Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! “Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta dónde me llega el mar”.
Él, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.
“¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.
Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!”.
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