Entrada al azar

viernes, 29 de noviembre de 2019

LA TRAMA (Jorge Luis Borges)


Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.


jueves, 28 de noviembre de 2019

¡U-Á... U-Á! (Iván Turgueniev)


Yo vivía entonces en Suiza… Era muy joven, tenía mucho amor propio y estaba muy solo. Yo vivía de modo penoso, sin júbilo. Sin haber visto nada aún, ya me aburría, agotaba y enojaba. Todo en la tierra me parecía ínfimo y trivial, y, como sucede a menudo con los hombres muy jóvenes, acariciaba con malicia secreta la idea del… suicidio. “Les probaré… me vengaré…” -pensaba… ¿Pero qué probar? ¿Qué vengar? Eso yo mismo no lo sabía. En mí, simplemente, se fermentaba la sangre, como el vino en un recipiente taponeado… y me parecía, que debía dejar que se derramara ese vino al exterior, y que era hora de romper el recipiente que lo constreñía… Byron era mi ídolo, Manfredo mi héroe.

Una vez, al atardecer, yo, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres, allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban sólo peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía, incluso, el rugido de la cascada!

¿Qué intentaba hacer allí?… Yo no sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!

Yo me dirigí…

Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero, subía más alto…, más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas casas, los últimos árboles… Las piedras, sólo piedras había alrededor; una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero; por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.

Yo me detuve, finalmente.

¡Qué silencio terrible!

Era el reino de la muerte.

Y yo estaba solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante, desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me imaginaba grandioso!..

¡Un Manfredo, y basta!

-¡Solo! ¡Yo solo! -me repetía, -¡solo, cara a cara con la muerte! ¿Y acaso no era hora? Sí… era hora. ¡Adiós, mundo ínfimo! ¡Yo te aparto con el pie!

Y de pronto, en ese mismo instante, llegó volando hasta mí un sonido extraño, que no entendí al momento, pero vivo…, humano… Me estremecí, presté oídos…, el sonido se repitió… Pero eso… ¡eso era el grito de una criatura, de un niño de pecho!... En esa altura desierta, salvaje, donde toda vida, al parecer, había muerto hacía tiempo y para siempre, ¡¡¿el grito de una criatura?!!

Mi sorpresa, de repente, se convirtió en otra sensación, una sensación de júbilo sofocante… Y corrí a todo dar, sin reparar en el camino, directo hacia ese grito, ¡hacia ese grito débil, lastimero y salvador!

Pronto surgió ante mí una lucecita trémula. Yo corrí aún más rápido, y a los pocos instantes vi una choza baja. Hechas de piedra, con un tejado plano, aplastado, esas chozas, por semanas enteras, servían de refugio a los pastores alpinos.

Empujé la puerta entreabierta, e irrumpí en la choza así, como si la muerte me pisara los talones…

Encogida en un banco, una mujer joven le daba el pecho a un niño… Un pastor, probablemente su marido, estaba sentado a su lado.

Ambos me miraron fijamente… pero yo no pude proferir nada…; sólo sonreí y asentí con la cabeza…

Byron, Manfredo, los sueños del suicidio, mi orgullo y mi grandeza, ¿a dónde se habían ido?

La criatura seguía gritando, y yo la bendije a ella, a su madre y al marido…

¡Oh, grito ardiente de una vida humana recién nacida, tú me salvaste, tú me curaste!



martes, 26 de noviembre de 2019

QUE SI SABES NADAR (Guillermo Cabrera Infante)


-Usté, vamo.
-¿Qué pasa?
-El salgento que lo quiere ver.
-¿Para qué?
-¡Cómo que pa qué! Vamo, vamo. Andando.
-Salgento, aquí está éte.
-Está bien, retírate. ¿Qué, cómo anda esa barriga? Duele, ¿no verdá? Ah, pero te acostumbras, viejo. Dos o tres sacudiones más y nos dices todo lo que queremos.
-Yo no sé nada sargento. Se lo juro y usted lo sabe.
-No tiene que jurar, mi viejito. Nosotros te creemos. Nosotros sabemos qué tú no tienes nada que ver con esa gente. Pero te he traído aquí para preguntarte otra cosa. Vamo ver: ¿tú sabes nadar?
-¿Qué?
-Que si sabes nadar, hombre. Nadar. Así.
-Bueno, sargento… yo…
-¿Sabes o no sabes?
-Sí.
-¿Mucho o poco?
-Regular.
-Bueno, así me gusta, que sea modesto. Bueno, pues prepárate para una competencia. Ahora por la madrugá vamo coger una lancha y te vamo llevar mar afuera y te vamo echar al agua, a ver hasta dónde aguantas. Yo ya he hecho una apuestica con el cabo. No, hombre, no pongas esa cara. No te va a pasar nada. Nada más que una mojá. Después nosotros aquí te esprimimos y te tendemos. ¿Qué te parece? Di algo, hombre, que no digan que tú eres un pendejo que le tiene miedo al agua. Bueno, ahora te vamos devolver a la celda. Pero recuerda: por la madrugá eh. ¡Cabo, llévate al campión pal calabozo y ténmelo allá hasta que te avise! Oye: y va la apuesta.



lunes, 25 de noviembre de 2019

EL DESCUIDO (Martin Buber)


Cuentan:

El rabí Elimelekl estaba cenando con sus discípulos. El criado le trajo un plato de sopa. El rabí lo volvió y la sopa se derramó sobre la mesa. El joven Mendel, que sería rabí de Rimanov, exclamó:

-Rabí, ¿qué has hecho? Nos mandarán a todos a la cárcel.

Los otros discípulos sonrieron y se hubieran reído abiertamente, pero la presencia del maestro los contuvo. Éste, sin embargo, no sonrió. Movió afirmativamente la cabeza y dijo a Mendel:

-No temas, hijo mío.

Algún tiempo después se supo que en aquel día un edicto dirigido contra los judíos de todo el país había sido presentado al emperador para que lo firmara. Repetidas veces el emperador había tomado la pluma, pero algo siempre lo interrumpía. Finalmente firmó. Extendió la mano hacia la arena de secar, pero tomó por error el tintero y lo volcó sobre el papel. Entonces lo rompió y prohibió que se lo trajeran de nuevo.


sábado, 23 de noviembre de 2019

PERFECT WEATHER (¿haiku?)


Tiempo perfecto:
a enviar fuera a los niños
y ver la tele.

viernes, 22 de noviembre de 2019

HOSTILIDAD (Juan José Millás)


Esta niña de siete años ya no cree en los Reyes, pero todavía no lo sabe. El pasado día 6 se levantó pronto y fue al salón, donde estaban expuestos los regalos. La envoltura del suyo así como la cinta que adornaba el paquete le resultaron familiares. Eran las mismas de un obsequio que había recibido meses antes su hermana mayor por el cumpleaños. Sintió una extrañeza muda y apartó una idea turbadora de la cabeza para centrarse en el juguete electrónico, muy deseado, que le habían traído los Magos. Mientras lo manipulaba, observó de reojo que sus padres, ajenos a lo que ocurría por debajo de sus rodillas, se daban las gracias mutuamente, ella por el portátil y él por la cartera de piel que les habían dejado Melchor, Gaspar y Baltasar. Le pareció raro este intercambio, pero siguió a lo suyo.

El lunes, cuando regresó al colegio, una compañera le dijo que los Reyes eran los padres. ¿Los padres de quién?, preguntó la niña, y su amiga se rió: los padres en general, respondió. Pensó en unos padres abstractos, con el rostro borroso, entrando en las casas por las noches cargados de regalos. Entre tanto, en su mente se fue abriendo paso una sospecha como un buque en medio de la niebla. A lo largo del día, y aunque intentaba pensar en otras cosas, la quilla del buque, afilada como la de un rompehielos, quebraba todas sus defensas y progresaba hacia realidades desconocidas, pero de las que había oído hablar. Realidades en las que dos y dos eran cuatro y donde la gente no vivía en las nubes. Ella viajaba en ese buque, asomada a un horizonte que la alejaba del mundo de la infancia para ingresar en otro que, aun de lejos, le pareció hostil. Durante la cena, su madre le preguntó si le ocurría algo, y ella dijo que no, que nada.


jueves, 21 de noviembre de 2019


HOY 

21 de NOVIEMBRE de 2019 

ZuMo De PoEsÍa 

CUMPLE 

DIEZ AÑOS

¡¡¡ GRACIAS A TOD@S !!!


miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL BESO (Anton Chejov)


El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:

-Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa…

El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.

-¡Maldita sea! -rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos-. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!

Los oficiales de las seis baterías recordaban muy vivamente un caso del año anterior, cuando durante unas maniobras, un conde terrateniente y militar retirado los invitó del mismo modo a tomar el té, y con ellos a los oficiales de un regimiento de cosacos. El conde, hospitalario y cordial, los colmó de atenciones, les hizo comer y beber, no les dejó regresar a los alojamientos que tenían en el pueblo y les acomodó en su propia casa. Todo eso estaba bien y nada mejor cabía desear, pero lo malo fue que el militar retirado se entusiasmó sobremanera al ver aquella juventud. Y hasta que rayó el alba les estuvo contando episodios de su hermoso pasado, los condujo por las estancias, les mostró cuadros de valor, viejos grabados y armas raras, les leyó cartas autógrafas de encumbrados personajes, mientras los oficiales, rendidos y fatigados, escuchaban y miraban deseosos de verse en sus camas, bostezaban con disimulo acercando la boca a sus mangas. Y cuando, por fin, el dueño de la casa los dejó libres era ya demasiado tarde para irse a dormir.

¿No sería también de ese estilo el tal Von Rabbek? Lo fuese o no, nada podían hacer. Los oficiales se cambiaron de ropa, se cepillaron y marcharon en grupo a buscar la casa del terrateniente. En la plaza, cerca de la iglesia, les dijeron que a la casa de los señores podía irse por abajo: detrás de la iglesia se descendía al río, se seguía luego por la orilla hasta el jardín, donde las avenidas conducían hasta el lugar; o bien se podía ir por arriba: siguiendo desde la iglesia directamente el camino que a media versta del poblado pasaba por los graneros del señor. Los oficiales decidieron ir por arriba.

-¿Quién será ese Von Rabbek? -comentaban por el camino-. ¿No será aquel que en Pleven mandaba la división N de caballería?

-No, aquel no era Von Rabbek, sino simplemente Rabbek, sin von.

-¡Ah, qué tiempo más estupendo!

Ante el primer granero del señor, el camino se bifurcaba: un brazo seguía en línea recta y desaparecía en la oscuridad de la noche; el otro, a la derecha, conducía a la mansión señorial. Los oficiales tomaron a la derecha y se pusieron a hablar en voz más baja… A ambos lados del camino se extendían los graneros con muros de albañilería y techumbre roja, macizos y severos, muy parecidos a los cuarteles de una capital de distrito. Más adelante brillaban las ventanas de la mansión.

-¡Señores, buena señal! -dijo uno de los oficiales-. Nuestro séter va delante de todos; ¡eso significa que olfatea una presa!

El teniente Lobitko, que iba en cabeza, alto y robusto, pero totalmente lampiño (tenía más de veinticinco años, pero en su cara redonda y bien cebada aún no aparecía el pelo, váyase a saber por qué), famoso en toda la brigada por su olfato y habilidad para adivinar a distancia la presencia femenina, se volvió y dijo:

-Sí, aquí debe de haber mujeres. Lo noto por instinto.

Junto al umbral de la casa recibió a los oficiales Von Rabbek en persona, un viejo de venerable aspecto que frisaría en los sesenta años, vestido en traje civil. Al estrechar la mano a los huéspedes, dijo que estaba muy contento y se sentía muy feliz, pero rogaba encarecidamente a los oficiales que, por el amor de Dios, le perdonaran si no les había invitado a pasar la noche en casa. Habían llegado de visita dos hermanas suyas con hijos, hermanos y vecinos, de suerte que no le quedaba ni una sola habitación libre.

El general les estrechaba la mano a todos, se excusaba y sonreía, pero se le notaba en la cara que no estaba ni mucho menos tan contento por la presencia de los huéspedes como el conde del año anterior y que sólo había invitado a los oficiales por entender que así lo exigían los buenos modales. Los propios oficiales, al subir por la escalinata alfombrada y escuchar sus palabras, se daban cuenta de que los habían invitado a la casa únicamente porque resultaba violento no hacerlo, y, al ver a los criados apresurarse a encender las luces abajo en la entrada, y arriba en el recibidor, empezó a parecerles que con su presencia habían provocado inquietud y alarma. ¿Podía ser grata la presencia de diecinueve oficiales desconocidos allí donde se habían reunido dos hermanas con sus hijos, hermanos y vecinos, sin duda con motivo de alguna fiesta o algún acontecimiento familiar?

Arriba, a la entrada de la sala, acogió a los huéspedes una vieja alta y erguida, de rostro ovalado y cejas negras, muy parecida a la emperatriz Eugenia. Con sonrisa amable y majestuosa, decía sentirse contenta y feliz de ver en su casa a aquellos huéspedes, y se excusaba de no poder invitar esta vez a los señores oficiales a pasar la noche en la casa. Por su bella y majestuosa sonrisa que se desvanecía al instante de su rostro cada vez que por alguna razón se volvía hacia otro lado, resultaba evidente que en su vida había visto muchos señores oficiales, que en aquel momento no estaba pendiente de ellos y que, si los había invitado y se disculpaba, era sólo porque así lo exigía su educación y su posición social.

En el gran comedor donde entraron los oficiales, una decena de varones y damas, unos entrados en años y jóvenes otros, estaban tomando el té en el extremo de una larga mesa. Detrás de sus sillas, envuelto en un leve humo de cigarros, se percibía un grupo de hombres. En medio del grupo había un joven delgado, de patillas pelirrojas, que, tartajeando, hablaba en inglés en voz alta. Más allá del grupo se veía, por una puerta, una estancia iluminada, con mobiliario azul.

-¡Señores, son ustedes tantos que no es posible hacer su presentación! -dijo en voz alta el general, esforzándose por parecer muy alegre-. ¡Traben conocimiento ustedes mismos, señores, sin ceremonias!

Los oficiales, unos con el rostro muy serio y hasta severo, otros con sonrisa forzada, y todos sintiéndose en una situación muy embarazosa, saludaron bien que mal, inclinándose, y se sentaron a tomar el té.

Quien más desazonado se sentía era el capitán ayudante Riabóvich, oficial de pequeña estatura y algo encorvado, con gafas y unas patillas como las de un lince. Mientras algunos de sus camaradas ponían cara seria y otros afectaban una sonrisa, su cara, sus patillas de lince y sus gafas parecían decir: «¡Yo soy el oficial más tímido, el más modesto y el más gris de toda la brigada!» En los primeros momentos, al entrar en la sala y luego sentado a la mesa ante su té, no lograba fijar la atención en ningún rostro ni objeto. Las caras, los vestidos, las garrafitas de coñac de cristal tallado, el vapor que salía de los vasos, las molduras del techo, todo se fundía en una sola impresión general, enorme, que alarmaba a Riabóvich y le inspiraba deseos de esconder la cabeza. De modo análogo al declamador que actúa por primera vez en público, veía todo cuanto tenía ante los ojos, pero no llegaba a comprenderlo (los fisiólogos llamaban «ceguera psíquica» a ese estado en que el sujeto ve sin comprender). Pero algo después, adaptado ya al ambiente, empezó a ver claro y se puso a observar. Siendo persona tímida y poco sociable, lo primero que le saltó a la vista fue algo que él nunca había poseído, a saber: la extraordinaria intrepidez de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su mujer, dos damas de edad madura, una señorita con un vestido color lila y el joven de patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo menor de Von Rabbek, tomaron con gesto muy hábil, como si lo hubieran ensayado de antemano, asiento entre los oficiales, y entablaron una calurosa discusión en la que no podían dejar de participar los huéspedes. La señorita lila se puso a demostrar con ardor que los artilleros estaban mucho mejor que los de caballería y de infantería, mientras que Von Rabbek y las damas entradas en años sostenían lo contrario. Empezaron a cruzarse las réplicas. Riabóvich observaba a la señorita lila, que discutía con gran vehemencia cosas que le eran extrañas y no le interesaban en absoluto, y advertía que en su rostro aparecían y desaparecían sonrisas afectadas.

Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de sinceridad, pero magníficamente disciplinada.

Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y damas jóvenes. El séter-teniente se había plantado ya junto a una rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De veras?» Y de aquel indolente «de veras», el séter, de haber sido inteligente, habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»

Empezó a sonar un piano; un vals melancólico escapó volando de la sala por las ventanas abiertas de par en par, y todos recordaron, quién sabe por qué motivo, que más allá de las ventanas empezaba la primavera y que aquella era una noche de mayo. Todos notaron que el aire olía a hojas tiernas de álamo, a rosas y a lilas. Riabóvich, en quien, bajo el influjo de la música, empezó a dejarse sentir el coñac que había tomado, miró con el rabillo del ojo la ventana, sonrió y se puso a observar los movimientos de las mujeres, hasta que llegó a parecerle que el aroma de las rosas, de los álamos y de las lilas no procedían del jardín, sino de las caras y de los vestidos femeninos.

El hijo de Von Rabbek invitó a una cenceña jovencita y dio con ella dos vueltas a la sala. Lobitko, deslizándose por el parquet, voló hacia la señorita lila y se lanzó con ella a la pista. El baile había comenzado… Riabóvich estaba de pie cerca de la puerta, entre los que no bailaban, y observaba. En toda su vida no había bailado ni una sola vez y ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer honesta. Le gustaba enormemente ver cómo un hombre, a la vista de todos, tomaba a una doncella desconocida por el talle y le ofrecía el hombro para que ella colocara su mano, pero de ningún modo podía imaginarse a sí mismo en la situación de tal hombre. Hubo un tiempo en que envidiaba la osadía y la maña de sus compañeros y sufría por ello; la conciencia de ser tímido, cargado de espaldas y soso, de tener un tronco largo y patillas de lince, lo hería profundamente, pero con los años se había acostumbrado. Ahora, al contemplar a quienes bailaban o hablaban en voz alta, ya no los envidiaba, experimentaba tan solo un enternecimiento melancólico.

Cuando empezó la contradanza, el joven Von Rabbek se acercó a los que no bailaban e invitó a dos oficiales a jugar al billar. Éstos aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, sin saber qué hacer y deseoso de tomar parte de algún modo en el movimiento general, los siguió. De la sala pasaron al recibidor y recorrieron un estrecho pasillo con vidrieras, que los llevó a una estancia donde ante su aparición se alzaron rápidamente de los divanes tres soñolientos lacayos. Por fin, después de cruzar una serie de estancias, el joven Von Rabbek y los oficiales entraron en una habitación pequeña donde había una mesa de billar. Empezó el juego.

Riabóvich, que nunca había jugado a nada que no fueran las cartas, contemplaba indiferente junto al billar a los jugadores, mientras que éstos, con las guerreras desabrochadas y los tacos en las manos, daban zancadas, soltaban retruécanos y gritaban palabras incomprensibles. Los jugadores no paraban mientes en él; sólo de vez en cuando alguno de ellos, al empujarlo con el codo o al tocarlo inadvertidamente con el taco, se volvía y le decía «Pardon!». Aún no había terminado la primera partida cuando le empezó a parecer que allí estaba de más, que estorbaba. De nuevo se sintió atraído por la sala y se fue.

Pero en el camino de retorno le sucedió una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que no iba por donde debía. Se acordaba muy bien de que tenía que encontrarse con las tres figuras de lacayos soñolientos, pero había cruzado ya cinco o seis estancias, y era como si a aquellas figuras se las hubiera tragado la tierra. Percatándose de su error, retrocedió un poco, dobló a la derecha y se encontró en un gabinete sumido en la penumbra, que no había visto cuando se dirigía a la sala de billar. Se detuvo unos momentos, luego abrió resuelto la primera puerta en que puso la vista y entró en un cuarto completamente a oscuras. Enfrente se veía la rendija de una puerta por la que se filtraba una luz viva; del otro lado de la puerta, llegaban los apagados sones de una melancólica mazurca. También en el cuarto oscuro, como en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par, y se percibía el aroma de álamos, lilas y rosas…

Riabóvich se detuvo pensativo… En aquel momento, de modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Riabóvich tuvo la impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la rendija iluminada de la puerta…

Cuando volvió a la sala, el corazón le martilleaba y las manos le temblaban de manera tan notoria que se apresuró a esconderlas tras la espalda. En los primeros momentos le atormentaban la vergüenza y el temor de que la sala entera supiera que una mujer acababa de abrazarlo y besarlo, se retraía y miraba inquieto a su alrededor, pero, al convencerse de que allí seguían bailando y charlando tan tranquilamente como antes, se entregó por entero a una sensación nueva, que hasta entonces no había experimentado ni una sola vez en la vida. Le estaba sucediendo algo raro… El cuello, unos momentos antes envuelto por unos brazos mórbidos y perfumados, le parecía untado de aceite; en la mejilla, a la izquierda del bigote, donde lo había besado la desconocida, le palpitaba una leve y agradable sensación de frescor, como de unas gotas de menta, y lo notaba tanto más cuanto más frotaba ese punto. Todo él, de la cabeza a los pies, estaba colmado de un nuevo sentimiento extraño, que no hacía sino crecer y crecer… Sentía ganas de bailar, de hablar, de correr al jardín, de reír a carcajadas… Se olvidó por completo de que era encorvado y gris, de que tenía patillas de lince y «un aspecto indefinido» (así lo calificaron una vez en una conversación de señoras que él oyó por azar). Cuando pasó por su vera la mujer de Von Rabbek, le sonrió con tanta amabilidad y efusión que la dama se detuvo y lo miró interrogadora.

-¡Su casa me gusta enormemente…! -dijo Riabóvich, ajustándose las gafas.

La generala sonrió y le contó que aquella casa había pertenecido ya a su padre. Después le preguntó si vivían sus padres, si llevaba en la milicia mucho tiempo, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el estilo… Contestadas sus preguntas, siguió ella su camino, pero después de aquella conversación Riabóvich comenzó a sonreír aún con más cordialidad y a pensar que lo rodeaban unas personas magníficas…

Durante la cena, Riabóvich comió maquinalmente todo cuanto le sirvieron. Bebía y, sin oír nada, procuraba explicarse la reciente aventura. Lo que acababa de sucederle tenía un carácter misterioso y romántico, pero no era difícil de descifrar. Sin duda, alguna señorita o dama se había citado con alguien en el cuarto oscuro, había estado esperando largo rato y, debido a sus nervios excitados, había tomado a Riabóvich por su héroe. Esto resultaba más verosímil dado que Riabóvich, al pasar por la estancia oscura, se había detenido caviloso, es decir, tenía el aspecto de una persona que también espera algo… Así se explicaba Riabóvich el beso que había recibido.

«Pero ¿quién será ella? -pensaba, examinando los rostros de las mujeres-. Debe de ser joven, porque las viejas no acuden a las citas. Estaba claro, por otra parte, que pertenecía a un ambiente cultivado, y eso se notaba por el rumor del vestido, por el perfume, por la voz…»

Detuvo la mirada en la señorita lila, que le gustó mucho; tenía hermosos hombros y brazos, rostro inteligente y una voz magnífica. Riabóvich deseó, al contemplarla, que fuese precisamente ella y no otra la desconocida… Pero la joven se echó a reír con aire poco sincero y arrugó su larga nariz, que le pareció la nariz de una vieja. Entonces trasladó la mirada a la rubia vestida de negro. Era más joven, más sencilla y espontánea, tenía unas sienes encantadoras y se llevaba la copa a los labios con mucha gracia. Entonces Riabóvich habría deseado que esa fuese aquella. Pero poco después le pareció que tenía el rostro plano, y volvió los ojos hacia su vecina…

«Es difícil adivinar -pensaba, dando libre curso a su fantasía-. Si de la del vestido lila se tomaran solo los hombros y los brazos, se les añadieran las sienes de la rubia y los ojos de aquella que está sentada a la izquierda de Lobitko, entonces…»

Hizo en su mente esa adición y obtuvo la imagen de la joven que lo había besado, la imagen que él deseaba, pero que no lograba descubrir en la mesa.


Terminada la cena, los huéspedes, ahítos y algo achispados, empezaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento en la casa.

-¡Estoy muy contento, muchísimo, señores! -decía el general, y esta vez era sincero (probablemente porque al despedir a los huéspedes la gente suele ser bastante más sincera y benévola que al darles la bienvenida). ¡Estoy muy contento! ¡Quedan invitados para cuando estén de regreso! ¡Sin cumplidos! Pero ¿por dónde van? ¿Quieren pasar por arriba? No, vayan por el jardín, por abajo, el camino es más corto.

Los oficiales se dirigieron al jardín. Después de la brillante luz y de la algazara, pareció muy oscuro y silencioso. Caminaron sin decir palabra hasta la portezuela. Estaban algo bebidos, alegres y contentos, pero las tinieblas y el silencio los movieron a reflexionar por unos momentos. Probablemente, a cada uno de ellos, como a Riabóvich, se le ocurrió pensar en lo mismo: ¿llegaría también para ellos alguna vez el día en que, como Rabbek, tendrían una casa grande, una familia, un jardín y la posibilidad, aunque fuera con poca sinceridad, de tratar bien a las personas, de dejarlas ahítas, achispadas y contentas?

Salvada la portezuela, se pusieron a hablar todos a la vez y a reír estrepitosamente sin causa alguna. Andaban ya por un sendero que descendía hacia el río y corría luego junto al agua misma, rodeando los arbustos de la orilla, los rehoyos y los sauces que colgaban sobre la corriente. La orilla y el sendero apenas se distinguían y la orilla opuesta se hallaba totalmente sumida en las tinieblas. Acá y allá las estrellas se reflejaban en el agua oscura, tremolaban y se distendían, y sólo por esto se podía adivinar que el río fluía con rapidez. El aire estaba en calma. En la otra orilla gemían los chorlitos soñolientos, y en esta un ruiseñor, sin prestar atención alguna al tropel de oficiales, desgranaba sus agudos trinos en un arbusto. Los oficiales se detuvieron junto al arbusto, lo sacudieron, pero el ruiseñor siguió cantando.

-¿Qué te parece? -Se oyeron unas exclamaciones de aprobación-. Nosotros aquí a su lado y él sin hacer caso, ¡valiente granuja!

Al final el sendero ascendía y desembocaba cerca de la verja de la iglesia. Allí los oficiales, cansados por la subida, se sentaron y se pusieron a fumar. En la otra orilla apareció una débil lucecita roja y ellos, sin nada que hacer, pasaron un buen rato discutiendo si se trataba de una hoguera, de la luz de una ventana o de alguna otra cosa… También Riabóvich contemplaba aquella luz y le parecía que ésta le sonreía y le hacía guiños, como si estuviera en el secreto del beso.

Llegado a su alojamiento, Riabóvich se apresuré a desnudarse y se acostó. En la misma isba que él se albergaban Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven tranquilo y callado, considerado entre sus compañeros como un oficial culto, que leía siempre, cuando podía, el Véstnik Yevrópy, que llevaba consigo. Lobitko se desnudó, estuvo un buen rato paseando de un extremo a otro, con el aire de un hombre que no está satisfecho, y mandó al ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov se acostó, puso una vela junto a su cabecera y se abismó en la lectura del Véstnik.

«¿Quién sería?», pensaba Riabóvich mirando el techo ahumado.

El cuello aún le parecía untado de aceite y cerca de la boca notaba una sensación de frescor como la de unas gotas de menta. En su imaginación centelleaban los hombros y brazos de la señorita de lila. Las sienes y los ojos sinceros de la rubia de negro. Talles, vestidos, broches. Se esforzaba por fijar su atención en aquellas imágenes, pero ellas brincaban, se extendían y oscilaban. Cuando en el anchuroso fondo negro que toda persona ve al cerrar los ojos desaparecían por completo tales imágenes, empezaba a oír pasos presurosos, el rumor de un vestido, el sonido de un beso, y una intensa e inmotivada alegría se apoderaba de él… Mientras se entregaba a este gozo, oyó que volvía el ordenanza y comunicaba que no había cerveza. Lobitko se indignó y se puso a dar zancadas otra vez.

-¡Si será idiota! -decía, deteniéndose ya ante Riabóvich ya ante Merzliakov-. ¡Se necesita ser estúpido e imbécil para no encontrar cerveza! Bueno, ¿no dirán que no es un canalla?

-Claro que aquí es imposible encontrar cerveza -dijo Merzliakov, sin apartar los ojos del Véstnik Yevrópy.

-¿No? ¿Lo cree usted así? -insistía Lobitko-. Señores, por Dios, ¡arrójenme a la luna y allí les encontraré yo enseguida cerveza y mujeres! Ya verán, ahora mismo voy por ella… ¡Llámenme miserable si no la encuentro!

Tardó bastante en vestirse y en calzarse las altas botas. Después encendió un cigarrillo y salió sin decir nada.

-Rabbek, Grabbek, Labbek -se puso a musitar, deteniéndose en el zaguán-. Diablos, no tengo ganas de ir solo. Riabóvich, ¿no quiere darse un paseo?

Al no obtener respuesta, volvió sobre sus pasos, se desnudó lentamente y se acostó. Merzliakov suspiró, dejó a un lado el Véstník Yevrópy y apagó la vela.

-Bueno… -balbuceó Lobitko, encendiendo un pitillo en la oscuridad.

Riabóvich metió la cabeza bajo la sábana, se hizo un ovillo y empezó a reunir en su imaginación las vacilantes imágenes y a juntarlas en un todo. Pero no logró nada. Pronto se durmió, y su último pensamiento fue que alguien lo acariciaba y lo colmaba de alegría, que en su vida se había producido algo insólito, estúpido, pero extraordinariamente hermoso y agradable. Y ese pensamiento no lo abandonó ni en sueños.

Cuando despertó, la sensación de aceite en el cuello y de frescor de menta cerca de los labios ya había desaparecido, pero la alegría, igual que la víspera, se le agitaba en el pecho como una ola. Miró entusiasmado los marcos de las ventanas dorados por el sol naciente y prestó oído al movimiento de la calle. Al pie mismo de las ventanas hablaban en voz alta. El jefe de la batería de Riabóvich, Lebedetski, que acababa de alcanzar a la brigada, conversaba con su sargento primero en voz muy alta, como tenía por costumbre.

-¿Y qué más? -gritaba el jefe.

-Ayer, al herrar los caballos, señoría, herraron a Golúbchik. El practicante le aplicó un emplaste de arcilla con vinagre. Ahora lo conducen de la rienda, aparte. Y también ayer, su señoría, el herrador Artémiev se emborrachó y el teniente mandó que lo ataran en el avantrén de una cureña de repuesto.

El sargento primero informó además de que Kárpov había olvidado los nuevos cordones de las trompetas y las estaquillas de las tiendas, y de que los señores oficiales habían estado de visita la noche anterior en casa del general Von Rabbek. En plena conversación, apareció en el vano de la ventana la barba roja de Lebedetski. Miró con los ojos miopes semientornados las soñolientas caras de los oficiales y los saludó.

-¿Todo marcha bien? -preguntó.

-El caballo limonero se ha hecho una rozadura en la cerviz -respondió Lobitko bostezando-. Ha sido con la nueva collera.

El jefe suspiró, reflexionó unos momentos y dijo en voz alta:

-Pues yo pienso ir a ver a Aleksandra Yevgráfovna. Tengo que visitarla. Bueno, adiós. Los alcanzaré antes de que anochezca.

Un cuarto de hora después, la brigada se puso en marcha. Cuando pasaba por delante de los graneros del señor, Riabóvich miró a la derecha hacia la casa. Las ventanas tenían las celosías cerradas. Evidentemente, allí dormía aún todo el mundo. También dormía aquella que la víspera lo había besado. Se la quiso imaginar durmiendo. La ventana de la alcoba abierta de par en par, las ramas verdes mirando por aquella ventana, la frescura matinal, el aroma de álamos, de lilas, y de rosas, la cama, la silla y en ella el vestido que el día anterior rumoreaba, las zapatillas, el pequeño reloj en la mesita, todo se lo representaba él con claridad y precisión, pero los rasgos de la cara, la linda sonrisa soñolienta, precisamente aquello que era importante y característico, le resbalaba en la imaginación como el mercurio entre los dedos. Recorrida una media versta, miró hacia atrás: la iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín se hallaban inundados de luz; el río, con sus orillas de acentuado verdor, reflejando en sus aguas el cielo azul y mostrando algún que otro lugar plateado por el sol, era hermoso. Riabóvich lanzó una última mirada a Mestechki y experimentó una profunda tristeza, como si se separara de algo muy íntimo y entrañable.

En cambio, en la ruta sólo aparecían ante los ojos cuadros sin ningún interés, conocidos desde hacía mucho tiempo… A derecha y a izquierda, campos de centeno joven y de alforfón, por los que saltaban los grajos. Miras hacia adelante y sólo ves polvo y nucas; miras hacia atrás, y ves el mismo polvo y caras… Delante marchan cuatro hombres armados con sables: forman la vanguardia. Tras ellos va el grupo de cantores, a los que siguen los trompetas, que montan a caballo. La vanguardia y los cantores, como los empleados de las pompas fúnebres que llevan antorchas en los entierros, olvidan a cada momento la distancia que estipula el reglamento y se adelantan demasiado… Riabóvich se encuentra en la primera pieza de la quinta batería. Ve las cuatro baterías que le preceden. A una persona que no sea militar, la fila larga y pesada que forma una brigada en marcha le parece un baturrillo enigmático, poco comprensible; no entiende por qué alrededor de un solo cañón van tantos hombres, ni por qué lo arrastran tantos caballos guarnecidos con un extraño atelaje como si la pieza fuera realmente terrible y pesada. En cambio, para Riabóvich todo es comprensible y, por ello, carece del menor interés. Sabe hace ya tiempo por qué al frente de cada batería cabalga junto al oficial un vigoroso suboficial, y por qué se llama «delantero»; a la espalda de este suboficial se ve al conductor del primer par de caballos, y luego al del par central; Riabóvich sabe que los caballos de la izquierda, en los que los conductores montan, se llaman de ensillar, y los de la derecha se llaman de refuerzo. Eso no tiene ningún interés. Detrás del conductor van dos caballos limoneros. Uno de ellos lo cabalga un jinete con el polvo de la última jornada en la espalda y con un madero tosco y ridículo sobre la pierna derecha; Riabóvich sabe para qué sirve ese madero y no le parece ridículo. Todos los que montan a caballo agitan maquinalmente los látigos y de vez en cuando gritan. El cañón por sí mismo es feo. En el avantrén van los sacos de avena, cubiertos con una lona impermeabilizada, y del cañón propiamente dicho cuelgan teteras, macutos de soldado y saquitos; todo eso le da un aspecto de pequeño animal inofensivo al que, no se sabe por qué razón, rodean hombres y caballos. A su flanco, por la parte resguardada del viento, marchan balanceando los brazos seis servidores. Detrás de la pieza se encuentran otra vez nuevos artilleros, conductores, caballos limoneros, tras los cuales se arrastra un nuevo cañón tan feo y tan poco imponente como el primero. Al segundo 1e siguen el tercero y el cuarto. Junto a este va un oficial, y así sucesivamente. La brigada consta en total de seis baterías y cada batería tiene cuatro cañones. La columna se extiende una media versta. Se cierra con un convoy a cuya vera, bajando su cabeza de largas orejas, marcha cavilosa una figura en sumo grado simpática: el asno Magar, traído de Turquía por uno de los jefes de batería.

Riabóvich miraba indiferente adelante y atrás, a las nucas y a las caras. En otra ocasión se habría adormilado, pero esta vez se sumergía por entero en sus nuevos y agradables pensamientos. Al principio, cuando la brigada acababa de ponerse en marcha, quiso persuadirse de que la historia del beso sólo podía tener el interés de una aventura pequeña y misteriosa, pero que en realidad era insignificante, y que pensar en ella seriamente resultaba por lo menos estúpido. Pero pronto mandó a paseo la lógica y se entregó a sus quimeras… Ora se imaginaba en el salón de Von Rabbek, al lado de una joven parecida a la señorita de lila y a la rubia de negro; ora cerraba los ojos y se veía con otra joven totalmente desconocida de rasgos muy imprecisos; mentalmente le hablaba, la acariciaba, se inclinaba sobre su hombro, se representaba la guerra y la separación, después el encuentro, la cena con la mujer y los hijos…

-¡A los frenos! -resonaba la voz de mando cada vez que se descendía una cuesta.

Él también exclamaba «¡A los frenos!», temiendo que ese grito interrumpiera sus ensueños y lo devolviera a la realidad.

Al pasar por delante de una hacienda, Riabóvich miró por encima de la empalizada al jardín. Apareció ante sus ojos una avenida larga, recta como una regla, sembrada de arena amarilla y flanqueada de jóvenes abedules… Con la avidez del hombre embebido en sus sueños, se representó unos piececitos de mujer caminando por la arena amarilla, y de manera totalmente inesperada se perfiló en su imaginación, con toda nitidez, aquella que lo había besado y que él había logrado fantasear la noche anterior durante la cena. La imagen se fijó en su cerebro y ya no ló abandonó.

Al mediodía, detrás, cerca del convoy, resonó un grito:

-¡Alto! ¡Vista a la izquierda! ¡Señores oficiales!

En una carretela arrastrada por un par de caballos blancos, se acercó el general de la brigada. Se detuvo junto a la segunda batería y gritó algo que nadie comprendió. Varios oficiales, entre ellos Riabóvich, se le acercaron al galope.

-¿Qué tal? ¿Cómo vamos? -preguntó el general, entornando los ojos enrojecidos-. ¿Hay enfermos?

Obtenidas las respuestas, el general, pequeño y enteco, reflexionó y dijo, volviéndose hacia uno de los oficiales:

-El conductor del limonero de su tercer cañón se ha quitado la rodillera y el bribón la ha colgado en el avantrén. Castíguelo.

Alzó los ojos hacia Riabóvich y prosiguió:

-Me parece que usted ha dejado los tirantes demasiado largos…

Hizo aún algunas aburridas observaciones, miró a Lobitko y se sonrió:

-Y usted, teniente Lobitko, tiene un aire muy triste -dijo-. ¿Siente nostalgia por Lopujova? ¡Señores, echa de menos a Lopujova!

Lopujova era una dama muy entrada en carnes y muy alta, que había rebasado hacía ya tiempo los cuarenta. El general, que tenía una debilidad por las féminas de grandes proporciones cualquiera que fuese su edad, sospechaba la misma debilidad en sus oficiales. Ellos sonrieron respetuosamente. El general de la brigada, contento por haber dicho algo divertido y venenoso, rió estrepitosamente, tocó la espalda de su cochero y se llevó la mano a la visera. El coche reemprendió la marcha.

«Todo eso que ahora sueño y que me parece imposible y celestial, es en realidad muy común» -pensaba Riabóvich mirando las nubes de polvo que corrían tras la carretela del general-. «Es muy corriente y le sucede a todo el mundo… Por ejemplo, este general en su tiempo amó; ahora está casado y tiene hijos. El capitán Vájter también está casado y es querido, aunque tiene una feísima nuca roja y carece de cintura… Salmánov es tosco, demasiado tártaro, pero ha tenido también su idilio terminado en boda… Yo soy como los demás, y antes o después sentiré lo mismo que todos…»

La idea de que era un hombre como tantos y de que también su vida era una de tantas, lo alegró y reconfortó. Ya se la representaba osadamente a ella, y también su propia felicidad, sin poner freno alguno a su imaginación.

Cuando por la tarde la brigada hubo llegado a su destino y los oficiales descansaban en las tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se sentaron a cenar alrededor de un baúl. Merzliakov comía sin apresurarse, masticaba despacio y leía el Véstnik Yevrópy que sostenía sobre las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y se servía cerveza. Y Riabóvich, con la cabeza turbia por los sueños de toda la jornada, callaba y bebía. Después del tercer vaso, se achispó, se debilitó y experimentó un irresistible deseo de compartir su nueva impresión con sus compañeros.

-Me sucedió algo extraño en casa de esos Von Rabbek… -empezó a decir, procurando imprimir a su voz un tono de indiferencia burlona-. Había ido, no sé si lo saben, a la sala de billar…

Se puso a contar con todo detalle la historia del beso y al minuto se calló… En aquel minuto lo había contado todo y le sorprendía tremendamente que hubiera necesitado tan poco tiempo para su relato. Le parecía que de aquel beso habría podido hablar hasta la madrugada. Habiéndolo escuchado, Lobitko, que contaba muchas trolas y por esta razón no creía a nadie, lo miró desconfiado y sonrió. Merzliakov enarcó las cejas y tranquilamente, sin apartar la mirada del Véstnik Yevrópy, dijo:

-¡Que Dios lo entienda! Arrojarse al cuello de alguien sin antes haber preguntado quién era… Se trataría de una psicópata.

-Sí, debía de ser una psicópata… -asintió Riabóvich.

-Una vez me ocurrió a mí un caso análogo… -dijo Lobitko, poniendo ojos de susto-. Iba el año pasado a Kovno… Tomé un billete de segunda clase… El vagón estaba de bote en bote y no había manera de dormir. Di medio rublo al revisor… Él cogió mi equipaje y me condujo a un compartimiento… Me acosté y me cubrí con la manta. Estaba oscuro, ¿comprenden? De súbito noté que alguien me ponía la mano en el hombro y respiraba ante mi cara… Abrí los ojos, y figúrense, ¡era una mujer! Los ojos negros, los labios rojos como carne de salmón, las aletas de la nariz latiendo de pasión frenesí, los senos, unos amortiguadores de tren…

-Permítame -lo interrumpió tranquilamente Merzliakov-, lo de los senos se comprende, pero ¿cómo podía usted ver los labios si estaba oscuro?

Lobitko empezó a salirse por la tangente y a burlarse de la poca perspicacia de Merzliakov. Esto molesté a Riabóvich, que se apartó del baúl, se acostó y se prometió no volver a hacer nunca confidencias.

Empezó la vida del campamento… Transcurrían los días muy semejantes unos a los otros. Durante todos ellos, Riabóvich se sentía, pensaba y se comportaba como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza lo ayudaba a levantarse, al echarse agua fría a la cabeza se acordaba de que había en su vida algo bueno y afectuoso.

Por las tardes, cuando sus compañeros se ponían a hablar de amor y de mujeres, él escuchaba, se les acercaba y adoptaba una expresión como la que suele aflorar en los rostros de los soldados al oír el relato de una batalla en la que ellos mismos han participado. Y las tardes en que los oficiales superiores, algo alegres, con el séter-Lobitko a la cabeza, emprendían alguna correría donjuanesca por el arrabal, Riabóvich, que tomaba parte en tales salidas, solía ponerse triste, se sentía profundamente culpable y mentalmente le pedía a ella perdón… En las horas de ocio o en las noches de insomnio, cuando le venían ganas de rememorar su infancia, a su padre, a su madre y, en general, todo lo que era familiar y entrañable, también se acordaba, infaliblemente, de Mestechki, del raro caballo, de Von Rabbek, de su mujer parecida a la emperatriz Yevguenia, del cuarto oscuro, de la rendija iluminada de la puerta…

El treinta y uno de agosto regresaba del campamento, pero ya no con su brigada, sino con dos baterías. Durante todo el camino soñó y se impacientó como si volviera a su lugar natal. Deseaba con toda el alma ver de nuevo el caballo extraño, la iglesia, la insincera familia Von Rabbek y el cuarto oscuro. La «voz interior» que con tanta frecuencia engaña a los enamorados le susurraba, quién sabe por qué, que la vería sin falta… Unos interrogantes lo torturaban: ¿cómo se encontraría con ella?, ¿de qué le hablaría?, ¿no habría olvidado ella el beso? En el peor de los casos, pensaba, aunque no se encontraran, para él ya resultaría agradable el mero hecho de pasar por el cuarto oscuro y recordar…

Hacia la tarde se divisaron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a palpitarle el corazón… No escuchaba al oficial que cabalgaba a su lado y le decía alguna cosa, se olvidó de todo contemplando con avidez el río que brillaba en lontananza, la techumbre de la casa, el palomar encima del cual revoloteaban las palomas iluminadas por el sol poniente.

Se acercaron a la iglesia y luego, al escuchar al aposentador, esperaba a cada instante que por detrás del templo apareciera el jinete e invitara a los oficiales a tomar el té, pero… el informe de los aposentadores tocó a su fin, los oficiales bajaron de sus cabalgaduras y se dispersaron por el pueblo, y el jinete no comparecía.

«Ahora Von Rabbek se enterará de nuestra llegada por los mujiks y mandará por nosotros», pensaba Riabóvich al entrar en una isba, sin comprender por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se apresuraban a preparar los samovares…

Una penosa inquietud se apoderé de él. Se acostó, después se levantó y miró por la ventana si llegaba el jinete. Pero no había jinete. Volvió a acostarse. Media hora más tarde se levantó y, sin poder dominar su inquietud, salió a la calle y dirigió sus pasos hacia la iglesia. La plaza, cerca de la verja, estaba oscura y desierta… Tres soldados se habían detenido, juntos y callados, al mismísimo borde del sendero. Al ver a Riabóvich, salieron de su ensimismamiento y lo saludaron. Él se llevó la mano a la visera y empezó a bajar por el conocido sendero.

Por encima de la otra orilla, el cielo se había teñido de un color purpúreo: salía la luna. Dos campesinas, charlando en voz alta, andaban por un huerto arrancando hojas de col; tras los huertos negreaban algunas isbas… Y en la orilla de este lado, todo era igual que en mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre el agua… Sólo no se oía al valiente ruiseñor, ni se notaba olor a álamo y a hierba tierna.

Ante el jardín, Riabóvich miró por la portezuela. El jardín estaba oscuro y silencioso… Sólo se distinguían los troncos blancos de los abedules próximos y un pequeño tramo de la avenida, todo lo demás se confundía en una masa negra. Riabóvich aguzaba el oído y miraba ávidamente, pero, tras haber permanecido allí alrededor de un cuarto de hora sin oír ni un ruido y sin haber visto una luz, volvió sobre sus pasos…

Se acercó al río. Ante él se destacaban la caseta de baños del general y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecillo. Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las sábanas, que encontró áspera y fría. Miró hacia abajo, al agua… El río se deslizaba rápido y apenas se le oía rumorear junto a los pilotes de la caseta. La luna roja se reflejaba cerca de la orilla; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela.

«¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! -pensaba Riabóvich contemplando la corriente-. ¡Qué poco inteligente es todo esto.»

Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vívida luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente lo había besado a él en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.

El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich… ¿A santo de qué? ¿Para qué?

Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida lo había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.

Cuando regresó a su isba, no encontró en ella a ninguno de sus compañeros. El ordenanza le informó que todos se habían ido a casa del «general Fontriabkin», que había mandado un jinete a invitarlos… Por un instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, no fue a casa del general.



martes, 19 de noviembre de 2019

PECADO ORIGINAL (Luz Olier)


No me ha quedado mal la luz que acaricia las montañas y tiñe de dorado la arena del desierto; ni los saltos de agua que se rompen en nubes de espuma y aplacan el calor sofocante de la selva. Me gusta el vuelo de las águilas y el graznido de las gaviotas y el arrullo de las palomas torcaces y el salto de la pantera sobre su desprevenida presa. Pero sobre todo me encanta él, erguido, astuto, soñador: mi creación más conseguida. Tiene la mirada perspicaz y las manos hábiles. Es capaz de idear una trampa para cazar liebres y de caminar durante horas solo para contemplar cómo el sol se sumerge en el mar.

Ha elaborado un lenguaje y se pierde en soliloquios que nadie responde. Le he proporcionado una voz profunda, cálida. Hay veces que se tumba al pie del árbol prohibido a la espera de que se produzca algún fenómeno. Las noches sin luna da vueltas en su lecho de musgo y se duerme llorando. Le he preguntado el porqué de su tristeza y su respuesta ha sido sorprendente. "Estoy solo", me ha dicho. ¿Solo? Está rodeado de distracciones que he creado para él. Puede nadar en los ríos, correr junto a las gacelas, disfrutar con los cantos de mil pájaros. Pero él repite: Estoy solo.


Está bien. He cedido. Le he ideado un ser complementario y estoy muy satisfecho. Entre los dos podrán elaborar juegos, que les proporcionarán goces muy intensos, y hablar hasta quedarse afónicos. El nuevo ser es más frágil, pero también más armónico y suave. Posee dotes de seducción, es sagaz, curioso y pícaro. También a este ser le he dicho que no puede acercarse al árbol prohibido y me ha dejado asombrado su reacción. "¿Por qué?", me ha preguntado. Por supuesto ni me he molestado en contestarle.

No lo entiendo. Han comido del árbol. Los dos. El primero dice que la culpa es del segundo, y el segundo se ha inventado una historia tan absurda que no merece la pena ni tenerla en cuenta. Ha relatado con todo lujo de detalles que ha sido una serpiente la que les ha inducido a comer la fruta prohibida. ¿Es que desconfía de mi inteligencia? ¡Estoy indignado! Les he puesto de patitas en la calle. No acepto la desobediencia y mucho menos la mentira. Se han marchado con una mano delante y otra detrás. Y el segundo ser no ha dejado de protestar ni un momento. ¡Valientes desagradecidos!



lunes, 18 de noviembre de 2019

LOS PENSIONISTAS DE LA MEMORIA (Luigi Pirandello)


¡Ah qué suerte la de ustedes! Acompañar a los muertos al cementerio y regresar a casa, tal vez con una gran tristeza en el alma y un gran vacío en el corazón, si el muerto era un ser querido; y si no, con la satisfacción de haber cumplido un deber desagradable y deseosos de disipar, volviendo a los trastornos y a los trajines de la vida, la consternación y la angustia que el pensamiento y el espectáculo de la muerte infunden. Todos, de cualquier modo, con un sentimiento de alivio, porque, aun para los parientes más íntimos el muerto -digamos la verdad- con esa gélida, inmóvil rigidez impasiblemente opuesta a todos los cuidados que le brindamos, a todo el llanto que derramamos a su alrededor, es una horrible molestia, de la que el mismo dolor -aunque dé a entender e intente embargar otra vez desesperadamente- anhela muy en el fondo liberarse.

Y ustedes se liberan, por lo menos de esa horrible molestia material, al dejar a sus muertos en el cementerio. Será una pena, será un fastidio; pero luego ven como se deshace el velatorio; cómo cae el féretro en la fosa; y adiós. Todo ha terminado.

¿Les parece poca suerte?

A mí, todos los muertos que acompaño al cementerio vuelven a buscarme. Atrás, atrás. Dentro de la casa fingen estar muertos. O quizás están realmente muertos para ellos. Pero no para mí, ¡les ruego que me crean! Cuando para ustedes todo ha terminado, para mí no ha terminado nada. Se vienen todos a mi casa. Tengo la casa llena. ¿Ustedes creen en los muertos? Pero, ¡qué muertos! Están todos vivos. Vivos como yo, como ustedes, más que antes.

Solo que -eso sí- están desilusionados.

Porque, reflexionen bien: ¿qué puede haber muerto de ellos?. Esa realidad que ellos le dieron, y no siempre del mismo modo, a sí mismos, a la vida. Oh, una realidad muy relativa, les ruego que lo crean. No era la de ustedes; no era la mía. Yo y ustedes, en efecto, vemos, sentimos y pensamos, cada cual a su modo, a nosotros mismos y a la vida. Lo que quiere decir que a nosotros mismos y a la vida les damos, cada cual a su modo, una realidad: la proyectamos afuera y creemos que, así como es nuestra, debe ser de todos: y alegremente vivimos en medio de ella, y caminamos seguros, bastón en mano, cigarro en boca.

Ah, señores míos, ¡no confíen demasiado! ¡Basta apenas un soplo para llevarse a nuestra susodicha realidad! ¿Pero no ven que les cambia continuamente? Cambia, en cuanto empiezan a ver, a sentir, a pensar un poquitín diferente que poco antes; de modo que todo lo que poco antes era para ustedes la realidad, ahora comprenden que, en cambio, era una ilusión. Pero incluso, ay de mí, ¿hay acaso otra realidad fuera de esta ilusión? ¿y qué es la muerte sino la desilusión total?. Pero, he aquí que si los muertos son un montón de pobres desilusionados por la ilusión que se hicieron de sí mismos y de la vida; por la ilusión que yo me hago todavía pueden tener el consuelo de vivir siempre mientras yo viva. ¡Y se aprovechan! Les aseguro que se aprovechan.

Miren. Hace más de veinte años conocí en Bonn, sobre el Rhin, a un cierto señor Herbst -quiere decir otoño-; pero el señor Herbst era también durante el invierno, la primavera y el verano, sombrerero y tenía su tienda en una esquina de la plaza del mercado, junto a la Beethoven-Halle.

Por la noche veo ese rincón de la plaza como si todavía estuviera allí, respiro los olores mixtos que exhalaban los negocios iluminados, olores grasos; y veo las luces encendidas delante de la vidriera del señor Herbst, que está en el umbral de su negocio con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos. Me ve pasar, inclina la cabeza y me augura, con la especial cantinela del dialecto renano:

-¡Gute Nacht, Herr Doktor!

Han pasado más de veinte años. Por lo menos el señor Herbst tenía entonces cincuenta y ocho años. Y bien, tal vez esté muerto ahora. Pero habrá muerto para sí, no para mí, les ruego que me crean. Y es inútil, realmente inútil que me digan que estuvieron hace poco en Bonn sobre el Rhin y que en la esquina de la Marktplatz junto a la
Beethoven-Halle no encontraron trazas ni del señor Herbst ni de su tienda de sombreros. ¿Qué encontraron en cambio? Otra realidad ¿Verdad? ¿Y creen que esa realidad es más verdadera que la que dejé hace veinte años? Vuelva a pasar, querido señor, de aquí a veinte años y verá qué queda de lo que usted mismo dejó.

¿Qué realidad? Pero, ¿creen quizá que la mía de hace veinte años, con el señor Herbst sobre el umbral de su tienda, las piernas abiertas y las manos en los bolsillos, es la misma que tenía de sí y de su tienda y de la plaza del mercado él, el señor Herbst?

¡Pero quieé sabe como se veía a sí mismo, a su tienda y a esa plaza el señor Herbst!

No, no, queridos señores: aquella era una realidad mía, únicamente mía, que no puede cambiar ni morir mientras yo viva y que podrá también vivir eternamente, si yo tengo la capacidad de eternizarla en alguna página o, por lo menos, durante otros cien millones de años, según los cálculos que acaban de hacer en América sobre la duración de la tierra.

Ahora, si el señor Herbst ha muerto es algo para mí tan lejano como los tantos muertos que voy a acompañar al cementerio y que se van también, por su cuenta, mucho más lejos, quién sabe adónde. Su realidad se ha desvanecido; ¿Pero cuál? La que ellos se daban a sí mismos. ¿Y qué podía saber yo de su realidad? ¿Qué saben ustedes? Yo sé la que les daba por mi cuenta. Ilusión, tanto la mía como la de ellos.

Pero si ellos, pobres muertos, se desilusionaron por completo de sí mismos, mi ilusión todavía vive y es tan fuerte que yo, repito, luego de haberlos acompañados al cementerio, los veo regresar, a todos, tal como eran: despacito, fuera del ataúd, junto a mí.

-Pero, ¿Por qué -ustedes dirán- no regresan a sus casas en vez de ir a la mía?

¡Qué bien! porque no tienen una realidad para sí que les permita ir adonde les da la gana. La realidad ya no es para ellos. Y como ahora la tienen por mí, forzosamente tienen que venir a mi casa.

Pobres pensionistas de la memoria, su desilusión me aflije indeciblemente.

Al principio, es decir, apenas terminada la última representación (quiero decir, luego del cortejo fúnebre), cuando salen del féretro para regresar conmigo a pie del cementerio, tienen cierta gallarda vivacidad desdeñosa, como de quien se ha sacudido con poco honor, es cierto, y a costa de perderlo todo, un gran peso de encima. De todos modos, aunque quedaron en las peores condiciones, quieren respirar. ¡Ah sí!, por lo menos un buen respiro de alivio. Tantas horas allí, inmóviles, empaladados sobre una cama, haciéndose los muertos... Quieren desentumecerse: giran y vuelven a girar el cuello, levantan ya un hombro, ya el otro, estiran, tuercen, sacuden los brazos; quieren mover las piernas expeditamente y también me dejan algunos pasos atrás. Pero tampoco pueden alejarse mucho. Saben perfectamente que están ligados a mí, que ahora sólo en mí tendrán su realidad, o ilusión de vida, que es realmente lo mismo.

Otros -parientes, algún amigo- lloran, los lamentan, recuerdan este o aquel pasaje, sufren por su pérdida; pero ese llanto, ese lamento, ese recuerdo, ese sufrimiento son para una realidad que fue, que ellos creen desvanecida con el muerto, porque nunca reflexionaron sobre el valor de esa realidad.

Todo es para ellos estar o no estar en un cuerpo.

Para consolarse les bastaría creer que este cuerpo ya no está, no porque esté bajo tierra, sino porque ha partido de viaje y quién sabe cuándo regresará.

Vamos, dejen todo como estaba: la habitación lista para su retorno, el lecho preparado, con el cubrecama un poco abierto y el camisón extendido, la candela y la caja de cerillas sobre la cómoda, las pantuflas delante del sillón, al pie de la cama.

-Partió. Regresará.

Bastaría con esto. Los consolaría. ¿Por qué? Porque ustedes dan una realidad en sí a ese cuerpo, que en cambio, en sí no tiene ninguna. Tan así es que -muerto- se disgrega, se desvanece.

-Ah, claro -exclaman ustedes ahora-, ¡muerto! Tú dices que, muerto, se disgrega; pero cuando estaba vivo ¡tenía una realidad!

Queridos míos, ¿volvemos a empezar? Pero sí, esa realidad que él se daba y que ustedes le daban. ¿Y no probamos que era una ilusión? La realidad que él se daba ustedes no la conocen, no pueden conocerla porque estaba fuera de ustedes; ustedes saben la que ustedes le daban. ¿Y no podemos dársela todavía sin ver el cuerpo? ¡Pues sí!, tan cierto es que se consolarían de inmediato si pudieran creer que ha partido de viaje. ¿Dicen que no? ¿Y no siguieron dándosela tantas veces, sabiendo que realmente había salido de viaje? ¿y no es tal vez la misma que yo desde lejos le doy al señor Herbst, que no sé si está vivo o muerto?

¡Vamos, vamos!, ¿saben por qué lloran, en cambio? Por otra razón lloran, queridos míos, que no suponen ni remotamente. Ustedes lloran porque el muerto, él, ya no puede darles a ustedes una realidad. Les dan miedo sus ojos cerrados, que ya no pueden verles; esas manos gélidas que ya no pueden tocarles. No pueden darse paz por su absoluta insensibilidad. Precisamente porque él, el muerto, nos les siente mas. Lo que significa que con él cayó, para la ilusión de ustedes, un sostén, un alivio: la reciprocidad de la ilusión.

Cuando él salía de viaje, ustedes, su mujer, decían:

-Si él desde lejos me piensa, yo estoy viva para él.

Y esto los sostenía y los confortaba. Ahora que ha muerto ya no dicen:

-¡Yo ya no estoy viva para él!

Dicen en cambio:

-Él ya no está vivo para mí.

¡Pero claro que él está vivo para ustedes! Vivo en la medida en que puede estar vivo, es decir, por esa parte de realidad que le dieron. La verdad es que ustedes siempre le dieron una realidad muy lábil, una realidad toda hecha por ustedes, por la ilusión de sus vidas y nada o muy poco por la de él.

Por eso los muertos vienen conmigo ahora. Y conmigo -pobres pensionistas de la memoria- amargamente razonan sobre las vanas ilusiones de la vida, de las que se han desilusionado por completo, de las que yo todavía no puedo desilusionarme del todo, aunque como ellos las reconozca vanas.



sábado, 16 de noviembre de 2019

LA INTRUSA (Jorge Luis Borges)


Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.


viernes, 15 de noviembre de 2019

EL PÉNDULO (O' Henry)


―Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su apartamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del piso de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón… y la rutina nocturna de los apartamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

—Bueno… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

—Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los apartamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas… Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosismo debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de gravedad. Voy a coger el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus calcetines buenos están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY



Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los apartamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado… u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

―¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá no tenía importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los apartamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

―Vamos… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.

―Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.



jueves, 14 de noviembre de 2019

EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)


Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.