Entrada al azar

lunes, 30 de abril de 2018

LA MUJER DE LA FOTO (Saiz de Marco)


Los turistas, montados en el jeep, pasan junto al poblado. Cerca de ellos, una mujer se afana en sacar agua de un pozo. El agua está tan profunda que la mujer tiene que alejarse varios metros y tirar de una soga larguísima para subir cada cubo. Después ata la cuerda a un árbol y recoge el recipiente. El agua sale sucia, de color marrón. Habrá que filtrarla y hervirla antes de poder beberla.

Los turistas, tras fotografiar a la mujer, siguen su tournée africana. Ya han conseguido su objetivo: un segundo de la vida de aquella mujer congelado en una imagen, en la foto que después pondrán en el álbum: “Vacaciones en Kenia y Tanzania, año 2010”.

Y regresan en el jeep a su hotel de Nairobi, provisto de todos los servicios -entre ellos, grifos de los que sale agua-, mientras la mujer se queda allí: en el pozo, en el acarreo diario de agua para beber, para fregar, para lavarse…; en la carencia de agua corriente (y de lavabo, y de váter); en su choza de barro y ramas, tan típica -¡si parece del Neolítico!-, tan merecedora también de una foto.

Los turistas se alejan mientras aquella mujer se queda en su tipismo, en su exotismo. La mujer de la foto se queda allí, en su vida.



domingo, 29 de abril de 2018

CAMBIO DE RASANTE (Daniel Sueiro)


El coche salió de la curva chillando y levantando el polvo de la cuneta. Después del violento tirón que los había echado hacia la izquierda, alzándolos casi de los asientos, volvieron a acomodarse los cuatro en sus sitios, aunque siguió meciéndolos un ligero y dulce vaivén. Llevaban abiertas todas las ventanillas y el aire se cruzaba allí dentro vertiginosamente y podían sentirlo en todo el cuerpo, pero aquellas bocanadas de aire pesado y caliente les hacían sudar todavía más, les sofocaban, parecían quemarles. La chapa metálica ardía allí en el borde si uno apoyaba distraídamente un brazo o ponía la mano. El sol inundaba todo el cielo de un color amarillo o calizo, denso e inmóvil; amarillo y sólido como el color de la tierra que se extendía o se apretaba en torno a la línea blanca de la carretera, sólo azuleada, ocre o parda, en la lejanía. Ni un árbol, ni un pájaro. La nube de polvo levantada de súbito por las ruedas derechas del coche al salirse de la curva era rápidamente absorbida y como disuelta por el mismo fuego reverberante y líquido que parecía salir del asfalto. Se habían callado todos por un momento, sólo ese momento en que el conductor ha de darme muy rápidamente al volante todo a la izquierda sin dejar de acelerar, incluso apretando más a fondo, mientras nosotros nos vemos volcados hacia otro lado y el mundo pasa volando a nuestro alrededor y no sentimos de él más que ese grito enervante y gozoso de las potentes llantas luchando sobre el suelo.
Y justo al salir de la curva fue cuando lo vieron allá arriba, en la cima de la pequeña cuesta hacia la que ahora enfilaba aquella breve recta.
Crecía el rugido del motor al tiempo que aumentaba la velocidad del automóvil, y por un momento este estruendo apagó la estridente música de la radio y enmudeció el monótono y agobiante quejido de las cigarras entre los rastrojos. La chica que iba delante se echaba sobre el conductor señalándole el final del hijo de la carretera, gritando: “¡Mira, ahora!”, y su risa empezaba a ser nerviosa y falsa. “¡Ahí lo tienes, ahí lo tienes!”, le animaba, cogiéndole los brazos. También uno de los que iban en el asiento trasero medio se incorporaba ya en ese momento y chillaba: “¡Vamos, hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡Hazlo…!”, con la mirada encendida y fija allá arriba. El muchacho que iba al volante ya lo había visto, lo había visto bien. Tenía las manos húmedas, mojadas casi, y las frotó sobre la tela del pantalón, suave, lentamente, una, dos veces, para tomar el aro del volante y apretarlo. Gotas frías de sudor caían de sus axilas, las sentía correr por sus costados, surcos interminables. Empezó a sonreír, callado. Sólo en un segundo vio todo lo que tenía que ver: La carretera libre y vacía en aquel trecho que los separaba del cambio de rasante, lejanos fulgores de los coches que venían de frente allá en el punto en que la carretera volvía a aparecer, a la derecha, y nada todavía a través del espejo retrovisor.
Era un tramo de carretera completamente recto, de unos trescientos o cuatrocientos metros, con la señal de “adelantamiento prohibido”, al comienzo de la suave cuesta y la cinta amarilla que separa las dos direcciones perfectamente dibujada en el centro. Allá arriba la carretera se estrechaba y parecía también terminar, como cortada del paisaje y sin continuación ni final. Sólo aquella línea horizontal reverberante e hipnótica, abierta sobre el fondo blanco del cielo.
Los cuatro ocupantes del coche lanzado ya a ciento treinta kilómetros por hora tenían la mirada clavada en aquella línea, en aquella abertura, en aquella boca de ocho metros de anchura que iban a traspasar dentro de quince o veinte segundos.
El chico desafiante y alegre que iba sentado detrás de la muchacha empezó a reír a carcajadas, mientras palmeaba frenéticamente al borde del asiento delantero y le echaba a ella los brazos al cuello o jugaba a taparle los ojos. “¡No mires, no mires ahora!”, forcejeaba. “¡Déjame!”, se desasía la mujer, saltando en el asiento, “¡quiero ver lo que aparece por ahí”, chillando, riendo y llorando: “¡ah…, ah…, venga, venga…!” Sólo el tipo taciturno que se sentaba justamente detrás del conductor se hundió más en su asiento y guardó silencio, pálido, quieto, apretando su cigarrillo entre dientes, y acaso fuese el único que se dio cuenta de que empezó a encenderse el intermitente de la izquierda: “¡ahora, ahora…!”, jadeaba la chica.
El conductor, echado hacia atrás en su asiento, le dio un ligero tirón al volante y apretó aún más a fondo el acelerador. Aquel rugido que oía era el batir de su corazón en la garganta, y aquel miedo, aquel terror, era también un placer.
El coche se deslizó hacia la izquierda hasta ocupar la parte de la carretera correspondiente a la dirección contraria.
Lanzado a aquella velocidad, silbaba al rozar el asfalto y elevarse en el aire camino de aquel cielo blanco y abierto, libre aún por completo al final del desnivel de la carretera, un brillo, un fulgor de sangre centelleante al sol.
Contenían casi la respiración, anhelantes, divertidos y muertos de terror, mirando todos ellos aquella línea del cambio de rasante, esperando pasar, esperando pasar y pasar pronto. El coche corría enloquecido por la mitad izquierda de la carretera cerca ya del final. “¡Ya está, ya está! ¡Vamos más rápido, que lo consigues…!”, gritaba el más alegre de todos ellos, el que se agitaba detrás de la chica, el único que también lo había hecho una vez, y gritaba cuando todavía faltaban unos metros, unos segundos o unas décimas de segundo para pasar y poder ver finalmente lo que había del otro lado. Ella se había quedado muda de pronto y sus enormes ojos se abrían empavorecidos, mirando hacía allí, al vacío, encogiéndose en su asiento y ocultándose casi para evitar todo aquello o al menos olvidarlo. Al conductor le oyeron decir en el último instante, murmurar o sollozar: “¡Nos la pegamos, esta vez nos la pegamos…!”, pero ni soltó el volante ni se echó a la derecha, ciego. El chico más callado seguía allí hundido mordiendo el filtro de su pitillo, estremecido, consiguiendo únicamente no cerrar los ojos para echar una última mirada a aquellos que eran sus amigos y al ardiente cielo que huía tras los huecos de las ventanillas.
Allí estaba el final, abierto, abierto aún y libre, el final por el que iba a aparecer una centella o un monstruo como el que les llevaba a ellos y ellos mismos eran.
Hundidos o alzados en sus asientos, seguían mirando espantados y sin aliento aquel hueco de aire que iban a atravesar, más allá del cual nada se sabía ni podía saberse, aunque, todos adivinaban, ahora, lo sentían ya sobre la piel quemada por el sol y el viento y en la sangre helada, sí, ahora, lo estaban sintiendo viva, dolorosamente, que lo que allí aparecía en este instante iba a ser el estallido del mundo, el sol y la tierra que finalmente han de encontrarse en sus caminos y desintegrarse en la nada. Todo aquello se veía y se oía, lo estaban escuchando y lo estaban viendo, sí, iban a verlo ya, rotos en mil pedazos por los aires en el encuentro de frente a ciento treinta o ciento cuarenta por hora.
No cerraron los ojos, porque a pesar de todo querían verlo, y para verlo lo hacían.
Así que el coche pasó el cambio de rasante por la izquierda a una velocidad tremenda, subió y pasó como un relámpago y lo único que sintieron luego los muchachos fue ese vacío en el estómago semejante al que se siente en la montaña rusa al comenzar de golpe la bajada.
Siguieron corriendo aún un buen trecho sin cruzarse con nadie y todos iban ahora callados, sin mirarse casi, mirando aún a la carretera ya perfectamente situados en su mano derecha. El coche fue parando poco a poco, se detuvo al borde de la carretera, y seguía oyéndose la música de la radio y muy cercano el canto seco y vivo de las cigarras. El chico que iba al volante había empezado a temblar, bañado en un sudor frío; le costó trabajo fijar el pie en el freno.
En el primer coche que pasó en la dirección que ellos traían, justo en el momento de detenerse en la cuneta, iba con sus padres un niño que les saludó alegremente, pero ninguno de ellos lo vio.
Mientras el conductor quedaba agarrado al volante y sollozaba, la chica y el otro loco bajaron y empezaron a abrazarse y a reír histéricamente tirándose por el suelo y arrancando pedazos de hierba seca. Y el muchacho taciturno, que también había salido del coche, dio por allí unos pasos cortos con las manos en los bolsillos y los brazos muy pegados al cuerpo, temblando.
Y pensaba. Sabía que aquello habría que hacerlo todavía una vez más, y sabía que esa vez sería la última.


sábado, 28 de abril de 2018

EL PÉNDULO (O' Henry)


―Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón… y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

—Bueno… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

—Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas… Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY

Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado… u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

―¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

―Vamos… ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.

―Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.


jueves, 26 de abril de 2018

MORIR POR MÍ (Rafael Baldaya)


Me lo dijo una paciente durante la terapia:

-Mis padres habrían dado su vida por mí. No me cabe ninguna duda. Si alguien fiable les hubiera dicho “La vida de su hija depende de ustedes: es preciso que acepten morir ahora para que ella viva”, no me cuesta trabajo imaginarlos yendo al sitio de ejecución para entregar sus vidas: para morir por mí. De eso estoy segura. La duda que tengo es si lo habrían hecho por amor o más bien por sus principios, por creerse obligados a ello, por moralidad... Sinceramente tiendo a pensar que habría sido más por esto último. O sea, más por una cuestión de conciencia que por profundo amor hacia mí”.

Habló así la paciente y estuve a punto de decirle “A mí me pasa igual”.



miércoles, 25 de abril de 2018

SIMULACIÓN (Aitor Suárez)


Los animales que pueden ser atacados por otros no se permiten a sí mismos exhibir tristeza ni debilidad. Aunque se encuentren débiles o enfermos, han de aparentar fortaleza y energía. El animal que se muestra débil o abatido atrae de inmediato la atención de los predadores, pues está dejando ver que es vulnerable: que es una presa fácil.

(Se lo oí decir a un biólogo, y es claro que explica muchas cosas. No sólo de algunos animales, también de mí.)



martes, 24 de abril de 2018

MARSIA (Neorrabios@)


Tendría yo unos doce o trece años cuando llegó a Astobieta un camión de ganado cuyo conductor preguntó por mi tío Hilario. Cuál fue mi sorpresa cuando mi tío y el conductor bajaron del camión con una cabra chiva de color blanco.


—Mira —me dice mi tío—, aquí tienes, esta cabra es para ti.


¡Una cabra para mí! Era una cabra genial, toda blanca y sin cuernos, como a mí me gustaban, y tan mansa que sabía comer de tu propia mano sin morderte, detalle este muy importante, porque un mordisco de cabra no es precisamente agradable.


—Tú te encargas de ella —continuó mi tío—, yo no te voy a decir nada. ¿No dices que ya eres un hombre mayor? Pues demuestra que ya eres un hombre mayor.


Agradecí a mi tío el regalo y decidí aplicarme para demostrarle que se podía confiar en mí. Comencé pensando en un nombre para mi cabra, aunque de inmediato recordé que en Lauros solo se ponía nombre a los perros, los gatos y casi siempre a las vacas y los caballos, pero nunca se le ponía nombre a los conejos, las gallinas, las ovejas o las cabras. Pero una cosa eran las cabras de Lauros y otra muy diferente mi cabra. Tras no pocas cavilaciones, decidí llamarla Marsia en honor de Silvia Marsó, que fue la primera presentadora de televisión de la que me enamoré.


—¿Te gusta Marsia? —le decía para que aprendiera pronto su nombre—. ¿A que Marsia es un nombre bonito? ¿Marsia? ¡Marsia!


Más tarde recordé que un compañero mío del colegio, Juanrra, contaba que en Bilbao había mendigos que ganaban dinero haciendo en la calle espectáculos con cabras, y que él mismo había visto en la Plaza Nueva a gitanos tocando sus flautas mientras las cabras bailaban. Con la flauta yo no sabía tocar más que el Arde Londres, que me habían enseñado en Larrondo, pero tenía el radiocasette de mi hermana mayor. ¿Y si le pongo el radiocassette, pensé, y le enseño a danzar?


—¿Qué estás haciendo con la cabra y el radiocassette? —me preguntó de pronto mi madre, que se asomó a la puerta.
—¡Ama, déjame en paz! ¡Me la ha regalado el tío y dice que puedo hacer con ella lo que quiera! ¡Y además no se llama cabra, se llama Marsia!
—¿Marsia? ¡Valiente ocurrencia ponerle nombre a una cabra!


Marsia se mostró indiferente a mi experimento con el radiocasette, aunque también es verdad que por aquel entonces solo tenía los casettes de mi hermana mayor, que solía escuchar a Dyango, Camilo Sexto, Rocío Jurado, El Fary o Isabel Pantoja. Igual es que a Marsia lo que le gustaba era el rock, ¡lástima! ¿Y si tiene frío?, pensé. De pronto se me ocurrió hacerle dos agujeros a un jersey viejo y ponérselo a Marsia. ¿Y si le pongo las gafas de sol de mi hermana?, me pregunté otra vez, muy emocionado de mí mismo, pues ya de niño disfrutaba mucho de mis propias ocurrencias.


—¿Adónde vas con ese jersey y esas gafas de sol? —volvió a preguntar mi madre, siempre con su obsesión policial conmigo.
—¡Ama, te he dicho que me dejes en paz!


El jersey le quedaba bien pero las gafas no, porque el ancho de la cabeza de una cabra es más pequeño que el de una persona y, aunque se las pegué con celo y se las até alrededor del cuello, las gafas se movían mucho y uno de los cristales le quedaba más bajo que el otro. Pero no importaba: ¡me lo estaba pasado genial con Marsia, ahora convertida en una estrella de cine en versión cabra! Pero de pronto me toqué la frente: ¿cómo es que no le he hecho ninguna marca para que la gente sepa que Marsia es mía? En las películas del oeste, todas las vacas llevan una marca en el lomo para que cada vaquero sepa a quién pertenece. Como no tenía ninguna máquina de marcar ganado, comencé a buscar un cuchillo.


—¿Para qué necesitas un cuchillo? —me preguntó mi madre.
—Para nada —contesté yo.


Ya con el cuchillo en mis manos, traté de hacerle una marca a Marsia, pero ¿os podéis creer que no le parecía buena idea? Al primer contacto con el cuchillo trató de huir; y ni siquiera me dejó ponerle una M, una vez que me di cuenta que escribir Marsia entero iba a ser imposible. Y no solo eso: a partir de ahí se mostró muy tensa conmigo, incluso cuando la acariciaba y le llamaba con susurros. Pensé que igual era mejor dejarla en paz un poco y dejarla descansar.


Y ahí es donde vino la catástrofe: cuando la até a la rama de una higuera, no me di cuenta de que la rama era muy flexible y que una cabra, aunque parezca mentira, es capaz de una fuerza descomunal, sobre todo cuando está nerviosa. Una hora después volví al lugar donde la había dejado y ya solo quedaba una rama tronchada: ¡Marsia se había escapado! De inmediato me eché a llorar, como hacía siempre que se avecinaba tormenta.


—¿Por qué lloras ahora? —me preguntó mi madre.
—¡Marsia se ha escapado! ¡Ha roto la rama de la higuera y se ha escapado!
—Pero, ¿quién es Marsia?
—¡La cabra!


De inmediato se divulgó la noticia. Mi madre se reía, mis hermanas se reían y los aldeanos de los caseríos adyacentes daban señales confusas, ¿una cabra que iba vestida con un jersey?, creo que se ha escapado por allí, creo que se ha escapado por allá, etc. Mi tío Hilario guardaba un perfil sombrío mientras tratábamos de buscarla; pero cuando la dimos por perdida me miró fijamente y me dijo:


—No vales para nada.


Así fue como perdí la única cabra de mi vida, pues en mi caserío, aunque hubo vacas, terneros, conejos, gallinas y hasta un burro cuando yo era muy pequeño, nunca hubo más cabra que Marsia, al menos desde que yo nací. Un mes más tarde el alguacil de Loiu visitó Astobieta y nos dijo que había aparecido una cabra blanca en un caserío de Lezama, por lo que mi tío y yo acudimos al lugar y allí estaba Marsia, que nos fue devuelta solo cuando mi tío ofreció mil pesetas al aldeano que la había encontrado. Pero una vez que tuvo a Marsia en su poder, a mi tío no se le ocurrió devolvérmela, e incluso cuando hice un ademán de cogerla, me la apartó de mis manos:


—Quita, calamidad.


Mi tío acudió de nuevo a la feria de Mungia y devolvió la cabra, por la que ya no le pagaron sino un precio a la baja. En Astobieta ya no me habló más del asunto, pero no desaprovechó las sucesivas reuniones familiares para contar la historia. Mi tío Hilario hablaba menos que nada, pero era un gran orador y se tomaba todo el tiempo del mundo en contar sus historias. Comenzaba muy sereno, trasladando a la concurrencia que, como yo había dejado de ser un niño, había decidido hacerme un regalo para “templarme el carácter” y enseñarme que la vida es constancia y trabajo duro, algo que una persona debe aprender “cuanto antes”. Por eso había elegido una cabra de regalo, porque era un animal al que basta con cambiarle de zarzal dos o tres veces por semana: pensaba que con un animal así yo iba aprender disciplina por mí mismo. Pero después de esta introducción serena, ilustrativa, mi tío iba aumentando de emoción el relato hasta que estallaba:


—¡Y no te mata que de pronto le veo poniéndole un jersey y unas gafas de sol a la pobre cabra! ¡Y no me viene dos horas después llorando y diciendo que la cabra se le ha escapado! ¡Cómo no se te va a escapar la cabra, le dije yo, lo raro es que no se te haya suicidado!


Eso del suicidio no me lo dijo cuando sucedió, pero mi tío, como otros grandes oradores de Lauros, acostumbraba a meter elementos nuevos para hacer más viva la historia. Para ese momento todo el mundo se estaba riendo, ora mirando a tío, ora mirándome a mí, y las risas llegaban al culmen cuando mi primo Enrique preguntaba:


—Pero tío Hilario, ¿la cabra se escapó con las gafas de sol puestas o sin ellas?


Aquel episodio de Marsia contribuyó a aumentar la ya creciente decepción que existía sobre mí. Aunque algunos familiares y aldeanos se pasmaban ante mis dibujos, mi viveza o mi capacidad discursiva, otros empezaron a opinar que yo solo era “palabrería” detrás de la cual no había nada. Ya desde muy adolescente dejé constancia de que me cansaba enseguida a la hora de ordeñar vacas, o al cortar la hierba, o cualquier trabajo que supusiera esfuerzo y disciplina, y tampoco se veía bien que, con doce años de edad, siguiera diciendo que de mayor quería ser futbolista. Mientras mi tío Hilario decía que me faltaba “temple”, mi madre decía que yo era un “insustancial”, pero había una definición que, aplicada también a otros, era la mayoritaria a la hora de referirse a mí. Mi problema, se empezó a decir de forma general, es que yo era una persona “sin fuste”.


Pero, ¿qué es una persona con fuste?


lunes, 23 de abril de 2018

CARTA A UN DESTERRADO (Claribel Alegría)


Mi querido Odiseo:
Ya no es posible más
esposo mío
que el tiempo pase y vuele
y no te cuente yo
de mi vida en Ítaca.
Hace ya muchos años
que te fuiste
tu ausencia nos pesó
a tu hijo
y a mí.
Empezaron a cercarme
pretendientes
eran tantos
tan tenaces sus requiebros
que apiadándose un dios
de mi congoja
me aconsejó tejer
una tela sutil
interminable
que te sirviera a ti
como sudario.
Si llegaba a concluirla
tendría yo sin mora
que elegir un esposo.
Me cautivó la idea
que al levantarse el sol
me ponía a tejer
y destejía por la noche.
Así pasé tres años
pero ahora, Odiseo,
mi corazón suspira por un joven
tan bello como tú cuando eras mozo
tan hábil con el arco
y con la lanza.
Nuestra casa está en ruinas
y necesito un hombre
que la sepa regir
Telémaco es un niño todavía
y tu padre un anciano
preferible, Odiseo
que no vuelvas
los hombres son más débiles
no soportan la afrenta.
De mi amor hacia ti
no queda ni un rescoldo
Telémaco está bien
ni siquiera pregunta por su padre
es mejor para ti
que te demos por muerto.
Sé por los forasteros
de Calipso
y de Circe
aprovecha Odiseo
si eliges a Calipso
recuperarás la juventud
si es Circe la elegida
serás entre sus chanchos
el supremo.
Espero que esta carta
no te ofenda
no invoques a los dioses
será en vano
recuerda a Menelao
con Helena
por esa guerra loca
han perdido la vida
nuestros mejores hombres
y estás tú donde estás.
No vuelvas, Odiseo
te suplico.

Tu discreta Penélope


domingo, 22 de abril de 2018

TIEMPO NORMAL (Pedro Martínez)


El muerto estaba en un cruce de caminos; no llevaba uniforme; tenía la cabeza destrozada; su sangre se había secado en el polvo. Nuestro perro ladraba y corría arriba y abajo por el prado. Juan lloraba y Susana nos abrazó. Me gustaba el olor de Susana, tenía unos pocos años más que nosotros y su cara era como la de una virgen de misal.

Para alejarnos de la ciudad, nuestra madre nos llevó al caserío del abuelo y nos dejó a cargo de los guardeses. Apartándonos de las calles pretendía ponernos a salvo de los saqueos, de la violencia y de la brutalidad de la guerra en la capital.

Nuestra habitación estaba sobre el establo. En una esquina, por un agujero entre las maderas del suelo podíamos ver las vacas, los bueyes, resignados, casi inmóviles, a veces mugían y nos despertaban. También nos despertaba el canto del búho, los chillidos de los cerdos y los pasos en el altillo. Hacía frío y hasta la incómoda y ruidosa cama de muelles nos llegaba el fuerte olor de los animales. Juan añoraba a mamá y no entendía por qué nos habían dejado solos. De nuestro padre no hablábamos nunca. Los asalariados nos ignoraban: el hombre pasaba el día en el monte; la mujer, siempre seria, tosía entre el alboroto de las gallinas; era su hija Susana la que nos cuidaba y preparaba la comida, la acompañábamos cuando llevaba a pastar a las vacas.

Los días eran largos y aburridos. Nos daba miedo el bosque, la oscuridad, el graznido de los aguiluchos, los conejos, el gallo grande, bajar al prado junto al arroyo, el barbudo vecino de la casona en la hondonada y las sombras de los árboles detrás del granero. Sobre todo temíamos al hombre que venía a veces a cortar leña; procurábamos no tener ninguna relación con él, un individuo mal encarado que una mañana me riñó porque me había subido a un manzano, blasfemaba y dijo no sé qué sobre los niños ricos.

El grupo de hombres armados caminaba hacia la cantera, gritaban. Susana nos escondió detrás de unas zarzas y allí estuvimos tumbados mucho tiempo, con la cara entre la hierba, atemorizados. Entre temblores, sentí algo especial con la mano de ella en mi cabeza.

Sentados junto a la fuente, mientras los animales abrevaban, vimos pasar varios aviones en dirección norte. Susana no sabía lo que era el norte y se lo expliqué. A cambio ella nos habló de cómo orientarse en la oscuridad siguiendo las estrellas. Esa noche, asomados a la ventana, a lo lejos, desde detrás de las montañas nos llegó el resplandor de los bombardeos sobre nuestra ciudad. Nos dormimos muy alterados.

De madrugada me despertaron unos sonidos que no podía reconocer. Me tumbé junto a la pared y por el agujero del suelo miré entre las maderas. En la oscuridad, sobre un montón de paja seca y hierba cortada, distinguí unas piernas blancas, abiertas, desnudas. Después pude escuchar unas palabras groseras del leñador mientras se acercaba y pude ver sus nalgas moviéndose arriba y abajo sobre los gemidos y las risas nerviosas de ella; el hombre, al cabo de un rato, soltó una imprecación y quedó quieto sobre Susana que miraba al techo con ojos tristes. Estoy seguro que ella pudo verme.

A la mañana dije que me encontraba mal y me quedé en la habitación, no subí a los pastos. Desde entonces los días fueron aún más largos y más tristes. No volví a hablar con Susana. El sábado siguiente, nuestra madre vino a buscarnos y un tren lento nos llevó hasta Barcelona, donde vivían los abuelos.

Han pasado tantos años y aún recuerdo aquella madrugada y la mirada de Susana cruzándose con la mía.

Y además perdimos la guerra.


sábado, 21 de abril de 2018

NIEVE NEGRA (José Saramago)


Una maestra mandó un día a sus alumnos que hicieran una composición plástica sobre la Navidad. No lo dijo así, claro. Dijo, más o menos, una frase como esta: “Haced un dibujo sobre la Navidad. Podéis usar lápices de colores, o acuarelas, o papel satinado, lo que prefiráis. Y me lo traéis el lunes.” Que lo dijera así o no, es igual, el caso es que los alumnos llevaron el trabajo. Aparecía allí todo cuanto suele aparecer en estos casos: el pesebre, los Reyes Magos, los pastores, San José, la Virgen y el Niño. Mal hechos, bien hechos, toscos o hábiles, los dibujos cayeron el lunes sobre la mesa de la maestra.

Allí mismo, ella los vio y los calificó. Iba marcando “bien”; “mal”, “suficiente”, en fin, el trance por el que todos hemos pasado. De repente, ¡ah, hay que tener mucho cuidado con los niños! La maestra coge un dibujo, un dibujo que no es ni mejor ni peor que los demás. Pero ella tiene los ojos clavados en el papel, y está desconcertada: el dibujo muestra el inevitable pesebre, la vaca y el burrito, y toda la demás figuración sobre el caso. Sobre esta escena sin misterio cae la nieve, y esa nieve es negra ¿Por qué?

“¿Por qué?”, pregunta la maestra en voz alta al niño. El chiquillo no responde. Más nerviosa quizás de lo que aparenta, la maestra insiste. Hay en el aula crueles murmullos y sonrisas de rigor en estas situaciones. El niño está de pie, muy serio, algo tembloroso. Y, al fin responde: “Puse la nieve negra porque esta Navidad murió mi madre”.

Dentro de un mes llegaremos a la luna. Pero ¿cuándo y cómo llegaremos al espíritu de un niño que pinta la nieve negra porque murió su madre?



viernes, 20 de abril de 2018

RELOJES (José Luis Morante)


Aquel invierno adquirió un domicilio antiguo. Piedras frías y cimientos gastados, que se silueteaban sobre el roquedal. Llenó sus habitaciones de relojes adquiridos en los mapas abiertos de sus viajes. Todos funcionaban, pero las agujas nunca coincidían en la hora marcada. Intuí una estrategia misteriosa para que pasado, presente y futuro cohabitaran en el mismo espacio, un sitio clausurado y angosto, donde el tiempo no podría huir.


jueves, 19 de abril de 2018

DE GUAPOS TIEMPOS IDOS (Sergio Ramírez)


Una noche de hace tiempo en casa de José María Pérez Gay en la colonia Roma de la ciudad de México la conversación en espiral alrededor de la mesa de la cena se prolongaba en busca del amanecer,

(en todos los labios había risas, inspiración en todos los cerebros)

y ahora Fuentes sostenía que los libros verdaderos de cabecera son aquellos de los que uno puede recitar la primera línea, y yo me acordé de que vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, y me atajó Héctor Aguilar Camín: porque acá, no aquí, vivía mi padre,

y entonces Fuentes citó con el aplomo de sir Lawrence Olivier en las tablas del Old Vic, It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, y siguió adelante con todo el párrafo inicial de Historia de dos ciudades, aquel libro donde las parcas revolucionarias, hediondas a vino, tejen el destino de los decapitados por la reluciente guillotina, la cabeza que cae en la canasta, y luego con toda la página, a ver quién se le atravesaba con Dickens,

y Gabo, con su voz bien acentuada de crupier de feria que reparte los números de la lotería, agregó que mejor memoria había que tener para la letra de los boleros, y con precisión ahora de relojero suizo que no equivoca ni bielas ni contrapesos melódicos entonó Tú, que llenas todo de alegría y juventud y ves fantasmas en la noche de tras luz, vete de mí, y miró a todos desafiante en busca de alguien que adivinara el nombre del compositor, pero calló el coro, antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia, se oyó recitar a Gabo, y un coro respondió: La Vorágine, José Eustasio Rivera,

los compositores, dijo Fuentes, porque son dos, Homero y Virgilio Espósito,

y Álvaro Mutis, su mano que alisaba la melena blanca, y que siempre hablaba de guapos tiempos idos, te acordás, Carlos, que cuando te presenté a Gabito que acababa de llegar desde Nueva York con Mercedes, bien apaleados en un tren cogido en Nuevo Laredo, de aquellos mismos viejos trenes del norte que en tiempos de Pancho Villa jadeaban cargados de soldados y soldaderas, me dijiste: me parece raro este tipo, y estalló Álvaro en carcajadas capaces de espantar el sueño de los vecinos de los otros pisos en la alta madrugada, y que de aquel barrio quieto iban a interrumpir el imponente y profundo silencio,

y Chema, al que yo recordaba de pelo largo hasta los hombros en nuestros días de Berlín, citó otra vez a Heimito von Doderer, y entonces Álvaro, llamando cariñosamente Jaimito a Heimito, expresó con otra carcajada la opinión de que se necesitaba el aliento de un atleta de pentatlón para subir Las escaleras de Strudlhof, la novela más célebre y más ardua de Jaimito,

y preguntó Fuentes cómo Álvaro y yo nos habíamos conocido, y fue que Álvaro me visitó en Managua en los años de la revolución para cobrar al gobierno en nombre de la Paramount, de la que era agente, la deuda por unas películas pasadas por el Sistema Sandinista de Televisión, le dije simplemente que no teníamos dólares, no había dólares ni para las medicinas, no se preocupó, y más bien terminamos hablando de la zarina Alexandra Fiódorovna, presa en la fortaleza de Ekaterimburgo y ejecutada por los bolcheviques con su esposo el zar Nikolái Aleksándrovich y toda su familia, drama que Álvaro contaba con sentimiento de poeta, porque era monárquico confeso, y de esa plática salió convertido en un confeso monárquico sandinista,

y me preguntó Álvaro con vozarrón de ventarrón cómo había conocido yo a Fuentes, y conté que lo conocí, pero no nos conocimos, en el año de 1971.

Cómo es eso, preguntó Gabo, alzando las espesas cejas de matorral.

Fue que en Viena asistí al estreno de Todos los gatos son pardos con María Casares en el escenario.

No, el estreno de El tuerto es rey, terció Fuentes.

Bueno, lo que sea, Fuentes estaba en un palco lateral cercano al escenario con sus padres, ellos sentados y él de pie, los brazos cruzados en el pecho, repitiendo los parlamentos con movimientos de los labios como si fuera el director de escena o al menos el apuntador, en el palco había también una mujer muy bella, una aparición o un falso recuerdo,

y abajo en la platea yo me hallaba sentado al lado de Carlos Monsiváis, veníamos los dos de un congreso de juventudes en Salzburgo donde conocimos a Don Helder Cámara y a Bruno Kreisky, y Monsiváis me prometió una entrevista al día siguiente con Fuentes pero nada se pudo y luego se fueron los dos a Venecia a presenciar la filmación que hacía Luchino Visconti de Muerte en Venecia, ya se sabe, con aquel Dirk Bogarde bajo el sol de la playa del Lido maquillado por el barbero, en sus ojos la última visión del bello ángel de la muerte que era Bjorn Andresen en el papel de Tadzio,

pero quién iba a decirlo, pasarían años, hasta los años de la revolución, cuando por fin nos encontramos en Managua, la historia de una amistad mucho más vieja que la que marca un primer encuentro porque la verdad es que nos conocimos en 1963, o en 1964, a mis veinte años, cuando yo iba las primeras veces a México desde Managua como un ruso de las estepas llega a Petersburgo con los ojos abiertos de asombro en una novela de Gógol, y tras bajar las escaleras de la librería El Sótano cercana al Caballito, entre Juárez y Reforma, donde los libros se exhibían sobre tablas sin cepillar como en una feria de remate, me hallé con el breve tomo de Aura publicado por la editorial ERA, que leí esa noche en mi habitación del hotel Regis, uno que derribó el terremoto de 1985, desvelado y deslumbrado, y salí al día siguiente en busca del número 815 de la calle Donceles, un patio muy oscuro, unas escaleras ruinosas, una dirección que no existía, como un día busqué en Buenos Aires el número 8 de la calle Corrientes, segundo piso, ascensor, que tampoco existía,

y propuso Fuentes de pronto a los de la mesa que cada quien dijera cuál era su poema preferido de Rubén Darío, y Gabo, que estaba con la barba en la mano meditabundo, dijo que el poema más grande que se había escrito en lengua castellana era Lo fatal, y entonces yo recité Y la carne que tienta con sus verdes racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, y Gabo me corrigió:con sus frescos racimos, y hubo una discusión de si eran frescos o verdes racimos, y fue Chema a la biblioteca por el libro correspondiente y Gabo tenía razón, frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos,

y me miró Héctor con desconsuelo, un nicaragüense no debería nunca equivocarse al citar a Rubén Darío, si lo aprenden desde que van a la escuela de párvulos, y yo dije entonces que no sólo los escolares, también recitan a Rubén Darío en las cantinas, y le atribuyen poesías ajenas, de manera que los bohemios piensan que El brindis del bohemio, que tanto le gusta a Carlos Monsiváis, por mi madre, bohemios, era obra de Rubén Darío,

pero quien verdaderamente lo escribió es Guillermo Aguirre y Fierro, que nació en San Luis Potosí, y ese poema pertenece a su libro Sonrisas y lágrimas, año 1942, dijo Fuentes,

no, dijo Gabo, nació en El Paso, Texas, en 1915,

pero esa discusión quedó allí,

y yo dije que esos bohemios nicaragüenses empedernidos también pensaban, orgullosos de ser colegas de Rubén Darío en la disipación y el vicio, que era suyo aquel otro poema sobre guapos que igual recitan los declamadores,

conversaban unos criollos de guapos de tiempos idos, ayer hombres, hoy leyendas con temblor de aparecidos,

parece de Borges, dijo Gabo,

pero es de Luis Escagria, dijo Fuentes, un poema gaucho,

quién más en el mundo sabe quién escribió El brindis del bohemio, quién más conoce a un poeta que se llama Luis Escagria, carajo, dijo Álvaro, y tras dejar estallar su carcajada hizo mutis por el foro para acostarse en un sofá, como siempre lo hacía,

y los últimos ecos de las risas se escapaban, simbolizando al resolverse en nada la vida de los sueños.

Y ya clareaba el día.


miércoles, 18 de abril de 2018

COMPATIBLES (Emilia Pardo Bazán)


El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

-¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

-Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

-¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! -murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

-Hablemos formalmente, ¿eh?

-¿A qué llamas hablar formalmente?

-A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

-¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

-Está bien -repuso ella-. Entonces, si de eso no se trataba…

Se levantó, haciendo ondular la cola de su graciosamente desmañado traje de interior, de «meteoro» malva, con bordados acachemirados y flequillos de seda floja; y, al dar la espalda a su interlocutor (aquel Francisco Javier Solano con el cual había flirteado tantas veces en tan diversas ocasiones), pudo él notar la plenitud que los treinta y tres años habían prestado a las bellas formas de Irene y el esplendor de su nuca, donde nacían, entre nácares y marfiles, rebeldes rizos cortos, aborrascados, como si un soplo ardiente los encrespase.

-Estamos hechos un sol, criatura -murmuró, cual si hablase consigo mismo.

Ella, entre tanto, sacaba de un secreter incrustado y taraceado, diminuto mueble de dama, unos papelitos, que puso en manos de su admirador.

-Por lo mismo que entre los dos ya no hay ni esto -dijo con monería-, permíteme que te ofrezca un servicio de amigo…, de amigo cariñoso.

-¿Me das dinero? -tartamudeó él-. ¿Por qué me das dinero, hija mía?

-Porque si no has venido a hablar de casamiento, y amor no existe, ¿de qué tratamos sino de asuntos? Y yo conozco el estado de los tuyos y cómo te trae la juerga perenne en que vives. Y si somos, ea, amigos nada más…, la amistad…, me parece…

-No.

La negación fue firme y categórica, con sabor de dignidad varonil.

-Mira, hija mía -añadió Solano, fijando sus ojos en Irene con insistencia abrasadora-. Es exacto que no he venido a hablarte de casamiento. Harías la mayor locura del mundo si te casases conmigo. No tengo cabeza ni sentido común, y lo sabes de sobra: soy incorregible; eres la mujer que más me gustas y no te sería fiel, porque me gustan, aunque en menor grado, las demás; tengo adoración por casi todos los vicios. ¡Bah! No parece sino que te estoy contando algo nuevo… Para marido no cuentes con este tipo, mujer… Yo soy el Enamorado, que es cosa muy distinta. ¿Reconoces que soy el Enamorado?

-Corriente -murmuró ella, divertida e interesada, como siempre, por aquel diantre de hombre-. No quiero discutir.

-Pues si lo reconoces, tienes que confesar también que a mí me corresponde el Amor; es mi lote, es mi hijuelo. Luego, niña, aunque yo no venga para decirte cosa alguna que tenga que ver con el santo yugo, no es razón para que no me escuches cuando te hable del santísimo y precioso amor. ¡Oye mi trova! Porque en mí debes ver a un trovador de aquellos tiempos en que se endechaba al pie de una ventana gótica… Sólo que los procedimientos se han perfeccionado: hemos progresado mucho, y ahora las trovas las cantamos en el propio y misterioso gabinete de nuestra dama.

Y con mezcla de cómico y serio, Solano se medio arrodilló ante Irene, y en el respaldo de lira de una silla imperio hizo ademán de tocar la guzla.

-Eres de remate -exclamó Irene, sofocada, a pesar suyo, por la risa.

-Bueno -murmuró él, enderezándose-. Te hago reír. Preferiría otra nota… Pero ¿sabes lo que te profetizo? Que hoy has de pronunciar a solas mi nombre, suspirando. Sí, lo has de hacer, porque soy para ti eso que se sueña, a lo que aspira, sin saberlo nosotros mismos, todo nuestro ser. Nada te falta: fortuna, juventud, hermosura; el mundo te halaga, vas a todas partes…; pero eso, sin amor, es un paisaje que le falta el cielo. Y el amor no lo encontrarás en los salones, no lo encontrarás en los pretendientes que te salgan, no lo encontrarás sino en mí, Francisco Javier Solano, la calamidad… Te digo más: y es que tú me adoras. ¡Vaya si me adoras! Lo mismito que siempre, aun cuando me lo hayas negado si he conseguido hablarte o verte a solas. Tus ojos decían que sí y tu boca que no… Yo creo a tus ojos, a los dos negritos.

-Mira -balbució ella, no sin un poco de sobrealiento y con la cara encendida-, tu conversación interesa; pero es la hora en que a algún amigo pueda ocurrírsele venir, y sabe Dios lo que pensarían… Estamos perdiendo el tiempo. Nuestras vidas van por distinta órbita… Es decir, que debes largarte.

-Esos amigos que vienen a verte, ¿serán pretendientes! No, no creas que voy a pedirte cuentas.

-Ni yo a dártelas…

Un instante permanecieron mirándose, como si desafiasen sus almas en aquel duelo incruento de dos voluntades. Los ojos cruzaron un relámpago. Y, de pronto, Solano, con movimiento lleno de soltura, el airoso gesto del que recoge una flor, rodeó el talle de Irene, la atrajo a sí, y ella, vencida, se dejó ir, sintiendo sobre su pecho, entre un vértigo que la desvanecía, el batir y golpear del corazón de Solano… Las palabras que éste murmuraba a su oído eran como una música distante, más suave, arrobadora.

-¿Lo ves? ¡Si yo lo sabía! En cuanto te acercases a mí… ¿Y qué tiene de extraño? ¿Lo ves, tonta, niña de mi alma? ¿Lo ves, gloria de mi vida?

Y lo primero que ella pudo articular fue, en tono de súplica:

-Mira, vas a irte… Te lo pido por favor… De un momento a otro espero gente.

-¿Gente?… ¿Qué gente?

Ni el uno ni el otro pensaban en lo que decían. Hablaban como se habla en sueños. Ella se desvanecía de felicidad.

-Gente, gente… ¿Qué más da? Visitas…

-Si puedo volver esta noche…, te suelto ahora. Si no, me quedo, aunque venga el Papa.

Y la ahogaba a caricias, entre un susurro tierno, mientras ella, rendida, ya había olvidado la inminencia de las visitas anunciadas, que no eran invención para alejarle, sino un hecho cierto que ocurriría de un momento a otro.

Fue Solano, ducho en lances tales, el primero que recobró la razón.

-Te dejo, no quiero perjudicarte, ¿entiendes? A las diez vuelvo…, y de tus visitas nos vamos a reír. Tú aguardas a un aspirante a tu mano… ¿A que sí? ¿A que he adivinado perfectamente?

-No, te aseguro…

-¡Boba! Pero si yo no vengo con buen fin… Todo se sabe, niña, todo, y he oído esta temporada muchas cosas… ¿A que te las cuento y no las puedes negar? Álvarez del Páramo, el senador por Vitoria… ¡Vaya, vaya! ¡Era verdad! ¡Te has sobresaltado! Pues sosiégate: ¡entre ese señor y yo no hay competencia ni afinidad! ¡Dale con confundir, nena! Si está bien, muy bien. Lo más indicado. Gordo, personaje, cincuentón, sus cien mil de renta, algunos negocios, cacho de influencia política… A pedir de boca. Mira, es preciso que acabes de enterarte… No tengo veta de marido yo.

Y mientras ella, temblando aún, se alisaba el revuelto pelo, él, desde el umbral, la enviaba rápido halago de despedida…

-¡Hasta luego, mi delirio!

Era tiempo. En la antesala se cruzó con un señor apersonado, perfumado, pulcramente enguantado, que le saludó con llaneza cortés.

-Irene le aguarda a usted -advirtió Solano.

Y al estrechar la mano gruesa, un poco oprimida por el guante, añadió:

-¿Cuándo hay boda? En el Casino dicen que pronto…

-Malas lenguas, malas lenguas -murmuró el senador, recreciéndose satisfecho.


lunes, 16 de abril de 2018

ORO (León de Aranoa)


Gold Treasure Endeavors and Co., empresa norteamericana con base en Miami especializada en el rescate de antiguos galeones hundidos, reclamó la propiedad del oro hallado entre los restos del naufragio de La Hispaniola, a 170 metros de profundidad frente a la costa de Cádiz, 36n 7w. Uno de sus barcos lo había encontrado, así que a ellos pertenecía.
El Gobierno español hizo pública una queja formal. El galeón en el que el oro había sido hallado tenía pabellón español. Había sido fletado por su majestad el rey Felipe IV en 1631, así que cuanto había en él pertenecía en justicia a la corona española.
El Estado peruano alzó también su voz. El barco será español, pero el oro que transportaba es peruano, producto del saqueo sistemático al que los españoles sometieron a sus colonias tras la Conquista.
Los indígenas peruanos, descendientes de los legítimos propietarios del oro sustraído, no alcanzaron a leer la noticia.


PERO EL CADÁVER, AY, SIGUIÓ MURIENDO (Saiz de Marco)


Tras la declaración de guerra en julio de 1870, la Asociación Internacional de Trabajadores lanzó la consigna de oponerse a las hostilidades mediante la negativa obrera a participar en los ejércitos. Pese a la propaganda oficial, el llamamiento a alistarse apenas fue secundado por operarios de la industria, y entre los obreros agrícolas la respuesta fue también muy exigua. Cuando se dispuso la recluta obligatoria, tanto en Francia como en Prusia se produjo un movimiento de desacato, que se intentó aplacar amenazando con juicios por deserción. En ambos bandos se celebraron masivos consejos de guerra y llegaron a ejecutarse algunas condenas, pero la reacción duró poco ya que muchos soldados se negaron a fusilar a sus compañeros. Incluso se produjeron motines y asaltos espontáneos a establecimientos militares. La situación se hizo tan insostenible que las dos potencias tuvieron que poner fin a las operaciones armadas. Fue un enfrentamiento absurdo, que no obstante sirvió para que por primera vez una guerra quedase abortada por los soldados de ambos bandos. Algunos historiadores opinan que, de no haber sido por la presión popular sobre los gobiernos francés y prusiano, éstos habrían entrado en una espiral de locura, susceptible de arrastrar a Europa a un siglo de contiendas. No falta quien especula con conflictos mundiales y millones de víctimas, e incluso con el uso de la energía atómica para fines bélicos. Obviamente son planteamientos extremos y fantasiosos. Lo que resulta claro es que la acción en ambos Estados de los movimientos ciudadanos cambió el curso de los acontecimientos, haciendo prevalecer el deseo común de paz sobre los inconfesables intereses que motivan las guerras.


EL EMPLEADO DE CORREOS (Jacques Sternberg)


En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correos, el empleado no había recibido una sola queja.

Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo... A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero lo soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.

Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.

Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.