Entrada al azar

jueves, 31 de octubre de 2019

VUDÚ (Enrique Ánderson Imbert)


Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Sólo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.

-¿Estás segura que anda lejos?

-Sí.

-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

-Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -Protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí nomás estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.



miércoles, 30 de octubre de 2019

¿NO LE PARECE IMPORTANTE? (Rafael Baldaya)


-Oiga, señor. Sí, usted. No se extrañe: ya sé que no me conoce. Ni tampoco yo a usted. De hecho, vivo a miles de kilómetros de aquí, en otro país. He venido a esta ciudad por razones de trabajo y me iré en un par de días. Sólo quería decirle que, al cruzarme con usted en esta calle, he reparado en que en la Historia Total del Universo es la primera vez que usted y yo nos cruzamos. Y, muy probablemente, también la última. ¿No le parece importante?


martes, 29 de octubre de 2019

LA SECESIÓN (Manuel Rivas)


Al doctor Novoa Santos lo llevaron a un hospital para que viese a un paciente al que todos daban por incurable. Desde la puerta, en una ojeada, sin más, el médico diagnosticó: “Este hombre lo que tiene es hambre.” Algunas crónicas hablan esta semana del “primer muerto de hambre en España”, un joven de 23 años, fallecido en Sevilla. Me gustaría tratar un asunto que destile glamour, como el juicio al fantástico Fabra, dotado de tales poderes mágicos que habilitó un campo de aviación para conejos de la suerte y extraterrestres. Pero viene el padre Ángel, un aguafiestas, habla de miles de niños que pasan hambre en España y denuncia el uso del eufemismo “desnutrición” para eludir la cosa fea. La irrupción del hambre coincide con un gran incremento en el consumo de productos de lujo. Es la famosa ley de los vasos incomunicantes. La realidad tiene su estrategia para emitir signos que contradicen el discurso estupefaciente del poder. Estos días, en una de esas llamadas ciudad-dormitorio, me despertó el canto de los gallos. Pensé que los inesperados haikus eran una invención municipal, emitidos por altavoces para animar el amanecer del precariado, antes proletariado. Me informaron que no. Que son gallos de verdad y que se han multiplicado los gallineros clandestinos en terrazas y patios. Me acordé del amigo Moncho Tasende y lo que me contaba de su infancia: siete hermanos alrededor de una gallina esperando la puesta del huevo. Llegó a ser un gran atleta de fondo, estilo etiope, y alguien le sugirió doparse para ser lo máximo. “Pasé mucha hambre”, respondió, “¡a mi denme bocadillos de jamón!” Se habla mucho del secesionismo catalán, pero en España ya se ha producido una secesión. Los ricos se han independizado, no pagan impuestos, desgravan las donaciones ilegales y van a declarar capital Eurovegas. Y hay una nación invisible, en expansión, la del hambre. Cualquier día despierta con los gallos, esos relojes de lujo.


viernes, 25 de octubre de 2019

ESQUELETO (Ray Bradbury)


Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!

La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir:

-¿Adivine quién está aquí, doctor?

Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente:

-Oh, Dios mío, ¿otra vez?

Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:

-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! -Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.

Harris, enfurruñado, no se movió.

El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.

-¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora son once dólares.

-Pero, ¿por qué me duelen los huesos? -preguntó Harris.

El doctor Burleigh le habló como a un niño.

-¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!

Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo...

M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.

Harris se lo contó todo.

M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.

-Muy complicado -silbó suavemente M. Munigant.

Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía!

-Problema psicológico -dijo M. Munigant.

Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.

-¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños.

El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquellos y otros!

-¡Mire!

Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.

M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le... trataran los huesos?

-Depende -dijo Harris.

Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».

Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.

Algo tocó la lengua de Harris.

Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.

M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar... cómo decirlo.... la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.

Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.

En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:

-¡Basta!

A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:

-¡Clarisse!

Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.

-¿Estás aún meditando, querido? -preguntó-. Por favor, deja eso.

Se sentó en las rodillas del señor Harris.

La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.

-¿Está bien que haga eso? -preguntó, sorbiendo el aliento.

-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi rótula, dices?

-¿Es normal que se mueva así, alrededor?

Clarisse probó.

-Se mueve así, realmente -dijo, maravillada.

-Me alegra que la tuya se deslice, también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.

-¿De qué?

El señor Harris se palmeó las costillas.

-Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!

Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.

-Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.

-Espero que no se vayan flotando por ahí.

El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.

-Gracias por haber venido, querida -dijo.

-Cuando quieras.

Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.

-¡Un momento! Espera... -El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!

Clarisse arrugó la nariz

-¡Claro, querido!

Se fue bailando del cuarto.

Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora.... ahora.... ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño.... horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.

-¡Señor! ¡Señor!

Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un... esqueleto... adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?

Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.

Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un... cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!

Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.

La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.

-Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?

El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.

-Iré en seguida, querida -contestó débilmente.

¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!

Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!

-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.


Esa noche, sentado en la cama mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:

-Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!

El señor Harris dejó caer las tijeras.

-¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.

-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.

-Algo que siento dentro -dijo Harris-. Algo que... comí.


A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.

-¡Señorita Laurel! -gritó el señor Harris-. ¡Basta!

Solo, meditó sobre sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.

La extraña sensación no desapareció. Creció.

El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.

¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!

Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.

¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!

Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.

¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!

El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.

Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.

La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?

Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.

La nariz, ¿no era demasiado prominente?

Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.

El cuerpo, ¿no era rollizo?

Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!

Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?

Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.

Compara, compara, compara.

Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.

Harris se sentó lentamente.

-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!

Harris sonrió mostrando los dientes.

-Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!

Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron....

Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.

Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!

Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.

-¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!

Corrió a un restaurante.

Pavo, salsas, papas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y caigan todos en la sala.

Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.

-Setenta kilos -le dijo la semana siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?

-Noto que estás mejor -dijo Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes...

-No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?

-¿Él? ¿Quién es él?

En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.

Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.

-Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso -dijo.

-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre dientes.

Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.

-Querido -dijo Clarisse-. Te he estado observando últimamente. Estás tan... lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?

Harris cerró los ojos.

-Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.

-Descansa ahora -susurró Clarisse dulcemente-. Descansa y olvida.


El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.

En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.

Los dolores cesaron.

M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.

Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.

Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.

El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.

No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.

-¿Glándulas?

-¿Me habla usted a mí? -preguntó el gordo.

-¿O una dieta especial? -comentó Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago

-Así es entonces -susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.

Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.

-¡Eh!

Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.

Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.

El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero... ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.

Demonios, estaba realmente enfermo.

¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?

-¡Querido!

Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.

-Querida -dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.

-Pareces más delgado; oh, querido, el negocio...

-Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.

Clarisse lo besó de nuevo.

La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.

Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.

-Bueno, lo siento, pero tengo que irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.

Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.

-¿M. Munigant?
Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!

M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.

Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.

-Señor Munigant -suspiró apenas Harris-. No... no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?

M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca... Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!

Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!

-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.

Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.

Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.

Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.

No había nadie en el cuarto.

-¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!

M. Munigant había desaparecido.

-¡Socorro!

Y en ese momento Harris oyó.

Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba.... un leño, sumergido...

Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.

Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.

-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo-. Querido...

Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.

De pronto, se puso a gritar.

Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.

Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.

Lo terrible es cuando la medusa te llama por tu propio nombre.


martes, 22 de octubre de 2019

LITUANIA (Pedro Martínez)


La cena y el amor fueron copiosos.

En la cena ella me hablaba sobre todo de Lituania.

En el amor hablaba en una lengua que no entendía, o sí, un poco.

A medianoche se acurrucó a mi lado y mimosa me susurró Leónidas Breznev.

Hay cosas que un hombre como yo no puede resistir, átame, le dije.

Con su pijama ató mis brazos a la cabecera de la cama.

Ты мне очень нужна, dije, pero no me llega la sangre a las manos.

Я влюбилась в тебя с первого взгляда, respondió ella con aquel acento que me enloquecía, no importa, deja que la sangre llegue donde debe llegar.

Me amó con una pasión que jamás había conocido antes (cosa que tampoco era difícil).

Я люблю тебя всей душой, repetía como un mantra mientras me cabalgaba.

Al terminar, mientras se duchaba, yo seguía atado a la cama con su pijama.

Seguí atado cuando revisó mi cartera.

Cuando se fue, seguí atado.

Han pasado dos horas y no siento las manos.

No puedo imaginar la vergüenza que voy a pasar cuando la señora que limpia el cuarto me descubra así, desnudo, atado a la cama y con la sangre acumulada donde debe llegar.

Y el móvil no para de sonar.

Då svidaniya.



lunes, 21 de octubre de 2019

HISTORIA DEL JOVEN CELOSO (Henri Pierre Cami)


Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.

Un día le dijo:

-Tus ojos miran a todo el mundo.

Entonces, le arrancó los ojos.

Después le dijo:

-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.

Y le cortó las manos.

“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.

Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.

Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más tranquilo”.

Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.

Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.



sábado, 19 de octubre de 2019

Y SÓLO UNO (Agrimensor)




TANTOS desvíos,
cruces, bifurcaciones...
y sólo UN viaje.


viernes, 18 de octubre de 2019

LAS PREOCUPACIONES DE UN PADRE DE FAMILIA (Franz Kafka)


Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Odradek -me contesta.

-¿Y dónde vives?

-Domicilio indeterminado -dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.



jueves, 17 de octubre de 2019

MONÓLOGO ACERCA DE PARA QUÉ RECUERDA LA GENTE* (Svetlana Alexievich)


Yo también tengo una pregunta. Una a la que yo mismo no puedo dar respuesta.

Pero usted se ha propuesto escribir sobre esto. ¿Sobre esto? Yo no querría que esto se supiera de mí…, que he vivido allí. Por un lado, tengo el deseo de abrirme, de soltarlo todo, pero, por otro, noto cómo me desnudo, y es algo que no quisiera que…

¿Recuerda usted aquello de Tolstói?… Después de la guerra, Pierre Bezújov está tan conmocionado que le parece que él y el mundo han cambiado para siempre. Pero pasa cierto tiempo y Bezújov se dice sorprendido a sí mismo: «Todo continuará igual, seguiré como antes riñendo al cochero, me pondré a refunfuñar como siempre». Entonces, ¿para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan en el pasado alguna protección? Y todo a sabiendas de que los recuerdos son algo frágil, efímero; no se trata de conocimientos precisos, sino de conjeturas sobre uno mismo. No son aún conocimientos, sino solo sentimientos. Lo que siento.

Me he torturado, he rebuscado en mi memoria y al fin he recordado.

Lo más horrible que me ha sucedido me pasó en la infancia. Era la guerra… Recuerdo cómo siendo chavales jugábamos a «papás y mamás», desnudábamos a los críos y los colocábamos el uno sobre el otro. Eran los primeros niños nacidos después de la guerra. Toda la aldea sabía qué palabras decían ya, cómo empezaban a andar, porque durante la guerra se olvidaron de los niños. Esperábamos la aparición de la vida. «Papás y mamás», así se llamaba el juego. Queríamos ver la aparición de la vida. Y eso que no teníamos más de ocho o diez años.

He visto cómo una mujer trataba de quitarse la vida. Entre los arbustos, junto al río. Cogía un ladrillo y se golpeaba con él en la cabeza. Estaba embarazada de un policía, de un hombre al que toda la aldea odiaba.

Siendo aún niño, yo había visto cómo nacían los gatitos. Ayudé a mi madre a tirar de un ternero cuando salía de la vaca y llevé a aparearse a nuestra cerda.

Recuerdo… Recuerdo cómo trajeron a mi padre muerto; llevaba un jersey, se lo había tejido mi madre. Al parecer, lo habían fusilado con una ametralladora o un fusil automático. Algo sanguinolento salía a pedazos de aquel jersey. Allí estaba, sobre nuestra única cama; no había otro lugar donde acostarlo. Luego lo enterraron junto a la casa. Y aquella tierra era lo contrario del descanso eterno, era barro pesado, de la huerta de remolachas. Por todas partes seguían los combates. La calle sembrada de caballos caídos y hombres muertos.

Para mí son recuerdos hasta tal punto vedados que no hablo de ellos en voz alta.

Por entonces yo percibía la muerte igual que un nacimiento. Tenía más o menos el mismo sentimiento cuando el ternero aparecía desde el interior de una vaca. Cuando salían los gatitos. Y cuando la mujer se intentaba quitar la vida entre los arbustos. Por alguna razón, todo me parecía la misma cosa. El nacimiento y la muerte.

Recuerdo desde la infancia cómo huele la casa cuando se sacrifica un cerdo. Y, en cuanto usted me toque, empezaré a caer, a hundirme allí. Hacia la pesadilla. Hacia el horror. Vuelo hacia allí.

También recuerdo cómo, siendo niños, las mujeres nos llevaban consigo a los baños. Y a todas las mujeres, también a mi madre, se les caía la matriz (eso ya lo comprendíamos); se la sujetaban con trapos. Esto lo he visto yo. La matriz se salía debido al trabajo duro. No había hombres, los habían matado a todos en el frente, en la guerrilla; tampoco había caballos; las mujeres tiraban de los arados con sus propias fuerzas. Labraban sus huertos y los campos del koljós.

Cuando, al hacerme mayor, tenía trato íntimo con una mujer, me venía todo esto a la memoria. Lo que había visto en los baños.

Quería olvidar. Olvidarlo todo. Lo olvidé. Y creía que lo más horroroso ya me había ocurrido en el pasado. La guerra. Que estaba protegido, que ya estaba a salvo. A salvo gracias a lo que sabía, a lo que había experimentado… allí… entonces… Pero…

Pero he viajado a la zona de Chernóbil. Ya había estado muchas veces. Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado.

¿Para qué recuerda la gente? Esta es mi pregunta. Pero he hablado con usted, he dicho unas palabras. Y he comprendido algo. Ahora no me siento tan solo. Pero ¿qué pasa con los demás?

(PIOTR S., psicólogo)


...

*En "Voces de Chernóbil".


miércoles, 16 de octubre de 2019

PUNTOS (Isidro Saiz de Marco)


Desde el avión se divisan puntos móviles. Pequeños puntos ahí abajo. Puntos atravesando las calles, corriendo a esconderse en los refugios.

El piloto militar se fija en uno de aquellos puntos, uno cualquiera, y se pregunta:

¿Es una mujer o un hombre?

De niño, ¿quién meció su cuna? ¿Le contó alguien cuentos?

¿Está enamorada?

¿Tiene hijos? ¿Los lleva, cada día, de la mano al colegio?

¿Toca el piano?

¿Le gusta el fútbol?

¿Cuál es su plato favorito?

¿Se le da bien hacer cuentas?

¿Escribe acaso poemas a escondidas?

¿De qué se rió la última vez?

¿Con quién proyecta cenar esta noche? (Y no, no creo que cene.)

Se da cuenta de que está divagando. Tiene órdenes que cumplir, así que ha de centrarse en su misión. Desciende varios pies hasta situarse a la distancia óptima del objetivo. Los puntos se ven un poco más grandes, pero siguen sin apreciarse los detalles. Pulsa el botón de descarga y, justo encima de aquellos puntos, deja caer varias bombas.


martes, 15 de octubre de 2019

LA LENGUA DE CERVANTES (Rogelio Ramos)


Se trataba de una pieza musculosa alojada entre los arcos dentarios propios de los vertebrados, alfombrada de papilas gustativas y propicia para la expresión verbal. En estos parajes habíamos dado en llamarla «lengua de Cervantes».

Luego, algunos colaboradores ingleses nos informaron que un órgano de similares características se conocía en el Reino Unido como «lengua de Shakespeare».

Por eso es que ahora estamos tratando de comunicarnos con colegas italianos para que nos expliquen qué cosa es lo que ellos denominan «lengua del Dante».

Glosofaríngeos, deglutores académicos, perversos de toda laya, más algunos filólogos internacionales preocupados en el tema de las mucosas (que de todo hay en este mundo) trabajan denodadamente para demostrar que Cervantes, Shakespeare y Alighieri son sinónimos. ¡Qué quieren que les diga! No sé. No sé.


viernes, 11 de octubre de 2019

LA PIERNA DORMIDA (Enrique Ánderson Imbert)


Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "¿y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."

Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sábanas.


jueves, 10 de octubre de 2019

EL ESPEJO CHINO (Anónimo)


Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.


miércoles, 9 de octubre de 2019

Y UNA BOTELLA DE RON (Sandra Sánchez)


Tampoco hoy encontré trabajo, pero poco me importa. Prefiero merodear por el puerto, sentarme en un noray y fumar una pipa observando cómo zarpan los barcos en los que no me enrolaré nunca. Me conformo con las monedas que me dan por contar historias en la cantina. Dos o tres whiskies avivan mi imaginación y además matan el hambre. A todos les gusta escuchar sobre países lejanos y vidas que jamás vivirán…

Ayer, un tal Stevenson me pagó tres monedas por que le contara más detalles sobre mi aventura con John Silver; pobre iluso.


martes, 8 de octubre de 2019

ERA (Billy MacGregor)


Al principio incluso fue divertido. Sobre todo para los más jóvenes. Los niños por ejemplo iban amarrados como globos que sus padres llevaban flotando por la calle. Dormían en el techo o jugaban a ver quién lanzaba una piedra más lejos, a veces, hasta que se perdía de vista. Muchas acababan rompiendo el cristal de alguna ventana en la ciudad de Wisconsin, a miles de kilómetros de distancia o chocando con alguna máquina de escribir que pululaba por el aire como un gorrión porque alguien había decidido tirarla a la basura. Los adolescentes hasta inventaron un nuevo deporte que consistía en dar enormes saltos en monopatín y arrancar trozos de nubes. Un cirrocúmulo valía tres puntos y un cumulonimbo cuatro. Alguno, a veces, se quedaba enganchados en el ala de un avión y había que ir a recogerlo a las islas Feroe. Por aquel tiempo la pérdida de gravedad de la tierra sólo hacía que la gente pesara menos, los ancianos andaban menos encorvados y podían subir escaleras y hasta levantarse unos palmos del suelo para ir al baño sin que les dolieran todos los huesos. Aunque los más felices por aquel tiempo eran los gordos. Sonreían todo el tiempo, como si de repente hubieran perdido ochenta kilos. Estaba bien ver que la gente estaba bien. Hasta que se perdió en el cielo el primer edificio. Con gente dentro. Hacia la estratosfera. Y nunca más se supo. En menos de seis meses la gravedad había disminuido un trece por ciento, y al año, empezaron a venderse aquellos zapatos enormes de hierro que era necesario llevar todo el tiempo si no querías perderte para siempre por el espacio interestelar. Un día las gallinas del huerto, otro un autobús en Dinamarca, y así cada vez con más asiduidad salía en las noticias que el mundo se deshacía a pedazos. Entonces el miedo se adueñó de las personas. La gente se abrazaba mucho más que antes por miedo a que la gente a la que quería saliera volando de pronto y para siempre. Aun así, supermercados enteros y campos de trigo se elevaban un día sí y al otro también para dejar sólo un socavón enorme donde antes había estado la sección de congelados o la frutería. Era una bonita forma de morir; pero nadie quería morirse, así que no era extraño ver a algunos encadenados a las farolas o a los parachoques de los coches. Un día, toda la cordillera Andina subió a los cielos entre un estruendo ensordecedor de rocas rotas y se perdió en el horizonte celeste dejando a su paso el eco de las llamas gimiendo y el graznido de los cóndores. Y otro día cualquiera te fuiste tú. Estábamos cenando y zas. Ya no estabas. Parecías la virgen María. Aunque tú estabas en pijama. Poco a poco todo lo que había amado desapareció ante mis ojos. Penínsulas enteras, lagos y ensenadas y bosques y... hasta que no quedó nada del planeta en el sistema solar, ni un grano de arena ni una margarita ni un carrito de bebé, nada que hiciera recordar que justo en la tapia de aquel colegio me fumé el primer cigarro o que en la fila de atrás del cine de verano de mi barrio te toqué una teta por debajo de un suéter color rosa pálido, la primera vez.


lunes, 7 de octubre de 2019

MAR (Ana María Matute)


Pobre niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado, amarillo. Vino el hombre que curaba, detrás de sus gafas. “El mar -dijo-; el mar, el mar”. Todo el mundo empezó a hacer maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niño se figuró que el mar era como estar dentro de una caracola grandísima, llena de rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un largo eco. Creía que el mar era alto y verde.

Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! “Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta dónde me llega el mar”.

Él, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.

“¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.

Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!”.


viernes, 4 de octubre de 2019

AVENTURA INCOMPRENSIBLE (Marqués de Sade)


Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden permitirse, sin ofensa para su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si la caída hubiese sido completa. Lo que le ocurrió a la Marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas de amor, escritas y recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó. El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, toma una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer.

—Señora, he sido traicionado —ruge enfurecido—; leed: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La Marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

—¡Ya no me convenceréis, pérfida! —responde el marido furioso—, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.

—¡Deteneos! —le dice su esposo cuando ya ha bebido parte—, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? —y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.

—¡Oh, señor! —exclama la señora de Guissac—. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor.

—En este atroz instante de mi vida -dice la Marquesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública —y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

—¡Oh, mis queridos padres! —exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra—, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que le he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La Marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.


jueves, 3 de octubre de 2019

MÉDIUM (Pío Baroja)


Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román. Estaba tranquilo, pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella...

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.


miércoles, 2 de octubre de 2019

LA NOCHE (Guy de Maupassant)


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.

El caso es que ayer -¿fue ayer?- Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.

En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.

Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.

Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.

Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.

Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.

¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.

Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.

Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.

Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.

Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château-d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:

-¿Amigo, qué hora es?

-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.

Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...

«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».

Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.

Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.

Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.

«¿Dónde estaban los agentes de policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.

Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.

Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»

Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.

¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.

Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.

Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.

Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.

Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?

Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?

Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.

Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.

¿Corría aún el Sena?

Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.

Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.


martes, 1 de octubre de 2019

TILDE (Rafael Baldaya)


Acostumbrados desde siempre a escribir “fe” con acento, los académicos les obligaron a desacentuarla (es palabra monosílaba y con ninguna otra se confunde). Y por culpa de aquella decisión todos los creyentes pasaron a sentirse hombres y mujeres “de poca fé”.