban.

Por eso creían en los hombres, soñaban la utopía.

Creían en nosotros: en nuestra altura, en nuestro valor.

Creían en nosotros más que nosotros mismos.

Tal vez aún creen. Tal vez aún sueñan.

Si es así, por favor no habléis, no tosáis, no respiréis. No hagáis ruido. Andad de puntillas. (No sea que los despertemos.)

Si es así -si aún creen, si aún sueñan-, entonces velemos, protejamos su blancor.

Si es así, preservemos su sagrado sueño. 



miércoles, 14 de noviembre de 2018

EL RAYITO DE SOL (Juan Ramón Jiménez)


Al niño chico lo ha despertado en la cuna un rayito de sol que entra en el cuarto oscuro de verano por una rendija de la ventana cerrada.


Si se hubiera despertado sin él, el niño se habría echado a llorar llamando a su madre. Pero la belleza iluminada del rayito de sol le ha abierto en los mismos ojos un paraíso florido y mágico que lo tiene suspenso.

Y el niño palmotea, y ríe, y hace grandes conversaciones sin palabras, consigo mismo, cogiéndose con las dos manos los dos pies y arrullando su delicia.

Le pone la manita al rayo de sol; luego, el pie -¡con qué dificultad y qué paciencia!-, luego la boca, luego el ojo, y se deslumbra, y se ríe refregándoselo cerrado y llenándose de baba la boca apretada. Si en la lucha por jugar con él se da un golpe en la baranda, aguanta el dolor y el llanto y se ríe con lágrimas que le complican en iris preciosos el bello sol del rayo.

Pasa el instante y el rayito se va del niño, poco a poco, pared arriba. Aún lo mira el niño, suspenso, como una imposible mariposa, de verdad para él.

De pronto, ya no está el rayo. Y en el cuarto oscuro, el niño -¿qué tiene el niño, dicen todos corriendo, qué tendrá?- llora desesperadamente por su madre.



martes, 13 de noviembre de 2018

EN MATILDE (Julio Cortázar)


A veces la gente no entiende la forma en que habla Matilde, pero a mí me parece muy clara.

—La oficina viene a las nueve —me dice— y por eso a las ocho y media mi departamento se me sale y la escalera me resbala rápido porque con los problemas del transporte no es fácil que la oficina llegue a tiempo. El ómnibus, por ejemplo, casi siempre el aire está vacío en la esquina, la calle pasa pronto porque yo la ayudo echándola atrás con los zapatos; por eso el tiempo no tiene que esperarme, siempre llego primero. Al final el desayuno se pone en fila para que el ómnibus abra la boca, se ve que le gusta saborearnos hasta el último. Igual que la oficina, con esa lengua cuadrada que va subiendo los bocados hasta el segundo y el tercer piso.

—Ah —digo yo, que soy tan elocuente.

—Por supuesto —dice Matilde—, los libros de contabilidad son lo peor, apenas me doy cuenta y ya salieron del cajón, la lapicera me salta a la mano y los números se apuran a ponérsele debajo, por más despacio que escriba siempre están ahí y la lapicera no se les escapa nunca. Le diré que todo eso me cansa bastante, de manera que siempre termino dejando que el ascensor me agarre (y le juro que no soy la única, muy al contrario), y me apuro a ir hacia la noche que a veces está muy lejos y no quiere venir. Menos mal que en el café de la esquina hay siempre algún sándwich que quiere metérseme en la mano, eso me da fuerzas para no pensar que después yo voy a ser el sándwich del ómnibus. Cuando el living de mi casa termina de empaquetarme y la ropa se va a las perchas y los cajones para dejarle el sitio a la bata de terciopelo que tanto me habrá estado esperando, la pobre, descubro que la cena le está diciendo algo a mi marido que se ha dejado atrapar por el sofá y las noticias que salen como bandadas de buitres del diario. En todo caso el arroz o la carne han tomado la delantera y no hay más que dejarlos entrar en las cacerolas, hasta que los platos deciden apoderarse de todo aunque poco les dura porque la comida termina siempre por subirse a nuestras bocas que entre tanto se han vaciado de las palabras atraídas por los oídos.

—Es toda una jornada —digo.

Matilde asiente; es tan buena que el asentimiento no tiene ninguna dificultad en habitarla, de ser feliz mientras está en Matilde.



lunes, 12 de noviembre de 2018

ACURRUCADOS Y DESNUDOS (Gustavo Adolfo Bécquer)


Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.


Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz, de las tinieblas en que viven. Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cae el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino.

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí: paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término y a éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya, como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia, disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues!, andad y vivid con la única vida que puedo daros.
Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables. Os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estrofa tejida de frases exquisitas, en las que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. ¡Mas es imposible! No obstante necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo, por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que avienta por el aire la muerte antes de que su Creador haya podido pronunciar el "fiat lux" que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse esta arpa vieja y cascada ya, se pierdan a la vez que el instrumento las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué casos he soñado y cuáles me han sucedido; mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales; mi memoria clasifica, revueltos nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado con los de días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.


domingo, 11 de noviembre de 2018

LA LUNA EN ESTÍO (Andrés Ibáñez)


Ha llegado el estío. Los jóvenes se tienden a la sombra de los álamos y contemplan cómo las mujeres de la aldea descienden en hilera a través de las altas hierbas para lavar la ropa en las piedras blancas de la orilla del río. Una de ellas, acalorada, se suelta un poco las ropas y, entonces, en el afán de su tarea, uno de sus pequeños senos se hace visible. Y uno de los jóvenes, que está enamorado de ella en secreto, se siente poseído por la tristeza y piensa que acaba de contemplar, en mitad del día, la luna inalcanzable.


sábado, 10 de noviembre de 2018

LA OTRA MITAD (Isidoro Capdepón)


Shakespeare (1564-1616) murió a los 52 años de edad.

Kafka (1883-1924), a los 41.

Pessoa (1888-1935), a los 47.

Mozart (1756-1791), a los 35.

Chopin (1810-1849), a los 39.

Flaubert (1821-1880), a los 59.

Balzac​ (1799-1850), a los 51.

Dickens (1812-1870), a los 58.

Chejov (1860-1904), a los 44 años.

-Sólo por citar algunos...-

Sus vidas fueron cortas. Pero aquella venía a ser la longevidad normal, el promedio de vida en su época.


Teniendo en cuenta que actualmente la esperanza de vida excede de 80 años, y que no es raro vivir más de ese tiempo, es como si nos faltase la mitad de sus obras.

Medio teatro de Shakespeare no llegó a escribirse.

La narrativa más madura de Kafka y de Chejov quedó definitivamente inédita.

El segundo ciclo de poemas de Pessoa se perdió sin remedio.

La mitad (o más) de la música de Mozart o de Chopin nunca la oiremos.

Los dramas increados, los textos inescritos...


Poemas inengendrados, melodías incompuestas… 

Y nosotros, ya por siempre, sin saber cómo serían. 


viernes, 9 de noviembre de 2018

SIN MIRAMIENTOS (Pedro Martínez)


No tuvieron miramientos. Intentamos escapar por la puerta de la cocina, la que daba al patio, pero habían acordonado la casa. A empujones nos juntaron en el comedor. La niña lloraba, su madre intentaba calmarla. Nosotros disimulábamos nuestro miedo. No sabíamos quién podía habernos delatado.

Ordenaron que nos tumbáramos con las manos en la cabeza. No nos ataron. Tampoco hacía falta, siempre nos vigilaban dos o tres hombres armados.

Al llegar la noche escuchamos explosiones cercanas, gritos, movimiento de vehículos en el puente, luego silencio. Algunos se durmieron, yo no podía, repasaba una y otra vez las consignas que nos habían dado, dónde podíamos haber fallado. No hacía frío y al fin me venció el cansancio.

Me despertó John. Se habían ido, ni rastro de ellos. No hicimos preguntas. Organizamos el repliegue y en grupos de tres nos internamos en el bosque. Nadie hablaba. Todos sabíamos que alguno de nosotros había confesado. Quizá íbamos hacia una trampa. No teníamos otra opción, seguimos.


jueves, 8 de noviembre de 2018

CANCIÓN DE LA PROSTITUTA (Bertolt Brecht)


Señores míos, con diecisiete años
llegué al mercado del amor
y mucho he aprendido.
Malo hubo mucho,
pero ése era el juego.
Aunque hubo Cosas que sí me molestaron
(al fin y al cabo también yo soy persona).
Gracias a Dios todo pasa deprisa,
la pena incluso; también el amor.
¿Dónde están las lágrimas de anoche?
¿Dónde la nieve del año pasado?

Claro que con los años una va
más ligera al mercado del amor
y los abraza por rebaños.
Pero los sentimientos
se vuelven sorprendentemente fríos
si se escatiman tanto
(al fin y al cabo no hay provisión que no se acabe).
Gracias a Dios todo pasa deprisa,
la pena incluso; también el amor.
¿Dónde están las lágrimas de anoche?
¿Dónde la nieve del año pasado?

Y aunque aprendas bien el trato
en la feria del amor,
transformar el placer en calderilla
nunca resulta fácil.
Pero, bien, se consigue.
Aunque también envejeces mientras tanto
(al fin y al cabo no siempre se tienen diecisiete.)
Gracias a Dios todo pasa deprisa,
la pena incluso; también el amor.
¿Dónde están las lágrimas de anoche?
¿Dónde la nieve del año pasado?

                                                 

miércoles, 7 de noviembre de 2018

EN ESPIRAL (Aitor Suárez)


¡ Qué bien fabrican
espirales de cal
los caracoles !


martes, 6 de noviembre de 2018

DILIGENCIA (Isidoro Capdepón)


"Contra pereza, diligencia", dice mamá al despertarme. Y yo venga a esperar (pero no llega) la diligencia: el coche de caballos que vendrá a recogerme y que, desde mi cama, me llevará al colegio.


lunes, 5 de noviembre de 2018

BUITRES (Franz Kafka)


Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé en torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil. ¿Puede usted esperar media hora más?

- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


sábado, 3 de noviembre de 2018

UNO DE ELLOS (Saiz de Marco)


Treinta años después, él también tiene una cita con la madera. Durante todo ese tiempo algún gallo le ha hecho revivir, diariamente, el momento en que negó a su maestro.

Recuerda que al principio estuvo dispuesto a correr la misma suerte que él. Incluso estuvo a punto de cortarle una oreja a uno de los que le prendían. Pero en el último momento se achantó. Luego una mujer dijo “Éste es uno de los que iban con el preso”. Él lo negó tres veces y a continuación cantó un gallo. Desde entonces, quiquiriquí significa deslealtad.

Recuerda también que al maestro lo crucificaron, entre dos ladrones, en el monte de la Calavera. Y que él ni siquiera se acercó a verlo.

Sin embargo, hoy va a arrancarse aquella espina. Está lejos de donde pasó todo eso,
pero le espera una cruz parecida. Como la del hombre al que, de no haber negado, pudo acompañar hasta el final.

Han pasado tres décadas. Ya no es joven ni fuerte. Sabe que va a sufrir, pero aguarda anhelante.

El viento trae ladridos y relinchos. No se oye cacarear a ningún gallo.

Pero tampoco importaría: el gallo que ahora cantase no llevaría razón.



QUÉ VEN EN NOSOTROS (Aitor Suárez)



A los humanos
¿cómo nos conceptúan?
¿Cómo nos miran?

.....

¿Cómo nos sienten?
¿En nosotros qué ven
los animales?

jueves, 1 de noviembre de 2018

EQUIVOCACIÓN (Karel Capek)


Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar puso rumbo al cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado aún, y nadie sabe en dónde está.