Entrada al azar

martes, 30 de abril de 2019

ESTÁS AVISADO (Saiz de Marco)




-Hola, Miguelín, ¿qué haces?

-Pues ya ve, escribiendo. Y cuando no encuentro una piedra donde apoyar la libreta, la pongo sobre el lomo de una cabra.

-¿Te gusta escribir, verdad?

-Es lo que más me gusta en el mundo. Leer y, sobre todo, escribir.

-Me lo ha dicho tu maestro: que es una pena que tu padre te haya sacado de la escuela. Que eres un niño muy talentoso y podrías llegar lejos si estudiaras.

-Bueno, ya no soy un niño. Y prefiero que me llame Miguel.

-Es verdad. Es que me acuerdo de cuando ibas a la escuela con mi hijo y te sigo viendo igual. Pero los dos habéis cumplido ya los dieciocho. Mi chaval está ya estudiando en Valencia.

-Ya me habría gustado a mí seguir estudiando. Pero mi padre se empeñó en que tenía que cuidar las cabras. Y eso que los curas del colegio hablaron con él, y hasta le ofrecieron darme una beca, pero no hubo forma de convencerlo.

-Y tú no has nacido para pastor, ¿verdad?

-Pues verá. Si no hubiera ido a la escuela, si no hubiera leído poesía (a Góngora, a san Juan de la Cruz, a Calderón…), pues quizá llevaría mejor lo de las cabras. Pero ahora que he conocido la escritura, cada vez detesto más ser pastor. Aprovecho cualquier rato para leer y escribir. Por suerte tengo quien me presta libros: un canónigo de la catedral y algunos amigos que han seguido estudiando.

-Y también compones. ¿Me dejas leer lo que estabas escribiendo?

-Es que me da vergüenza. Además, tengo que corregirlo. Primero escribo la idea y después la pulo. Me gusta que los versos rimen bien, y que al leerlos parezcan naturales, como si la rima hubiera salido sola: que no se note el trabajo que hay detrás.

-¿Sabes una cosa, Miguel? A veces me pasa algo muy raro. Tengo como visiones del futuro. Y a menudo las cosas que veo se cumplen.

-¿Y por qué me dice eso?

-Pues porque el otro día tuve una visión en la que aparecías tú.

-¿Ah, sí?

-Sí. Te vi triunfando en los ambientes literarios. Te vi en Madrid, rodeado de escritores famosos, codeándote con ellos. En tus versos denunciabas la injusticia: los jornaleros de la aceituna, los niños yunteros… Quizá por la injusticia que ahora sientes al no poder estudiar.

-¿De verdad? ¿Y gustaban mis versos?

-Mucho. Pero después pasaban más cosas. Y eso ya no es tan bonito.

-¿Qué más pasaba? Siga contándome, de todas formas yo no creo en premoniciones.

-Pasaban cosas muy tristes. Había una guerra y tú luchabas en uno de los bandos. Empuñabas a la vez las armas y la pluma. Con tus versos arengabas a las tropas. Te conocían como el “poeta-soldado”.

-Bueno, eso no sería tan malo. Si mis poemas gustasen, lo demás no importaría.

-Pero no es todo. En mi sueño (no era exactamente un sueño, sino una duermevela) te vi en una cárcel. Habías perdido la guerra y los vencedores te acusaban de exaltar a los soldados de tu bando. En la cárcel estabas abatido. Tu mujer y tu hijo (durante la guerra te habías casado) no tenían qué comer: sólo cebolla. Allí, en la cárcel, escribías tus versos más grandiosos y también los más tristes. Acababas diciéndole a tu hijo “No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”. ¿Y sabes por qué? Porque lo que pasaba era tan horrible que la palabra “pasar” se quedaba corta. Y no sólo eso, Miguel. La historia es aún más cruel. Terminabas muriendo allí, en la cárcel, de tuberculosis.

-…¿De verdad ha soñado todo eso?

-Ya te he dicho que no es sueño. Es algo que a veces me pasa por la cabeza al despertarme. Dura quizá dos minutos pero a mí se me hacen horas.

-Bueno, le agradezco que me lo cuente, pero ya le he dicho que no creo en esas cosas. El tiempo de los profetas ya pasó. No voy a dejar de escribir por lo que me ha contado. Además, aunque quisiera no podría.

-En fin, ya te he dicho lo que vi. No puedo asegurarte que vaya a cumplirse. Mis visiones no siempre aciertan. Sólo te pido que lo pienses, y que andes con cuidado. Si haces lo que tu padre te ha dicho, si no vas a Madrid, si te quedas aquí en Orihuela cuidando el ganado, nada de lo que te he contado pasará. Como cabrero tu vida será sencilla y mediocre, pero no irás a la cárcel, no sufrirás, no morirás joven.

-Eso no puede ser. No es que yo quiera ser poeta, es que no puedo dejar de serlo. Así que antes o después voy a dejar el pueblo e irme a Madrid.

-Es tu vida, Miguel. Pero piensa en lo que te he dicho. Tengo cosas que hacer, te dejo con tus cabras.



lunes, 29 de abril de 2019

TARDE Y CREPÚSCULO (Julián Ayesta)


Frente a la chimenea apagada los mayores tomaban café negro y licores dorados. La chimenea olía aún a los leños del invierno, pero era ya verano y el comedor estaba en penumbra porque hacía calor. Las contraventanas estaban entornadas y entraban rayos de sol atravesados por puntos brillantes que subían y bajaban. La conversación sonaba lejana y suave, en tono muy bajo, como unos frailes que estuvieran rezando en el coro y uno los escuchara desde la nave de una catedral vacía. Entraba un rayo de sol nuevo, más brillante, y relucía el collar de cuentas violetas de tía Honorina y los lentes del señor invitado. Hacía calor, un calor como música, que olía a cirio amarillo. Entraron las criadas a quitar la mesa. Los cubiertos, entre el humo de los cigarros de los hombres, tintineaban como esquilas de un rebaño de cabras pastando vagorosas entre la bruma de la siesta. Era la Siesta, toda mullida y tibia, toda desperezándose, adormilada a la sombra de los árboles en un bosque azul, en un país muy hondo, antes de Jesucristo. El comedor estaba en penumbra y desde la oscuridad se oían las chicharras y los grillos que cantaban al sol y el ronrón del sol sobre los prados verdeamarillentos y el fragor fresquísimo de los robles cuando entraba una ráfaga de brisa azul y salada que venía del mar.
Entonces, no pude resistir y escapé a mi habitación; me desnudé, me puse el pantalón de baño y salí corriendo por la puerta de la cocina. Corría cuesta abajo con el viento en la boca y Helena me estaba esperando a la puerta del jardín con su traje de baño de flores rojas y doradas y su sombrero ancho de paja amarillenta, muy alegre, llena de amor y vida, con su pelo rubio lleno de sol y el dedo gordo de un pie saliéndole por un agujero de la alpargata, que se movía como un ratoncito que me provocara y que apetecía morder y estar mordiéndolo toda la vida.
-¡Hola!
-¡Hola!
y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol-¡el Sol!-roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz. Y había también bosques de eucaliptus negros y azulados. Y nos entraba un extraño miedo a aquellos árboles que eran los árboles de los hombres locos, que se paseaban en camisa blanca con la cara muy pálida y un cuchillo en la mano lleno de sangre. Y que eran los árboles de las mujeres tuberculosas que escupían sangre con el pecho hundido y los ojos llenos de un brillo de odio y que cuando el cielo estaba rojo, al atardecer, aullaban como lobos tristes y hambrientos y se escapaban con la boca llena de espuma y un alfiler negro y brillante muy grande en la mano para pinchar a la gente con su veneno mortal. Y debajo de aquellos árboles había siempre un pobre mascando sin dientes un pedazo de pan.
La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, y muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando. Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Después me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de hacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: «Tengo miedo.» Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo) tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.
La playa a la que solíamos ir por las tardes era pequeña y de bajada difícil. Estaba rodeada de acantilados muy altos cubiertos en algunos sitios de helechos y hiedra. Arriba, entre el cielo, se bamboleaban al viento las copas de los pinos. En cuanto pisamos la arena nos quitamos las alpargatas y salimos corriendo como balas a lanzarnos a plongeón sobre una ola de espuma que venía a nuestro encuentro. Luego volvíamos a salir a colocar las alpargatas encima de una peña para que no se enterrasen en la arena, y otra carrera a tiramos contra una ola fría, blanca y burbujeante que era una hermosura y una delicia y una furia de felicidad que le volvía a uno loco de alegría. Y a veces yo entraba dando un salto mortal, porque sabía que a Helena le gustaba, aunque me suplicaba que no lo hiciera, porque no sé quién -un francés me parece-se había roto una vez el espinazo. y Helena volvía a salir gritando de alegría, toda embadurnada de arena y de algas rojizas y amarillas y verdes, toda oliendo a sal, con el pelo negruzco y lacio, pero más hermosa todavía que antes, con el cuerpo brillante. Y saltaba como una pantera sobre mí y me hacía tragar agua y salía corriendo hasta que yo la alcanzaba y me montaba encima de ella y le apretaba la cabeza contra la arena hasta rebozarle bien la cara y el pelo de arena y me pedía clemencia casi llorando, y yo -magnánimo Senatus Populusque Romanus- le concedía la libertad.
Entonces volvíamos al agua y nadábamos los dos juntos, más bien despacio, para hacer el famosísimo periplo de Hannon, que era ir primero hasta el Camello, que era una peña en forma de camello, toda rodeada de barbas de espuma, y tumbamos allí panza arriba a tomar el sol, y después bucear en un mar pequeñito, muy transparente y con el fondo muy verde, que había entre las dos jorobas del camello cuando era marea alta. Y luego seguir nadando por un canal rojizo entre algas hasta las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, que siempre estaban sombrías y sonaban a Eco, que era un hombre muy triste encerrado no se sabía dónde, que daba mucha pena de él y que a veces lloraba muy bajito, muy bajito. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, se pinchaba uno los pies y había cangrejos escondidos en las cuevas, y una vez encontramos un perro muerto, muy hinchado, con la boca llena de moscas verdes. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein había grutas muy frías con una luz temblorosa entre verde y azul y más adentro estaban las Ruinas Romanas con grandes tesoros y llenas de misterio muy hermoso, con estatuas de diosas paganas blancas y desnudas, que nos sonreían a Helena y a mí, y entonces, por otra gruta mucho más estrecha y más larga, nos llevaban a la Edad Antigua, que era en aquel mismo momento con un cielo más azul y un mar más azul, casi morado, y una brisa muy azul también y pájaros blancos que volaban cantando. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines...
Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras. Estaba sentada junto al mar, en un prado muy verde que llegaba hasta el mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar. Yo estaba también desnudo y venía en un barco con velas de oro, porque era un capitán de piratas que en Siracusa de Sicilia mi primera luz había visto, audacísimo en los peligros de la sed, hambre, calor y frío y otras comunes calamidades de la guerra y los viajes, fortísimo soportador hasta lo increíble. Y salté del barco al agua y llegué nadando hasta el prado verde y eché a correr detrás de Helena. Pero Helena corría más y se iba escondiendo entre los árboles hasta que la perdía de vista.
Entonces pasó un hombre que llevaba una guadaña al hombro y que cantaba:
-La pastora que buscas, ¡oh, joven!, hermosa, de Aristóteles el anciano de las venerables palabras hija es -dijo él.
-Antigua y hermosa es la lengua helena -contesté yo, que sólo recordaba aquel ejemplo de la gramática griega.
El hombre de la guadaña corrió y me llevó a su casa, donde me ofreció frugal cena, y tras vestirme con sus andrajos de campesino, bien colocada sobre mi hombro la guadaña, dijo él:
-Ahora preséntate a Aristóteles el de las venerables palabras, de parte de Filemón el pobre, y dile que eres el mancebo que como criado le envío. Yo, mientras tanto, a los dioses inmortales, y en especial a aquella deidad que el dulce y ardiente amor preside, sacrificaré por tu ventura.
Y esto diciendo me señaló el camino de la ciudad.
Del de las venerables palabras la casa descubrí al fin y él viéndome dijo:
-Alabados mil y mil veces sean los dioses inmortales, pues sin duda tú eres el mancebo que por diligente criado mi amigo me envía Filemón el pobre.
Recibióme con amor el de las venerables palabras y púsome al tanto de mis obligaciones, que bien lejos de saber él estaba cuáles eran mis secretos designios.
Ya los brillantes gemelos (Cástor y Pólux) hundían su brillo tras el oscuro horizonte, cuando la casa sintiendo sosegado y dormido el viejo despojéme de mis pobres andrajos y penetrando en la habitación de mi amada halléla dormida. Transportado de dicha y de contento y a la siempre poderosa deidad del amor mil gracias dando, aparté con cuidado el lienzo que la cubría (a Helena) y a la blanca luz de la luna la hermosura de su cuerpo largamente contemplando estuve.
Beséla después mansamente, porque poco a poco y en amor despertara, y ella entonces, entreabriendo los ojos dijo:
-Sin duda Afrodita me inspira este hermoso sueño, pues siento a mi lado al joven que amo.
Esto dicho, comenzó con ardor a pagar mis caricias y besos.
No quise yo dejar salir de mi boca ni una sola palabra, pues temía que con aquello se le fuese la ilusión del sueño y que volviendo en sí ásperamente me despechara.
Gocé, pues, en silencio de lo que en silencio debe gozarse, y cuando empezaron a cantar los gallos volvíme al rústico lecho que en establo me aderezaran como criado que era.
Ya estaba Febo ardiente, padre del amor, del gozo y de la vida, en la mitad de su curso cuando me despertaron las descompasadas voces del de las venerables palabras, que gritaba:
-Válganme los dioses inmortales, pues tengo una reina y un rey por criados.
Salté del lecho, presentéme a mi amo y disculpé la pesadez de mi sueño con la fatiga del viaje y otras muchas razones que mi súbito ingenio iba inventando mientras hablaba.
Estaba yo empezando a apartar a mi amo de su primera intención, que era despedirme de su servicio (pues me entristecía el pensamiento de separarme de mi hermosa amiga), cuando con lágrimas en los ojos entró ella, y postrándose a los pies del viejo dijo éstas o parecidas palabras:
-Disculpad, ¡oh buen amo!, mi falta, pues Afrodita me ha enviado tal sueño esta noche, que milagro es que pueda levantarme.
Quedóse el viejo un momento suspenso mirándola, y después, posando los ojos en mí, soltó a reír con gran estrépito.
Quedámonos Helena y yo mirándonos de asombro, y el viejo entonces, tomándonos de la mano, nos acercó a sí y dijo:
-Sabe tú, ¡oh joven!, que la que has conseguido esta noche no es una pobre rústica que yo hubiera tomado por criada (como ella misma cree), sino la hija y heredera del Emperador de Atenas...
Helena estaba muy seria sentada en cuclillas delante de mí mirándome muy fijo.
-¿En qué piensas con esos ojos tan abiertos?
Estaba allí, tan rubia, con la piel tan brillante, tan hermosa, con sus ojos azules que me provocaban mirándome, que no pude resistir más y salté sobre ella como un tigre feroz de Bengala. Pero ella saltó primero al agua y yo detrás de ella y empezamos a nadar y a alcanzamos y darnos aguadillas. Y salimos de la sombra de las peñas, donde el agua era fría y morada, y entramos en el sol, donde el agua era verde y brillante y más tibia y era un gozo calarse y ver salir a Helena removiendo la melena que se le caía sobre la cara y después bucear otra vez y hacer exploraciones por los canales submarinos que estaban llenos de algas.
Salimos a la playa felices y nos tumbamos al sol. El sol iba ya haciéndose naranja y metiéndose detrás de los pinos del acantilado. El cielo estaba verde y lleno de un brillar oscuro que mirándolo fijo era como el Infinito. A veces pasaban bandos de pájaros.
Helena apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a hacer dibujos sobre mi cuerpo con un chorrito de arena que me hacía cosquillas. Y me miraba, me miraba.
Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada. Temblando, con voz ronca, con una voz que no era la mía, que no se sabía de dónde había salido, le dije:
-Helena..., te quiero.
Y Helena, serena, sin dejar de mirarme a los ojos, grave y hermosa, se fue dejando atraer, y cuando tuvimos los labios muy cerca, me dijo:
-Y yo a ti más.
Y yo bebí el aliento de aquellas palabras; las bebí, las respiré, no las oí.
No hablamos más. Íbamos juntos, solos, entre el silencio del crepúsculo. Íbamos solos entre el silencio del mundo. Solos entre el silencio del tiempo. Solos para siempre. Juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar y del mundo, andando andando. Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra luz y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre...


viernes, 26 de abril de 2019

LOS OJOS VERDES (Gustavo Adolfo Bécquer)


Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

-Herido va el ciervo…, herido va… no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos… Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos…

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses.:., te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven…, ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven, ven… Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso…, un beso…

Fernando dio un paso hacía ella…, otro…, y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.


ORO (León de Aranoa)


Gold Treasure Endeavors and Co., empresa norteamericana con base en Miami especializada en el rescate de antiguos galeones hundidos, reclamó la propiedad del oro hallado entre los restos del naufragio de La Hispaniola, a 170 metros de profundidad frente a la costa de Cádiz, 36n 7w. Uno de sus barcos lo había encontrado, así que a ellos pertenecía.

El Gobierno español hizo pública una queja formal. El galeón en el que el oro había sido hallado tenía pabellón español. Había sido fletado por su majestad el rey Felipe IV en 1631, así que cuanto había en él pertenecía en justicia a la corona española.

El Estado peruano alzó también su voz. El barco será español, pero el oro que transportaba es peruano, producto del saqueo sistemático al que los españoles sometieron a sus colonias tras la Conquista.

Los indígenas peruanos, descendientes de los legítimos propietarios del oro sustraído, no alcanzaron a leer la noticia.


miércoles, 24 de abril de 2019

ANDAMIOS (Mario Benedetti)


Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.

No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta curiosidad.

-Sentate. ¿Querés comer algo?

-No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un helado.

Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es suficiente.

-Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.

Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.

-Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo. Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó, ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida, ¿no te parece? Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo aguanté un año. Tenía que laborar, claro, y llegaba a las clases medio dormido. Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un aullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos dirías heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas, pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otra parte, el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal, no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; no nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia. Somos algo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en una comunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enamora de nadie. Cuando nos roza un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimos casi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron, de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo, pensaban en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto. Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que eran desenlaces posibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos, descalabrados, se equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más. Hicieron lo que pudieron ¿o no? Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hicimos? ¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos adolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche en que sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente, murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto del suicidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza, por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy cagones.

-Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿Él también anda en lo mismo?

-No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos, Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno, moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal Vázquez Montalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavía será joven. ¡Le tengo una envidia!

-¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?

-No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal vez es una interpretación que vos llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación semántica.

-¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo. Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido contrario).

-Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.

-No jodas. Y está la droga.

-Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.

-Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas que el desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.

-¡Ufa! ¡Qué reprimenda! Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta madre. Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.

-Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.

-Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa? A veces me gustaría meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios me tiene harto.

-¿Y por qué no te metes?

-Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no son lágrimas lo que ellos precisan.

-Claro que no. Pero sería un buen cambio.

-De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?

-Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.

-¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?

-Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...



martes, 23 de abril de 2019

YO, HACE SIGLOS (António Lobo Antunes)


Me sentaba en el suelo y oía la tierra, los grillos que cosían el silencio zurciendo piedras y sombras, zurciendo las nubes contra el tejado de la casa y la voz de mi abuela en una de las habitaciones de arriba, de modo que en cuanto los grillos se callaban todo estaba bien, las cosas en armonía unas con otras, mi respiración con ellas y entonces cerré los ojos y por un momento sin tiempo fui feliz. Al abrir los ojos comenzaron los olores: el de septiembre a través de las vides, el de los bueyes de regreso desde más allá del pinar, el de una piedra de mica que apretaba en la mano, el perfil de la sierra dibujado a lápiz en el límite de las copas. Y el de mi cuerpo también, un olor inacabado de niño, gestos inacabados, manos que intentaban aprender el contorno de una naranja y los poros de la arcilla. El olor tan diferente, incomprensible, de los muertos, con fosas nasales enormes en la almohada del ataúd, el ramito de olivo con agua bendita con el cual se dibujaban señales de la cruz sobre el difunto. Después, con lentitud, se cerraba una tapa

-¿Dónde está la nariz?

y el cementerio se llenaba de hierbas y de losas. Tapaban el ataúd con una veneración de flores y el misterio comenzaba. ¿Adónde fue? ¿Dónde se encuentra? Por debajo de las hojas sólo raíces, bichos menudos, un agua áspera que helaba, los huesos del perro pero no juntos, con un musgo de tinieblas. ¿En qué lugar

decidme

ladraría ahora? Me parecía oírlo por la noche, junto a las hierbas, un sonido breve desatento conmigo que escapaba hacia la estación de tren si lo llamaba. De manera que tenía la esperanza de que, así quieto, lo vería entrar en la habitación husmeando sombras, entreteniéndose contra los muebles, ovillándose por fin en los flecos de la alfombra, la piel de las costillas hacia abajo y hacia arriba, exhausto.

No preguntaba nada porque sentía que ninguna respuesta correspondía a la pregunta, que las personas se distraían

-¿Qué?

con el reloj de péndulo que dilataba el asombro. El corazón de cada una de ellas un reloj de péndulo también, extraños mecanismos pausados de los que estaban hechos, palabras que pasaban a donde mi cabeza no llegaba, rápidas, complicadas, duras. Todo palabras. Adultos hechos de palabras, bocas que modelaban sonidos perfectos, inútiles. Y yo a mí

-¿Quiénes son éstos?

estas camisas, estos vestidos, estas gafas sesudas que de vez en cuando se inclinaban

-¿El niño no come?

antes de regresar a sus extrañas frases.

En la loza de mi plato un elefante saltaba a la comba, en el cristal de mi vaso una abeja con los ojos pintados y el elefante y la abeja me confirmaban

-No eres mayor

me confirmaban

-Nunca serás mayor

hasta que la sopa sumergía al elefante y la leche volvía a la abeja menos nítida, un insecto inservible que no me acusaba. Mis pies no llegaban al suelo, mi mentón a la altura del mantel; gafas más distantes, mayores, tosían con autoridad en la cabecera

-Come

gafas que, si yo fuese los grillos, zurciría párpado a párpado hasta dejarlos ciegos frente a mí y que observasen sólo a los demás. Al quitarse las gafas la cara de mi abuelo se quedaba desnuda, con las marcas de las plaquetas que le enrojecían la piel. La arruga del sombrero no desaparecía nunca, lo dividía en dos mitades, la superior sólo pelo, la inferior boca, manos, servilleta, un pedazo de pan que desaparecía en las encías, pausado, importantísimo. El pan que yo comía sin importancia alguna, pan y nada más que pan. Se plegaba en la lengua, se ablandaba. El castaño saludaba a la ventana y nadie más lo veía. La lámpara encendida no brillaba en el techo, brillaba en los tenedores, en los frascos de medicina de los adultos, en la Última Cena en relieve de la pared, a la que las campanas, los domingos, le otorgaban una profundidad de pasillo sagrado. A las nueve me mandaban acostar y sus conversaciones, en la sala, ampliaban el mundo. El gallo, atolondrado, cantaba a deshoras, inventando un horizonte a partir del gallinero. ¡Todo tan despacioso, tan espeso ! Ramas, el autobús en la carretera, una fruta que no paraba de caer. Después me dormía y los años aprovechaban para atropellarse unos a otros: habría de despertarme viejísimo, con unas gafas sólo mías, para ordenar

-Come

¿a quién? No había nadie a quien yo pudiera darle órdenes. Así que me dije a mí mismo

-Come

y me admiró no convertirme en adulto. Durante siglos no me convertí en adulto. Después no sé qué sucedió y me quedé de este modo, como ahora. Pero eso ocurriría una vez transcurridas muchas semanas, tantas que no sé decir si ocurrió en realidad. Creo que no: si me quedo quieto allí están los grillos cosiendo el silencio, zurciendo las nubes contra el tejado de la casa, por un momento sin tiempo soy feliz.

Me hago señas en el espejo

-Adiós, buen hombre

y, apretando una piedra de mica en la mano, me alegran los bueyes de regreso desde más allá del pinar.


lunes, 22 de abril de 2019

FUERON TESTIGOS (Rosa Chacel)


Había ya pasado un cierto tiempo después del mediodía, en realidad un tiempo enteramente incierto, más difícil de precisar que el que tarda una manzana en bajar de la rama a la tierra, pues en este eran impalpables bloquecillos de piedra los que estaban bajando lentamente y asentándose en la calle.

Las máquinas que trabajaban en la demolición de una casa acababan de pararse. Los hombres habían caído rápidamente en el descanso, así como los cierres metálicos de almacenes y depósitos, y sólo habían quedado en el aire, fluctuantes y reacias a sedimentarse, las partículas de diferentes géneros y estructuras que componen el polvo.

Entre estas, de opaca y material pesantez, el incógnito tráfico de los olores: aceites, frutas mustias, cueros. No había un alma viva en toda la calle. Sólo, a veces, dejaba asomar en el quicio de una puerta la mitad de su figura un joven sirio que vendía botones y cintas, ocupando media entrada de una casa con sus mercancías.

La otra mitad del portal era oscura, la otra mitad del muchacho quedaba en la sombra. La que se asomaba al quicio de la puerta, afrontaba el tiempo sin oasis del mediodía. A lo lejos, en la calle apareció un hombre. Venía por la acera de enfrente a la puerta del sirio. No había nada de notable ni en su aspecto ni en sus ademanes: era, simplemente, un hombre que venía por la acera de enfrente.

Sin embargo, al ir aproximándose, su modo de andar fue dejando de ser natural, fue acortando gradualmente el paso o, más bien, su paso fue haciéndose lento, cada vez más lento a medida que avanzaba, y al mismo tiempo fue inclinándose y tendiendo a caer hacia adelante como una vela reblandecida. Al fin, dos casas antes de llegar enfrente, cayó.

El muchacho no reaccionó en el primer momento. Esperó a ver si se levantaba. Pero viendo que no, fue a auxiliarle. Cruzó la calle, y a menos de un metro de distancia alargó la mano con intención de levantarle y tirar de él por debajo del brazo. No llegó a tocarle. Detuvo la mano a un palmo de él, quedó un instante paralizado de terror, y al fin echó a correr hasta el almacén que estaba entreabierto.

Había algunos obreros comiendo en las mesas y no quisieron hacerle caso. Le decían:

—¿Quién es el que está borracho, él o tú?

Pero el sirio insistía, hasta que uno de ellos miró por la ventana y vio el bulto del hombre caído en el suelo. Entonces fueron detrás del muchacho. Suponían que era un accidentado. Cuando estaban ya cerca, el sirio les retuvo diciéndoles:

—¡Fíjense bien en lo que le pasa!

El hombre no estaba enteramente inerte, no parecía tampoco que hiciera por levantarse, pero se removía, agitado por una especie de lucha, en la que se veía bien claro que no podía ganar. Porque al empezarse a ver bien claro lo que estaba pasándole, por esto mismo empezaba a ser totalmente incomprensible, humanamente inadmisible.

El terror había paralizado a los cuatro hombres, hasta que uno de ellos logró soltarse de la repugnante fascinación rompiendo la cadena que inmovilizaba sus nervios y que estaba tramada por sus nervios mismos, contraídos, rígidos. Con movimientos convulsos como los de un cable que ha llegado a saltar por excesiva tensión, el obrero que se había destacado del grupo dirigió sus pasos otra vez hacia el almacén, y, una vez allí, hasta el teléfono.

Le preguntaron qué pasaba, y respondió, pero su voz no era inteligible. Abrió la guía telefónica. Sus manos hacían temblar las hojas, impidiéndole ver los números. Alguien, una mujer, vino en su ayuda y adivinó, sin comprender sus palabras, lo que quería. Pasó atolondradamente las hojas, no encontró nada. Gritó para que viniese el almacenero a ayudarla y, entre los dos, arrebatando el teléfono de las manos del que estaba aferrado a él, pidieron la información de la central.

Pero ninguno pudo retener en la memoria el número de la Asistencia Pública que la central había dado. Así, tuvieron que volver a llamar. Al fin, lograron la comunicación y pidieron una ambulancia, dando torpemente las señas del lugar donde se encontraban.

Entonces, todos los que estaban en el almacén fueron a comprobar aquello que se obstinaban en no entender. Fueron todos, y el hombre que había ido al teléfono volvió con ellos. Fueron el almacenero y los mozos, otros obreros con dos mujeres que al principio no habían atendido, y la que había acudido al teléfono que era la que trabajaba en la cocina. Rodearon al hombre caído que ya no era un hombre caído: ya no era un hombre.

Aquel removerse que en un principio pudo parecer la lucha contra algún mal espasmódico que le sacudía, no se había aplacado enteramente, pero se había ido convirtiendo en un temblor semejante al que agita a una masa espesa cuando comienza la ebullición. Pues el hombre, en suma, ya no era más que esto: una masa sin contornos.

Se había ido sumiendo en sí mismo, se había ido ablandando, de modo que los dedos de sus manos ya no eran independientes entre sí, sino que la mano era una masa de color más claro que se fundía con la masa de color oscuro que era todo el cuerpo, envuelto en el traje, pues traje y calzado sufrían idéntica transformación que el hombre mismo.

Todo ello se unía e iba afectando un carácter de material homogéneo, iba pasando del estado sólido, de un ser vivo que aún alienta, a una viscosidad que retemblaba y delataba algún vapor encerrado en ella pugnando por escapar en una burbuja, como un suspiro lento, y poco a poco empezaba a tomar la turbia transparencia de un ágata, tendiendo a volverse líquido, como las gotas de cera que se mantienen redondas porque el aire las comprime alrededor y les crea una película capaz de contener largo rato su masa sin dejarla extender.

Ya no conservaba relieve alguno que correspondiese a la forma que había tenido. Aquella forma quedaba aún acusada sólo por una especie de vetas que tardaban en borrarse del conjunto total, y naturalmente, este conjunto, al abandonar la solidez, se iba aplanando contra las losas, cubriendo un espacio cada vez más grande, hasta que, al fin, su falta de densidad fue haciéndole irregular el contorno, que acabó por romperse en aquellos puntos en que el nivel del suelo descendía, y se escurrió por entre las losas de la acera, buscando la cuneta.

En aquel momento parecía que volvía a cobrar vida, esa vida con que los líquidos corren apresurados a ganar las parte más bajas, obedeciendo a una ley que el ojo humano no registra, y por eso parecen llenos de una sabiduría o de una voluntad que los conduce. Pero antes de llegar a la boca de la alcantarilla, se le vio detenerse y empezar a empaparse en la tierra.

Parecía, primero, filtrarse por las junturas de las losas, y después, la primera porción que quedaba sobre las planchas de granito empezó a reducirse como sumiéndose por los poros de la piedra. Su ligereza llegó a ser entonces como la de esos líquidos muy volátiles cuya mancha, si se vierten en el suelo, empieza a mermar rápidamente por los bordes y desaparece sin dejar huella.

Antes de que hubiese llegado a desaparecer, se oyó la campanilla de la Ambulancia y el coche, doblando la esquina, vino a pararse junto al grupo de gente.

Los dos camilleros saltaron al suelo y empezaron a abrirse paso. Ya en el primer contacto con aquellas gentes que habían presenciado el prodigio hubo una ruda extrañeza por parte de unos y otros. Los que llegaban, empleaban el lenguaje usual. Preguntaban dónde estaba el hombre enfermo, si estaba aún vivo, quién se lo había llevado. Los que formaban el corro, no contestaban nada.

Llevaban largo rato sin que entre sus labios, separados por el terror, pasase una sola palabra, y lo único que hicieron fue apartarse un poco para que llegasen y viesen. Pero los enfermeros exigían explicaciones. Miraban aquella mancha que se consumía por sí misma y no la reconocían como mancha de sangre. Estaban acostumbrados a encontrar en el sitio donde un hombre había caído la mancha que se vierte de las venas rotas, y aquella materia que estaban considerando no tenía el irrevocable carmesí que grita la piedad como razón última.

Tenía un sombrío matiz, complejo como la angustia o el poder sin límites, y las preguntas de aquellos hombres, que no lograban entrar en la comprensión total del hecho, se perdían sin respuesta, como meros ademanes de una realidad ineficiente.

Entre los que habían asistido desde el principio, el silencio era una guardia sobre las armas que no podía deponerlas antes de la total consumación. Sólo el hombre que había logrado romper la cárcel de aquel pasmo y había establecido el contacto con los de fuera, había quedado sin poder volver a entrar en él y sin poder volver tampoco a ser libre.

La voz de aquel hombre sonaba entre las preguntas, no porque las contestase, sino porque no podía callar. Su sonido no era articulado. Era como una campana que moviese el viento, era, como ya quedó dicho, una vibración convulsa, semejante a la de un alambre que salta por excesiva tensión.

Sin querer ceder a la estupefacción, aquellos hombres curtidos en el servicio de socorro temían el engaño. Querían asegurarse de que no habían sufrido una burla, amenazando con investigaciones judiciales. Nadie les escuchaba. Los que tenían los ojos fijos en la pálida sombra que apenas se distinguía ya en las losas, lo más que hicieron fue alzarlos alguna vez hasta sus rostros, esperando verles ceder en su desconfianza.

Pero los hombres se resistían, hablaban de una mentira acordada entre aquel grupo de gentes para encubrir el delito de alguno de ellos, y al fin, viendo que de un momento a otro desaparecería el último resto material del fenómeno, que no tenían valor para juzgar ni para negar, hablaron de llevar algo de aquello para analizarlo, e intentaron acercarse para tomar un poco, sin saber cómo. Entonces, una de las mujeres se interpuso y gritó o, más bien, exhaló, pues su voz era como un soplo lejanísimo:

—¡No lo toquen!

Los hombres del socorro retrocedieron.

Los del grupo dejaron escapar un rumor, una especie de rugido rechazando amenazadoramente aquella intrusión que turbaba los últimos momentos en que el prodigio iba a desaparecer sin dejar rastros. No querían perder aquel instante en que el último matiz se borraría, en que el último punto en que el grano de la piedra fuese aún afectado por un tinte extraño, recobraría su color.

Querían palpar con la mirada el suelo después que no hubiese en él ni un solo testimonio de la existencia que había embebido. Y al fin llegó a no haberlo. Entonces comprendieron que tenían que dispersarse, y el final, el definitivo y total término del hecho empezó a conformarse a las distintas almas como a recipientes de formas diversas.

Efectos ilógicos, al parecer, imprevisibles desde cualquier punto de vista exterior, porque sólo obedecían a reacciones químicas, a fermentos, a resistencias o repulsiones.

Así, los hombres últimamente llegados, que habían asistido apenas al desarrollo del fenómeno y que por tanto carecían de datos para dar fe de él, empezaron a anhelar aquella fe, y con lo poco que habían visto empezaron a gritar su convencimiento. Otros, en cambio, habían agotado sus fuerzas soportando el proceso desde el principio al fin y, al comprobarlo totalmente extinguido, se sentían liberados de su inhumana opresión, y perezosamente querían no creer que habían visto.

Otros, trataban de armonizar lo que sabían cierto e increíble con las leyes de la razón ordinaria y decían que en el porvenir se progresaría lo suficiente como para encontrarle una explicación, o bien que había que aceptar las cosas vedadas al entendimiento que caían del cielo o de donde fuese.

El hombre de la voz que no podía reposar seguía delirando los gritos de su mudez, y de su garganta parecía a veces partir el mortuorio lamento de la hiena, a veces la azarosa armonía de las arpas colgadas al viento, a veces el acento de los profetas.

Todos se dispersaron por la ciudad y todos, menos este, volvieron a sus vidas y faenas habituales, combatiendo unos el recuerdo hasta lograr lavarse de él, conservándole otros con gratitud y temor.

Sólo este, el hombre que creyendo nada más ver gritó para despertarse, rompió su orden cotidiano, enajenó su vida al injertarla en la rama de aquella creencia en cuyo sentido, hostil a la mente, exento de toda ejemplaridad, se nutría una savia de locura.

No quedó sobre las losas ni un aura que advirtiese a los pasajeros dónde ponían la planta. Desde su puerta, el joven sirio vigilaba el lugar sin perder la certeza de los palmos de tierra donde todo había acontecido y, aunque nunca llegó a dudar, en algunos momentos su certeza era más firme porque la corroboraban ciertos hechos que, repetidamente observados, constituían una respuesta muda, más que muda vaga o ambigua. Esa respuesta que se tiene al interpelar a aquello que sobrepasa las medidas humanas.

El muchacho veía a diario pasar sobre aquellas losas a los transeúntes ocupados en sus quehaceres y no esperaba de ellos ninguna señal. Pero cuando veía venir un perro, aguardaba ansiosamente. Sabía que la pureza irracional tenía que ser sensible al magnetismo que se desprendiese de aquel trozo de suelo. Y aunque nunca obtuvo una confirmación contundente, nunca tampoco fue claramente defraudado en su suposición.

No llegó nunca a sorprender en el animal un movimiento de retroceso o titubeo que le hiciera decir claramente: al llegar aquí no pasa. Y sin embargo era el caso que no pasaba. Siempre, como unos metros antes, se desviaba sin mirar, o bien, al llegar ya al límite justo, parecía atraído de pronto por cualquier desperdicio que iba a revolver y olfatear frívolamente.

Nunca, ninguno llegó a pararse en seco, a mirar derecho, como el hombre necesita mirar para ver. Sólo logró sorprender en algunos una ligera crispación de la oreja o bien ese curvamiento rápido del lomo con el cual parece que hacen escurrir el miedo hasta la cola. Nunca logró observar más. Pero esto siguió observándolo indefinidamente sin que sus ojos errasen en una pulgada.

El lugar donde el prodigio se había logrado estaba tan bien delimitado en su memoria como la planta de un templo cuyos cimientos no pudieran ser gastados por los siglos. Y siguió atendiendo a sus mercancías sin que nadie notase el misterio que acechaba, porque todos creían que lo que brillaba en su mirada oriental era esa oscura lámpara de fe que arde en los ojos negros que bebieron la luz en sus fuentes.


domingo, 21 de abril de 2019

LA SALVACIÓN (Adolfo Bioy Casares)


Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. «¿Cómo un ser tan ínfimo» —sin duda estaba pensando el tirano— «es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?» Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. «Por humildes que sean» —dijo indicando al pájaro— «hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros».


sábado, 20 de abril de 2019

DOMINÓ (Cuqui Covaleda)


Sólo empujaste
una ficha y cayeron
las veintiocho.

viernes, 19 de abril de 2019

jueves, 18 de abril de 2019

LOS CAUTIVOS DE LONGJUMEAU (Léon Bloy)


El "Correo de Logjumeau" anunciaba ayer el deplorable fin de los dos Fourmi. Esa publicación, recomendada, con justicia, por la abundancia y la calidad de sus informaciones, se perdía en conjeturas sobre las causas misteriosas de la desesperación que acaba de empujar al suicidio a esos cónyuges que todo el mundo suponía felices.

Habiéndose casado muy jóvenes y encontrándose siempre, después de veinte años, en el día siguiente de la boda, no habían dejado la ciudad ni siquiera por un día.

Aliviados, gracias a la previsión de sus progenitores, de todas las preocupaciones de dinero que pueden envenenar la vida conyugal; ampliamente provistos, por el contrario, de cuanto es necesario para volver agradable un tipo de unión, sin duda legítimo, pero muy poco acorde con esa necesidad de vicisitudes amorosas que corroe de ordinario a los inconstantes seres humanos; realizaban, ante los ojos del mundo, el milagro de la ternura perpetua.

Una hermosa tarde de mayo, al día siguiente de la caída del señor Thiers, el tren de cercanías los había traído junto con sus padres, quienes venían a instalarlos en la deliciosa propiedad que debía cobijar su dicha. Los habitantes de Longjumeau, de corazón puro, vieron pasar con enternecimiento a esa bonita pareja que el veterinario comparó, sin dudar, con Paul y Virginie. En efecto, ese día lucían realmente muy bien y parecían ser los hijos pálidos de algún gran señor.

El señor Piécu, el más importante notario del cantón, había comprado para ellos, en la entrada de la ciudad, un nido de verdura que les hubiesen envidiado los muertos. El jardín, hay que reconocerlo, hacía pensar en un cementerio abandonado. Ese aspecto, sin duda, no les desagradó, ya que nunca hicieron cambios, y dejaron que las plantas creciesen en libertad. Para usar una frase profundamente original del señor Piécu, diré que vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por mala voluntad o desdén, sino simplemente porque la idea de hacerlo no se les ocurrió jamás. Hubiese sido necesario, además, que se soltasen el uno al otro durante algunas horas o algunos minutos, que interrumpiesen los éxtasis y, ¡ay!, tomando en cuenta la brevedad de la vida, a esos esposos fuera de lo común les faltaba coraje para hacer algo así.

Uno de los mayores hombres de la Edad Media, el maestro Johannes Tauler, cuenta la historia de un ermita al que un visitante inoportuno vino a pedirle un objeto que se encontraba en su celda. El ermita se sintió en la obligación de ir a buscarlo. Pero al entrar, olvidó de qué se trataba, ya que la imagen de las cosas exteriores no podía permanecer en su mente. Salió, pues, y rogó al visitante le dijese lo que quería. Este le reiteró su pedido. El ermita volvió a entrar pero antes de tomar el objeto, el mismo ya se había borrado de su memoria. Luego de unas cuantas experiencias, se encontró en la obligación de decirle al visitante inoportuno: Entre y busque usted mismo lo que necesita, puesto que yo no puedo acordarme de usted el tiempo necesario para hacer lo que me pide.

El señor y la señora Fourmi me han hecho pensar a menudo en ese ermita. Habrían dado con gusto todo lo que se les hubiese pedido si hubieran podido recordarlo tan sólo un instante.

Sus distracciones eran célebres; se hablaba de ellas hasta en Corbeil. No parecían, sin embargo, hacerlos sufrir; y la "funesta" resolución que terminó con su existencia que todos envidiaban tiene que parecer inexplicable.

Una carta, ya vieja, de ese desdichado Fourmi que yo conocía desde antes de su casamiento, me ha permitido reconstruir, por vía de inducción, toda su lamentable historia.

He aquí, pues, la carta. Se verá, quizás, que mi amigo no era ni un loco ni un imbécil.

"...Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, de manera imperdonable. Por grande que sea tu paciencia, supongo que debes estar cansado de invitarnos. La verdad es que esta última vez, tanto como las precedentes, no tenemos excusas ni mi mujer ni yo. Te habíamos escrito que podías contar con nosotros, y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, como siempre, perdimos el tren. Ya hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los coches públicos, hagamos lo que hagamos. Es infinitamente estúpido, es atrozmente ridículo, pero comienzo a pensar que el mal no tiene remedio. Es una especie de cómica fatalidad de la cual somos víctimas. Contra ella nada es posible. Hemos llegado a levantarnos a las tres de la mañana o, incluso, a pasar la noche en vela para no perder el tren de las ocho, por ejemplo. Y bien, querido amigo, la chimenea se incendiaba a último momento, yo me torcía el tobillo en mitad del camino, el vestido de Juliette se enganchaba en algún arbusto, nos quedábamos dormidos en el sillón de la sala de espera, sin que la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertasen a tiempo, etc., etc. La última vez me olvidé el portamonedas.

"En fin, repito, esto dura desde hace ya quince años, y siento que es el comienzo de nuestra muerte. Por esta causa, no lo ignoras, lo he perdido todo, me he peleado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Juliette queda envuelta en la misma reprobación. Desde que llegamos a este lugar maldito, he faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a unas mil visitas de cortesía o citas para gestiones indispensables. He dejado reventar a mi suegra sin volver a verla ni una sóla vez, a pesar de que estuvo enferma casi un año, lo que nos valió la pérdida de las tres cuartas partes de la sucesión que ella, rabiosamente, nos sustrajo, en un codicilo, la víspera de su muerte.

"No terminaría nunca si me pusiese a enumerar las metidas de pata y los malos tragos ocasionados por esta increíble circunstancia de no haber podido alejarnos nunca de Longjumeau. Para decirlo todo en pocas palabras, estamos cautivos, privados de toda esperanza, y vemos llegar el momento en el que esta condición de forzados terminará volviéndosenos insoportable..."

Suprimo el resto, en el que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas como para que pueda publicarlas; pero doy mi palabra de honor de que no era un hombre vulgar, que era digno de la adoración que su mujer profesaba por él, y que esos dos seres merecían mucho más que terminar tonta e indecentemente como terminaron.

Ciertas particularidades, para reservarme las cuales pido permiso, me hacen pensar que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo de los hombres quien los condujo de la mano de un notario evidentemente infernal a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde nada pudo arrancarlos.

Creo, realmente, que no podían huir, que había alrededor de su morada, un cordón de invisibles ejércitos seleccionados con cuidado para arremeter contra ellos, y contra los cuales ninguna energía hubiese capaz de prevalecer.

La señal para mí de una influencia diabólica es que a los Fourmi los devoraba la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migradores. Antes de unirse habían tenido sed de recorrer el mundo. Cuando todavían eran sólo novios, se los había visto en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montretout. Un día, incluso, llegaron hasta Saint-Germain.

En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, ese furor de exploraciones audaces, de aventuras por tierra y por mar, no había hecho sino exasperarse.

Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios ; poseían atlas ingleses y atlas germánicos. Poseían, incluso, un mapa de la luna publicado en Gotha bajo la dirección de un ignorante pretencioso llamado Justus Perthes.

Cuando no hacían el amor, leían juntos las historias de navegantes famosos de las que su biblioteca estaba exclusivamente llena; y no existía un diario de viajes, un Tour du Monde o un Boletín de sociedad geográfica al que no estuviesen suscriptos. Guías de trenes y folletos de agencias marítimas les llegaban sin cesar.

Algo que costará creer: sus maletas estaban siempre listas. Siempre estuvieron a punto de partir, de emprender un interminable viaje a los países más lejanos, más peligrosos e inexplorados.

Recibí no menos de cuarenta telegramas anunciándome su inminente partida: hacia Borneo, Tierra del Fuego, Nueva Zelandia o Groenlandia.

Incluso, muchas veces, estuvieron a punto de hacerlo. Pero al fin no se marchaban; no se marcharon nunca, porque no podían y no debían marcharse. Los átomos y las moléculas se coaligaban para empujarlos hacia atrás.

Un día, sin embargo, hace unos diez años, creyeron realmente que se evadían. Contra toda esperanza, habían logrado subirse a un vagón de primera clase que debía llevarlos a Versalles. ¡Liberación! Allí, sin duda, se rompería, al fin, el círculo mágico.

El tren se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Se habían metido, naturalmente, en un vagón destinado a permanecer en la estación. Había que recomenzarlo todo.

El único viaje que no debía fallarles era, evidentemente, el que acaban, desgraciadamente, de emprender; y su carácter bien conocido me induce a pensar que no se prepararon a llevarlo a cabo sino temblando.


lunes, 15 de abril de 2019

ELOGIO DE LA LOCURA (Saiz de Marco)


Ya sabéis que se me fue la olla. Oí los gritos de un muchacho al que un labrador había atado a un árbol. El labrador estaba azotándolo cruelmente. Yo intervine y le dije:

—Me parece mal que azotes a quien no puede defenderse. Sube a tu caballo y coge tu lanza, que te haré ver que eso que haces es de cobardes.

El labrador me respondió:

—Este muchacho al que estoy castigando es mi criado. Me sirve guardando una manada de ovejas, y es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido dice que lo hago por no pagarle el sueldo que le debo. Y miente.

—¿Miente? —dije yo—. Me dan ganas de atravesarte con esta lanza. Págale inmediatamente, y desátalo.

El labrador bajó la cabeza y desató al muchacho. Pregunté a éste cuánto le debía su amo. Contestó que nueve meses, a siete reales cada mes. Calculé que sumaban 63, y mandé al labrador que se los pagase, si no quería morir por ello. Él replicó que era menos lo que debía porque había que descontar tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le hicieron estando enfermo.

—Bien está todo eso —repliqué yo—, pero que los zapatos y las sangrías compensen los azotes que sin culpa le has dado; porque, si él rompió el cuero de los zapatos que le pagaste, tú le has roto el de su cuerpo; y si le sacó sangre el barbero estando enfermo, tú se la has sacado estando sano.

—El problema -dijo el labrador- es que aquí no tengo dinero: que venga el muchacho a mi casa y allí se lo pagaré.

—¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. No, señor, porque en cuanto me vea solo me arrancará la piel.

—No hará tal cosa —repliqué yo—: basta con que yo se lo mande para que cumpla lo que le digo; y si él me lo jura por ley de caballería, le dejaré ir libre y consideraré asegurada la paga.

—Piense, señor, lo que dice —insistió el muchacho—, que mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo, vecino de Quintanar.

—Importa poco eso —respondí yo—. Porque, si no paga lo que debe, volveré a buscarle y castigarle, y he de encontrarlo aunque se esconda como una lagartija. Que para eso soy don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.

Y, tras decir esto, me marché de allí.

Y el resto también lo sabéis: Que, en cuanto me alejé, el labrador volvió a atar al muchacho a la encina y le dio todos los azotes que quiso.

En fin, ya sabéis que hice todo eso. Que me equivoqué. Y que actué así porque se me fue la olla.

De acuerdo. Pero lo que no voy a aceptar es que lo sensato habría sido no hacer nada. Dejarlo estar, pasar de largo.

No. No voy a reemplazar una locura por otra.


domingo, 14 de abril de 2019

INTERVALO DE CINCO MINUTOS (Francis Picabia)


Yo tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil metros de altitud. Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.

Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima... También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.

Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado... Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas...


sábado, 13 de abril de 2019

LOS DOS (Haiku)


CARRERAS DE GALGOS (Richard Ford)


Mi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.
Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.
Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.
Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.
—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.
Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.
—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.
Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.
—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.
—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.
—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mirada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.
—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.
—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…
Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.
—Phyllis es en realidad la que lo ha matado —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.
Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar la casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.
—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.
—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.
Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.
—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.
—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.
—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y miró a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginarlas arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.
Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.
—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.
—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?
—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.
—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.
—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo encima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.
—Puede ser —dije.
—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.
—Mi mujer —dije.
—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.
—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.
—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?
—No.
Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras de galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían a ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.
Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.
—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.
—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.
—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.
—¿Tiene coche?
—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.
Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.
—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.
Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.
—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.
Bon ahora se limitaba a sonreírme.
—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.
—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.
—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.
—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.
—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.
—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.
—Mea colonia —dijo Phyllis.
Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.
—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.
Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.
—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.
Me levanté.
—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.
—Puedes llamarme como quieras -dije, me sentí estupendamente.
—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?
—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.
—No, claro que no -dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.
—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.

Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.
Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.
—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.
—Y yo igual —dije.
La toqué, y la sensación no estaba nada mal: blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejor es que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensar con tranquilidad prepararse para hacerlo como Dios manda.
—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.
—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.
Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.
—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.
—Ese no lo sé —dije.
—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.
—No, lo siento —dije.
—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.
Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.
—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de olímpico de la silla de ruedas.
Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera matado un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.

—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Gansborough ni se dará cuenta.
Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.
—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis a pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.
—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.
Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.
—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.
Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.
—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.
Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.
—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.
Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.
Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.
Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos.
Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.