Entrada al azar

lunes, 30 de septiembre de 2019

BRIZNAS (Isidro Saiz de Marco)


EN AGOSTO DE 1914 el ejército alemán abrió el frente occidental invadiendo Bélgica y Luxemburgo. La fuerza de avance fue contenida drásticamente en la primera batalla del Marne. Los taxis de París ayudaron a trasladar a los soldados franceses. El equilibrio de fuerzas impuso la estabilización del frente. Los contendientes se atrincheraron en una línea sinuosa de posiciones fortificadas, que permaneció sin cambios sustanciales durante casi toda la guerra. La combinación de las trincheras, los nidos de ametralladoras, el alambre de espino y la artillería infligían cuantiosas bajas a unos y otros.

LA MATERIA OSCURA desempeña un papel central en la formación de estructuras y en la evolución de las galaxias, y tiene efectos en la anisotropía de la radiación del fondo de microondas. Sólo aproximadamente el 5% de la densidad de energía total en el universo puede observarse directamente.

Todas las estrellas, galaxias y gas observables forman menos de la mitad de bariones, y se cree que esta materia puede estar distribuida en filamentos gaseosos de baja densidad, formando una red por todo el universo en cuyos nodos se encuentran los cúmulos de galaxias.

EL 1 DE septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia, usando el pretexto de un ataque polaco simulado en un puesto fronterizo. Alemania avanzó usando la “guerra relámpago”. El Reino Unido y Francia le dieron dos días para retirarse de Polonia. Pasada la fecha límite, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Alemania, seguidos rápidamente por Francia, Sudáfrica y Canadá.

LA GRAVEDAD DE un agujero negro provoca una singularidad envuelta por una superficie cerrada, llamada “horizonte de sucesos”. Éste separa la región del agujero negro del resto del universo, y es la superficie límite del espacio a partir de la cual ninguna partícula puede salir.

Se cree que en el centro de la mayoría de las galaxias hay agujeros negros supermasivos. La gravedad del agujero negro puede atraer al gas que se encuentra a su alrededor, el cual se arremolina y calienta a temperaturas de hasta 12 millones de grados, esto es, unas 2000 veces la temperatura del sol.

MENOS DE 24 horas después del ataque sobre Pearl Harbour, Japón invadió Hong Kong. Poco después fueron invadidas Filipinas y las colonias británicas de Malasia, Borneo y Birmania, con la intención de apoderarse de los campos petrolíferos de las Indias Holandesas. Aproximadamente 130.000 hombres de la Commonwealth británica fueron recluidos en los campos de concentración japoneses.

TRAS LA EXTINCIÓN total de la energía de una “gigante roja” (estrella de gran masa), la fuerza gravitatoria comienza a ejercer presión sobre sí misma originando una masa concentrada en un pequeño volumen, convirtiéndose en una “enana blanca”. Este proceso puede seguir hasta el colapso de la estrella por su autoatracción gravitatoria, convirtiéndose en un agujero negro.

GUAM FUE INVADIDA el 21 de julio de 1944. Los japoneses lucharon fanáticamente. Las operaciones de limpieza continuaron mucho tiempo después de que la batalla de Guam hubiese acabado. La isla de Tinian fue invadida el 24 de julio. En esta operación se usó por primera vez napalm en una guerra.

Las tropas del general MacArthur liberaron las Filipinas. Los japoneses habían dispuesto una defensa a toda costa y usaron los últimos restos de sus fuerzas navales para hacer frente a la invasión. Fue la primera batalla en que emplearon ataques kamikazes.

Iwo Jima fue conquistada en febrero. La isla estaba fuertemente defendida con multitud de túneles, trincheras y fuertes bajo tierra, pero fue ocupada por los Marines después de tomar el monte Suribachi.

SE ESTIMA QUE existen más de cien mil millones de galaxias en el universo observable. La mayoría de ellas tiene un diámetro entre cien y cien mil parsecs y están generalmente separadas por distancias del orden de un millón de parsecs.

El espacio intergaláctico está compuesto por un tenue gas cuya densidad media no supera un átomo por metro cúbico.

La mayoría de las galaxias están dispuestas en una jerarquía de agregados, llamados cúmulos, que a su vez pueden formar agregados más grandes, llamados supercúmulos. Estas estructuras mayores están dispuestas en hojas o filamentos rodeados de inmensas zonas de vacío.

EL PRINCIPAL LÍDER de los Jemeres Rojos, que tomó por nombre Pol Pot, creó centros de reclusión con el fin de buscar al “enemigo oculto” dentro del Partido y continuar su política de exterminio de cuanto consideraba atentatorio hacia el Estado. El más activo fue el de Tuol Sleng. Salvo los altos mandos nadie sabía qué ocurría allí, pero los campesinos que vivían cerca los llamaban “el sitio donde se entra pero no se sale”. Solamente siete de las 20.000 personas que fueron llevadas para ser “interrogadas” sobrevivieron. Los sospechosos lo eran por razones tan sutiles como usar gafas, conocer un idioma extranjero o tener un título universitario. Tras ser declarados culpables en casi todos los casos, los sospechosos eran condenados a la pena capital, conduciéndoseles a los campos de exterminio. Las ejecuciones se hacían generalmente por contusiones o armas blancas para ahorrar munición. Las víctimas eran aproximadas al borde de la fosa y asesinadas. Para ahogar sus gritos y llantos se colocaba un equipo de sonido con música a todo volumen.

LA VÍA LÁCTEA forma parte de un conjunto de unas 40 galaxias llamado Grupo Local, y es la segunda más grande y brillante tras la galaxia de Andrómeda.

El Sistema Solar se encuentra en el brazo Orión de la Vía Láctea, que forma parte del brazo espiral de Sagitario.

Los brazos son ondas de densidad que se desplazan independientemente de las estrellas contenidas en la galaxia. El brillo de los brazos es mayor porque allí se encuentran las “gigantes azules”, que son las únicas que pueden ionizar grandes extensiones de gas.

LOS HUTUS INTENTARON socavar el poder de los tutsis para lograr un mejor reparto de las tierras. Un incidente en noviembre de 1959 entre jóvenes tutsis y un líder hutu se convirtió en la chispa de una revuelta popular, en la cual los hutus quemaron propiedades tutsis y asesinaron a varios de sus dueños.

En los dos años siguientes unos 20.000 tutsis murieron asesinados.

En 1972, en el vecino Burundi, 350.000 hutus murieron víctimas de los tutsis.

En 1994 el avance del Frente Patriótico Ruandés desencadenó una multitud de masacres contra los tutsis obligando a un desplazamiento masivo de personas hacia campos de refugiados situados en las fronteras.

En agosto de 1995 tropas zaireñas intentaron expulsar a estos desplazados hacia Ruanda. Más de 800.000 personas fueron asesinadas. Casi todas las mujeres que sobrevivieron al genocidio sufrieron violaciones múltiples y muchos de los 5000 niños nacidos de esas agresiones fueron asesinados.

EL MARCO EN que se mueven las cuerdas no es el aparente de cuatro dimensiones temporo-espaciales, sino un escenario en que a las cuatro dimensiones de espacio y tiempo se añaden otras dimensiones compactificadas. Presumiblemente existen una dimensión temporal, tres dimensiones espaciales ordinarias, y siete dimensiones compactificadas imperceptibles para nosotros.

EN OPINIÓN DE Einstein, la realidad que captamos es una especie de ilusión persistente. En tal caso, desconocemos por qué no es una ilusión dulce, ni blanda, ni sencilla.


viernes, 27 de septiembre de 2019

¿Y MI HIELO?


LUZ DE LUNA (Agrimensor)


Con luz solar
que ha tomado prestada
luce la luna.

SENTIRSE EN MUERTE (Jorge Luis Borges)


Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.

Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé, en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos –más altos que las líneas estiradas de las paredes– parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.

La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos –noche en serenidad, paredita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental– no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.

Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales –los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano– son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.


jueves, 26 de septiembre de 2019

LOS MERENGUES (Julio Ramón Ribeyro)


Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

¡QUE SALGA EL AUTOR! (Otto Raúl González)


Estaba por concluir aquel hermoso día de verano. El ocaso empezaba a mover lentamente sus tramoyas en el escenario del horizonte. Se preparaba así el gran espectáculo del crepúsculo. Los tres jesuitas que se paseaban a aquella hora por los espaciosos jardines del convento, se reunieron en el patio mayor, como si hubiera convenido de antemano el encuentro. Y el gran espectáculo dio principio. El ingenuo nácar , el amarillo limón, el azul desvaído, el ocre profundo, el añil severo, el verde tierno, el café rotundo, el marfil puro, el púrpura definitivo y el anadrio violento bailaron su danza de nubes y de ilusiones efímeras. Y se aproximó el final calmo y supremo.

Se adivinaba caer ya un lento telón de terciopelo negro. Los monjes sonrientes batieron palmas incesantes. Uno de ellos, sin poder dominarse, gritó: ¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor! Contagiados los otros, insistieron. Y ya en coro pedían a gritos ¡El autor! ¡El autor!… ¡Que salga el autor! Los tres pensaron lo mismo y volvieron a corear: ¡Queremos la presencia del autor! Varios truenos resonaron en lo alto y se vio una danza de relámpagos, uno de los cuales fulminó a los tres entusiastas jesuitas. Ya en otra dimensión, allá donde todo es armonía, los tres escuchaban la voz de Dios: ¿Queríais estar ante mi presencia, hijos míos…?


martes, 24 de septiembre de 2019

LA SIMA (Pío Baroja)


El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azulado plomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.

El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.

El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.

El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.

El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor...

En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.

Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.

Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.

-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.

El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.

-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.

-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.

-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.

-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?

-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?

-¿Y eso será verdad, abuelo?

-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.

El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.

-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al zagal.

Éste retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.

-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.

-Anda, Lobo. Ves a buscallo.

El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.

-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.

El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.

El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.

El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.

-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.

Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.

-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.

-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.

-Descuidad vos, abuelo.

El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.

El viejo se asomó a la boca de la caverna.

-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.

Nada, no se oía nada.

-¡Zagal! ¡Zagal!

Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.

Loco, trastornado, durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.

Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.

El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.

El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.

En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.

El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.

La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.

-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.

-Bien podría ser -repuso otro.

Todos se miraron, espantados.

Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.

Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.

-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz apagada.

Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.

De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.

-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.

-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.

El terror de éste se comunicó a los demás cabreros.

-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?

-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.

El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.

Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.

-No me atrevo... Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.

Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.

Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.

Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.

Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.

Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito. Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.


lunes, 23 de septiembre de 2019

EL HOMBRE QUE RÍE (J. D. Salinger)


En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.

Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.

El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.

Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.

Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús —a puñetazos o a gritos estridentes— por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales —los mejores de todos— que llegaban hasta la altura del conductor). El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de «El hombre que ríe». Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. «El hombre que ríe» era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.

Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el «hombre que ríe» había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el «hombre que ríe» respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del «hombre que ríe» sino que lo demostraba prácticamente). Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general —siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.

Todas las mañanas, en su extrema soledad, el «hombre que ríe» se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo.

Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches.

El «hombre que ríe» era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio —robando, secuestrando, asesinando sólo cuando era absolutamente necesario— se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del «hombre que ríe», creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el «hombre que ríe» se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El «hombre que ríe» tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía).

Poco después el «hombre que ríe» empezaba a cruzar regularmente la frontera china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron en los enemigos más encarnizados del «hombre que ríe». Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el «hombre que ríe» muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.

Muy pronto el «hombre que ríe» consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El «hombre que ríe» convertía el resto de su fortuna en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el «hombre que ríe» y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida respecto al crimen. El «hombre que ríe» emitía sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había podido ver su cara.

No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector —a la fuerza, si fuere necesario— de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al «hombre que ríe» algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del «hombre que ríe», sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para descubrir —preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo— mi verdadera identidad.

Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.

En realidad, yo era el único descendiente legítimo del «hombre que ríe». En el club había veinticinco comanches —veinticinco legítimos herederos del «hombre que ríe»— todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.

* * *

Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco reticente, fue «Mary Hudson».

Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta categoría.

Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como para sugerir —me pareció— que la foto había sido más o menos impuesta por otros.

Durante las dos semanas siguientes, la foto —le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no— continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro.

Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio del «hombre que ríe». Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y enseguida subió al autobús una chica con un abrigo de castor.

Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.

—¿He tardado mucho? —le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado «¿Soy fea?».

—¡No! —dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar «no-sé-qué» y que tenía un tío cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio.

Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios se le quedó en la mano.

Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una expresión del tipo «hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa». Y, para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su femineidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches pudieron oír perfectamente su voz.

—¡Yo también —dijo—, yo también quiero jugar!

El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.

—No me importa —dijo Mary Hudson, con toda claridad—. He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.

El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol.

Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente horrible.

Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo:

—Bueno, daos prisa, entonces… —y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa.

Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. «Ya está», dijo ella. Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. «No lo hago», contestó ella. Le dijo que no perdiera de vista la pelota. «No lo haré», dijo ella. «Apártate, ¿quieres?» Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse.

Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base.

Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo.

Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.

Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.

Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de «El hombre que ríe». Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.

Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del «hombre que ríe», el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del «hombre que ríe», le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor buena fe del mundo, el «hombre que ríe» aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el «hombre que ríe» debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le pareciera.

No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo del «hombre que ríe» y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el «hombre que ríe» sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales y profesionales, del «hombre que ríe». Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al «hombre que ríe» informándole en primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la menor intención de ir allí.

Lógicamente enfurecido, el «hombre que ríe» se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante, del «hombre que ríe».

Así terminaba el episodio.

El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:

—A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el «hombre que ríe». No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro.

En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda, hecha un sanduche entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr.

—¿Dónde? —preguntó.

Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía enseguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé.

Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos colgaban a los lados.

Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher.

—¿Ella no va a jugar? —le grité.

Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas.

Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia.

—Déjame —dijo—. Por favor, déjame.

La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño.

Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista.

El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos que él llevara los bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón.

Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de «El hombre que ríe».

Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes.

El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue:

—Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.

Instantáneamente, el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador.

Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de «El hombre que ríe». En total, sólo duró cinco minutos.

Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al «hombre que ríe», dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el rostro del «hombre que ríe». Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El «hombre que ríe», lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del «hombre que ríe».

(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no terminó ahí).

Pasaban los días y el «hombre que ríe» seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba llegó con un equipo médico y una provisión de sangre de águila el «hombre que ríe» ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar las heridas.

Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del «hombre que ríe», Omba acercó afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el «hombre que ríe» no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del pecho del «hombre que ríe». Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del «hombre que ríe», antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.

Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse). El Jefe puso en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas.

Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.


viernes, 20 de septiembre de 2019

PARKER INVENTA SU VIDA (Pedro Martínez)


Parker no tiene demasiada imaginación.
Por eso desde la cama inventa su propia vida.
O lo intenta.
Desde el principio.
Sin duda mezcla lo que fue y lo que no, algo sale en limpio.
Se miente lo suficiente para no ser aburrido, incluso a veces encuentra la poesía que hace que merezca la pena su búsqueda no prescrita, su búsqueda.

Quiere contarse una infancia feliz, quiere que el recuerdo de su infancia sea de felicidad; lo fue, así lo siente en lo más hondo de la memoria de su alma.


Puede acogerse al cariño de su numerosa familia del que solo excluye a una prima lejana que abusó de su candor cuando tenía apenas ocho años. También los juegos con los primeros amigos en la calle o entre los helechos de los montes de alrededor de un barrio que era acogedor, protector, estricto, con una moral abrasadora para algunas cosas y demasiado tolerante con otras, visto desde hoy, un absurdo.

Se abriga en el amor inmenso de su madre, en el de sus dos abuelas, incluso en el de la bisabuela que conoció. Lo de los hombres, su padre, sus abuelos, era otra forma de amor. Luego estaba lo de sus muchas tías y tíos, jóvenes, todos aún solteros, le cuidaron y le enseñaron, le quisieron, cada uno de diferente manera, ellos estaban empezando su propia vida.

Tanto amor no quiere decir que Parker no guarde momentos tristes, no, tiene sobre todo uno perfectamente ordenado, clasificado, sabe qué ocurrió, quién fue, quiénes fueron, les ha perdonado, incluso a lo largo de su vida ha tenido relación con los autores. Quizá otros no recuerden, él sí, no es rencoroso pero tiene memoria, quiere aclarar aquella muerte que le obsesiona, que le desvela, que a pesar del tiempo transcurrido vuelve una y otra vez a su cabeza, le atormenta.

No se atreve y por eso desde la cama recurre a la imaginación.
Ni más ni menos.

Cuéntanos, Parker, cuéntanos.


jueves, 19 de septiembre de 2019

LA NIÑA QUE VIO "LOS GREMLINS" CON 35 AÑOS (Sara Mesa)


No siempre era fácil ser una niña. No al menos en aquel tiempo en que ella empezó a notar que la grieta entre su vida y la de los demás se ensanchaba alarmantemente, día tras día. Por aquel entonces se había vuelto demasiado sensible a las diferencias. No de una manera consciente, sino sutil, cotidiana. Se daba cuenta de que en su familia las cosas siempre eran de otra forma, tan de otra forma que no se podían compartir con el mundo de fuera, o incluso se hacía preciso ocultarlas. A veces le parecía que todo estaba formado solamente por diferencias y le invadía una mezcla de desazón, vergüenza y rencor. Para ella, ser diferente no era un motivo de orgullo. Ella solo quería ser normal.

De camino al colegio se miraba las punteras de los zapatos acharolados. Demasiado limpios, pensaba, y buscaba amontonamientos de albero para ensuciárselos. Las demás niñas llevaban zapatillas deportivas,botines, como los llamaban en aquel barrio. Ella también tenía unos botines resistentes, quizá no muy bonitos, pero botines al fin y al cabo. El problema era que solo podía ponérselos para ir al campo. Para el colegio, ni plantearlo. Desde que tenía uso de razón había oído a sus padres despotricar sobre los que van en chándal a todas horas.

- Y con zapatos de deporte. La ropa de deporte es para hacer deporte. ¿Ves cómo va la gente ahora? Con cualquier cosa en cualquier momento. Vaya moda absurda -decía la madre durante la comida.

El padre asentía, masticaba despacio. Todos comían en silencio, derechos, recogidos y con las manos bien lavadas. Un mechón que se salía de su sitio era motivo para una regañina.

- Qué asco -decía el padre-. El pelo en los platos.

Las hermanas se pateaban bajo la mesa para avisarse si se producía el desliz. A veces se reían entre dientes, escupían sin querer la comida. Luego se enderezaban y se volvían a recoger el pelo tras las orejas. Engullían el primero, el segundo y el postre, sin protestar. Bebían agua de una enorme jarra de cristal que estaba siempre en el centro de la mesa. También los padres, que detestaban el alcohol, bebían agua. Los refrescos tampoco estaban permitidos.

Aquel día se las apañó para meter sus botines en la mochila y cambiárselos en la escalera del bloque. Vivían en la tercera planta de un edificio de pisos ordinario, en uno de los muchos barrios obreros de la ciudad, un lugar animado y vulgar como cualquier otro de la periferia. En realidad, estaban justo en el límite del barrio, al filo de una ancha carretera que separaba la zona de viviendas de un polígono industrial donde el padre trabajaba de supervisor en una fábrica de tejidos. Esto les permitía estar y no estar del todo mezclados con la gente del barrio: un estilo de vida humilde y corriente -probablemente por debajo de lo que hubieran podido permitirse-, incomunicado del resto. El piso estaba a unos diez minutos del colegio si se seguía la acera junto al polígono y luego se torcía a la izquierda por otra calle más bien solitaria. Desde hacía un par de años las tres hermanas podían ir solas, siempre que se esperaran para hacer juntas el camino.

La niña se sentó en un escalón entre dos plantas para anudarse los cordones. Tenía los dedos agarrotados por las prisas y tardaba más de lo que debiera. Una vecina la vio de refilón cuando salía con su barreño acodado en la cadera, camino de la azotea comunal donde se tendía la ropa. Ella se sonrojó, salió pitando -los cordones aún sin anudar- y se unió a sus hermanas, que la esperaban ansiosas en la calle. Echaron a correr.

- ¡Tú eres tonta! -le dijo la mayor-. ¿No ves que van a pillarte?

- ¿Y a la vuelta cómo vas a hacerlo? -preguntó la pequeña-. Si llamamos al portero y luego hay que esperar a que te cambies vas a tardar tanto que mamá saldrá a ver qué pasa.

Era cierto. Los riesgos estaban ahí. Pero también estaban sus botines, al fin botines para ir al colegio, y el paso con ellos, que ahora le parecía mucho más liviano y prometedor que de costumbre. Recorría en zigzag los dibujos de la acera y daba saltos sobre las tapas de las alcantarillas. En la mochila, el peso de sus zapatos de charol rebotaba rítmicamente en su espalda. Iba contenta.

En el recreo jugó más que nunca con las otras. Saltaban al elástico, enroscando sus tobillos con la cinta, a un lado y otro. El reto consistía en hacerlo cada vez más rápido, a medida que la letra de la canción que coreaban se iba acelerando. Ella era más bien torpe y solía equivocarse pronto, pero con los botines cualquier movimiento parecía mucho más fácil. Cuando acabó su turno se apoyó en la pared para coger aliento. Dos niñas hablaban a su lado de los Gremlins. Las escuchó un rato sin prestar demasiada atención. Ella ya sabía lo que eran los Gremlins, al menos en líneas generales. Una nueva película, unos seres fantásticos, lejanos, a los que todavía no era capaz de poner forma. Por el momento no les daba ninguna importancia.

Las niñas discutían sobre algún asunto que a ella se le escapaba. La que parecía más tozuda se giró buscando confirmación:

- ¿A que el primer Gremlin es bueno?

Ella no supo qué decir. Miró hacia el suelo y vio que se había manchado de barro los botines. Pensó que tendría que limpiarlos a escondidas. El eco de la pregunta había quedado suspendido en el aire. La niña insistió:

- Tú ya has visto la película, ¿no? Dime, ¿a que el primer Gremlin es bueno?

- Sí, creo que sí -dijo ella al fin.

- ¡Qué va! -protestó la otra-. Al principio todos son buenos, y luego todos son malos. Eso me explicó mi hermano.

La primera insistió:

- Tu hermano no se ha enterado de nada. ¿Te fías más de tu hermano que de nosotras?

- ¡Pues claro! Él es mayor.

- ¡Pero nosotras ya hemos visto la película! Cuando tú la veas ya te darás cuenta de que tenemos razón. ¿Cuándo van a llevarte?

- El sábado. Entonces ya veremos quién tiene razón. ¿Nos apostamos algo?

Apostaron. Ella también apostó su pulserita de cuero, fingiendo estar convencida de ganar. Entonces tocó el timbre. Cuando formaban la cola para volver a clase, entre risas y empujones, la niña ya había olvidado todo lo referente a la apuesta. Se miraba los botines con una preocupación mucho más inmediata.

Había aprendido muy rápido a fingir. La sensación de exclusión era para ella tan desasosegante que lo hacía casi sin darse cuenta. En el colegio escuchaba hablar de los supertacañones de Un, dos, tres, de las películas de Bruce Lee, de Chanquete -el abuelo de Verano Azul-, de Mazinger Z, de Yoda y R2-D2. Ella no intervenía, pero hacía como si supiera de lo que estaban hablando. Asentía si había que asentir, negaba si veía que la mayoría negaba. Nunca preguntaba nada al respecto. Tampoco sentía una curiosidad real por aquel mundo de criaturas monstruosas, superhéroes y azafatas sonrientes de concursos de televisión. Le bastaba con acceder a los conocimientos mínimos que le permitieran no ser descubierta como una farsante. Quería sentirse parte de algo, aunque ni siquiera supiese bien de qué. Cuando volvía a casa, las conversaciones con sus hermanas siempre eran sobre los pormenores de su propia vida, íntima y aislada. A pocos metros de la valla del colegio, la niña ya había dejado atrás todo aquel mundo desconocido del que no podía opinar nada. Curiosamente, sus padres sí opinaban. Solo en líneas generales, porque tampoco conocían los detalles. Aún así, sentenciaban con suficiencia y solemnidad. Porquerías, estupideces, productos para borregos: ese era el tipo de calificativos que solían usar. Ella no los cuestionaba. Con ocho años uno apenas se pregunta si los demás tienen o no razón, o si sus juicios son lo suficientemente válidos. Con ocho años lo que ella buscaba era la aceptación de los demás, y los demás, en este caso, se agrupaban en bloques antagónicos difícilmente reconciliables: por un lado sus padres -severos pero cariñosos, bienintencionados pero temibles-, por el otro los niños del colegio, aquella masa uniforme de chiquillos felices, desordenados, con una vida que a ella se le antojaba caótica y envidiable. La ocultación fluía entonces en los dos sentidos: no mostrar nunca en el colegio su ignorancia sobre tantas cosas de la vida; no mostrar nunca en casa que en el colegio todos hablaban con naturalidad sobre esas porquerías, estupideces o productos para borregos.

El colegio era el único punto de referencia real fuera de su familia. Por las tardes no la dejaban salir a jugar a la calle, ni a ella ni a sus hermanas. La calle significaba peligro y descontrol. Era mucho mejor que las niñas jugasen en la casa, después de haber hecho sus deberes escolares. Contaban con puzzles, juegos de mesa, cartulinas y lápices para pintar. Nada de Barbies, Nancies ni estudios de maquillaje. Ella acostumbraba a mirar por la ventana -la larga fila de coches y camiones esperando en el semáforo, el horizonte inmutable del polígono industrial, con sus naves, almacenes y contenedores de colores- y se abandonaba a sus ensoñaciones. Leía libros -que sí le estaban permitidos- y se transmutaba en los personajes de las historias que más le gustaban. A veces también cogía los libros de mayores. Le atraía en especial una edición ilustrada del Génesis, que se aprendió de memoria, a pesar de no entender demasiado bien algunas cosas. Set, el tercer hijo de Adán y Eva, se unía a otra mujer que no se explicaba de dónde procedía. A Noé le pasaba algo extraño en el arca, y sus hijos se burlaban de él. Los hombres vivían centenares de años como si tal cosa. Tampoco comprendía qué era lo que pasaba entre Sarah, David y las esclavas, ni por qué una de ellas daba a luz en las faldas de la vieja Sarah. Aun así, disfrutaba con aquel libro grande y pesado, con sus lomos de piel y aquel papel satinado que olía siempre a nuevo. Sus padres se lo dejaban leer sin problema, siempre que pasara con cuidado las páginas y que después lo devolviera a su sitio en la estantería.

Tenían televisión, pero apenas se encendía, y siempre bajo la más estricta supervisión. Les estaba permitido ver Barrio Sésamo y quizá la película de sobremesa del sábado. Se iban pronto a la cama y a veces, si se desvelaba, podía oír el rumor lejano del aparato cuando sus padres se sentaban un rato por las noches. Pero eso no era siempre. Normalmente sus padres también se acostaban muy temprano, incluso los fines de semana. Aquella costumbre también formaba parte de su concepción de una vida austera y moralmente intachable.

La mujer entra en la habitación de grandes techos. Los enormes ventanales están cubiertos con cortinas que caen hasta el suelo. La oscuridad crea sombras que tiemblan sobre las paredes. La mujer parece asustada. Quiere descorrer las cortinas, pero vacila. Los ojos se le desorbitan aún más cuando aparece por la puerta una sombra, que luego se transforma en una silueta humana y después en otra mujer, enjuta y severa, que la mira de frente. Su voz suena grave y amenazante:

- ¿Desea algo, señora?

- Yo… -la mujer joven tartamudea- Observé que una ventana estaba abierta y subí para cerrarla…

- ¿Por qué dice eso? Yo la cerré antes de irme. La abrió usted misma, ¿no es cierto?

Cierra la ventana y se vuelve hacia ella con desdén:

- Siempre ha deseado ver esta habitación, ¿verdad, señora? ¿Por qué no me pidió que se la enseñara? Es bonita, ¿verdad? La más bonita que usted haya visto nunca.

Extiende un brazo que abarca con su movimiento toda la estancia. Va vestida completamente de negro, con un traje ajustado y largo, abrochado con diminutos botones y rematado por un ridículo cuellecito blanco. El pelo está recogido en una recia trenza sobre su cabeza. Tiene los ojos malignos, las cejas muy depiladas y junta las manos cuando habla en un gesto en apariencia sumiso, pero que desprende tiranía.

La niña cierra los ojos, recrea los detalles de la sala, las miradas que se entrecruzan entre las dos mujeres: dominación y miedo. Cierra los ojos y el aula escolar se transforma en un mundo en blanco y negro.

- Todo se conserva como a ella le gustaba -continúa la mujer de negro-. Nada se ha alterado desde aquella última noche.

Hace una seña para que la mujer más joven le acompañe.

- Venga, le enseñaré el vestidor. Aquí guardo sus vestidos. Le gustaría verlos, ¿no?

De la fila de prendas colgadas, escoge un abrigo de pieles y se acaricia la cara con una manga, sin dejar de mirarla a los ojos. Luego se le acerca y le pasa el abrigo también por su cara. La otra da un respingo.

- Mire qué suave. Es un regalo de Navidad del señor. Siempre le hacía costosos regalos. Todo el año. Guardo su ropa interior aquí. La hicieron para ella las monjas del convento de Santa Clara.

Levanta la mirada teatralmente:

- Yo la esperaba siempre, por tarde que fuese. A veces el señor y ella llegaban de madrugada. Al desvestirse me hablaba de la fiesta a la que había asistido. Conocía a personas importantes, y todo el mundo la quería. Al terminar el baño, iba al dormitorio y se dirigía al tocador.

Le tiende la mano, la coge por el hombro y la fuerza a sentarse frente a una mesita donde se disponen ordenadamente frascos, espejitos, recipientes con joyas.

- Ha tocado el cepillo, ¿verdad?

Lo recoloca.

- Así está mejor. Tal como ella lo dejaba. “Vamos, el cabello”, me decía. Y yo se lo cepillaba durante veinte minutos. Y luego decía “buenas noches, Dany”. Y se metía en la cama. Yo misma bordé para ella esta bolsa.

Saca un camisón de encaje, una prenda liviana de tela muy transparente. Lo acaricia con lascivia.

- ¿Ha visto algo más delicado? Mire cómo se ve mi mano…

Hace una pausa, sonríe torcidamente, continúa:

- Nadie pensaría que hace tanto que se fue. A veces, cuando voy por el pasillo, creo que la estoy oyendo tras de mí, con sus suaves pasos. No podría confundirlos. No solo aquí dentro, sino en toda la casa. Casi los oigo ahora… ¿Cree que los muertos nos observan?

La maestra se acerca a su pupitre.

- No estás atendiendo. Haz el favor de prestar atención o te pondré un negativo.

Ella tiene aún la pregunta rondándole y se siente tentada a pronunciarla:

- ¿Cree que los muertos nos observan?

Pero no lo hace. Sabe que no puede hacerlo. La impresión de la escena es demasiado fuerte; tiene que sacudir la cabeza para espantarla. Pide disculpas.

Es el cine, el cine con mayúsculas, que sí les está autorizado. A veces sus padres las llevan a un cineclub universitario donde proyectan clásicos. No es que ellos sean grandes entendidos en cine, pero toda película rodada en blanco y negro y con una antigüedad de al menos 30 años siempre será mejor que cualquiera actual. No solo lo piensan, sino que lo repiten a cada tanto. El cineclub es, en realidad, una desvencijada aula de facultad con sillas de estudiante, suelos gastados y paredes cubiertas con anuncios de pisos de alquiler y clases de idiomas, todo lo más alejado a las salas comerciales que por aquella época empiezan poco a poco a instalarse en la ciudad. La entrada es gratuita y a veces hay un viejo ordenanza que se encarga de poner la calefacción. Cuando ve allí a las niñas saluda sonriente, les guiña un ojo. Casi siempre están los mismos espectadores: pequeños grupos de jóvenes ruidosos que sin embargo guardan un silencio reverencial al comenzar la película. Las niñas también se sientan en silencio, sin palomitas ni refrescos. La vacilante luz de la pantalla apenas ilumina sus rostros fascinados. Ríen y pasan miedo, según el caso. En el camino de vuelta a casa escuchan a sus padres comentar la película y consiguen amarrar lo que no entendieron del todo.

Pero, ¿qué pasó con la muerta?, se pregunta ella ahora. ¿Puede ser cierto que los muertos nos estén observando sin que nosotros lo sepamos? La mujer enjuta, vestida de negro y con su cuellecito blanco, no se le quita de la cabeza. La expresión malévola de sus ojos, acentuada por el arco de las cejas, le aterra.

En el recreo sus amigas están hablando de Hulk. ¿Da miedo Hulk? ¿Más o menos miedo que la mujer de negro? Sus padres dicen que ese muñeco asqueroso no es adecuado para los niños. Que cómo se les ocurre pasar por televisión dibujos como esos. Que deberían prohibirlos. Ella se acerca, las oye hablar sobre los músculos de Hulk. Son enormes, dicen, tan grandes y desarrollados que hasta se le notan los tendones por debajo. Tiene los brazos más anchos que la cintura, aseguran. Ella quiere aportar algo a la conversación.

- Es tan fuerte como la Masa -dice.

- ¿La Masa? ¡Pero si son lo mismo! ¡Hulk es la Masa! ¿No sabes que Hulk es la Masa?

Sí, claro que lo sabe, contesta sonrojándose. Solo estaba bromeando. Las demás no la creen. Se ríen un rato, pero enseguida lo olvidan. A ella, sin embargo, la congoja le dura todavía un buen rato.

Algunos sábados acompañan a sus padres al supermercado. La compra es planificada con detalle desde horas antes. Ella los oye hacer la lista, discutir sobre tal o cual producto. Se proveen de lo necesario para dos semanas -dos grandes carros hasta arriba-, pero no malgastan en lo innecesario. Al entrar, dejan a las niñas en la sección infantil para que miren tebeos y juguetes, y las recogen cuando terminan, antes de pasar por las cajas. Ellas aprovechan para darse un paseo hasta la pared donde se exponen, de mayor a menor tamaño, todos los modelos de televisores. Decenas de pantallas repiten las mismas imágenes con distintas coloraciones y grados de nitidez, desde el suelo hasta el techo. Otros niños se concentran allí para mirar. Ellas también se sientan y miran, calculando el tiempo que les queda. Raffaela Carrá, con su melena rubia, un ceñido traje rojo y su lenguaje incomprensible, canta junto a la imagen de un teléfono sobre el que bailan varios hombres y mujeres con pantalones blancos de campana. Después aparece rodeada del disco de un teléfono; por cada agujero sale la carita de cada uno de los bailarines, que luego es sustituida por un número, por unos pies danzantes, otra vez por los números, 5356456… La cantante a veces está sobre el teléfono y otras bajo él. Más grande o más pequeña, aparece en todos los televisores de la pared; sus movimientos tienen resonancias, se multiplican como en el ojo poliédrico de una mosca gigante. Ella no sabe quién es Raffaela Carrá, pero el ritmo es pegadizo y la coreografía le divierte. Se queda hasta el final de la canción; luego corre hacia sus hermanas, que ya la esperan un pasillo más abajo, junto a un anaquel atiborrado de peluches. Se fija en un muñeco de grandes ojos y orejas de murciélago, con dulce sonrisa y la nariz diminuta. Gizmo sonriente, lee en la base de cartón sobre la que está empaquetado el peluche. Apriétale los pies para que baile. Pilas no incluidas. Se pone de puntillas para alcanzarlo. Es suave y tiene unos graciosos párpados que caen al volcarlo. En la parte trasera de la caja descubre una palabra que no esperaba encontrar allí: Gremlims. ¿Así que ese muñeco es uno de los Gremlins por los que apostó en el recreo? ¿De la película de la que no para de oír hablar, cada vez más? No parece nada temible, piensa, pero lo devuelve a su sitio enseguida. Recuerda que su madre estaba criticando el día anterior a la vecina, que también había llevado a sus hijos a ver la película.

- Qué cosa -decía-, de verdad que no lo entiendo. Son horribles esos bichos, pero si están de moda allá va la gente tan contenta. Hoy nadie lleva a sus hijos a un cineclub, como nosotros. Prefieren gastarse el dinero, ir a ver lo que todo el mundo ve, como borregos.

Otra vez la misma palabra: borregos. Ella teme que sus padres puedan etiquetarla así. Si ese día le dijesen que escogiera un juguete no se atrevería a elegir al entrañable Gizmo y optaría mejor por una muñeca de trapo o un libro de cuentos, por si acaso. Así que se olvida al instante del Gremlin y continúa su inspección por el supermercado.

Más tarde, en la línea de cajas, mientras sus padres colocan en orden la compra -los congelados por un lado, las conservas por otro, los productos de limpieza completamente aparte-, la niña tararea distraída la canción del teléfono, imitando el acento italiano: cinque tre cinque sei quattro cinque sei…

- ¿Dónde has oído eso? -pregunta desdeñoso su padre, deteniéndose.

Ella enmudece de inmediato.

La habitación a oscuras, a veces, puede ser temible. El gotelé de la pared forma figuras monstruosas que la atormentan. La niña gira la cabeza hacia el otro lado de la cama para no verlas, pero siguen asaltándole rostros vociferantes y unos ojos espantados, malignos, que no vacilarían en matar si es preciso. Oye a su lado la voz grave y templada de un hombre.

- ¿Te ha seguido alguien?

- He venido por el atajo, por el cementerio -responde la mujer-. No me ha visto nadie.

La pareja sube hacia el campanario sin hablar. Solo cuando llegan arriba, ella se lanza. Su cutis blanquísimo se altera ligeramente; los labios llenos pronuncian las palabras con calma y decisión.

- Ahora ya no necesito excusas. Temía que no me ayudaras a subir.

Hay una pausa. El hombre oculta su desconcierto con un tono burlón.

- Dime, ¿qué quieres?

- He venido a matarte.

Él ríe entre dientes.

- No, no, Mary… Eres tú quien va a morir… Esa escalera estaba preparada para ti.

Se alternan primeros planos de los rostros: el de ella expectante, tenso, la boca entreabierta; el de él con expresión de suficiencia, los ojos desdeñosos, el bigote cuidadosamente recortado. Las arrugas de su frente alzada subrayan el desprecio que siente por ella.

- Te vas a caer.

Ella continúa tranquila.

- No me importa, si tú caes conmigo.

- Te has vuelto loca. Han rastreado el bosque, los he visto desde aquí. Puedo verlo todo. A esos cretinos no se les ocurrirá pensar que estoy tan cerca de ellos.

- Si me tiras desde la torre, sabrán que estás aquí.

- Pero cariño, has tenido una crisis nerviosa, estás perdida… ¿por qué si no dejarías tu lecho y vendrías a la torre de la iglesia a medianoche?

Se acerca a ella, la agarra por el cuello. Algo terrible va a suceder.

Es entonces cuando aparece el hombre de los ojos achinados, el hombre feo que aquí es bueno y va a salvarla a ella.

- ¡No la sacrifique! ¡Mire por la ventana! ¡Mire!

- Ese es un truco muy viejo, señor Wilson, un truco estúpido -responde él, soltándola.

- ¡Trucos! Es lo único que usted conoce, herr Kindler… ¡trucos! Porque está fuera de la ley. Pero yo no tengo necesidad de eso… ¡Está acabado!

El malo se asoma por la ventana. Una multitud se acumula bajo la iglesia.

- Son los ciudadanos de Harper. Vienen por usted, herr Kindler. Son gente corriente a la que usted siempre ha despreciado, pero ya no podrá burlarse más de ellos…

La niña puede sentir tras sus párpados cerrados el resplandor de las antorchas. La piel se le eriza con el eco de los gritos que claman venganza y que inflaman el aire de odio. Se estremece bajo las sábanas de franela. Sus hermanas duermen profundamente. Intenta concentrarse en su respiración, pero le asaltan de nuevo los ojos del hombre, ahora aterrorizado ante la posibilidad de una muerte inminente.

- Las cosas que dicen que hice no son ciertas -balbucea-. Yo solo cumplí órdenes.

Los dos hombres pelean por la pistola. Hay un tiro perdido. La maquinaria del campanario se activa con el impacto. El criminal salta de travesaño en travesaño, sorteando los tiros que el salvador dispara con pulso firme. Su figura se ve entrecortada, deformada por los escorzos de la cámara. Un disparo le alcanza en el brazo, pero él consigue salir sujetándose la herida con la mano. Tropieza. Cuando se levanta ve desde la última abertura del campanario a la turba enfurecida que lo insulta. Las esculturas de soldados medievales giran en torno al campanario. Una de ellas le atraviesa de parte a parte con su espada. Grita como un animal, pero permanece consciente. Consigue escapar de la trampa, sacándose la espada del pecho. Con el impulso, la estatua cae al vacío. A continuación, tras tambalearse durante unos instantes, su cuerpo claudica y cae también él. El reloj continúa girando sus enormes manecillas de hierro, enloquecido.

¿Qué cosas hizo el hombre? La niña no lo entiende. ¿Qué cosas tan temibles para que todos los del pueblo lo odien tanto, hasta el punto de pedir su cabeza? Al principio parecía un hombre encantador, un hombre bueno, sonriente y amable. ¿Qué hizo el hombre? ¿Qué órdenes cumplió? ¿Le dolió mucho cuando la espada le atravesó todo el cuerpo? ¿Qué pasa cuando cae? ¿La multitud se aparta para verlo estrellarse contra los adoquines? ¿Se estampa contra el suelo? ¿Se hace pedazos?

Para olvidarse de todo aquello, piensa en Gizmo, en sus ojos dulcísimos y la ligera curvatura de la boca que le hace parecer que siempre está sonriendo. Poco a poco consigue conciliar el sueño.

En la cena oye a sus padres hablar una vez más de los famosos Gremlins. Así, de esa manera: los famosos Gremlins. Qué muñecos horribles, dice la madre, y tan maleducados. Habla de una escena que vio en el telediario; los Gremlins se comportaban como verdaderos gamberros en el cine: tiraban objetos, manchaban los sillones de cocacola, gritaban y se pegaban unos a otros como salvajes.

– Así se portan luego los niños cuando van -asevera la madre-. Qué mal ejemplo. Si les reímos las gracias con estas cosas luego no podemos quejarnos si nuestros hijos hacen lo que hacen.

Ella no sabe si su madre está o no en lo cierto. Al cineclub nunca van otros niños, y a los cines donde van sus amigas ella tampoco va. ¿Es verdad que los niños se portan mal en el cine? ¿Imitan todo lo que hacen los Gremlins? ¿Finalmente son buenos o son malos? Gizmo no puede ser malo, no parece malo. Malo es el hombre del campanario, el que hizo aquellas cosas horribles porque cumplía órdenes, o la mujer del cuellecito blanco y las cejas depiladas, la que acariciaba el camisón transparente como si fuese a hacer con él un conjuro de magia negra.

Mala es también la vieja loca que le pone de comida a su hermana una rata. Se estremece al recordar la escena de la vieja subiendo la escalera con la bandeja, bamboleándose y arrastrando los pies con desgana. Lleva una diadema negra sobre el pelo teñido de rubio y unos sofisticados zapatos de tacón. El vaporoso vestido de gasa debió de ser elegante en otro tiempo, pero ahora solo resulta grotesco. El primer plano de su rostro es aún peor: las ojeras marcadas, los labios muy pintados y unos largos collares que rodean su cuello estriado. En la habitación, la hermana paralítica lucha para sentarse en su silla de ruedas, agarrándose en las anillas que hay sobre su cama. Es una mujer morena, de grandes ojos brillantes y cejas tupidas, con aspecto limpio y bondadoso. Sonríe a su hermana al verla entrar y le pregunta por la cocinera. Le dio el día libre, masculla la bruja. En realidad, afirma, le dio toda la semana. La paralítica parece desconcertada, pero no dice nada. Luego se acerca a la mesa poco a poco. La música va ganando intensidad. Se sitúa frente a la bandeja, mira hacia ella con aprensión y finalmente levanta la cubierta de plata que protege la comida. Grita. La cámara enfoca el cadáver de la rata. Es tan negro, parece tan tieso, que da la impresión de que lo hubiesen carbonizado en una sartén. La enferma arroja la bandeja al suelo. Fuera, la bruja se ríe a carcajadas, contorsionándose histriónicamente sobre la pared. La risa se prolonga durante unos minutos. En la habitación, la paralítica, presa de un ataque de nervios, gira y gira sobre su silla de ruedas, ahogando el grito que le sube por la garganta. El plano se toma desde arriba: se ve la silla dando círculos sobre sí misma. Ella también parece una rata acorralada, próxima a ser cazada, carbonizada y servida en bandeja de plata.

Ni ella ni sus hermanas habían entendido bien aquella película. Esta vez prestaron más atención que nunca a la conversación de sus padres al salir. Sorprendentemente, ellos decían que la vieja rubia no era la mala. ¡La mala era la paralítica! Ella no sabía por qué. La paralítica era dulce, sonreía y hablaba con amabilidad a todo el mundo. Era la otra la que la tenía encerrada y la maltrataba. La otra le mató el pájaro y se lo puso en la bandeja antes de hacer lo de la rata. La estaba dejando morir de hambre poco a poco. Ella creía que les había pasado algo en la infancia, quizá se habían peleado. A esas alturas de la película, cuando se supone que todo se explicaba, estaba ya cansada y se distrajo. Pero era incomprensible que dijeran que aquella mujer no era mala. Esa mujer que cantaba frente a un espejo fingiéndose una niña, y que de pronto gritaba al descubrir su espantosa imagen enfrentada. La bruja rubia, de boca despectiva, que entró desde aquel día en su particular catálogo de horrores.

No siempre eran ese tipo de películas. Vio algunas divertidas que le hicieron reír hasta las lágrimas. En una, dos músicos que huían de unos mafiosos se disfrazaban de mujeres y tenían que viajar con una compañía de artistas en un tren. Más adelante uno de ellos se ponía un bañador y chapoteaba en la orilla entre las demás chicas sin que ellas se diesen cuenta de la naturaleza del impostor. También le gustó aquella en la que a una mujer se le raja el vestido en una cena y ella no se da cuenta, y tiene que llegar el hombre a taparla por detrás, a pesar de que no la soporta. O aquella otra donde un hombre -el mismo actor otra vez- descubre que sus dos encantadoras tías se dedican a envenenar a ancianos que viven solos, mientras su primo loco los entierra en el sótano de la casa. Le encantaban aquellas películas, aunque no pudiera hablar de ellas con sus amigas del colegio porque eran en blanco y negro, y para sus amigas una película en blanco y negro equivalía al aburrimiento más absoluto. Le gustaban aquellas comedias, pero también las películas que le daban miedo, la de la mujer de negro con el cuellecito blanco, la del campanario y la estatua, la de la rata. En realidad, le gustaban todas las películas que veía en el cineclub con sus padres, y si deseaba con tanto ahínco ir al cine normal para ver Los Gremlins, La guerra de las galaxias o ET no era por un interés auténtico, ni siquiera por una curiosidad más o menos ligera, sino para no sentirse una completa extranjera en las horas del recreo.

Justo le había vuelto a pasar una vez más cuando oyó hablar de una mujer que se comía una rata. En el corrillo de niños al que se acercó se mezclaban los gritos de sorpresa con la excitación de los comentarios. La niña se quedó pensativa unos instantes; por un momento creyó, sorprendida, que hablaban de la misma película que aquellos días le estaba atormentando.

– ¿Pero se la come al final? -preguntó.

Sí, se la comía con ganas, pero enseguida supo que ellos estaban hablando de otra cosa. Una serie de television, V; un alien malvado y atractivo, Diana. Memorizó los datos y exageró el asco que sentía, como hacían todos.

Se desveló una noche pensando en la bandeja y en la rata. Todo estaba en silencio. Sus hermanas dormían profundamente y tras la puerta del dormitorio de sus padres solo se oía un ronquido pesado y rítmico. Tenía la garganta seca y la frente ardiendo. Se calzó las zapatillas y fue a la cocina por un vaso de agua. A la vuelta se detuvo frente al televisor apagado. Permaneció allí parada unos segundos. Después arrimó un banquito junto al aparato y lo encendió. El chisporroteo de inicio rasgó el silencio, sobresaltándola. Puso el volumen al mínimo y se acercó aún más a la pantalla. Un grupo de hombres charlaba solemnemente en el salón de lo que parecía ser un gran castillo. Hundidos en sus sillones, vestían con elegancia y fumaban puros; por su expresión y sus ademanes tenían el aspecto de ser ricos y poderosos. Al fondo había una puerta por la que entró una chica llevando una bandeja. Otra bandeja, pensó ella, pero esta vez no era una vieja extravagante quien la sostenía, sino una chica joven con una extraña indumentaria de cuero y encaje y una expresión entre asustadiza y complaciente. La chica se acercó hasta el grupo de hombres, dejó la bandeja en una mesita y les sirvió bebidas. Los hombres abandonaron la conversación para mirarla. Uno que tenía un gran bigote le susurró algo a otro en el oído, como si le pidiese su aprobación sobre algún hecho. El hombre asintió mostrando su conformidad. El del bigote se levantó, tomó a la chica del brazo y la condujo hacia una esquina del salón, frente a otra mesa. Se situó tras ella, puso la mano en su espalda y la forzó a curvarse. Después se acercó más y comenzó a empujarla con su propio cuerpo. Daba sacudidas con las caderas y ponía los ojos en blanco. Con las manos atrapaba los pechos de la chica, que se mecían a un lado y otro por el movimiento. Los demás hombres observaban atentamente. Continuaban fumando e intercambiaban comentarios que ella no entendía bien. Estaba asustada, pero no podía dejar de mirar la pantalla. Bajó aún más el volumen, escudriñó en el profundo silencio del pasillo. Todos seguían durmiendo. En el televisor, el hombre del bigote se recolocaba el pantalón y otro ocupaba ahora su lugar. La chica gemía entrecortadamente, cerraba los ojos. Ella no conseguía distinguir si lloraba o reía. El segundo hombre sacudió sus caderas aún más fuerte, gritó y luego se separó de ella, dejando su puesto a un tercero. ¿Qué era aquello? ¿Qué significaban aquellos gritos? ¿Por qué la escena le atraía y repelía al mismo tiempo? Tenía una extraña palpitación en las sienes y apenas podía tragar saliva. Tuvo miedo de que la descubrieran allí. Apagó el televisor y volvió a la cama casi corriendo. Aun cerrando los ojos, persistía en su cabeza lo que acababa de ver, plano a plano. La imagen de los hombres mirando a la chica le resultaba estimulante, aunque desconocía la dirección de aquel estímulo. Recordó algunas de las viñetas del Génesis ilustrado, aquellas en las que David yacía con la esclava, y también la confusa historia de Jacob, Raquel y Lea. Lloriqueó en silencio. Una energía improductiva la invadió, y después, de inmediato, una oscura y consistente sensación de culpa. Olvidó de inmediato a la vieja de la rata. Temblaba y tenía frío. Tardó mucho en dormirse. Cuando despertó al día siguiente tenía 39 de fiebre.

- Toma.

Su compañera había vuelto con rapidez la cabeza y había dejado la pulsera de plástico trenzado sobre su pupitre. Ella la tomó entre sus manos, desconcertada. Le dio un toquecito en la espalda con el lápiz.

- ¿Por qué?

- Ganásteis la apuesta -susurró la otra sin girarse-. Mi hermano es imbécil.

Entonces recordó. Los Gremlins. Así que era cierto que el primer Gremlin era bueno. Probablemente Gizmo, con sus ojos soñadores y su perenne sonrisa. A pesar de que los otros gamberrearan luego en el cine, Gizmo seguía siendo bueno. De algún modo, sintió como si hubiese visto la película, una profunda y placentera satisfacción, la sensación de que todo se ajustaba con suavidad en su vida, sin problemas. Sonrió y se anudó la pulserita en la muñeca. Después siguió con sus ejercicios de vocabulario.

* * *

Más adelante comprendió que las ausencias pueden marcar un carácter tanto o más que las presencias. Cuando le preguntaban por la película de su vida bromeaba y decía Los Gremlins o cualquier otra de aquel tiempo que no hubiese visto. Sabía que tras la broma había una gran parte de verdad, pero ya no lo planteaba como una deuda pendiente. Durante muchos años sintió que sus padres le habían escamoteado demasiadas cosas. Acumuló despecho y transformó la docilidad de su infancia en una rebeldía resentida. Pero ella no era una cobradora. No tenía que cobrarle a nadie lo que se le debía, porque en realidad, se daba cuenta, ya no se le debía nada. Su infancia era la que había sido, mezquina en algunos momentos pero tremendamente generosa en otros. Ni siquiera tenía curiosidad por recuperar lo irrecuperable: la mirada de una niña en la década de los 80 ante los productos culturales de su época. Aquella mirada se había perdido, y ya poco podía hacerse por evitarlo: estaba en la treintena. Todo intento de restitución no sería más que un pastiche o un simulacro sin sentido. Había vivido esa época en una suerte de burbuja aislante que la había separado no solo de aquellas películas, de aquel tipo de cine, sino también de la televisión, la música, las nuevas formas de vida y las costumbres de un país que recién comenzaba a modernizarse, fuese eso lo que quiera que fuese. Su mundo, su particular forma de entender el mundo, se había configurado en la fractura de un gran hiato: la vida que sus padres pretendieron que viviera, organizada, austera y moralista, y la que realmente había vivido, plena de estímulos velados, curiosidades sin satisfacer, conversaciones ajenas, pequeñas frustraciones, aspiraciones confusas y la constante, la siempre constante e inagotable sensación de exclusión y extrañeza.

Un día fue a la presentación del libro de un amigo que había conocido en la universidad. Su amigo había escrito una novela sobre su infancia, o más exactamente, una evocación nostálgica de una infancia plena de iconos de un tiempo marcado por la proliferación de entrañables superhéroes, música disco y vacaciones playeras en familia. En la presentación, su amigo lanzaba guiños generacionales a la sala; el público reía, seguía el hilo de todas las referencias. Al principio, a ella le hizo gracia sentirse tan alejada de aquello. Era como volver al patio de recreo, la misma sensación de ajenidad e ignorancia. Pero luego se dio cuenta de que exageraba: su amigo estaba hablando de una atmósfera que ella también había masticado, aunque lo hubiese hecho desde distinto ángulo. Spiderman, Hulk, Madonna, Bruce Lee, La Bola de Cristal, las mamachichos; en realidad ella sabía de todo lo que ellos estaban hablando. Quizá de niña había confundido las cosas, el fingimiento no había dado para perfilar bien los detalles, todavía quedaban flecos sueltos. Pero más adelante todo se había ido ajustando lo suficiente. La burbuja familiar no podía durar siempre; el mundo exterior estaba ahí y tarde o temprano también la impregnó a ella. Más tarde quizá, a escondidas muchas veces, con ansia y violencia por apropiarse de lo perdido en otras. Muchas cosas quedaron por siempre emborronadas o pantanosas, otras quizá fueron mal interpretadas, pero todas tenían ya un lugar en su historia, como presencia o como ausencia. Ella comprendió que el tiempo es una dimensión escurridiza que nunca se recupera ni se apresa. Buscar el tiempo perdido es siempre hacer un ejercicio de memoria: escribir o escribirse, en cierto modo. Lo perdido también ocupa su lugar; el vacío tiene también su consistencia y peso.

Una tarde de septiembre se sentó con su hijo a ver la televisión. No solían hacerlo; en realidad, se daba cuenta, había heredado más costumbres familiares de las que solía reconocer. Pero aquella tarde su hijo tenía faringitis y ella quería acompañarlo. Le hizo gracia ver que en una cadena estaban poniendo Los Gremlins.

- Vamos a ver esta -le dijo.

El niño asintió, se echó sobre su regazo. Tenía la piel afiebrada y olía ligeramente a medicinas. Ella le acarició el pelo mientras veían la película. Y entonces, una vez más, se produjo la magia de la pantalla y entendió tantas cosas que hasta entonces le habían permanecido veladas: aquellos chistes que hacían en el colegio sobre el agua y la luz y sobre aquello de no poder comer después de medianoche; los comentarios de su madre sobre la escena del cine, con los Gremlins gamberros y malvados arrojando basura y vociferando por la sala; el papel del dulce Gizmo, el primer Gremlin -que en verdad había sido bueno todo el tiempo-. Y sonriendo, sin dejar de acariciar al niño, supo que el tiempo, que es fluido como lo es la vida, tiene a veces recorridos insospechados, y no siempre marcha hacia adelante.