Entrada al azar

viernes, 18 de septiembre de 2020

LA CONDENA (Marco Denevi)


—Aquí estoy. Hasta ayer me invocabais a ciegas, en días indebidos, mediante conjuros destinados a otras categorías de almas. Durante dos sesiones el anillo de oro de uno de vosotros me impidió acercarme. Encendisteis incienso en vez de alcanfor, de ámbar o de sándalo blanco. Hoy es lunes, día dedicado a la luna, a los muertos. La muerte tiene su aposento entre los dos ojos, en la raíz de la (pero nada me está permitido revelar). El dueño del anillo de oro hoy no vino. Un tapiz de seda amarilla bordada con hilos de plata cubre la mesa tripoidea. Por fin comprendisteis que no soy un alma libre o errante sino un alma cautiva. Me invocabais por Elohim, ahora me llamasteis por Hermes Trimegisto. Y aquí estoy, cadáver astral todavía revestido de mis pasiones. Mi cuerpo de carne hace mucho tiempo que se disolvió en el polvo, pero en los espacios siderales todavía deambula este otro cuerpo, larva invisible en la que mi alma yace prisionera, consumiéndose en la luz ódica hasta que la segunda muerte (pero nada me está permitido revelar). Ahora puedo deciros quién fui, quién soy. Soy Juan Calvino, aquel que en Ginebra, el año 1545, condenó a la hoguera a Sigfrido Cadáel porque en un libro afirmaba, falsamente, que es posible evocar los espíritus de los muertos y hacerlos hablar.


miércoles, 16 de septiembre de 2020

MISTER JONES (Truman Capote)


Durante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.


Míster Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas


Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto, le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo. De no ser así, carecía de medios manifiestos para mantenerse.


Yo nunca entablé conversación con míster Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego, y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.


Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación, en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.


Míster Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.


Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su «salón» de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.


Carraspeando, una de ellas dijo:


—Eso está en manos de la policía.


La otra explicó:


—Hemos dado parte de él como persona desaparecida.


La primera añadió:


—El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.


—Qué raro…


—… que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico…


Diez años pasan.


Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.


Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.


Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.


sábado, 12 de septiembre de 2020

ANGUSTIAS (Rafael Baldaya)


Una mujer va a dar a luz. En el paritorio el ginecólogo que la asiste constata que va a ser un parto gemelar gravemente distócico y que, aunque quizá pueda salvar a uno de los bebés, la mujer irremediablemente va a morir.

Para distraerla, empieza a hablar con ella y entonces la mujer le refiere todo aquello que la angustia y preocupa. Ninguna preocupación es grave y una de ellas resulta especialmente nimia: que al día siguiente ha de cocinar un bizcocho y no sabe si subirá en el horno.

El médico le dice: -Sí subirá.


jueves, 3 de septiembre de 2020

CUENTOS PARA TAHÚRES (Rodolfo Walsh)


Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
-Lo que quieran... -dijo.

Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.

-La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.

Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.

-Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.

-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.

Flores lo midió de arriba abajo.

-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.

Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.

El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.

-El cuatro -cantó alguno.

En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.

El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:

-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.

Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:

-¡El cuatro!

En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.

Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.

En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.

"Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte."

Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.

Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.

Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.

Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.

Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.

El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.

Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.

Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso...

Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.

Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.

Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.

Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...

martes, 1 de septiembre de 2020

CONFIESO QUE HE REÍDO (Isidro Saiz de Marco)


El niño tiene once años. Le han contado un chiste y él, a su vez, lo ha contado a otras personas.

Le remuerde la conciencia y por eso el domingo va a confesarse.

-Me acuso de haber contado un chiste.

-Está bien, hijo, ¿era un chiste de mayores?

-Es que en él interviene Dios y no sé si es pecado.

El niño cree que, para obtener la absolución, tiene que contar el chiste al sacerdote.

-Un obispo está jugando al golf con otra persona. Cada vez que el obispo equivoca un golpe, grita “¡coño, qué fallo!”. Su acompañante le dice: “Reverendo, no es propio de un obispo usar esa expresión. El Señor puede castigarle”. A la tercera vez que el obispo exclama “¡coño, qué fallo!” se abre el cielo y un rayo fulmina, no al obispo, sino a su acompañante. Ante lo cual una voz procedente del Más Allá grita: “¡coño, qué fallo!”.

El confesor rompe a reír y durante un minuto (o sea, una eternidad) sus carcajadas se amplifican por el confesionario y retumban en las paredes. El niño siente que toda la parroquia lo mira mientras siguen sonando las risotadas y hasta el techo de la iglesia parece desternillarse.


viernes, 7 de agosto de 2020

IMPROVISA (Rafael Baldaya)


Vas a salir a escena.
¿Cuál es mi personaje?
Vas a salir a escena.
¿Qué papel interpreto?
Vas a salir a escena.
¿Con qué actores y actrices compartiré la trama?
Vas a salir a escena.
¿De qué trata la obra?
Vas a salir a escena.
¿Cuál es el argumento?
Vas a salir a escena.
¿Hay al menos un tema, una idea básica?
Vas a salir a escena.
¿Dirigirá alguien esto?
Vas a salir a escena.
¿Podríamos, al menos, ensayarlo una vez?
No preguntes y actúa: muévete, habla, improvisa.
¿…? ¿...? ¿...?
Sólo puedo decirte que ya sales 
a escena.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EL PARAÍSO IMPERFECTO (Augusto Monterroso)


-Es cierto —dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno—; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al cielo es que allí el cielo no se ve.