Entrada al azar

jueves, 19 de diciembre de 2019

EL BOLIMARTE (Álvaro Cunqueiro)


Este animal de la fauna mágica gallega lo había inventado yo hace unos años, y recientemente un amigo mío me habló de él, preguntándome si lo había oído nombrar porque le habían contado del bolimarte. Yo me regocijé, porque a uno le gusta que las imaginaciones suyas pasen a la memoria popular, lo que es prueba de que ha acertado en algún punto de la fantasía propia nuestra, y que lo inventado corresponde, más o menos, a una realidad apetecida, o soñada. Pues bien, el bolimarte, mi bolimarte, era en imaginación algo así como una salamandra o un alacrán, pero se diferenciaba de ambos en que tenía en el medio y medio de la cabeza una cresta roja, como de gallo, de cinco puntas. Medirá el bolimarte algo así como media cuarta, y lo más de su cuerpo es rabo. Pone un huevo cada siete años, y precisamente en el nido del mochuelo, del moucho, que decimos los gallegos. Los huevos del moucho son blancos y el del bolimarte es negro, pero el moucho no se da cuenta. Cuando el bolimarte rompe la cáscara y sale fuera, lo primero que hace es comerse las crías del mochuelo.

El bolimarte se ve pocas veces, pero siempre se ve cuando va a haber eclipse de sol. El bolimarte le tiene miedo al fin del mundo, y con ocasión del eclipse, que sabe con días de anticipación que va a haberlo, busca la compañía del hombre. Para lograr que un hombre lo reciba en su casa, el bolimarte da cualquier cosa; es decir, da oro que escupe por la boca, o dice donde lo hay. Recibido en la casa, hay que alimentarlo bien: dos pollos y dos pichones por día. Alguna vez pide huevos con torreznos. Los pollos y los pichones no hay que guisarlos; basta con desplumarlos, y el bolimarte los come crudos. De todas formas, como paga en oro, sale barato como huésped. Parece ser que desde que yo he inventado el bolimarte, se sabe de más de una familia gallega que se ha hecho rica dando de comer al bolimarte cuando tiene miedo. No hay que darle cama y nadie sabe dónde duerme.

El bolimarte, expliqué yo, trae por encima del cuerpo una especie de camiseta, y entre la camiseta y el cuerpo, hilo de oro puro, que lo regala a quien le da cobijo y comida. Pero este hilo, desde que el bolimarte lo entrega al hombre, en una hora no hay que tocarlo, porque quema.

¡¿Y cómo dice el bolimarte que hay oro?!

Pues muy sencillo: salta a la ventana, tan pronto como pasó el eclipse, y escupe; lanza una salivaza fuerte, que parece que tuviese en la boca un tirabalas de estopa. Donde cae la saliva, brota una pequeña llama, y se ve algo de humo. Hay que ir allá, abrir un agujero, y en seguida, a menos de media vara, aparece el oro. Cuando el hombre regresa con el oro, ha de mostrárselo al bolimarte, el cual se impone en las patas traseras, y silba. Desde que yo lo inventé, que tenga noticia lo han visto en Pontedeume y en Santa Uxía de Ribeira. Si hubiera pronto un par de eclipses de sol, es seguro que sería visto en otros lugares de Galicia.



miércoles, 18 de diciembre de 2019

EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)


Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.


domingo, 15 de diciembre de 2019

LOS ANIMALES EN EL ARCA (Marco Denevi)


Sí, Noé cumplió la orden divina y embarcó en el arca un macho y una hembra de cada especie animal. Pero durante los cuarenta días y las cuarenta noches del diluvio ¿qué sucedió? Las bestias ¿resistieron las tentaciones de la convivencia y del encierro forzoso? Los animales salvajes, las fieras de los bosques y de los desiertos ¿se sometieron a las reglas de la urbanidad? La compañía, dentro del mismo barco, de las eternas víctimas y de los eternos victimarios ¿no desataría ningún crimen? Estoy viendo al león, al oso y a la víbora mandar al otro mundo, de un zarpazo o de una mordedura, a un pobre animalito indefenso. ¿Y quiénes serían los más indefensos sino los más hermosos? Porque los hermosos no tienen otra protección que su belleza. ¿De qué les serviría la belleza en un navío colmado de pasajeros de todas clases, todos asustados y malhumorados, muchos de ellos asesinos profesionales, individuos de mal carácter y sujetos de avería? Sólo se salvarían los de piel más dura, los de carne menos apetecible, los erizados de púas, de cuernos, de garras y de picos, los que alojan el veneno, los que se ocultan en la sombra, los más feos y los más fuertes. Cuando al cabo del diluvio Noé descendió a tierra, repobló el mundo con los sobrevivientes. Pero las criaturas más hermosas, las más delicadas y gratuitas, los puros lujos con que Dios, en la embriaguez de la Creación, había adornado el planeta, aquellas criaturas al lado de las cuales el pavorreal y la gacela son horribles mamarrachos y la liebre una fiera sanguinaria, ay, aquellas criaturas no descendieron del arca de Noé.


sábado, 14 de diciembre de 2019

LA OTRA (Enrique Anderson Imbert)


Un hombre vacila entre dos mujeres: se casa con una. Veinte años después, desdichado, consulta a un mago: ¿cómo hubiera sido su vida, de casarse con la otra? 

El mago se la muestra, en una bola de cristal. ¡Es la misma vida!
El hombre, rápidamente, repasa conjeturas, ahora en la bola de cristal de su cabeza:

a) las dos mujeres eran iguales y por eso tanto valía casarse con una como con otra;

b) nuestro destino está escrito, y el casarse con una u otra mujer, aun siendo diferentes, no habría cambiado nada;

c) el hombre es el arquitecto de su propia existencia; si es un mal arquitecto, con la dócil materia de cualquiera de esas dos mujeres hubiese acabado por construir un matrimonio desdichado;

d) de casarse con la otra su vida sí hubiera sido feliz, pero este mago es falso.


viernes, 13 de diciembre de 2019

EL LLANTO IRISADO (Rafael Cansinos Assens)


Cuando Pánfilo, el poeta, se halló solo, frente a la luna, sin saber por qué, como si la luna fuera en verdad la que suscita esas lacrimosas mareas, se le humedecieron los ojos.

—¡Cómo! ¿Estoy llorando? ¿No es la vida verdaderamente alegre? —exclamó Pánfilo, maravillado y vergonzoso.

Y se puso a mirar sus lágrimas al trasluz de la luna. Pero entonces notó, lleno de asombro, que a la luz de la luna, aquel llanto suyo se trocaba en un arco iris magnífico y clemente, tan bello como los que en Madrid se abren, después de la lluvia, sobre el mirador del paraíso de la Puerta de Atocha.

Pero aquel arco iris de Pánfilo era todavía más prodigioso porque abría su cola de pavo real en la sombra nocturna y era así dulce y milagroso como las cosas que se ven en los sueños. Y Pánfilo entonces sonrió sollozando, al ver los gayos colores que vestían su tristeza y dijo:

—¡Oh maravilla! ¡Hasta el llanto de los poetas es una cosa alegre!



jueves, 12 de diciembre de 2019

SI... (Isidro Saiz de Marco)


Si LUIS XVI hubiera sido Luis a secas y hubiera tenido que cultivar de sol a sol, a cambio de una ínfima peonada, las tierras de un aristócrata,
…entonces tal vez habría presenciado, con gran complacencia, las ejecuciones en guillotina del rey y la reina de Francia.

Si ROBESPIERRE hubiera sido hijo de un noble francés y hubiera frecuentado los salones de la alta sociedad y las fiestas en la corte de Versalles,
…entonces tal vez se habría opuesto a la revolución y habría odiado a quienes gritaban “libertad, igualdad, fraternidad”.

Si NICOLÁS II hubiera sido Nicolás a secas, y hubiera nacido en una cabaña de madera, y trabajado siempre como siervo, y pasado hambre y frío en las estepas rusas,
…entonces tal vez habría apoyado la abolición de la propiedad y la colectivización de la tierra, habría asaltado el Palacio de Invierno y habría tomado parte en la ejecución del zar, la zarina y sus hijos.

Si LENIN hubiera sido hijo de un terrateniente y en las tierras de su padre trabajaran como colonos más de cien campesinos,
…entonces tal vez le habrían parecido escandalosas las ideas de Karl Marx y se habría enfrentado al partido bolchevique.

Si DOLORES IBÁRRURI hubiera sido hija de un banquero, y hubiera vivido en una casa suntuosa servida por criados, y hubiera sido educada con gran refinamiento por una institutriz, y nunca hubiera probado el sabor de lo injusto,
…entonces tal vez habría deseado la derrota de la república en aquella guerra.

Si FRANCISCO FRANCO hubiera sido hijo de un jornalero y nunca hubiera podido ir a la escuela y desde los nueve años hubiera tenido que labrar el olivar de un señorito andaluz,
…entonces tal vez habría sostenido que la tierra es para quien la trabaja, habría pedido armas para defender la república, habría luchado contra los facciosos en el 36 y habría exclamado “No pasarán”.

(Muchos dirán que plantear estas hipótesis, y sobre todo escribirlas, carece de toda utilidad. Añadirán que son conjeturas sin sentido. Y llevarán razón.)



martes, 10 de diciembre de 2019

DE MAL EN PEOR (Anton Chéjov)


En casa de Gradussoff, sochantre de la catedral, se encontraba el abogado Kaliakin que, dando vueltas entre los dedos a un aviso del juez de paz a nombre de Gradussoff, decía:
“Diga usted lo que diga, Dosifey Petrovich, usted es el que tiene la culpa.”
“Yo le respeto y le aprecio, pero con todo el dolor de mi alma he de manifestarle que usted no ha tenido razón. ¡Eso es, usted no ha tenido razón! Usted ha ofendido a mi cliente Dereviachkin… Pero, vamos a ver, ¿por qué le ha ofendido?”
“¡Qué ofensas ni qué demonios!” gritó acalorado Gradussoff, anciano alto, de frente estrecha poco prometedora, cejas espesas y una medalla de bronce en el ojal. “Yo lo que hice fue leerle la cartilla de la moralidad. ¡A los necios hay que enseñarles! Porque si no se les enseña no nos dejarán pasar por la calle…”
“Pero, Dosifey Petrovich, usted lo que ha hecho no ha sido instruirle precisamente. Usted, según él manifiesta en su denuncia, le ha ofendido públicamente llamándole burro, canalla, etcétera…, y hasta una vez, intentó levantarle la mano como si deseara maltratarle de obra.”
“¿Cómo no pegarle, si lo merece? ¡No lo entiendo!”
“¡Comprenda que no tiene usted ningún derecho para hacerlo!”
“¿Que no tengo derecho? ¡Vamos, perdóneme!… ¡Vaya usted a contárselo a cualquier otro y a mí no me maree más, hágame el favor! Él, después de haber sido echado a puntapiés del coro episcopal, pasó al mío y allí lo he tenido diez años. ¡Yo soy su bienhechor, para que lo sepa usted! Y si se ha enfadado porque le he echado del coro, él mismo es el culpable. Le he echado por su afán de filosofar. Filosofar es propio solamente de individuos instruidos que han estudiado en la Universidad. ¡Pero si él es un estúpido, de una inteligencia cortísima! Así, métete en un rincón y cállate… Calla y escucha cómo hablan los hombres inteligentes.”
Pero el gran badulaque siempre procuraba meterse en filosofías. Estaban cantando o diciendo misa y él hablaba de Bismarck o de yo no sé qué Gladstone.
“¡Querrá usted creer…, el canalla se ha suscrito a un periódico! ¡Y cuántas veces le hice cerrar a puñetazos la boca por la guerra ruso—turca! ¡No se lo puede usted figurar!”
“Teníamos que cantar y él se inclinaba a los tenores, y venga a contarles cómo los nuestros habían echado a pique con dinamita el acorazado Liufti-Gelil… “¿Acaso esto es orden? Naturalmente, es muy agradable que los nuestros hayan vencido, pero esto no quiere decir que no haya que cantar.”
“Después de la misa puedes hablar todo lo que quieras.” En una palabra: es un cerdo.
“¿De modo que usted también le ofendía antes?”
“Antes no se quejaba. Se daba cuenta de que lo hacía por su bien. Lo comprendía… Sabía que no se podía contradecir a los mayores ni a los bienhechores, pero en cuanto entró de escribiente en la Policía, ¡adiós!”, empezó a darse tono y dejó de comprender las cosas. “¡Yo”, dice “no soy ahora cantor, soy un funcionario! ¡Me voy a preparar para registrador!” “¡Pedazo de animal!”, le dije “filosofa menos y límpiate las narices con más frecuencia: eso te será mucho más provechoso que soñar con los títulos… A ti”, le dije “no te sientan bien los grados, sino la pobreza. ¡Ni oír quiso!”
“Veamos, por ejemplo, este caso: ¿Por qué me ha llamado el juez de paz?…
“¿Ve usted qué cafre?” Estaba yo en la taberna de Samoplinyeff, tomando el té con nuestro jefe de aldea. Todo estaba lleno, no había un solo sitio libre… Miro y me encuentro con que él estaba también allí, con otros escribientes, atiborrándose de cerveza. Iba hecho un elegante. Levantó su hocico y gritó, gesticulando con los brazos… Yo me puse a escuchar…
Hablaba del cólera. “¿Qué le parece a usted? ¡Filosofando! Yo, ¿sabe usted?, me callaba, soportándole…” Charla, charla —pensaba yo—, la lengua no tiene huesos…”. De pronto, por desgracia, comenzó a sonar la música de la máquina… Entonces, aquel cafre se puso sentimental, se levantó y dejó a sus amigos:
“¡Bebamos —dijo— por el progreso!… Yo —dijo— soy hijo de mi patria y soy eslavófilo. ¡Daré mi único pecho por ella! ¡Salid, enemigos!
“¡El que no esté de acuerdo conmigo, que salga!” Y dio un puñetazo en la mesa. Entonces yo no pude contenerme más, me acerqué a él y le dije con toda la delicadeza posible: “Oye, Osip… Si eres un cerdo y no entiendes absolutamente nada, vale más que te calles y no te pongas metafísico. Un hombre instruido puede hacerlo, pero tú no: tú eres la escoria, la ceniza…”. Yo le decía una palabra y él me contestaba diez… Entonces se armó allí un jaleo. Yo, naturalmente, lo hacía por su bien, y él me contestaba porque es tonto… Se ofendió, y ahí lo tiene usted: me ha denunciado ante el juez de paz…
—Sí —dijo suspirando Kaliakin—. Eso está muy mal… Por tonterías como ésas, el demonio sabe lo que puede resultar. Usted es un hombre con familia, respetable, y no le benefician en nada estos chismes, causas y arrestos…
—¡Hay que acabar con este asunto, Dosifey Petrovich! Tiene usted un recurso, con el cual está también conforme Dereviachkin. Usted va a venir hoy conmigo, a las seis de la tarde, a la taberna de Samoplinyeff, donde se reúnen los escribientes, los actores y otras gentes, delante de los cuales le ha ofendido usted, y ante ellos le pedirá usted perdón… Entonces él retirará su denuncia. ¿Ha comprendido? Supongo que aceptará usted, Dosifey Petrovich… ¡Se lo digo como amigo!… Usted ha ofendido a Derevjachkin…
—Le ha puesto de vuelta y media, y sobre todo ha dudado de sus sentimientos meritorios, y hasta… los ha profanado. En nuestros tiempos, ¿sabe usted?, no se puede hacer esto. Hay que tener mucho cuidado. En sus palabras hay un cierto matiz…, ¿cómo diría yo? que en nuestros tiempos…, en una palabra: no es… Ahora son las seis menos cuarto: ¿quiere usted venir conmigo?
Gradussoff movió la cabeza negativamente, pero cuando Kaliakin le pintó con vivos colores el “matiz” de sus palabras, añadiendo que ese matiz podía tener consecuencias, Gradussoff se acobardó y aceptó.
—¡Pero fíjese bien!… Pídale perdón como es debido, con buenas formas – le decía el abogado, instruyéndole cuando iban a la taberna—. Lléguese a él y pídale perdón, tratándole de “usted”… “Perdóneme usted… Retiro mis palabras”, etcétera, etcétera…
Al llegar a la taberna, Gradussoff y Kaliakin la encontraron llena de gente.
Había comerciantes, actores, funcionarios, escribientes de Policía, y en general toda la gentuza que tenía costumbre de reunirse por las noches en la taberna para tomar té o cerveza. Entre los escribientes se hallaba el propio Dereviachkin, joven, de edad indeterminada, ojos grandes e inmóviles, nariz aplastada y cabellos tan ásperos que al mirarlos entraban ganas de cepillarse las botas… Su rostro tenía una expresión tan feliz que con verle una sola vez podía uno enterarse de todo: de que era un borracho, de que cantaba con voz de bajo y de que era tonto, pero no tanto que se considerase hombre inteligente.
Al ver entrar al sochantre, se levantó e hizo unas muecas como si moviese el bigote. El público que, por lo visto, estaba prevenido de la pública retractación, prestó oídos.
—Aquí… el señor Gradussoff está conforme! —dijo Kaliakin entrando.
El sochantre saludó a unos cuantos, se sonó con estrépito, se ruborizó y se acercó a Dereviachkin.
—Perdone usted… —balbuceó sin mirarle, metiéndose el pañuelo en el bolsillo—. Retiro mis palabras delante de todo el público.
—Le perdono —exclamó Dereviachkin con su voz de bajo, lanzando una mirada de triunfo sobre el gentío y sentándose —. ¡Estoy satisfecho!. Señor abogado, le ruego que retire mi denuncia.
—Me excuso —prosiguió Gradussoff—. Perdone usted. No me agradan los disgustos… ¿Quieres que te hable de “usted”? Como quieras… ¿Deseas que te considere un hombre inteligente? Pues ya está… ¡Me importa un comino! Yo, hermano, no soy rencoroso, el demonio te lleve…
—¡Ea! ¡Permítame! Usted excúsese, pero no insulte…
—¿Pero cómo quieres que me excuse? ¿No lo estoy haciendo? ¿Tal vez porque no te doy el “usted”? Pues es porque se me ha olvidado… ¿Que me ponga de rodillas?… Me excuso y hasta doy gracias a Dios de que hayas tenido un poco de seso para terminar con este asunto. Yo no tengo tiempo para rodar por los juzgados… Nunca he pleiteado ni me pondré a pleitear… ni a ti tampoco te lo aconsejo… Es decir, a usted…
—¡Naturalmente! ¿No desea usted tomar algo en señal de paz?
—Sí, ¿por qué no?… Sólo que tú, hermano Osip, eres un cerdo… Esto te lo digo no por insultarte, sino, así… por ponerte un ejemplo… ¡Eres un cerdo, hermano! ¿Te acuerdas de cómo te arrastrabas a mis pies cuando te echaron del coro episcopal? ¿Eh? ¡Y ahora te atreves a denunciar a tu bienhechor! ¡Hocico de cerdo! ¡Marrano! ¿No te da vergüenza? Señores parroquianos: ¡Y no le da vergüenza!
—¡Permítame usted! Resulta que me está usted insultando otra vez…
—¿,Qué insultos?… Te lo digo para enseñarte… Hemos hecho las paces y por última vez te digo que no pienso insultarte… ¿Meterme yo otra vez contigo después de que tú has denunciado a tu bienhechor? ¡Vete al diablo! ¡No quiero ni hablar contigo! Y si acabo de decirte que eres un cochino es…porque lo eres… En lugar de pedir eternamente a Dios por tu bienhechor, que durante diez años te ha dado de comer y te ha enseñado la música, vas a denunciarle y me envías a estos abogadillos del demonio…
—¡Oiga usted, Dosifey Petrovich! —dijo Kaliakin ofendido—. En su casa he estado yo, pero no ningún demonio… ¡Tenga usted un poco más de cuidado, se lo ruego!…
—¿Acaso me he referido a usted? Vaya usted a mi casa aunque sea todos los días… Únicamente me asombra ver cómo usted, que ha cursado estudios y que es una persona instruida, en lugar de enseñar a este pavo le ayuda en contra mía… Yo, en su lugar, le metería en la cárcel… Y luego, ¿por qué se enfada usted? ¿No me he excusado? Pues ¿qué más quiere? ¡No lo entiendo! ¡
—Señores parroquianos: ¡ustedes serán testigos de que yo me he excusado y no he de hacerlo por segunda vez ante un imbécil como éste!
—¡El imbécil es usted! —exclamó roncamente Osip, dándose, lleno de indignación, un puñetazo en el pecho.
—¿Yo imbécil? ¿Yo? ¿Y me lo dices tú?…
Gradussoff se puso rojo y comenzó a temblar.
—¿Y tú te has atrevido…? Pues ¡toma! —gritó, al mismo tiempo que le lanzaba un escupitajo—. ¡Y encima de escupirte, canalla, te denunciaré al juez de paz! ¡Ya te enseñaré a ofender! Señores, sean ustedes testigos…
—Señor teniente de Policía: ¿cómo está usted ahí mirando? A mí me están ofendiendo y usted se queda tan tranquilo. Ustedes cobran buen sueldo, pero en cuanto hay que cuidar del orden ya no es cosa de ustedes, ¿eh? Acaso se creen que no hay justicia para ustedes.
El teniente de Policía se acercó a Gradussoff y se produjo un escándalo.
Al cabo de una semana Gradussoff comparecía ante el juez de paz, acusado de haber ofendido a Dereviachkin, al abogado y al teniente de Policía; a este último en acto de servicio. Al principio no comprendía si estaba allí como acusador o como acusado; luego, cuando el juez de paz le condenó a dos meses de arresto, se sonrió amargamente y gruñó: “¡Hum!… A mí me han ofendido y encima tengo que ir a la cárcel… ¡Qué cosa tan extraña!… Hay que juzgar según la ley, señor juez de paz y no hacer lo que uno quiere… Su difunta madrecita, Bárbara Sergueyevfla, que en paz descanse, mandaba dar de vergajazos a tipos como Osip, y usted los defiende… ¿Qué va a resultar de todo esto?… Usted los absuelve, otro hace lo mismo… Entonces, ¿dónde podremos ir a quejamos?”.
—La sentencia puede ser apelada en el término de dos semanas… Y le suplico que no discuta… ¡Puede usted retirarse!
—¡Naturalmente!… En estos tiempos no se puede vivir totalmente con el sueldo —dijo Gradussoff guiñando significativamente un ojo—. Si uno quiere comer se mete a un inocente en la cárcel…
—¡Eso es!… Y no se puede protestar de nada…
—¡Nada!… Eso… No tiene importancia… ¿Usted cree que porque lleve la cadena de oro no hay justicia que pueda con usted? Pierda cuidado… ¡Lo pondré todo en claro!
El asunto se complicó por haber ofendido también al juez, pero intervino el arcipreste y todo se arregló.
Al pasar la causa a la Audiencia, Gradussoff estaba convencido de que no solamente le absolverían, sino de que meterían a Osip en la cárcel. Así lo pensaba hasta el momento de celebrarse la vista. Cuando se encontraba ante los jueces se portaba pacíficamente, sin decir ni una palabra de más. Sólo una vez, cuando el presidente le dijo que se sentara, se ofendió y exclamó:
—¿Acaso está escrito en las leyes que un sochantre se siente al lado de sus cantores subalternos?
Cuando la Audiencia confirmó la sentencia del juez de paz, Gradussoff entornó los ojos…
—¿Cóomo? ¿Qué-e?… —preguntó—. ¿Cómo entender eso? ¿A qué se refiere usted?
—La Audiencia confirma la sentencia del juez de paz. Si no está conforme, acuda al Tribunal Supremo.
—¡Muy bien! ¡Muchísimas gracias, excelencia, por juicio tan rápido y justo! Naturalmente, sólo con un sueldo no se puede vivir: lo comprendo perfectamente; pero perdonen ustedes: ya encontraremos un tribunal que no se deje sobornar…
No voy a relatar todo lo que Gradussoff le dijo a la Audiencia. Actualmente está acusado por insultar a los magistrados y ni siquiera presta atención cuando sus amigos intentan explicarle que tan sólo él es culpable… Está persuadido de su inocencia y cree que tarde o temprano le darán las gracias por haber descubierto graves abusos.
—¡No se puede hacer nada con este tonto!… —dijo el párroco, haciendo con el brazo un movimiento de desesperación—. ¡No entiende nada!


jueves, 5 de diciembre de 2019

EL ÁLBUM (Medardo Fraile)


Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
-¿Qué van a tomar?
-Café con leche. ¿Y tú?
-Lo mismo.
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil.
Sus compañeros de colegio -él lo recordaba- habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no.
-No: hoy "Las Mariposas", no -decía ella con tremendo gozo-. Hemos visto ya "Los Grandes Inventos".
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de "Las Mariposas", ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él -el novio- tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de "Las Aves Domésticas" proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: "Mejor, blanco", insinuaba él. "No, tiene que ser naranja", decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En "Las Aves Exóticas" pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y "confetti". En "Flores para Regalo" él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a "Animales Prehistóricos", tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo "Los Animales Prehistóricos", pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de"Las Piedras Preciosas". Ante "Las Piedras Preciosas" él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En "Las Algas" enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con "La Evolución del Automóvil" lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con "Las Fieras" se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con "La Fauna del Mar" cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a "Las Frutas", ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días -sobre todo el último- a que él dijera: "El álbum para ti, te lo regalo." Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella -que se había enamorado de aquel álbum- le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca."


martes, 3 de diciembre de 2019

MÉDIUM (Pío Baroja)


Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistad, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román. Estaba tranquilo, pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella...

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.


lunes, 2 de diciembre de 2019

1969 (Juan Villoro)


Los granaderos no quisieron presentar examen para entrar a la preparatoria. Ellos usaron su propio método: el bazukazo que convirtió la puerta colonial en una nube de aserrín.
La policía justificó el ataque con razones estratégicas: la Prepa 1 era un “foco de sedición”; los estudiantes, en vez de ideales académicos, acariciaban ametralladoras soviéticas.
En 1968 los periodistas, transformados en inmunólogos, describían la revuelta estudiantil como un virus que atacaba el rosado y saludable cuerpo social. ¿De dónde salió aquel microbio?, ¿dónde estaban los antídotos, dónde los glóbulos blancos? Alguien hizo comparaciones con la Europa del siglo xiv devastada por la peste, la Muerte Negra, el enemigo invisible. Entonces se había recurrido a un dramático conjuro: quemar brujas. Las mujeres ardieron en llamas ejemplares. Y la peste siguió su danza macabra. La puerta de la preparatoria explotó en una galaxia de astillas. Y la epidemia siguió creciendo.
Tomás era un alumno irregular; confiaba en el recurso del acordeón y en que Carolina Fuentes le soplara los datos cruciales en los exámenes. Ese día sólo fue a la preparatoria para conectar mariguana. La transacción se llevó a cabo en los baños. El material estaba tan bueno que dos toques bastaron para oír que los orines crepitaban como fulminantes. Salió al patio y sus pupilas vacilaron frente a los murales; nunca había visto nada tan psicodélico: una selva colorida que de pronto tembló con gritos y explosiones. Tomás vio con retardada precisión las macanas que destrozaban quijadas y costillas. También él fue jaloneado. Cayó al piso, recibió una patada, perdió la mariguana.
Después lo pusieron contra la pared, con los pantalones en los tobillos y las manos en alto. De reojo, alcanzó a distinguir el brillo asesino que se aproximaba, las tijeras que entraban en su pelo y subían hasta la coronilla con su atroz siseo, destruyendo una cabellera legendaria, años y años de champú de jojoba y de cepillarse cada vez que un avión surcaba el cielo.
En la preparatoria los granaderos se encontraron con los inquietantes paisajes en las paredes. Aparte de los murales, todo estaba en paz.
Tomás pasó tres días en los separos policiacos. Al salir no dudó en unirse a la manifestación silenciosa. Ahí se encontró al Champiñón, un amigo al que daba por perdido en la sierra de Oaxaca. El Champiñón le habló en voz baja de las montañas de luz y los acantilados de aire. Al cabo de un kilómetro sus murmullos eran tan insoportables que Tomás le dijo que sí, que se iría con él a Huautla.
Mantuvo su promesa por una sencilla razón: el miedo. La represión se volvía cada vez más brutal y una bayoneta podía hacer que sus entrañas corrieran la misma suerte que su pelo. Además se quería enfrentar con los dioses dorados de Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service, abrir de sopetón las puertas del paraíso, conocer la meseta donde el aire sopla en cuatro direcciones y el desfiladero donde la lluvia asciende al cielo.
Estuvo en Huautla hasta fin de año. El Champiñón hizo honor a su apodo y le preparó mezclas de hongos alucinantes, derrumbes y pajaritos que al principio Tomás rociaba con miel. Después aprendió a disfrutar del jugo ácido que le teñía la lengua de azul. En un instante privilegiado todo se trastocaba y confundía: Tomás escuchaba la tierra húmeda, olía las nervaduras rojizas en las hojas de los árboles, palpaba el cielo amplio después de las lluvias. Oía colores que eran voces que paladeaba.
El instante de percepciones múltiples se prolongó hasta el 31 de diciembre, cuando una gringa que había llegado a la sierra siguiendo a unos desertores de la guerra de Vietnam les leyó el tarot en spanglish. Lo único que sacaron en claro era que la onda se estaba poniendo gruesa, karma del más espeso, y que lo más sensato era regresar al altiplano.
Su pecosa Casandra les predijo que en la ciudad reunirían energías dispersas. Y en efecto, a las pocas semanas se encontraron con otros amigos que también habían estado fuera: Fede venía de una comuna en California, Ariel de un kibutz y Juan de un campamento boy scout en Camomila. El movimiento estudiantil había sido liquidado. Tomás y sus amigos no podían pensar en volver a clases como si nada hubiera sucedido.
Los toques circularon hasta que el plan estuvo listo: Fede conseguiría que su tío les prestara una granja en la Huasteca veracruzana; convencerían a sus amigas más liberadas de que los acompañaran. Esto último no fue tan fácil. Sara, la novia de Ariel, tenía unos papás que difícilmente la dejarían irse con una pandilla de goys. Maricruz y Yolanda, las novias de Juan y Fede, detestaban a Érika, que no era novia de nadie, se apuntó para ir y estaba buenísima. Tomás y el Champiñón buscaban mujeres de emergencia. Finalmente, en una fiesta en un frontón de San Ángel, conocieron a las gemelas Martínez, que olían a incienso de zarzamora y sólo se distinguían por el tatuaje que Gloria (minuto y medio mayor que Glenora) tenía en el antebrazo: un monograma en escritura celta.
La granja resultó ser una cabaña con techo de paja que se inundaba cada vez que el río Panuco crecía. El Champiñón ideó un ritual antilluvia y Juan los puso a trabajar en un dique. Los lugareños miraban con desconfianza a esos vecinos de zapatos tenis que pintaban de colores los troncos de los árboles.
La coexistencia entre seis mujeres y cinco hombres no fue fácil, sobre todo porque la que sobraba era Érika y todos querían con ella. Pero el trópico y las exigencias de cinco galanes le hicieron mal. Al cabo de unas semanas era una belleza deshidratada. Las gemelas Martínez, en cambio, florecieron como orquídeas de invernadero. Tostadas, alegres, tibiecitas, Gloria y Glenora se convirtieron en objetos de codicia.
Tomás se había impuesto un código alivianado que consistía, principalmente, en no segregar a Sara. Todas las religiones partían de un mismo punto de energía. Había que derrumbar barreras. Así, Tomás pasó los cuatro lados de Blonde on Blondeelogiando judíos. Aunque él pensaba en Einstein y en Bob Dylan (né Zimmerman), Sara se sintió poderosamente aludida: canceló los elogios de Tomás besándolo enfrente de todo mundo. Ariel los insultó y ya estaba a punto de lanzarse sobre Tomás cuando el Champiñón puso All You Need is Love a todo volumen. Las bocinas se cuartearon a los pocos segundos. Nadie criticó al Champiñón: su intención había sido yin, y Juan trató, infructuosamente, de reparar el resultado yang. Sin tocadiscos, la Huasteca les pareció una región de verdura insoportable.
Después del pleito con Sara y Tomás, Ariel se dedicó a trabajar con frenesí. Se asignaba tareas dignas de un cebú tabasqueño. Juan y Fede lo ayudaban ocasionalmente; el Champiñón pasaba el día bajo una palma, abrumado por problemas trascendentales; las gemelas se asoleaban desnudas y nadie pretendía que hicieran otra cosa; Yolanda se encariñó con una cabra y se dedicaba a darle besitos en la trompa; Tomás y Sara hacían excursiones de las que regresaban tan contentos que no les importaba haber sido devorados por los mosquitos; Maricruz intrigaba de tiempo completo.
Los esfuerzos de Ariel no bastaron para producir una buena cosecha. La situación se volvió crítica: no tenían tocadiscos ni comida. Y pronto sucedió algo peor: un grupo de campesinos traspasó el letrero escrito por Tomás: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Ariel habló con ellos y se enteró de que la quinta dimensión estaba en terrenos ejidales. Los campesinos llevaban machetes y azadones para recuperar sus tierras, pero no encontraron resistencia.
Los comuneros regresaron a la ciudad en el primer Flecha Verde. Por la ventana trasera recogieron una última imagen del trópico: niños desnudos en medio de la carretera, cáscaras de mameyes, una nube de polvo rosado.
Al llegar a su casa, Tomás se puso al corriente de las noticias. Su hermano menor había colgado en la pared fotos de los astronautas saltando en la superficie lunar y de la primera huella de Neil Armstrong (que informaba a las inteligencias extraterrestres que los humanos calzaban del 36). Las novedades locales eran menos espectaculares: un metro anaranjado recorría la ciudad y todos los números telefónicos empezaban con 5.
Después de tanto tiempo de vivir juntos acabaron creyendo las intrigas de Maricruz. Tomás ya sólo veía a Sara.
La siguiente reunión del grupo fue por demás trágica: el Champiñón quiso volar en pleno viaje de lsd y se tiró a la avenida Revolución desde un doceavo piso. Se encontraron en Gayosso.
Tomás, Juan y Fede se encerraron en los baños de la funeraria para darse un toque. Fede les contó que su tío había recuperado la granja en la Huasteca.
—El ejército hizo mierda a los campesinos.
Tomás recordó el asalto a la preparatoria. Tiró la colilla en el excusado. Jaló. Esperó unos segundos, y volvió a jalar, con mayor urgencia. La colilla siguió girando en espiral.
Al finalizar el año seguía decidido a no estudiar. Era incapaz de regresar a un mundo de nubarrones algebraicos. Hacía mucho que sus papas no le daban dinero, así es que o conseguía trabajo o jamás salvaría la distancia que lo separaba del último disco de Captain Beefheart. Después de tratar a tantos desertores norteamericanos en la sierra tenía un mediano conocimiento del inglés. Sara lo escuchaba imitar la voz grave de Frank Zappa hasta que le encontró futuro profesional: un trabajo de recepcionista en el hotel María Isabel.
Tomás aceptó aquel modesto acto de justicia: de la comunicación trascendental pasó a las llamadas telefónicas. Se sonrió al recordar aquel letrero: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Después marcó un número de teléfono: 5…