Entrada al azar

viernes, 31 de mayo de 2019

LAS SIRENAS (Azorín)


Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

— ¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores...

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un sobre.

— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente, la voz de la sirena.


EL PARTO (Franco Sacchetti)


En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.

Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.

El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.

Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:

-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?

El párroco le respondió:

-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.

Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:

-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.

-Cuente conmigo -repuso el cura.

Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.

La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:

-¡Es un muchacho!

Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:

-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!

A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:

-¿Que es lo que dices?

Digo que es un muchacho.

El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:

-Ayúdala, ayúdala, hija mía.

Muchas veces la joven repitió:

-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.

Y el cura respondía siempre:

-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.

Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.

La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.

Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:

-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.

La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.

El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:

-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?

-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.

-¿Dónde está?

-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.

-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.

-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.

Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.

Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.



jueves, 30 de mayo de 2019

ÉRASE DE UN JARDINERO (Saiz de Marco)


La señora se inclinó a oler las flores del jardín y, al acercarse, exclamó con aversión:

-¡Un bicho!

Ante lo cual el aludido repuso, muy dignamente:

-No soy un bicho, soy un insecto. Y sepa que estas flores no se perfumaron para usted, sino para mí. Y también para mí colorearon sus pétalos. Para atraerme, para que con mis patas transporte su polen, para que las ayude a fecundarse. Así que, por favor, tráteme con respeto.

La señora tuvo que ser sostenida por el jardinero para no desplomarse: impresiona mucho oír hablar a un invertebrado.

Aficionado a la ventriloquia, el jardinero se había propuesto no hablar con el vientre en horas de trabajo. Pero en esta ocasión la voz, más que del vientre, le salió de las vísceras.


miércoles, 29 de mayo de 2019

UN MARIDO SIN VOCACIÓN (Enrique Jardiel Poncela)


Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.

-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.

-¿Un matrimonio?

-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.

-¿Tuyo?

-Mío.

-¿Con una muchacha?

-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?

-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?

-Lo ignoro.

-¿Cómo?

-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla...

Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.

A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y La Casa (publicación para muchachas sin novio).

Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal...

Al onzavo (1) sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!

Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo (1)- y otra copita. Y allí acabó la cosa.

Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí...

Al contrario: allí daba principio.

Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.

-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado...

Y corroboró rabioso:

-¡Soy un idiota!

Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.

-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!... No hay ya salvación para mí..., ¡no la hay!

Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.

-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).

Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:

-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada...

Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.

Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.

-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.

-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.

-¿Cuál?

-La sustitución más original vista hasta ahora... Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto... ¡Viva la originalidad!

Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:

-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión. La cara más alta... ¡Cuidado! ¡Así!... ¡Ya!

Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.

-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-. ¡La cosa marcha! -susurró Ramón.

Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)

Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.

-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora... ¡Hasta la vista!

Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.

***

Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.

Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.

Silvia sufría cada día más.

-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón-. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.

***

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.

Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.

***

Por fin lo trasladaron al manicomio.

Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia...



martes, 28 de mayo de 2019

CONDUCTA EN LOS VELORIOS (Julio Cortázar)


No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.



lunes, 27 de mayo de 2019

EL CRIMEN DE JENSEN (Stieg Larsson)


Jensen se asomó con gran cautela por entre la maleza del bosque y oteó el horizonte. Todo estaba en calma. Nada le hacía pensar que hubiera algún peligro acechándolo, pero, aun así, puso especial cuidado en mantenerse escondido tras el verdor de los frondosos arbustos. Sabía que cualquier medida de precaución era poca. Un solo error y todo terminaría.

A sus espaldas se oían los ladridos de los perros. Aún se encontraban a uno o dos kilómetros, pero él sabía que lo más probable era que le estuvieran estrechando el cerco. Seguro que también había alguna patrulla que le llevaba ventaja y que permanecería oculta hasta que él cayera en sus redes.

El campo continuaba en la más absoluta quietud, pero eso no significaba nada; podrían estar allí perfectamente, agazapados en alguna zanja o tras los arbustos, escudriñándolo todo con atención. Pero también era posible que allí no hubiera nadie.

Jensen tenía que moverse ya; de lo contrario los perros le ganarían demasiado terreno. Le echó una última mirada al campo que se extendía ante él, se agachó y abandonó su escondite. Su primer objetivo era alcanzar unos arbustos que se hallaban a más o menos cien metros. Recorrer esa distancia le llevó unos veinte segundos. Estuvo a punto de tropezar y caerse en un hoyo justo antes de llegar, pero, tras dar unos tambaleantes pasos, consiguió eludirlo. Se camufló entre los arbustos y siguió oteando el horizonte. Ante sus ojos, en diagonal, divisó una zanja y, procedente de algún lugar cercano, pudo oír un débil murmullo de agua. Esa zanja sería su próximo objetivo.

Arrastrándose, avanzó una decena de metros para, acto seguido, levantarse y recorrer el resto del trecho. Tras dar unos cuantos tumbos, se dejó caer, alzó la vista y miró a su alrededor. En el fondo de la zanja había un reguero de agua, pero continuar por allí carecía de sentido: si los de la batida le siguieran el rastro no tendrían más que hacerlo por la corriente de agua. No; eso sólo le haría perder ventaja.

Ahora los ladridos estaban muy próximos y Jensen se dio cuenta de que había perdido un tiempo más que valioso. Aún le quedaban unos setecientos u ochocientos metros hasta el protector matorral que se encontraba en el otro extremo del campo. Se levantó y echó a correr siguiendo el cauce del agua. Pasados unos trescientos metros, la zanja se bifurcaba. Jensen continuó por la parte izquierda, pensando que así llegaría antes al bosque.

De repente resbaló y se cayó, todo lo largo que era, al agua. Tras maldecir su mala suerte, advirtió que el agua fría resultaba todo un alivio para su castigado cuerpo. No llevaba más que unas sandalias, unos pantalones cortos y un fino jersey, de modo que la ropa mojada no le resultó pesada.

Se levantó a toda prisa y echó a correr de nuevo. De pronto la zanja dio un abrupto giro y se desvió de su curso original. Aún le separaban unos cien metros de su objetivo, pero Jensen no tenía otra elección… Trepó valiéndose de sus brazos y puso rumbo al bosque.

Cuando no le quedaban más que una decena de metros, los perros aparecieron en el otro extremo del campo. Y, tras ellos, los cazadores que sujetaban las correas. Lo descubrieron antes de que le diera tiempo a introducirse en la maleza y, dando gritos, indicaron su posición.

Jensen maldijo su mala suerte. Si no hubiera tropezado en la zanja… Ahora que lo habían descubierto, resultaría inútil adentrarse en el bosque sin antes realizar algún movimiento para despistarlos.

Corrió unos doscientos metros paralelamente al confín del bosque asegurándose de mantenerse bien oculto entre los arbustos. Ahora sus perseguidores se moverían en paralelo a él, pensando, sin duda, que se habría internado directamente en el bosque. De todos modos, lo más seguro era que los perros olfatearan su rastro, pero, por lo menos, les habría sacado una pequeña ventaja.

Se adentró en el bosque. Los árboles empezaban a ralear: mal asunto, porque ahora sus perseguidores quizá lo pudieran divisar. Pero no le quedaba más alternativa que continuar corriendo hacia el interior. Su primer objetivo era un riachuelo que sabía que se encontraba en algún lugar de la dirección que había tomado. No conocía demasiado bien la zona, así que no sabía cuánto le quedaría hasta llegar al riachuelo, pero su acorralado cerebro albergaba la esperanza de alcanzarlo antes de que sus perseguidores lo descubrieran. Allí tendría una pequeña oportunidad de quitarse a los perros de encima y posiblemente encontrar refugio al otro lado del río.

Aunque casi no tenía fuerzas, intentó acelerar el paso. Miró una y otra vez a su alrededor, pero no vio a nadie. Tal vez debiera haber mirado hacia delante; una patrulla le había cortado el paso. Cuando descubrió a los hombres ya era demasiado tarde: apenas le dio tiempo a vislumbrar cómo la porra volaba por los aires antes de que le diera de lleno en los ojos y le rompiera el tabique nasal.


Cuando Jensen se despertó, no sintió ningún dolor en la cara. La verdad es que no sentía nada. Advirtió que era incapaz de respirar por la nariz y, a ciegas, comenzó a palparse el rostro. Había perdido la sensibilidad de la cara pero descubrió que sus dedos se habían manchado de sangre coagulada. Jensen comprendió que tenía la cara completamente destrozada; cerrando los ojos, aceptó con toda tranquilidad la situación e intentó que esa extraña niebla que parecía envolverle se disipara. A lo lejos oyó una voz.

—¡Levántate, joder! ¿No me oyes? ¡Levántate!

Alguien le zarandeó con fuerza para luego tirarlo brutalmente al suelo de un empujón. Jensen alzó la mirada. Ante él aparecieron dos hombres vestidos con la típica ropa de los policías, que guardaba cierto parecido con la de un uniforme. Llevaban cascos metálicos. Y de las caderas les colgaban sendas espadas.

Jensen quiso decir algo, pero no consiguió pronunciar ni una sola palabra. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz ronca.

Ya conocía la respuesta.

—¡Levántate! Nos están esperando en la sala del juicio.

Los hombres se agacharon, lo levantaron y se lo llevaron. Jensen no opuso ninguna resistencia; sabía que resultaría inútil.

Un murmullo de voces recorría la sala, unas voces que se transformaron rápidamente en gritos llenos de odio cuando los guardias entraron con Jensen. A empujones, se abrieron camino entre la gente arrastrando al preso hasta un banco donde le obligaron a sentarse. Jensen aún no había alzado la mirada del suelo, pero ahora sí lo hizo. Despacio.

El banco en el que estaba sentado se hallaba frente al elevado estrado del juez. Este era un hombre de unos cincuenta años y de pelo moreno. Observaba a Jensen con una mirada adusta.

Jensen advirtió que estaba recuperando la sensibilidad del rostro y comprendió que pronto le empezaría a doler. Miró a su derecha; allí se encontraba el fiscal, con una apariencia tan seria y desabrida como la del juez. Al lado del fiscal, sentados en un largo banco, había diez hombres. Constituían el jurado. Jensen pudo percibir el odio que desprendían sus penetrantes miradas. Nadie le había asignado al preso un abogado defensor; la verdad era que nadie realizaba ya esa función.

El juez golpeó la mesa con una piedra y las indignadas voces que se oían entre los asistentes cesaron. Jensen los miró; tuvo que girarse ciento ochenta grados para que entraran en su campo de visión. La sala estaba llena y todos los allí presentes lo observaban fijamente y con expectación. Jensen sabía que ya estaba condenado, tanto por el público como por el jurado. Los miembros del jurado llevaban ropa de cierta mejor calidad que los asistentes, que parecían haberse puesto, con prisas, lo primero que habían encontrado: ropa casi hecha jirones, pieles de animales y otros trapos que solo servían para tapar el cuerpo. Como ya no era posible mantener la buena higiene de antaño, en la sala reinaba un hedor casi insoportable.

—El acusado debe mostrar el debido respeto y mirar al tribunal —dijo el juez con voz burlona.

Jensen se volvió y su mirada se topó con la del juez. Luego la desvió.

—El caso contra Michel Jason Jensen del dieciséis de abril del año de gracia de dos mil treinta y seis puede dar comienzo. Se abre la sesión.

El juez se volvió hacia el fiscal y lo miró.

—Póngase en pie el acusado.

Jensen no tuvo que preocuparse de ese detalle porque en el mismo momento en que el fiscal pronunciaba esas palabras, los guardias lo levantaron.

—¿Es usted Jason Jensen, el acusado? —preguntó el fiscal a pesar de saber muy bien que así era.

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste en voz alta!

—¡Sí!

—Jason Jensen: el tribunal de Ámsterdam le responsabiliza de los cargos de los que se le acusa. Estos indican que ha recurrido usted a la práctica de “metódos cientificos” y brujerías semejantes.

Jensen cerró los ojos sintiendo cómo se intensificaban los dolores de su destrozado rostro. Intentó dominarlos concentrándose en otra cosa. Sus pensamientos regresaron al momento en el que todo comenzó.

Jensen había sido médico. Un médico de mucho prestigio, adquirido diez años antes tras realizar una serie de exitosas operaciones. Por aquel entonces vivía en Londres, sumamente contento con su vida. Estaba casado con la mujer a la que amaba y era el feliz padre de una niña; aunque lo cierto es que el parto fue enormemente doloroso para su esposa.

La desgracia ocurrió hacía ya seis años. Algunas veces a Jensen le parecía imposible que las condiciones de vida y la moral del planeta pudieran haber cambiado tanto. La visión que tenían las personas sobre sí mismas y sobre la naturaleza cambió radicalmente.

En el año 2030 existían en la Tierra dos grandes bloques; era prácticamente como si el planeta se hubiese dividido en dos. Cada parte estaba compuesta por personas normales pero con convicciones políticas completamente diferentes. Y cada bando estaba convencido de tener razón y de que el adversario se equivocaba. Ambas partes, cada una por su lado, se habían aliado con una serie de estados afines, uno de los cuales — Inglaterra— era la patria de Jensen. En realidad, a Jensen nunca le interesó la política; esa labor se la había dejado a las personas que mejor la entendían. Así que él se dedicó exclusivamente a la investigación. El equilibrio de fuerzas entre los dos bloques ni le interesaba ni le preocupaba.

Seguramente todo podría haber ido bien. Los políticos podrían haber seguido metiéndose unos con otros en sus encuentros y las NM —las Naciones del Mundo, una especie de organización que abogaba por la unión de los bloques— podrían haber continuado intentando mediar entre ellos. La catástrofe nunca habría ocurrido si los dos bloques no hubiesen insistido en hacerse con grandes cantidades de armas; naturalmente, solo para su defensa, tal y como sostenían sus representantes. El constante rearme y la carrera armamentística efectuados para mantener el equilibrio de fuerzas convirtieron a la Tierra en un lugar cada vez más perjudicial para la salud. La verdad es que hasta un niño se habría dado cuenta de que ese rearme sólo provocaría una catástrofe.

Y la catástrofe llegó. Nadie sabe a ciencia cierta quién inició todo aquello, pero tampoco nadie tenía ya el más mínimo interés en averiguarlo. El invierno acababa de instalarse en Europa cuando las bombas comenzaron a caer. Y aunque la guerra que se desató solo duró unas cuantas horas, afectó a todos los países de la Tierra. Durante ese breve espacio de tiempo los dos poderosos bloques se aniquilaron casi por completo. Algunos de los pequeños estados aliados que se hallaban en el centro del conflicto se vieron prácticamente, en el sentido literal de la palabra, reducidos a cenizas. Uno de ellos era Inglaterra.

Pero, por aquel entonces, Jason no se encontraba en Inglaterra. Había viajado a Holanda, junto a su esposa y su hija, para pasar unas cortas vacaciones. Bien era cierto que Holanda también fue intensamente bombardeada, pero Jensen y su familia se hallaban en una zona que, milagrosamente, se salvó de los ataques.

Sobrevivieron a la corta guerra y también a las penurias de un frío invierno. Es muy posible que si no hubiese sido por ese gélido invierno, las cosas no hubiesen tomado el drástico rumbo que tomaron. Los supervivientes no pudieron protegerse del frío, y los que no murieron de frío lo hicieron de hambre. La carestía que siguió a la guerra fue la impulsora definitiva del nuevo orden.

Durante aquel invierno solo existió una ley: la ley del más fuerte. El fuerte gana, el fuerte sobrevive; los demás mueren. Jensen sobrevivió. Su esposa también, pero el precio que tuvieron que pagar fue el de la vida de su hija. Al llegar la primavera, la gente sintió un inmenso odio por aquellas personas que habían provocado la guerra. Un odio de unas dimensiones tan grandes que prácticamente provocó el nacimiento de una religión centrada en él. Se buscaba a los culpables —si es que aún vivían— y se los mataba implacablemente. Uno podría llegar a pensar que la gente debería haberse dedicado a otras cosas más fructíferas, pero, al parecer, el instinto de venganza era demasiado fuerte.

Sin embargo, ese instinto no se volvió en contra de los militares que lanzaron las bombas y soltaron los gases tóxicos. Tampoco en contra de los políticos que, con sus tejemanejes, provocaron la contienda. No; se volvió en contra de los científicos que fabricaron las armas. Fueron ellos los verdaderos objetos de odio y venganza. Y no se hizo ninguna diferencia entre un científico y otro. Se les dio caza y muerte a todos, sin distinción alguna.

Cuando Jensen se percató de lo que estaba ocurriendo, cerró apresuradamente esa provisional consulta médica que había abierto y huyó. Tras pasar por Midelburgo, Zelanda, huyó a Ámsterdam: un pequeño y humeante montón de ruinas cuya población se había reducido a apenas un millar de habitantes. Allí, el matrimonio llevó una vida discreta y salió adelante con los pequeños trabajos que Jensen pudo encontrar. Así transcurrieron unos años.

Durante ese tiempo, los que sobrevivieron a la guerra empezaron poco a poco a crear unas nuevas leyes; esta vez, con mayor precisión que antes. El hombre volvió a la naturaleza y a vivir completamente de ella. Las leyes propugnaban que la naturaleza prevaleciera sobre todas las demás cosas y que no se realizara ninguna actividad que alterara su equilibrio. Las personas debían cultivar la tierra y vivir de lo que esta les ofreciera. Se prohibió cualquier forma de ciencia o avance tecnológico. Estas ideas se convirtieron de inmediato en la única ley que se acataba en buena parte de Europa. Sin embargo, los contactos entre los continentes fueron escasos, de modo que las cosas no evolucionaron por igual en todos los sitios.

Jensen se adaptó a esa nueva situación. Intentó olvidar que había sido médico y le prohibió a su mujer que ni tan siquiera mencionara el tema, algo que, evidentemente, resultó innecesario ya que ella sabía muy bien lo que ocurriría si la anterior profesión de Jensen se conociera.

Es posible que todo hubiera ido bien —aunque tal vez no sea muy adecuado emplear la palabra ‘bien’ teniendo en cuentas las circunstancias— si la esposa de Jensen no se hubiese quedado embarazada. El parto de su primera hija había sido enormemente complicado y este no lo iba a ser menos. Como era habitual, algunas de sus amigas estaban presentes para asistirla, pero pronto quedó claro que aquello no saldría bien. Era más que probable que la criatura naciera muerta, y casi igual de probable que tampoco la señora Jensen sobreviviera al parto. Jensen, como médico que era, lo tenía claro. Ante tal amenaza, Jensen sacó su maletín negro, que guardaba escondido en el sótano del edificio. Echó a las amigas y ayudó a su mujer a dar a luz realizándole una cesárea. Las amigas de Jensen descubrieron —y comprendieron— lo que Jensen había hecho, lo que selló el destino del médico. Intentó huir. Tras una apresurada despedida de su mujer, se perdió en la noche y logró mantenerse oculto durante dos días antes de ser descubierto y atrapado.

Ese era el crimen que Jensen había cometido y por el que ahora se veía ante el juez.

—Jensen —dijo el fiscal—: el crimen por el que se le acusa es grave. ¿Sabe lo que eso significa si se le declara a usted culpable?

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste con voz alta y clara!

—¡Sí!

—Siéntese, Jensen. Y a partir de ahora hable solamente cuando alguien le dirija la palabra.

El fiscal se volvió primero hacia el jurado y luego hacia el juez. Ahora pronunciaría su discurso acusatorio. Eso ya lo sabía Jensen, como también sabía que el juicio iba a ser bastante corto.

—Señor juez —dijo el fiscal—: hace dos días se presentó una denuncia contra el señor Jensen. En ella se le acusaba de dedicarse a la nigromancia, en concreto a lo que generalmente se llama ‘operación quirúrgica’. La esposa de Jensen se hallaba en la fase final de un embarazo que, por desgracia, parecía estar abocado a un triste y lamentable final. Así que Jensen, según parece, ayudó al parto realizando lo que se conoce como cesárea. Hay testigos que pueden corroborarlo.

—¿El acusado ha confesado? —preguntó el juez.

—No, aún no ha sido interrogado.

El fiscal se dirigió a Jensen.

—¡Jensen, levántese!

Le ayudaron de inmediato a levantarse.

—¿Confiesa que es culpable de la acusación que se le hace? ¿O debemos llamar a los testigos?

—Creo que se han de tener en cuenta mis motivos —tanteó Jensen.

El dolor que sentía en el rostro se había convertido en un terrible tormento. ¡Cuánto le habría gustado tener una inyección de morfina a mano!

—¡Conteste a la pregunta! ¿Le practicó una cesárea a su esposa?

—Supongo que no tengo más remedio que reconocerlo pero hay que entender que se trataba tanto de su vida como de la del bebé.

—¿Entonces reconoce su culpabilidad?

—No considero haber cometido ningún delito.

—¿Pero practicó una cesárea? —¡Para salvar vidas, sí!

Los ojos de Jensen se llenaron de lágrimas a causa del dolor que sentía en su rota nariz. El dolor aumentaba cada vez que tenía que hablar.

—Es suficiente. ¡Siéntese!

—Intente comprender, yo sólo pretendía…

—¡Siéntese!

Le obligaron a sentarse.

—Señor juez: el acusado ha confesado el crimen que se le ha imputado. Ha reconocido haber practicado la magia negra y la brujería.

—Estimado jurado… —prosiguió el fiscal.

Aquellas palabras le parecieron a Jensen una auténtica mofa. Todo el proceso se estaba desarrollando con una enorme corrección formal, y, aun así, no tenía la más mínima oportunidad democrática de defenderse.

—Estimado jurado —repitió el fiscal—: estamos ante un caso que, a mi juicio, no alberga ninguna duda. El acusado ha confesado haber practicado la magia negra y ahora les corresponde a ustedes condenarle. Aunque tal vez solo haya pretendido hacer el bien, no hemos de perder de vista lo que se esconde tras su actuación… ¿Quién sabe qué diabólicos planes tendría? Nuestra ley prohíbe la nigromancia y entregarse al ejercicio de las prácticas científicas, ya que dichas actividades son perniciosas. Entendemos que es la naturaleza la que ha de prevalecer sobre todo lo demás, que nada debe infringir sus leyes. Si la naturaleza hubiese querido que la señora Jensen diera a luz, así lo habría hecho. Y no habría sido necesario que el señor Jensen hubiera tenido que recurrir a la nigromancia.

El abogado hizo una pausa y se secó el sudor de la frente.

Jensen estaba casi a punto de desmayarse de dolor, pero, aun así, se obligó a permanecer quieto y sentado. No porque pensara que le quedaba alguna oportunidad, sino porque tener un arrebato y ponerse a gritar tan solo provocaría que lo amordazaran o que lo echaran de la sala.

—Pero lo más grave del crimen cometido por Jensen no es que haya practicado la nigromancia, sino que la habilidad que ha demostrado hace pensar que lleva mucho tiempo practicándola. ¡Quién sabe los daños que habrá podido ocasionar Jensen con sus brujerías! ¡Y quién sabe la repercusión que estos daños tendrán en el futuro! Estimado jurado: no me queda más que sugerir que se le aplique la pena más severa contemplada por la ley, que, en este caso, como es habitual, es…

Tras una deliberación de dos minutos y dieciocho segundos, el jurado le comunicó su veredicto al juez susurrándoselo al oído. El magistrado adoptó una expresión solemne y adusta y paseó su mirada por entre los asistentes.

—¡Jason Jensen: póngase en pie para escuchar la sentencia! Jason Jensen: con fecha de hoy, el tribunal de Ámsterdam le halla culpable de haber recurrido a la práctica científica. La decisión del jurado es unánime e inapelable. La pena que este jurado le ha impuesto es la más severa que contempla la ley. Jason Jensen: a su crimen le corresponde la pena capital, que se efectuará según el procedimiento habitual. La ejecución se llevará a cabo inmediatamente.

Jensen intentó defenderse.

—Señor juez —dijo—: sólo he actuado siguiendo mis principios.

El juez ignoró el comentario.

—¡Señor juez! —gritó Jensen—: ¿puedo, por lo menos, ver a mi esposa y a mi hija antes de que me ejecuten?

Jensen vio cómo sus protestas, que le quebraron la voz, fueron en vano: unas manos fuertes ya lo estaban sacando de la sala. Quiso oponer resistencia, pero ya no le quedaban fuerzas. Intentó gritar, pero el dolor le recorrió la cara y Jensen acabó por desplomarse como un bulto inerte.

Los guardias se lo llevaron en brazos hasta el patio, donde lo ataron a un poste. Los asistentes, expectantes, los siguieron. El jefe de los guardias hizo un gesto con la mano que dio inicio a la ejecución. Dos hombres con las cabezas tapadas por sendas capuchas negras se acercaron a Jensen. Él los percibió a través de una niebla de color rojo sangre. Tras los dos encapuchados llegaron media docena de hombres más cargando con leña seca y otro material combustible que fueron apilando en torno a Jensen. Cuando tuvieron suficiente madera amontonada, los dos verdugos hicieron una señal. Acto seguido, a cada uno de ellos se les dio una antorcha que emplearon para prenderle fuego a la pira.

El modo de ejecución, en efecto, era igual al empleado en los casos de brujería de la época medieval: ser quemado vivo en la hoguera…


viernes, 24 de mayo de 2019

UN EPITAFIO DE MALVINAS (Jorge Luis Borges)




Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.


EL SIGNO (Friedrich Nietzsche)


A la mañana después de aquella noche, Zaratustra se levantó de su lecho, se ciñó la faja y salió de su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas.

“Tú gran astro”, dijo, como había dicho en otro tiempo, “profundo ojo de felicidad, ¡qué sería de toda tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!

Y si ellos permanecieran en sus aposentos mientras tú estás ya despierto y vienes y regalas y repartes: ¡cómo se irritaría contra esto tu orgulloso pudor!

¡Bien!, ellos duermen todavía, esos hombres superiores, mientras que yo estoy despierto: ¡ésos no son mis idóneos compañeros de viaje! No es a ellos a quienes yo aguardo aquí en mis montañas.

A mi obra quiero ir, a mi día: pero ellos no comprenden cuáles son los signos de mi mañana, mis pasos no son para ellos un toque de diana.

Ellos duermen todavía en mi caverna, sus sueños siguen bebiendo de mis cantos de embriaguez. El oído que me escuche a mí, el oído obediente falta en sus miembros.”

– Esto había dicho Zaratustra a su corazón mientras el sol se elevaba: entonces se puso a mirar inquisitivamente hacia lo alto, pues había oído por encima de sí el agudo grito de su águila. “¡Bien!” exclamó hacia arriba, “así me gusta y me conviene. Mis animales están despiertos, pues yo estoy despierto.

Mi águila está despierta y honra, igual que yo, al sol. Con garras de águila aferra la nueva luz. Vosotros sois mis animales adecuados; yo os amo.

¡Pero todavía me faltan mis hombres adecuados!”.

Así habló Zaratustra; y entonces ocurrió que de repente se sintió como rodeado por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros. El rumor de tantas alas y el tropel en torno a su cabeza eran tan grandes que cerró los ojos. Y, en verdad, sobre él había caído algo semejante a una nube, semejante a una nube de flechas que se descarga sobre un nuevo enemigo. Pero he aquí que se trataba de una nube de amor, y caía sobre un nuevo amigo.

“¿Qué me ocurre?«, pensó Zaratustra en su asombrado corazón, y lentamente se dejó caer sobre la gran piedra que se hallaba junto a la salida de su caverna. Pero mientras movía las manos a su alrededor y encima y debajo de sí, y se defendía de los cariñosos pájaros, he aquí que le ocurrió algo aún más raro: su mano se posó, en efecto de manera imprevista sobre una espesa y cálida melena y al mismo tiempo resonó delante de él un rugido, un suave y prolongado rugido de león.

“El signo llega”, dijo Zaratustra, y su corazón se transformó. Y, en verdad, cuando se hizo la claridad delante de él vio que a sus pies yacía un amarillo y poderoso animal, el cual estrechaba su cabeza entre sus rodillas y no quería apartarse de él a causa de su amor, y actuaba igual que un perro que vuelve a encontrar a su viejo dueño. Pero las palomas no eran menos vehementes en su amor que el león; y cada vez que una paloma se deslizaba sobre la nariz del león, el león sacudía la cabeza y se maravillaba y reía por ello.

A todos ellos Zaratustra les dijo tan sólo una única frase: “mis hijos están cerca, mis hijos”. Entonces enmudeció del todo. Pero su corazón estaba aliviado y de sus ojos goteaban lágrimas y caían en sus manos. Y no prestaba ya atención a ninguna cosa, y estaba allí sentado, inmóvil y sin defenderse ya de los animales. Entonces las palomas se pusieron a volar de un lado para otro y se le posaban sobre los hombros y acariciaban su blanco cabello y no se cansaban de su cariño y su júbilo. El fuerte león, en cambio, lamía siempre las lágrimas que caían sobre las manos de Zaratustra y rugía y gruñía tímidamente. Así se comportaban aquellos animales.

Todo esto duró mucho tiempo, o poco tiempo: pues, hablando propiamente, para tales cosas no existe en la tierra tiempo alguno. Pero entre tanto los hombres superiores que estaban dentro de la caverna de Zaratustra se habían despertado y se disponían a salir en procesión a su encuentro y a ofrecerle el saludo matinal: pues habían encontrado, al despertarse, que él no se hallaba ya entre ellos. Pero cuando llegaron a la puerta de la caverna, y el ruido de sus pasos los precedía, el león enderezó las orejas con violencia, se apartó súbitamente de Zaratustra y se lanzó, rugiendo salvajemente, hacia la caverna; los hombres superiores, cuando le oyeron rugir, gritaron todos como con una sola boca y retrocedieron huyendo y en un instante desaparecieron.

Pero Zaratustra, aturdido y distraído, se levantó de su asiento, miró a su alrededor, permaneció de pie sorprendido, interrogó a su corazón, volvió en sí, y estuvo solo. “¿Qué es lo que he oído?” dijo por fin lentamente, “¿qué es lo que me acaba de ocurrir?”

Y ya el recuerdo volvía a él, y comprendió con una sola mirada todo lo que había acontecido entre ayer y hoy. “Aquí está, en efecto, la piedra”, dijo y se acarició la barba, “en ella me encontraba sentado ayer por la mañana; y aquí se me acercó el adivino, y aquí oí por vez primera el grito que acabo de oír, el gran grito de socorro.

Oh vosotros hombres superiores, vuestra necesidad fue la que aquel viejo adivino me vaticinó ayer por la mañana, a acudir a vuestra necesidad quería seducirme y tentarme: oh Zaratustra, me dijo, yo vengo para seducirte a tu último pecado.

¿A mi último pecado?, exclamó Zaratustra y furioso se rió de sus últimas palabras: ¿qué se me había reservado como mi último pecado?”

– Y una vez más Zaratustra se abismó dentro de sí y volvió a sentarse sobre la gran piedra y reflexionó. De repente se levantó de un salto,

“¡Compasión! ¡La compasión por el hombre superior!”, gritó, y su rostro se endureció como el bronce. “¡Bien! ¡Eso – tuvo su tiempo!

Mi sufrimiento y mi compasión ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!

¡Bien! El león ha llegado, mis hijos están cerca, Zaratustra está ya maduro, mi hora ha llegado:

Ésta es mi mañana, mi día comienza: ¡asciende, pues, asciende tú, gran mediodía!”.

Así habló Zaratustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal venido de oscuras montañas.



jueves, 23 de mayo de 2019

UN HOMBRE SUEÑA (Ana María Shua)


Un hombre sueña que ama a una mujer. La mujer huye. El hombre envía en su persecución los perros de su deseo. La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña. Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de la montaña se detienen jadeando. El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla. Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.



martes, 21 de mayo de 2019

LO QUE SÉ DEL OLVIDO (Miguel Sánchez Robles)


Todo empezó despacio, como un suicidio lento con ácido sulfúrico.

Yo tenía siempre prisa, pero no sé en qué momento de mi vida dejé de tener prisa. Primero ocurrió eso y después fue olvidar, llegar hasta este estado de no saber si el hombre que descubrió la Ley de la Gravedad era Búfallo Bill o el Dínamo de Kiev, de no saber si esa mujer delgada, inglesa y rubia, que se casó con un príncipe y se mató en un mercedes negro se llamaba Ezra Pound o si las mujeres se llaman Ezra o para qué sirven las líneas de la mano o las floristerías, ¿para qué sirven las floristerías, esas floristerías que son como “una selva bien educada” y se titulan siempre “Bambú”?

La primera cosa que se me olvidó fue siete por ocho, de eso sí me acuerdo. Siempre me había costado recordar esa cifra. Desde pequeño me atrancaba un poco en ese resultado y, un día, lo olvidé para siempre. Luego toda la tabla. Después de la tabla comencé a olvidar cosas más sustanciales y genéricas a una velocidad de por lo menos noventa y tantas veces al día. ¡Dios, cómo olvidaba cosas! Me vino un ántrax de olvidar y se borraron de mi cabeza casi todas los números y los nombres que uno se va aprendiendo en vida de memoria: el deneí, la fecha de nacimiento, los teléfonos de los seres queridos, el nombre de los seres queridos, las direcciones de los seres queridos…hasta los mismos seres queridos o querer a lo seres se me olvido, hasta esas verdades que trabajan siempre para el status quo se me olvidaron.

Era un fenómeno esféricamente estúpido. Sabía estar en la vida, manejar el lenguaje, utilizar correctamente un secador, afeitarme con espuma los cercos de la boca, echarme pomada, descongelar el frigorífico, freírme unos huevos, lavar la ropa, ir al médico del seguro, retirar dinero de una ventanilla de la caja de ahorros ... Pero se me olvidaban determinadas cosas a chorros, a lo mejor sabía lo que significaba status quo, pero no sabía quién era Cristiano Ronaldo o no sabía el nombre de los locutores del telediario, ni qué quería decir El Pontevedra o Lendoiro o velcro o paspartout, no sabía el nombre de las calles, ni la marca de los ascensores de la Torre Eiffel, ni la marca de los motores de los aviones Falcom 2000EX o la altura del obelisco de Washington, ni tan siquiera sabía qué era ni para qué servía un washington y mucho menos un obelisco. Una vez le pregunté a alguien por la calle:

- Oiga, por favor ¿Qué es un washington? ¿Para qué sirve un washington?

- ¿Un washington, un washington, un washington…? Eso me suena a negro, señor, a persona de color.

Me respondió así y pensé que aquel hombre estaba también en proceso de olvido como yo. Como yo que no sabía sumar ni dividir ni restar. Me parecían operaciones totalmente idiotas y superfluas, innecesarias para seguir viviendo de la manera en la que todos estábamos viviendo, porque yo tampoco creo que después de todo esto que estamos viviendo ahora vuelva a haber vida alguna vez.

Por no saber, ni tan siquiera sabía lo que eran los kilómetros, ni tan siquiera sabía cuál era en todas partes la causa de tanta risa sin ninguna alegría. Encendía el televisor y no entendía de qué se reían. Abría un semanario y no entendía de qué se reían en las fotos los duques de Luxemburgo o Espartaco no sé qué ¡Cómo olvidaba cosas y dejaba de entender cosas! Al principio tuve miedo. Me acuciaba esa sensación de perderlo todo de golpe que te da cuando te diagnostican una cirrosis o algo por el estilo. Sin embargo veía muchachas en las cafeterías o en los parques y pensaba en lo que me gustaría estar sentado cerca de sus bocas.

Me estaba convirtiendo en una especie de animal extraño que había olvidado su edad. Incluso su rostro. Hubo una temporada en la que le tenía pánico a los espejos. No quería asomarme a ellos por si no conocía al que había allí.

Entonces pensé que tendría que llegar un momento en el que debería fundar un territorio propio para mí, en que tendría que rotular las cosas para saber lo que son. Escribir en adhesivos amarillos: Esto es luz, esto agua, esto pan, esto es perro... Me pasó con la escarcha. Una mañana, al salir a la calle, la hierba del suelo estaba preciosa, tenía una capa brillante como de ceniza de hielo extraterrestre y yo no supe acordarme de cómo se llamaba eso. Cerré muy fuerte los ojos, con la voluntad absoluta de saber ese nombre y me vino de pronto: ¡escarcha!, y una voz interior vino como a decirme: “La escarcha del jardín es como el rastro que dejaron los ángeles anoche”. Entonces comencé a vislumbrar que no tenía que fundar nada, que mis olvidos eran selectivos y humanos, no crueles y casi benignos, que estaba dotado para olvidar y vivir al mismo tiempo.

Fui al médico. Le conté lo que me ocurría y no me hizo mucho caso. Me dijo que era una especie de analfabetismo nuevo y saludable. Se levantó. Me dio unas palmaditas en la espalda, mientras me acompañaba a la salida y me dijo, eso sí lo recuerdo perfectamente:

-La vida es una obra de teatro muy sencillica en su argumento, muy sencillica en su argumento.

Y comencé a asumir mi situación. Continué olvidando sin cesar. Cada vez más. Incluso con ahínco. Es tan sano olvidar con ahínco. Darte la gana de olvidar cómo se llama el presidente de tu país y esa cosa de cristal donde se echan papeles que llamamos votos. Darte la gana de no querer saber nada de lo que ocurre en el mundo y olvidársete todas las marcas. Y entrar a un supermercado y elegir los productos tapándote los ojos y pasar las hojas de los periódicos en un bar sin leerlas, tapándote hasta la nariz.

En algún momento de todo aquel proceso creí que podría llegar a vivir como los ciegos caminan en la luz con las manos abiertas y ofrecidas al aire para no tropezar. Pero qué va, olvidar me salvaba o algo así. Aquel analfabetismo nuevo era redentor, me hacía más poderoso y casi más humano. Olvidaba. Olvidaba. Olvidaba. Olvidar era mi síndrome favorito. Era como una mejora de la especie. Como un paso más en la selección natural de las especies que formuló ¿Anastasio? ¿Pérking? ¿Dusttin Hoffman? ¿Beltrán Cazorla?

A veces los olvidos eran luminosos. No sabía responder a una encuesta que me hacían por la calle. No sabía qué era gol. ¿Qué es gol? Sé que hay una cosa que se llama gol, pero no sé exactamente lo que es ni para que sirve un gol o para qué sirve el dato exacto del producto interior bruto de Somalia. Es tan hermoso no saber nada acerca de esas cuestiones. Abrir una revista o ponerte delante de un televisor y darte absolutamente igual la importancia de lo que estás viendo, si es que de verdad hay una importancia, porque a mí, con los olvidos, también se me fue al carajo la importancia, y sólo me fijo en si la gente que sacan lleva o no lleva zapatos color trigo o tiene cara de liebre o de pero de alcuza.

Y a la par que olvidaba, descubría otras cosas, me adentraba en un mundo de conocimiento sustancial. Descubría que el tiempo va haciendo de nosotros gente quieta que estorba. Descubría que “mi soledad era como un vientre de pescado que se había quedado frío besándome la boca”. Descubría el deseo y la belleza de unos labios abstractos que pudieran besarme despacio el reloj de morir que hay en el pecho. Llovía y me gustaba mucho ver llover y pensar esas cosas. No saber nada del mundo oficial y sentir esas cosas. Llovía, veía llover, y siempre era una lluvia triste y sucesiva diciéndome que llovía sin sentido, que llovía en mi vida, que llovía porque sí, mientras yo no sabía nada de nada y alguien me estaba cambiando de sitio el corazón o los pliegues, todos los pliegues del cerebro.

Mi existencia se estaba convirtiendo en esa tranquila compasión de quien decide persignarse al ver pasar una virgen. Mi vida me decía: “Porque todo es igual y tú lo sabes”. Estaba recién jubilado y me persignaba con mucha tranquilidad ante el paso de los años, las semanas, las décadas, los meses... Ni tan siquiera me servía de nada acordarme o pensar en cuando era más joven cómo era yo en los bares, cómo era yo en los bares. Algunas tardes hablaba solo, en realidad mantenía conversaciones con el crepúsculo. Me sentaba en una mecedora verde frente a las cristaleras de la terraza de mi piso de Alcobendas y le decía al crepúsculo:

- Vivir se me hizo cuento, crepúsculo- Y él me respondía:

- Así es la vida, te hundes y de nuevo haces pie y de nuevo te hundes hasta que un día ya vives bajo el agua. Pero en la vida a veces los que pierden ganan. En la vida a veces se vive bien así bajo el agua.

Siempre me sirven mucho las cosas que el crepúsculo me dice, pero me preocupaba un poco hablar solo y que me ocurriese todo aquello que me ocurría desde que estaba jubilado. Entonces volví a ir al médico, a otro médico, y me diagnosticó: Selección natural. Dijo que me envidiaba, que a él le gustaría saber persignarse y olvidar, que a él le gustaría algún día mantener una conversación tranquila con el amanecer o el crepúsculo, y que me iba a recomendar para que me estudiasen en la universidad de Boston. Ni tan siquiera me mandó pastillas. Dijo:

- Lo suyo es un auténtico caso de mejora de la especie, como cuando se nos cayó el rabo o nuestros genes dejaron de recordar cómo se regeneraban las membranas amputadas. Hay unos peces estúpidos que todavía no han olvidado eso.

Desde ese día algo me dice en mi cabeza: “¡Percha, Tonet, Percha!”. No sé si me llamo Tonet, si algunos hombres se llaman Ezra o Tonet, tampoco sé lo que quiere decir perchar, pero percho, creo que esto es perchar, olvidar es perchar, no recordar a mi esposa muerta es perchar, no darme cuenta del abandono al que me sometieron mis hijos cuando me trajeron a este asilo es perchar, no permitir que nadie me visite, ni ver nunca a mis nietos es perchar, que se me borre todo eso es perchar, mejora de la especie, estar aquí tan solo con ese temblor en las manos que me vuelca la sopa es perchar. Y percho. Todos los días percho olvidando las cosas. Siete años perchando en este asilo de Albacete. Sin recibir a nadie. Sin mirar las fotografías de mi esposa y mis hijos que no aparecen nunca por aquí, porque yo no lo quiero, porque hago como si no los conociese o tuviese un alzheimer, hago como si se me hubiesen olvidado todas las cosas de este mundo que es necesario olvidar para que todo no te duela demasiado y poder vivir bien bajo el agua. En realidad estoy bien bajo el agua y me importa una mierda siete por ocho o que algo se llame Cristiano Ronaldo o Dínamo de Kiev.

Mi cabeza ahora funciona como una máquina imperfecta, con una anarquía que tal vez no sea posible controlar con fármacos. Mi mundo ahora es un mundo sin otro. Sin recuerdos que puedan calentarme un poco el corazón. El mundo de este verso que aún no he olvidado: “No nos une el amor, sino el espanto”. Y vagamente recuerdo que yo nací en el capitalismo, de eso estoy seguro, y le cuento al crepúsculo que yo nací en el capitalismo y que lo que más me gustaba del capitalismo eran las tiendas llenas siempre de cosas hasta agotar existencias, hasta agotar existencias, y de que todos teníamos una especie de manía por aprovechar la vida o por comprar Calgón, pero que a mí no me importaba mucho el mundo sólido, ordenado, secuenciado y burgués en el que vivíamos la gente de las ciudades de este continente que se llama ¿Calcuta? ¿Puede ser Calcuta o se llama Tiresias? Y recuerdo una crisis económica y que todo el mundo se estaba volviendo nervioso y descreído y de cómo los viejos estorbaban en las casas de los hijos casados y de cómo se mueren de cáncer de páncreas las esposas y te dejan dentro del pecho una amputación del sentido mismo de la vida. Pero sólo al crepúsculo. Sólo hablo con él en este asilo donde juntamos todos nuestra respiración para vivir un poco más o por si duele vivir. Sólo a él le pregunto cuestiones de la índole de para qué sirve estar sentado o por qué esa manía que tienen las cosas de agarrar siempre polvo, de agarrar siempre polvo.

A veces pienso que todo el mundo me mira y se alegra un poco de que yo esté tan solo y no sepa las cosas, y no sepa las cosas. A veces tengo la sensación de haber corrido de año en año equivocadamente para llegar a nada, para llegar a nada, para llegar a nada. A veces pienso: Lo que más envejece es el olvido. A mí me envejeció. Ya no me nacen arañazos cuando espero y ahora sólo me miro las venas de los brazos lentamente o me cuento los dedos de la mano. Pero, a rachas, una alegría azul llega a mi vida y entonces siento pena por lo que vendrá después de mi futuro, pena de una vida que yo nunca veré. Y también agradezco estar en este sitio. Aquí donde me tratan como a un loco benigno y vitalicio.

Dicen que soy un ángel. Me miran como a un ángel. La enfermera de los martes dice que soy un ángel. La asistente social que lleva pantalones negros de cuero ajustados dice que soy un ángel. El celador que me afeita dice que soy un ángel. Todas las monjas azules que me dan la sopa o me ponen el termómetro o me llevan en mi silla de ruedas de un lugar a otro dicen que soy un ángel. No sé la edad que tengo. No sé el rostro que tengo porque nunca me asomo a los espejos. En realidad es mejor que acabe no sabiendo quién soy, no sabiendo quién soy, no sabiendo quién soy. Y mientras tanto, ellos siempre me acarician la cara o el cabello y después dicen algo, siempre me dicen algo o me hacen preguntas que yo nunca respondo porque no hablo con nadie, jamás hablo con nadie, jamás digo otra cosa ni emito otras palabras, como si tuviera demencia, orgullosamente tarugo o algo así, con locura benigna o algo así, siempre digo lo mismo, siempre digo lo mismo:

- Yo tenía siempre prisa, pero no sé en que momento de mi vida dejé de tener prisa. Dicen que soy un ángel. Pero me llamo Olvido.


lunes, 20 de mayo de 2019

SOBRE LA INUTILIDAD DE LAS CARTAS DE DESPEDIDA (Sebastián Beringheli)


Primero lo dispuso todo para el suicidio. No sabía bien por qué, pero imaginaba que lo normal en estos casos era escribir la carta de despedida, o de justificación, después de haber hecho los arreglos correspondientes.

Era extraño, pero lo que más le preocupaba era la opinión de los que tuvieran la mala fortuna de encontrar su cuerpo; no tanto por el impacto que supone descubrir un cadáver, sino por el estado lamentable en el que se encontraba su departamento. De modo tal que tomó una escoba, un balde con agua, y se entregó a la ingrata tarea de poner orden en un sitio que, desde hacía años, se caracterizaba por el desorden.

Intentó aprovechar ese tiempo pensando en las palabras exactas que escribiría en la carta de despedida, pero enseguida abandonó el trabajo, en realidad, los dos, limpieza y carta; después de todo, era lógico que un suicida viva en condiciones deplorables.

Libre de estas preocupaciones, dispuso la soga que utilizaría para quitarse la vida. Ató un extremo a una viga del techo; acto seguido, cargó un largo tutorial que explicaba de qué forma debía enlazarse el nudo para que el cuello se quebrara rápidamente, sin dolor.

Mientras realizaba esos preparativos pensó una y otra vez en las palabras que convenía emplear en la carta de despedida. No contaba con muchos amigos, tampoco con familiares cercanos. De todas formas, le parecía importante dejar testimonio de las causas que lo habían llevado a tomar esa terrible decisión. Pero las palabras se resistían. No encontraba ninguna, y las pocas que sí hallaba le parecían totalmente inadecuadas.

Así fueron transcurriendo las horas de su último día. Todos los arreglos estaban listos: la disposición de sus escasos bienes económicos, la entrega de su generosa biblioteca a la escuela en la que había cursado sus estudios, la donación de su importante colección de corchos, y la horca, por supuesto. Todo estaba listo, salvo la maldita carta.

Pensó entonces que quizás las palabras llegarían hasta él en los últimos instantes, de modo que se subió a la mesa, puso la soga alrededor de su cuello, y extrajo un anotador del bolsillo trasero.

Luego colocó la punta del lápiz sobre el papel, levantó un pie en el aire, aguardó unos segundos, que de a poco se transformaron en minutos, en una hora entera; y saltó, sin escribir una línea, un párrafo, una puta palabra de despedida, acaso entendiendo por fin que si hubiese tenido algo para decir no estaría haciendo esto.


domingo, 19 de mayo de 2019

ANDAMIOS (Mario Benedetti)


Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.

No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta curiosidad.

-Sentate. ¿Querés comer algo?

-No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un helado.

Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es suficiente.

-Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.

Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.

-Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo. Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó, ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida, ¿no te parece? Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo aguanté un año. Tenía que laborar, claro, y llegaba a las clases medio dormido. Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un aullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos dirías heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas, pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otra parte, el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal, no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; no nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia. Somos algo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en una comunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enamora de nadie. Cuando nos roza un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimos casi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron, de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo, pensaban en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto. Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que eran desenlaces posibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos, descalabrados, se equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más. Hicieron lo que pudieron ¿o no? Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hicimos? ¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos adolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche en que sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente, murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto del suicidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza, por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy cagones.

-Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿Él también anda en lo mismo?

-No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos, Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno, moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal Vázquez Montalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavía será joven. ¡Le tengo una envidia!

-¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?

-No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal vez es una interpretación que vos llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación semántica.

-¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo. Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido contrario).

-Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.

-No jodas. Y está la droga.

-Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.

-Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas que el desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.

-¡Ufa! ¡Qué reprimenda! Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta madre. Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.

-Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.

-Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa? A veces me gustaría meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios me tiene harto.

-¿Y por qué no te metes?

-Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no son lágrimas lo que ellos precisan.

-Claro que no. Pero sería un buen cambio.

-De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?

-Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.

-¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?

-Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...


viernes, 17 de mayo de 2019

EL ÁRBOL DEL ORGULLO (G. K. Chesterton)


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.


EL ÁRBOL (Esther Muntañola)


Cuando llegué a la casa ya estaba el árbol. Apenas vivo, algunas
hojas como plumas, erizadas y sueltas, en desorden. No me
gustó, no me gustó nada, ocupaba un buen espacio, el macetero
medio roto,y no había hoja sana. Mi hermano podó el árbol,
cambié el contenedor y la tierra y conviví con él sin pena ni
gloria los años siguientes. No sabía cómo hacer para que luciera
mejor. El tronco endeble, las hojas duras se resquebrajaban con
mirarlas. Y ya estabas tú en el centro de mi vida cuando cayó
aquella granizada que lo apedreó y estuvo casi un año hecho jirones.

No sé cómo, pero poco a poco comencé a querer a aquel árbol
inútil y feo, a refrescarle el verdor, a mantener la tierra limpia
de minadores, de pulgones, y todas las plagas que residían
encantadas a su lado. Este invierno, ocho años después, me
hizo llorar, lleno de flores, lleno de hermosas abejas zumbando
embriagadas, lleno de vida. Cientos de flores. Qué esfuerzo
tremendo. Y el aire lleno de olor.

Llegó la nieve, tuve miedo por él, las heladas se contaron en
más de diez, volvió el granizo y no pude cubrirlo, pero aún
quedaron granos preñados, se estiraron los días y se volvieron
dorados los frutos. Hoy mordemos a medias este níspero
humilde, hecho de sol y maravilla, y nos sabe dulce y vemos
que está lleno de simiente, como todo aquello que el amor
contiene.


miércoles, 15 de mayo de 2019

OJALÁ QUE TE VAYA BONITO (Saiz de Marco)


Un convenio regulador tiene que aquilatar todos los detalles, no debe dejar nada a la improvisación. Por eso había que determinar la custodia de Aida. Entre personas maduras este asunto tenía un modo claro de resolverse. Descartada la custodia compartida (pues tras el divorcio iban a residir en ciudades distintas), la solución natural consistía en llevar a Aida al jardín, ponerse cada uno en un lugar equidistante y dejarla decidir con quién se iría. No valían trucos para atraerla: ni llamarla, ni mostrarle un obsequio... Que sus sentimientos actuaran con libertad.

Llegado el momento, Aida miró a izquierda y derecha. Sin moverse un centímetro decidió dormir una siesta. Ambos esperaron sin cruzar palabra durante hora y media, lamentando no haber cogido nada para leer.

Aida se incorporó. Bostezó, estiró regiamente sus músculos y empezó a caminar. Sin tomar impulso salvó los dos metros que había entre el suelo y la ventana de don Damián, el viejecito que nunca sale de casa. No era la primera vez que Aida saltaba hasta allí. Desde el alféizar volvió a mirar tristemente a ambos lados, hasta que el anciano la cogió y la abrazó contra sí. El ronroneo era suave pero audible.


martes, 14 de mayo de 2019

UNA PLAYA (Íñigo Domínguez)


Una playa de un lugar indeterminado en el futuro.

El coronel George Taylor grita y solloza desesperado junto a una mujer ante los restos calcinados de la Estatua de la Libertad.

—George, tenemos que irnos, el sol a esta hora pega mucho y ni nos hemos puesto crema.

—¿¡Pero no comprendes, pedazo de desgraciada, que acabo de descubrir que mi planeta ha sido destruido por un apocalipsis nuclear, la raza humana casi ha sido exterminada y estoy rodeado de simios que hablan!?

—Tampoco hay que ponerse así, ni insultar, vamos digo yo [comienza a llorar].

—Perdona, mujer, es que saberlo así, de sopetón…

—¡Déjame en paz, no me toques!

—No te pongas así, no quería gritar… Es que es muy fuerte saber que…

—¡Que me dejes!

—Venga, no llores, ya se nos ocurrirá algo. ¿No tienes un poco de hambre? Total, el mundo también estaba lleno de gilipollas. Vámonos, que no soporto la playa.



lunes, 13 de mayo de 2019

LOS OJOS HACEN ALGO MÁS QUE MIRAR (Isaac Asimov)


Después de cientos de billones de años, pensó de súbito en sí mismo como Ames. No la combinación de ondas que a través de todo el universo era ahora el equivalente de Ames, sino el sonido en sí mismo. Una clara memoria trajo las ondas sonoras que él no oyó ni pudo oír.

El nuevo proyecto había estado aguzando su memoria más allá de los más viejos eones. Allanó el vórtice energético que recubría la suma de su individualidad y las líneas de fuerza se extendieron más allá de las estrellas.

La señal de respuesta de Brock vino. Con seguridad, pensó Ames, él podía hablar con Brock. Con seguridad podía él hablar con cualquiera.

Los modelos de energía enviados por Brock comunicaron:

—¿Te acercas, Ames?

—Naturalmente.

—¿Tomarías parte en la contienda?

—¡Sí! —Las líneas de fuerza de Ames se movieron irregularmente—. He pensado en una forma artística completamente nueva. Algo realmente insólito.

—¡Qué derroche de esfuerzo! ¿Cómo puedes creer que una nueva variante pueda ser concebida tras doscientos billones de años? Nada puede haber que sea nuevo.

Por un momento Brock quedó fuera de fase y comunicación, y Ames se apresuró a ajustar sus líneas de fuerza. Captó la dirección de los pensamientos de otros emanadores mientras lo hacía; captó la poderosa visión de la anchurosa galaxia contra el terciopelo de la nada, y las líneas de fuerza pulsada sin fin por multitudinaria vida energética y discurriendo entre las galaxias.

—Por favor, Brock —dijo Ames—, absorbe mis pensamientos. No los evites. He estado pensando en manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia. ¿Por qué molestarse con Energía? Claro que nada hay de nuevo en la Energía. ¿Cómo podía ser de otro modo? ¿No nos enseña esto que debemos planificar la Materia? ¡La Materia!

Ames interpretó las vibraciones energéticas de Brock como un tinte de disgusto.

—¿Por qué no? —dijo—. Nosotros mismos fuimos Materia en otro tiempo, mucho tiempo. ¡Oh, quizás un trillón de años atrás! ¿Por qué no erigir objetos en un medio Material, o con formas abstractas, o, escucha, Brock, ¿por qué no construir una imitación nuestra en Materia, una Materia a nuestra imagen y semejanza, tal como solíamos ser?

—No recuerdo cómo fuimos —dijo Brock—. Nadie lo recuerda.

—Yo lo recuerdo —dijo Ames con ímpetu—. No he pensado sino en eso y estoy comenzando a recordar. Brock, déjame que te lo muestre. Dime si obro bien. Dímelo.

—No. Es ridículo. Es... repulsivo.

—Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos; desde los comienzos pulsamos juntos nuestra energía, desde el momento en que llegamos a ser lo que ahora somos. ¡Por favor, Brock!

—De acuerdo, pero rápido.

Ames no había sentido tal temblor a lo largo de sus líneas de fuerza desde... ¿desde cuándo? Si lo intentaba ahora para Brock y obtenía fruto, se atrevería a manipular la Materia en presencia de la reunión de seres Energéticos que durante tanto tiempo esperaban algo nuevo.

La Materia permanecía entre las galaxias, pero Ames la reuniría, la conjuntaría más allá de los años-luz, escogiendo los átomos, dotándola de consistencia y conformándola en sentido ovoide.

—¿No lo recuerdas, Brock? —preguntó suavemente—. ¿No era algo parecido?

El vórtice de Brock tembló al entrar en fase.

—No me obligues a recordar. No recuerdo nada.

—Había una cúspide y ellos la llamaban cabeza. Lo recuerdo tan claramente como te lo digo ahora. Mira, ¿recuerdas eso?

Sobre la cima del ovoide apareció la CABEZA.

—¿Qué es? —preguntó Brock.

—La palabra que designa la cabeza. Los símbolos que significan la palabra sonora. Dime qué recuerdas, Brock.

—Hay algo más —dijo Brock con dudas—, algo en medio.

Una forma abultada surgió.

—¡Sí! —dijo Ames—. ¡Es la nariz!

Y la palabra NARIZ apareció en su lugar.

—Y también había ojos en otra parte.

OJO IZQUIERDO. OJO DERECHO.

Ames contempló lo que había conformado, sus lineas de fuerza pulsando lentamente. ¿Estaba seguro de que era así?

—Boca —dijo luego—, y mandíbula, y nuez de Adán, y clavículas. ¿Cómo si no podrían venir las palabras?

Y todo esto apareció en la forma ovoide.

—No había pensado en estas cosas desde hace cientos de billones de años —dijo Brock—. ¿Por qué haces que las recuerde? ¿Por qué?

Ames permanecía sumido momentáneamente en sus pensamientos.

—Algo más. Órganos para oír. Algo para recoger los sonidos. ¡Oídos! ¿Dónde estaban? ¡No puedo recordar dónde estaban!

—¡Déjalo! —gritó Brock—. ¡Olvídate de los oídos y todo lo demás! ¡No recuerdes!

—¿Qué hay de malo en recordar? —dijo Ames. desconcertado.

—El exterior no era rugoso y frío como eso, sino cálido y suave. Los ojos respiraban ternura y estaban vivos y los labios de la boca temblaban y eran blandos sobre los míos —Las líneas de fuerza de Brock golpeaban y se agitaban, golpeaban y se agitaban.

—¡Lo lamento! —dijo Ames—. ¡Lo lamento!

—Me has recordado que en otro tiempo fui mujer y supe amar; esos ojos hacían algo más que mirar y no había nadie que lo hiciera por mí.

Con violencia, ella añadió una porción de materia a la rugosa y áspera cabeza y dijo:

—Ahora, déjalos que lo hagan —y desapareció.

Y Ames vio y recordó que en otro tiempo, también, fue un hombre. La fuerza de su vórtice partió la cabeza en dos y se lanzó a través de las galaxias siguiendo huellas de la energía de Brock, de vuelta a la infinita amenaza de la vida.

Y los ojos de la hendida cabeza de Materia todavía centelleaban con lo que Brock había colocado allí en representación de las lágrimas. La cabeza de Materia hizo lo que los seres de energía ya no podían hacer y lloraron por toda la humanidad y por la frágil belleza de los cuerpos que otrora fueron, un trillón de años atrás.