Entrada al azar

jueves, 30 de abril de 2020

UNA PLAZA EN EL CIELO (Enrique Ánderson Imbert)


Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento. (No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.


MACARIO (Juan Rulfo)


Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que iré al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno esta en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté acute; saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacara nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…


martes, 28 de abril de 2020

PROPOSICIÓN SOBRE LAS VERDADERAS CAUSAS DE LA LOCURA DE DON QUIJOTE (Marco Denevi)


Don Quijote, enamorado como un niño de Dulcinea del Toboso, iba a casarse con ella. Las vísperas de la boda, la novia le mostró su ajuar, en cada una de cuyas piezas había bordado su monograma. Cuando el caballero vio todas aquellas prendas íntimas marcadas con las tres iniciales atroces, perdió la razón.


lunes, 27 de abril de 2020

UNA BROMA SIN IMPORTANCIA (Anton Chéjov)


Es un claro mediodía de invierno…El frío aprieta y a Nádienka, que va del brazo conmigo, se le cubren de plateada escarcha los ricitos de las sienes y el vello que sombrea su labio. Estamos en una alta pendiente. Desde el sitio en que nos encontramos hasta el pie de la cuesta se extiende una lisa superficie de nieve apisonada en la que el sol brilla como si fuera un espejo. Junto a nosotros hay un pequeño trineo forrado de paño de un color rojo vivo.

-Vamos a bajar, Nádienka Petrovna- le pido. Solo una vez. Le aseguro que NO le pasará NADA.

Pero Nádienka tiene MIEDO.Todo el espacio que se extiende desde sus diminutos chanclos hasta el fin de la montaña de hielo se le figura ser un abismo TERRIBLE y sin fondo. Pierde el ánimo y la respiración se le corta al mirar hacia abajo, cuando la invito a montar en el trineo; ¿qué ocurrirá, pues, si se arriesga a VOLAR sobre el abismo? Morirá, perderá la razón.

-Se lo suplico -digo yo-. No tenga miedo. Eso es propio de gente de poco espíritu, de cobardes.

Nádienka accede, por fin, y por su cara veo que cree embarcarse en una aventura que puede costarle la vida.

La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa, paso la mano por su talle y nos lanzamos al abismo.

El trineo vuela como una exhalación. El viento, que corta nuestros cuerpos, nos golpea en la cara, ruge, silba en nuestros oídos, nos pincha dolorosamente, quiere arrancarnos la cabeza de los hombros. Es tanta la presión que ejerce sobre nosotros, que se nos hace difícil respirar. Parece como si el propio diablo nos hubiera agarrado con sus zarpas y nos arrastrase con gran estruendo a los infiernos. Todos los objetos que nos rodean se funden en una cinta larga que cruza velozmente…Un instante más y todo habrá terminado para nosotros.

-La amo, Nádienka- digo a media voz.

El trineo comienza a disminuir la marcha, el rugido del viento y el rechinar de los patines no parecen ya tan terribles, la respiración se normaliza y, por fin, nos vemos abajo. Nádienka está ni viva ni muerta, pálida, apenas respira…la ayudo a ponerse de pie.

-Por nada del mundo subiría otra vez -dice, mirándome con unos ojos desorbitados por el terror que la domina-. ¡Por NADA del MUNDO! ¡Por poco me MUERO!

No tarda en recobrarse y me mira interrogante a los ojos: ¿he dicho yo esas tres palabras, o ha sido una figuración suya entre el ruido del viento? Yo permanezco a su lado, fumo y miro con atención mis guantes.

Se cuelga de mi brazo y paseamos largo rato al pie de la montaña. Parece que el misterio NO la deja en paz.

¿Han sido o no han sido pronunciadas esas palabras?
¿Sí o No? ¿sí o no? Es un problema de amor propio, de honor que afecta a la vida, a la dicha, es un problema muy importante, el más importante del mundo. Nádienka me mira impaciente, triste, tratando de leer la respuesta en mi cara; responde sin saber lo que dice, espera a que yo me decida a hablar. ¡Oh, qué sucesión de expresiones en este simpático rostro! Veo que ella lucha consigo misma, que necesita decir algo, preguntar algo, pero que NO encuentra PALABRAS para hacerlo; se siente violenta, le da miedo, la alegría la domina…

-¿Sabe una cosa? -dice sin mirarme.
-¿Qué? -pregunto yo.
-Vamos a TIRARNOS…otra VEZ.

Subimos por la escalera a la montaña. De nuevo coloco a Nádienka, pálida, temblorosa, en el trineo; de nuevo volamos hacia el terrible abismo, y de nuevo el viento ruge y se escucha el chirrido de los patines, y de nuevo, aprovechando el momento en que más vertiginoso es el descenso, digo a media voz;

-La AMO, Nádienka.

Cuando el trineo se detiene, Nádienka mira la montaña por la que acabamos de bajar, luego contempla largo rato mi rostro, escucha mi voz indiferente y desapasionada, y toda ella, toda, hasta su manguito y su capuchón, su figurita entera es la representación viva de la perplejidad. En su cara se lee: "¿Qué es esto? ¿Quién ha pronunciado esas palabras? ¿Ha sido él, o es una ilusión mía?".

La incertidumbre la inquieta e impacienta. La pobre muchacha NO responde a mis preguntas, frunce el ceño y parece que va a romper a llorar.

-¿Vamos a casa? -pregunto

-A mí …me agrada deslizarme con el trineo -dice ella enrojeciendo- ¿Bajamos otra vez?

Le “agrada” esto pero, cuando se sienta en el trineo, lo mismo que antes palidece, tiembla, el miedo apenas si la deja respirar.
Bajamos por tercera vez y yo veo cómo se fija ella en mi rostro, sin apartar los ojos de mis labios. Pero yo me tapo la boca con el pañuelo y, cuando nos encontramos hacia la mitad de la cuesta, puedo decir:

-La AMO, NADIA.

¡Yel misterio continúa siendo MISTERIO! Nádienka calla pensativa…La acompaño hasta su casa; ella procura ir despacio, siempre con la esperanza de que yo le diga las palabras de antes. Veo cómo sufre su alma, los esfuerzos que realiza para dominarse, para NO decir :”¡Es IMPOSIBLE que las dijera el VIENTO! ¡Y yo NO quiero que sea el viento el que ha hablado!”

Al día siguiente, por la mañan , recibo una esquela: “Si va a ir hoy a la pista, pase a buscarme . N.” Y a partir de este día Nádienka y yo vamos todas las tardes a la pista; y al volar cuesta abajo en el trineo siempre pronuncio a media voz las mismas palabras:

-La Amo, Nadia.

Nádienka se habitúa pronto a esta frase, como uno se acostumbra al vino o a la morfina.No puede vivir sin ella.
Cierto que NO ha perdido el miedo que antes la dominaba, pero ahora el terror y el peligro infunden un encanto especial a las palabras de amor, a unas palabras que continúan siendo un misterio y llenan de congoja su alma. Los sospechosos seguimos siendo dos: el viento y yo…¿Quién de los dos confiesa su amor? Ella NO lo sabe, y parece ser que ya no le importa saberlo; es lo mismo que la copa en la que se ofrece el vino: lo importante es EMBRIAGARSE.

Cierta vez, al mediodía, me dirijo a la pista solo; confundido entre la gente veo cómo Nádienka se acerca a la montaña y me busca con los ojos…Luego, tímidamente, sube la escalera…¡Horrible, pero qué HORRIBLE le resulta subir SOLA!

Está pálida como la nieve, tiembla como si se dirigiera a un suplicio, pero sube, sube sin mirar, con paso enérgico.

Sin duda alguna ha decidido hacer la prueba : ¿oirá esas asombrosas y dulces palabras cuando yo NO voy con ella? La veo trémula, con la boca entreabierta por el terror, cuando se acomoda en el trineo; cierra los ojos y despidiéndose para siempre del mundo, se pone en marcha…los patines rechinan. No sé si Nádienka oye esas palabras…Veo, sí, que se pone en pie exhausta, sin fuerzas. Y veo por su rostro que ella misma NO sabe si ha oído algo o NO. El miedo del descenso la ha privado de la facultad de oír , de diferenciar los sonidos, de comprender…

Pero llega el mes de marzo y se inicia la primavera …
El sol empieza a calentar. Nuestra montaña de hielo se oscurece , pierde su brillo y acaba por fundirse. Ya no vamos a la pista. La pobre Nádienka ya no tiene dónde escuchar esas palabras, y NO hay tampoco quien las pronuncie, porque NO sopla el viento y yo me dispongo a trasladarme a Petersburgo por mucho tiempo, acaso para siempre.

Un par de días antes de mi salida, al atardecer, me encuentro en un jardincito separado de la casa en que vive Nádienka por una alta valla rematada todavía por clavos…Hace aún bastante frío, por debajo de las basuras todavía hay nieve, los árboles están muertos, pero ya huele a primavera y, disponiéndose a dormir, los grajos graznan ruidosamente. Me acerco a la valla y miro largo rato por una rendija. Veo que Nádienka sale a la puerta y mira triste y añorante al cielo…El viento primaveral sopla sobre su rostro pálido y abatido…Le recuerda el viento que zumbaba en la montaña, cuando ella oía aquellas tres palabras, y sus facciones se ven invadidas por la tristeza; por sus mejillas se desliza una lágrima…Y la pobre muchacha alarga sus brazos como rogando al viento que le traiga otra vez esas palabras. Yo espero el momento en que el viento se hace más fuerte y digo a media voz:

-La Amo, Nadia

¡Dios mío, qué transformación la de Nádienka! Lanza un grito, sonríe ampliamente y extiende las manos al viento, alegre, feliz, hermosa.

Yo me dirijo a hacer mi equipaje.

Esto ocurrió hace mucho tiempo. Nádienka es ahora madre de familia, la casaron o se casó, es lo mismo, con un secretario del Consejo de Tutela y tiene tres hijos. Mas NO ha olvidado nuestros paseos en la pista de patinar ni el viento que le llevaba las palabras “La Amo, Nádienka”; esto es ahora para ella el recuerdo más feliz, más conmovedor y hermoso de su vida…

Y ahora, cuando los años han pasado sobre mí, NO comprendo para qué dije yo aquellas palabras, para qué le gasté aquella hermosa broma…


domingo, 26 de abril de 2020

EL POBRE BILL (Lord Dunsany -Edward John Moreton Drax Plunkett-)


En una antigua guarida de marineros, una taberna del puerto, se apagaba la luz del día. Frecuenté algunas tardes aquel lugar con la esperanza de escuchar de los marineros que allí se inclinaban sobre extraños vinos algo acerca de un rumor que había llegado a mis oídos de cierta flota de galeones de la vieja España que aún se decía que flotaba en los mares del Sur por alguna región no registrada en los mapas.
Mi deseo se vio frustrado una vez más aquella tarde. La conversación era vaga y escasa, y ya estaba de pie para marcharme, cuando un marinero que llevaba en las orejas aros de oro puro levantó su cabeza del vino y, mirando de frente a la pared, contó su cuento en alta voz:
(Cuando más tarde se levantó una tempestad de agua y retumbaba en los emplomados vidrios de la taberna, el marinero alzaba su voz sin esfuerzo y seguía hablando. Cuanto más fosco hacía, más claros relumbraban sus fieros ojos.)
“Un velero del viejo tiempo acercábase a unas islas fantásticas. Nunca habíamos visto tales islas.
Todos odiábamos al capitán y él nos odiaba a nosotros. A todos nos odiaba por igual; en esto no había favoritismos por su parte. Nunca dirigía la palabra a ninguno, si no era algunas veces por la tarde, al oscurecer; entonces se paraba, alzaba los ojos y hablaba a los hombres que había colgado de la entena.
La tripulación era levantisca. Pero el capitán era el único que tenía pistolas. Dormía con una bajo la almohada y otra al alcance de la mano. El aspecto de las islas era desagradable. Pequeñas y chatas como recién surgidas del mar, no tenían playa ni rocas como las islas decentes, sino verde hierba hasta la misma orilla. Había allí pequeñas chozas cuyo aspecto nos disgustaba. Sus tejados de paja descendían casi hasta el suelo y en los ángulos curvábanse extrañamente hacia arriba, y bajo los caídos aleros había raras ventanas oscuras cuyos vidrios emplomados eran demasiado espesos para ver a su través. Ni un solo ser, hombre o bestia, andaba por allí, así que no se sabía qué clase de gente las habitaba. Pero el capitán lo sabía. Saltó a tierra, entró en una de las chozas y alguien encendió luces dentro, y las ventanitas brillaron con siniestra catadura.
Era noche cerrada cuando volvió a bordo. Dio las buenas noches a los hombres que pendían de la entena, y nos miró con una cara que aterró al pobre Bill.
Aquella noche descubrimos que había aprendido a maldecir, porque se acercó a unos cuantos que dormíamos en las literas, entre los cuales estaba el pobre Bill, nos señaló con el dedo y nos echó la maldición de que nuestras almas permanecieran toda la noche en el tope de los mástiles. Al punto vióse el alma del pobre Bill encaramada como un mono en la punta del palo mayor, mirando a las estrellas y tiritando sin cesar.
Movimos entonces un pequeño motín; pero subió el capitán y de nuevo nos señaló con el dedo, y esta vez el pobre Bill y todos los demás nos encontramos flotando a la zaga del barco en el frío del agua verde, aunque los cuerpos permanecían sobre cubierta.
Fue el paje de escoba quien descubrió que el capitán no podía maldecir cuando estaba embriagado, aunque podía disparar lo mismo en ese caso que en cualquier otro.
Después de esto no había más que esperar y perder dos hombres cuando la sazón llegara. Varios de la tripulación eran asesinos y querían matar al capitán, pero el pobre Bill prefería encontrar un pedazo de isla lejos de todo derrotero y dejarlo allí con provisiones para un año. Todos escucharon al pobre Bill, y decidimos amarrar al capitán tan pronto como le cogiéramos en ocasión que no pudiera maldecir.
Tres días enteros pasaron sin que el capitán se volviese a embriagar, y el pobre Bill y todos con él atravesamos horas espantosas, porque el capitán inventaba cada día nuevas maldiciones, y allí donde su dedo señalaba, habían de ir nuestras almas. Nos conocieron los peces, así como las estrellas, y ni unos ni otras nos compadecían cuando tiritábamos en lo alto de las vergas o nos precipitábamos a través de bosques de algas y perdíamos nuestro rumbo; estrellas y peces proseguían sus quehaceres con fríos ojos impávidos. Un día, cuando el sol ya se había puesto y corría el crepúsculo y brillaba la luna en el cielo cada vez más clara, nos detuvimos un momento en nuestro trabajó porque el capitán, con la vista apartada de nosotros, parecía mirar los colores del ocaso, volvióse de repente y envió nuestras almas a la luna. Aquello estaba más frío que el hielo de la noche; había horribles montañas que proyectaban su sombra, y todo yacía en silencio cómo miles de tumbas; y la tierra brillaba en lo alto del cielo, ancha como la hoja de una guadaña; y todos sentimos la nostalgia de ella, pero no podíamos hablar ni llorar. Ya era noche cuando volvimos. Durante todo el día siguiente estuvimos muy respetuosos con el capitán; pero él no tardó en maldecir de nuevo a unos cuantos. Lo que más temíamos era que maldijese nuestras almas para el infierno, y ninguno nombraba el infierno sino en un susurro por temor de recordárselo. Pero la tercera tarde subió el paje y nos dijo que el capitán estaba borracho. Bajamos a la cámara y le hallamos atravesado en su litera. Y él disparó como nunca había disparado antes; pero no tenía más que las dos pistolas y sólo hubiera matado a dos hombres si no hubiese alcanzado a José en la cabeza con la culata de una de sus pistolas. Entonces lo amarramos. El pobre Bill puso el ron entre los dientes del capitán y le tuvo embriagado por espacio de dos días, de modo que no pudiera maldecir hasta que le encontrásemos una roca a propósito. Antes de ponerse el sol del segundo día hallamos una isla desnuda, muy bonita para el capitán, lejos de todo rumbo, larga como de unas cien yardas por ochenta de ancha; bogamos en su derredor en un bote y dímosle provisiones para un año, las mismas que teníamos para nosotros, porque el pobre Bilí quería ser leal, y le dejamos cómodamente sentado, con la espalda apoyada en una roca, cantando una barcarola.
Cuando dejamos de oír el canto del capitán nos pusimos muy alegres y celebramos un banquete con nuestras provisiones del año, pues todos esperábamos estar de vuelta en nuestras casas antes de tres semanas. Hicimos tres grandes banquetes por día durante una semana; cada uno tocaba a más de lo que podía comer, y lo que sobraba lo tirábamos al suelo como señores. En esto, un día, como diésemos vista a San Huëlgedos, quisimos tomar puerto para gastarnos en él nuestro dinero; pero el viento viró en redondo y nos empujó mar adentro. No se podía luchar contra él ni ganar el puerto, aunque otros buques navegaban a nuestros costados y anclaron allí. Unas veces caía sobre nosotros una calma mortal, mientras que, alrededor, los barcos pesqueros volaban con viento fresco; y otras el vendaval nos echaba al mar cuando nada se movía a nuestro lado. Luchamos todo el día, descansamos por la noche y probamos de nuevo al día siguiente. Los marineros de los otros barcos estaban gastándose el dinero en San Huëlgedos y nosotros no podíamos acercarnos. Entonces dijimos cosas horribles contra el viento y contra San Huëlgedos, y nos hicimos a la mar.
Igual nos ocurrió en Norenna.
Entonces nos reunimos en corro y hablamos en voz baja. De pronto, el pobre Bill se sobrecogió de horror. Navegábamos a lo largo de la costa de Sirac, y una y otra vez repetimos la intentona, pero el viento nos esperaba en cada puerto para arrojarnos a alta mar. Ni las pequeñas islas nos querían. Entonces comprendimos que ya no había desembarco para el pobre Bill, y todos culpaban a su bondadoso corazón, que había hecho que amarraran al capitán a la roca para que su sangre no cayera sobre sus cabezas. No había más que navegar a la deriva. Los banquetes se acabaron, porque temíamos que el capitán pudiera vivir su añoo y retenernos en el mar.
Al principio solíamos saludar a la voz a todos los barcos que hallábamos al paso, y pugnábamos por abordarlos con nuestros botes; mas era imposible remar contra la maldición del capitán, y tuvimos que renunciar. Entonces, por espacio de un año, nos dedicamos a jugar a las cartas en la cámara del capitán, día y noche, con borrasca o bonanza, y todos prometían pagar al pobre Bill cuando desembarcasen.
Era horrible para nosotros pensar en lo frugal que era, realmente, el capitán, un hombre que acostumbraba a emborracharse un día sí y otro no cuando estaba en el mar, y todavía estaba allí vivo, y sobrio, puesto que su maldición aún nos vedaba la entrada en los puertos, y nuestras provisiones se habían agotado. Pues bien, echáronse las suertes y tocó a Jaime la mala. Con Jaime sólo tuvimos para tres días; echamos suertes de nuevo y esta vez le tocó al negro. No nos duró mucho más el negro. Sorteamos otra vez y le tocó a Carlos, y aún seguía vivo el capitán.
Como éramos menos, había para más tiempo con uno de nosotros. Cada vez nos duraba más un marinero, y todos nos maravillamos de lo que resistía el capitán. Iban transcurridas cinco semanas sobre el año, cuando le tocó la suerte a Mike, que nos duró una semana, y el capitán seguía vivo. Nos asombraba que no se hubiera cansado ya de la misma y vieja maldición, más suponíamos que las cosas parecían de distinto modo cuando se estaba solo en una isla.
Cuando ya no quedaban más que Jacobo, el pobre Bill, el grumete y Dick, dejamos de sortear. Dijimos que el grumete ya había tenido harta suerte y que no debiera esperarla más. Ya el pobre Bill se había quedado sólo con Jacobo y Dick, y el capitán seguía vivo. Cuando ya no hubo grumete, y seguía vivo el capitán, Dick, que era un mozo enorme y fornido como el pobre Bill, dijo que ahora le tocaba a Jacobo y que ya había tenido demasiada suerte con haber vivido tanto. Pero el pobre Bill se las arregló con Jacobo, y ambos decidieron que le había llegado la vez a Dick.
No quedaban más que Jacobo y el pobre Bill; y el capitán sin morirse.
Ambos permanecían mirándose noche y día cuando se acabó Dick y se quedaron los dos solos. Por fin al pobre Bill le dio un desmayo que le duró una hora. Entonces Jacobo acercósele pausadamente con su cuchillo y asestó una puñalada al pobre Bill cuando estaba caído sobre cubierta. Y el pobre Bill lo agarró por la muñeca y le hundió el cuchillo dos veces para mayor seguridad, aunque así estropeaba la mejor parte de la carne. Luego el pobre Bill se quedó solo en el mar.
A la semana siguiente, antes de concluirsele la comida, el capitán debió de morirse en su pedazo de isla, porque el pobre Bill oyó el alma del capitán que iba maldiciendo por el mar, y al día siguiente el barco fue arrojado sobre una costa rocosa.
El capitán ha muerto hace cien años, y el pobre Bill ya está sano y salvo en tierra. Pero parece como si el capitán no hubiera concluido todavía con él, porque el pobre Bill ni se hace más viejo ni parece que haya de morir. ¡Pobre Bill!...”
Dicho esto, la fascinación del hombre se desvaneció súbitamente, y todos nos levantamos de golpe y lo dejamos.
No fue sólo la repulsiva historia, sino la espantosa mirada del hombre que la contó y la terrible tranquilidad con que su voz sobrepujaba el estruendo de la borrasca lo que me decidió a no volver a entrar en aquel figón de marineros, en aquella taberna del puerto.


sábado, 25 de abril de 2020

PASEO NOCTURNO (Rubem Fonseca)


Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.


viernes, 24 de abril de 2020

QUIEN NO TIENE DINERO NO TIENE ALMA (António Lobo Antunes)


La casa es la misma pero todo ha cambiado. No en la casa, claro, ni en el patio, ni en la mimosa. Y en las habitaciones los objetos de siempre, los edificios de costumbre frente a las ventanas, el olor igualito, el silencio idéntico. El grifo habitual goteando, pausado, en la bañera. El aparador, la mesa, el sillón de cuando usted era pequeña. Sólo que ahora no está. En la planta baja la cocina, el comedor, el cobertizo del lavabo, el muro al que le falta un pedazo en el lado del callejón; por ahí tampoco hay diferencias y entonces pienso si todo ha cambiado o si el que ha cambiado he sido yo. Tal vez he sido yo porque usted ahora no está. Y como no está las cosas cobran un significado diferente, retratos de repente llenos de sentido, una mancha en la alfombra que no sé qué quiere decir, yo intento encontrar explicaciones, mensajes, secretos que me negué a escuchar en aquel elefantito de marfil, en aquella máscara de la pared, en el marco sin cristal en el que una niña, que no estoy muy seguro de quién es, usted o su hermana, qué más da

no merece la pena mentir, sé perfectamente que usted

sonríe. Usted con trece o catorce años, una blusita a rayas, la boca que se mantuvo igual a lo largo del tiempo. La frente parecida a la de su madre, lo veo más claro ahora. No se ven las manos, me gustaba ver sus manos pero usted ahora no está y se las ha llevado. ¿Adónde?

Al fondo del patio

(qué estupidez escribir al fondo si el patio es tan pequeño)

el cuarto de la lavadora, de la tabla de planchar, del cesto con la cafetera eléctrica averiada. Hay que subir un escalón, la luz corre a lo largo del tubo fluorescente, vacila antes de fijarse, se fija y una claridad de agua sucia. Oigo la voz de su abuela

-Quien no tiene dinero no tiene alma

y ni abuela ni bastón, la portezuela de la lavadora abierta, nadie. Los domingos, en verano, su padre traía una silla de lona, la acomodaba en el patio y se quedaba allí, con los ojos cerrados, cruzando los pulgares junto a un pequeño arriate de flores cuyo nombre nunca supe. Hace siglos que nadie las riega y se acabaron las flores: unos tallos rígidos, secos, la manguera inútil en el suelo. Era roja y ahora es rosada. Un gato saltó desde la casa del vecino al cuarto de la lavadora donde me observa quieto, con una de las patas suspendida, delicado, curioso. La pata suspendida como el meñique de su madre al coger la taza de té. Y la abuela, mojando la tostada

-Quien no tiene dinero no tiene alma

mirando el mundo con sus gafitas agrias, minuciosas de envidia. De hecho no había mucho dinero y me detengo a imaginar si habría alma. Los mismos zapatos siempre, la misma ropa: ¿es esto el alma, es decir, chaquetas eternas, postergar la pintura de la habitación, el dinero contado y vuelto a contar en la lata del pan? Sacando a la vieja, nadie se quejaba y el reloj por encima del frigorífico, cuya esfera imitaba una olla y las agujas un cuchillo y un tenedor, iba devorando las horas. En lo que a usted respecta las devoró todas, ya que usted ahora no está. Se fue no diré adónde, ni voy a hablar de los coches, ni del cura, ni de nosotros callados: sólo afirmo que no está o, mejor dicho, es la casa quien afirma que no está, la casa la misma y en la que todo ha cambiado. Es curioso cómo su retrato se me antoja otro. El pañuelo en el respaldo, otro. El paquete de cigarrillos con tres cigarrillos dentro, en la cabecera. Toco el paquete y no es papel lo que toco: me gustaría suponer que la toco a usted. La silla de lona de su padre sin nadie, rayas azules y blancas, la forma del cuerpo. A su padre lo veo allí fuera, en la calle, con los pulgares en los bolsillos, quieto, sin interesarse por nada. Ha de venir a la hora de cenar, las personas vienen, ¿no?, sacan la servilleta de la argolla, se sirven. Su madre ordena cosas en el desván, se ha pasado la vida ordenando cosas en el desván. Los párpados de su hermana más gruesos, los labios de vez en cuando trémulos, un susurro perplejo

-Y es esto

mientras se vuelve de espaldas con un encogimiento de hombros. Se le pasará. Se nos pasará a todos, el todo que ha cambiado volverá a ser lo que fue, y entonces la casa, la misma, será la misma. Nosotros comiendo. Nosotros sin usted frente al televisor. Nosotros con más tiempo para el baño sin darnos cuenta de que tenemos más tiempo para el baño. Algún dinero más también y, por consiguiente, un poquito de alma. A su abuela le gustaría. El problema es el retrato, usted con trece o catorce años y blusita a rayas, el retrato que me persigue, me incomoda, por el hecho de que no veo sus manos. Me hastía la falta de manos. Es que a veces apoyaba una de ellas en mi cabeza, afirmaba

-Vamos a tener una casa sólo para nosotros, te lo prometo

afirmaba

-Un día nos iremos de aquí

y yo, como es de imaginar, me alegraba: sobraría, por ejemplo, espacio para un hijo. O un perro. Y usted

-Me gusta que me trates de usted como a las personas ricas

quitándome la alianza antes de apagar la lámpara y sonriendo con la sonrisa de la fotografía

-Ahora vamos a hacer cuenta de que no estamos casados, ¿qué te parece?



jueves, 23 de abril de 2020

CABEZA RAPADA (Jesús Fernández Santos)


Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
-¿Te duele? -le pregunté.
Y contestó:
-Un poco -hablando como con gran trabajo.
-Podemos estar un poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a quejarse.
-¿Te duele ahora?
-Aquí, un poco…
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
-No te apures; ya pasará como ayer.
-¿Y si no pasa?
-¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.
-Ese chico no está bueno…
-¡Qué va! No es más que frío…
El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
-No está bueno…
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
-Va a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
-Vamos -dije-; vámonos.
Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.
Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:
-¡Que no es nada, hombre!
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás la voz del otro:
-¡Le debía ver un médico!
-¡Ya lo vio ayer!
Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abrió una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.
Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
-¿Es hermano tuyo?
-No.
Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.
Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
-Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.
Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando el él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
-No llores -le dije.
-Me voy a morir.
-No te vas a morir, no te mueres…


martes, 21 de abril de 2020

AVISO (Salvador Elizondo)


La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.
Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.
Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.


domingo, 19 de abril de 2020

DESPUÉS (José Manuel Benítez Ariza)


Acabo de verlos sobre el escenario. Y ahora, en la terraza del bar en la que toman un bocado antes de hacerse a la carretera después de la actuación, parecen como empequeñecidos. El hombretón de una pieza que tan expresivamente coqueteaba con la actriz principal es ahora un hombre más bien bajo que sonríe desvaídamente a sus contertulios; el descarado cómico travestido es ahora un muchacho tímido con gafas que tiene ganas de irse a dormir. Y la protagonista, una mujer de belleza racial y formas poderosas, que se había mostrado todo el tiempo segura del magnetismo que ejercía sobre el público encandilado -y no sólo el masculino-, es ahora una muchachilla menuda en la que con dificultad se hubiera fijado uno de no haber reconocido en ella a la actriz que habíamos admirado apenas unos minutos antes. Debió de ser efecto de las luces, de los trajes, del maquillaje, del propio juego de trampantojo entre la desnudez apenas entrevista -en un momento del espectáculo la chica se desviste discretamente ante un espejo, en un rincón del escenario- y su potente corporeidad vestida, lucida sin recato como sólo saben hacerlo quienes disfrutan siendo el centro de todas las miradas. Ahora, ya digo, son menos que nada: rostros anónimos en una multitud anónima. Como nosotros.


EL SUICIDA (Enrique Anderson Imbert)


Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


viernes, 17 de abril de 2020

YO SUGIERO LA EXTRACCIÓN (Javiera Valentina Núñez Álvarez)


La introducción es burda, pero necesaria para el entendimiento de este relato.

I

Desprenderse, esa era la palabra, rondaba entre las conversaciones de los adultos, en los baños de mujeres que se prestan el maquillaje, entre las estudiantes de uniforme en el vagón del metro, mas tarde en el café con los amigos.
Separarse, desapegarse...¡tanta teoría!, tantas palabras volcadas al respecto. Parecía una cosa sería,- y es que no puede avanzar si uno no se separa de las cosas que se han ido-. No sirve dormir con la luz prendida, ni hacer grandes hogueras con restos de objetos a los que se les da tanta importancia como si fueran las personas mismas. No sirve recrear en la mente escenas de asesinato, no sirve empujarlos al río con los ahogados.

Sin embargo, cuando creía que nada podía ser peor, sufrí mi episodio de desprendimiento. Me está doliendo en el lado derecho de la cara, también sangra, con constancia , y mantiene un dolor pequeño que no se ausenta.

II

12:00 pm, la sala del dentista, una esperada cita para continuar el proceso de endodoncia de mi molar derecho; la pobre muela no había sobrevivido íntegra al embate de ese aparato ruidoso que escarba y agujerea, se había roto, y tenía pocas esperanzas de ser salvada.

La tranquilidad que otorga el sentir que se hace lo correcto, que uno se hace cargo de uno mismo, me llevó, casi sonriente, a la silla del dentista. Después de una breve charla sobre posibilidades y buenas decisiones, el señor de bigote procedió a hacer su evaluación, y con una pequeña plaquita radiográfica dio sentencia de muerte a mi amado molar derecho-es mejor extraerla- dijo. -La endodoncia puede salir mal- dijo. -quizá gaste mas dinero- dijo. -yo sugiero la extracción.

Silencio sepulcral
-¿no hay nada que hacer?- pregunté. -puede arriesgarse- pero será un proceso largo y costoso, y no le podemos garantizar que de buenos resultados. La historia de mi vida- pensé- tantos pinches procesos largos y costosos sin garantía de buenos resultados.

-Sáquela-
-¿está segura?
-¿por qué me vuelve a preguntar?-
-Es una decisión difícil-
-No quiero que me la saque, pero usted dice que es lo mejor, ¿no?

-Sí...por protocolo debía preguntar otra vez
(yo asiento con la cabeza)

Me recliné en la silla, las manos sobre el abdomen, mientras veía entrar una a una las herramientas de tortura que el joven ayudante depositaba en la mesita metálica. La luz sobre la cara, que a esas alturas me parecía la luz del túnel que nos lleva al mas allá.

Una inyección que aguanté estoica, luego otra y el labio se iba durmiendo, luego una mas grande, metálica y terrorífica, directo en la víctima, sin darme tiempo de despedirla.

-¡No cierre los ojos!
¡Mierda!, pensé -¿además tengo que presenciar como mete esa aguja gigante en mi boca?-
Recurriendo a la única parte no ansiosa de mi existencia comencé a respirar lentamente para mantener el control, mientras le sonreía al dentista con lo ojos y el aparato succionador retiraba la baba y la anestesia amarga derramada en el procedimiento.

-Vamos a empezar-dijo. -¿estas lista?- asentí como pude pensando- ¡no, no estoy lista!, ¿como se puede estar lista para esto? ¡no quiero que me saque la muela señor! ¿alguien lo va a notar? ¡si, todo el mundo lo va a notar! ¡no saldré nunca mas a la calle!-
Entre sus manos alzó un aparato metálico, como una ganzúa y me jalo mi pobre y moribundo molar -!ah!- me retorcí.
-¿duele? Preguntó.
¿duele? Pensé. -!si duele!, duele pensar que me van desmantelando de a poco, como a un coche en un deshuesadero. Es que nunca va a volver, esa pobre muela, producto de mi irresponsabilidad, no va a volver. ¿cuando van a dejar de sacarme cosas del cuerpo?
Cambió de instrumento, ahora esa pinza gigante como la que tenía mi papá para aflojar las tuercas del refrigerador...de pronto el crujido de la carne que se desprende-!mmmmm!
-¿quiere descansar?. Alce su mano izquierda si quiere que me detenga.
ya era tarde, no podía hacer que se detuviera; uno a otro comenzaron a alternarse los instrumentos, el crujido constante adentro de la cabeza, y los minutos que pasaban y la muela que se resistía.

¡despréndete de una puta vez! Pensé.
y entonces la epifanía, las voces de los amigos “hay que desprenderse para que pasé el dolor”.
Lo entendí todo, a eso se referían, déjala ir, ¡suéltala!
¿era la muela la concreción del desprendimiento?
Porque a mi todo lo demás me parecía absurdo, las conversaciones, las ideas, !tantas teorías que nadie practica! ¡tantas buenas ideas para vivir mejor!, pero ahí estaba, sucedía, sin quererlo yo debía desprenderme de mi muela aunque no lo deseara.
-señorita, dejé de hacer fuerza- dijo el dentista frente a la posición retorcida que yo adoptaba sobre la silla; las manos en absoluta tensión sobre las rodillas, el cuerpo replegado hacia el centro, la mirada de animal atropellado, y las ilusas lágrimas que a esas alturas me empapaban el cuello de la camisa.
-el que tiene que hacer fuerza soy yo- agregó en tono jocoso, frente a la escena absurda que estaba observando.
-¡me estoy desprendiendo!- quise decirle, con la mirada, por supuesto. -lo he comprendido todo-
quise decirle- pero vi la tensión en su antebrazo. El tiempo se detuvo un segundo, y como en cámara lenta, percibí el último golpe que infringía a mi molar. El ultimo tronido. La despedida. Lenta y dolorosa como deben ser las despedidas.
Todo terminó, sacó la blanca y accidentada muela de mi boca, sustituyéndola por un miserable algodón.
-¡aquí está!. Terminamos.
-tome- me entrego un pedazo de servilleta. -para que se sequé las lágrimas-
la tomé avergonzada, y sin quererlo dejé escapar un pequeño gemido infantil, generado por la certeza de que nadie me iba a comprar un helado a la salida del dentista.
-¿llora porque le dolió o porque es artista?- agregó el dentista en tono de broma.
Respondí con una mueca que pretendía ser sarcástica.
-¿se la quiere llevar?-
¡“¿se la quiere llevar?”! ¿¡como!?, si llevo cuarenta minutos desprendiéndome de ella.
¡No me la van a cambiar por dinero! ¿de que habla?- pensé con la indignación que da la experiencia, con la ira propia de la sabiduría adquirida. Yo se desprenderme.
Me paré de la silla, mareada, adolorida, con el cachete derecho de la cara embarrado de sangre, el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.
-Gracias- dije. Y lo dije de manera profunda. “Gracias”, resonó en la sala, mientras me alejaba tambaleante hacia la puerta.
Me detuve antes de cruzar el umbral-¿y si me hubiese arriesgado? ¿si no hubiese seguido la sugerencia del doctor? ¿si hubiese conservado mi muela? ¿si hubiese luchado por ella?... Ese último pensamiento me llevó a retroceder en mis pasos, y al volver la vista hacia la silla de tortura solo pude ver a chica de la limpieza que retiraba los instrumentos y ordenaba el lugar de la masacre; llevaba delantal blanco y en los oídos un par de audífonos. Tarareaba en silencio alguna canción alegre, eso se notaba por los gestos movedizos de su cara.

Entonces tomó mi muela, ese pedazo de mí, con sus manos vestidas en guantes de látex, y sosteniéndola entre dos dedos, la dejó caer lentamente en el bote de los desechos peligrosos.


VERSE (Samuel Beckett)


Lugar cerrado. Todo lo que hay que saber para decir sabido. No hay más que lo dicho. Aparte de lo dicho no hay nada. Lo que ocurre en la arena no está dicho. Si fuese preciso saberlo se sabría. No interesa. No imaginarlo. Tiempo valiéndose de la tierra obrar a disgusto. Lugar hecho de una arena y un foso. Entre los dos costeando éste una pista. Lugar cerrado. Más allá del foso no hay nada. Se sabe porque hay que decirlo. Arena negra extendida. Allí pueden caber millones. Errantes e inmóviles. Sin verse ni oírse jamás. Sin tocarse jamás. Es todo lo que se sabe. Profundidad del foso. Ver desde el borde todos los cuerpos colocados al fondo. Los millones que aún permanecen allí. Parecen seis veces más pequeños de lo normal. Fondo dividido en zonas. Zonas negras y zonas claras. Ocupan toda su anchura. Las zonas que permanecen claras son cuadradas. Un cuerpo mediano apenas cabe allí. Extendido en diagonal. Más grande tiene que acurrucarse. Se sabe así la anchura del foso. Se sabría sin eso. Hacer la suma de las zonas negras. De las zonas claras. Las primeras ganan con mucho. El lugar ya es viejo. El foso es viejo. Al principio no había más que claridad. Más que zonas claras. Tocándose casi. Ribeteadas de sombra apenas. El foso parece en línea recta. Luego reaparece un cuerpo ya visto. Se trata pues de una curva cerrada. Claridad muy brillante de las zonas claras. No penetra en las negras. Estas son de un negro no reducible. Tan denso en los bordes como en el centro. En compensación esta claridad sube todo seguido. A una altura por encima del nivel de la arena. Tan alta por arriba como es profundo el foso. Se levantan en el aire oscuro torres de pálida luz. Tantas zonas claras como torres. Como cuerpos visibles en el fondo. La pista sigue al foso en toda su longitud. En todo su contorno. Está sobrealzada con relación a la arena. Lo equivalente a un peldaño. Está hecha de hojas muertas. Evocación de la hermosa naturaleza. Están secas. El aire seco y el calor. Muertas pero no podridas. Darían más bien en polvo. Pista justo bastante ancha para un solo cuerpo. Nunca dos se cruzan en ella.


jueves, 16 de abril de 2020

ESTO SÍ QUE ES VIDA (Amando García Nuño)


Concluida su jornada laboral, la muerte solía descansar a la sombra, sobre una tumbona de aquel hotel de playa. Allí, en el jardín, junto al gintonic con limón exprimido y unos ganchitos en forma de guadaña, recuperaba el humor perdido a lo largo de un día ajetreado. El suyo era un trabajo aburrido, sin valor social ni relevancia alguna, un mero acompañamiento de caminantes agotados, en tortuosos paseos sin retorno. Un trabajo, además -según tenía entendido en las encuestas- mal valorado por la clientela presente y futura. 

Cruzó las tibias con coquetería y exhaló un suspiro. Suspiro que, en su caso, desde luego, no sería el último, pensó con regocijo. Se estaba bien, disfrutando del ocio tras varias horas de curro extenuante. Esto sí que es vida, murmuraba la muerte para sí, mientras repasaba con desgana su agenda del día siguiente, esto sí que es vida.


miércoles, 15 de abril de 2020

EL CIERVO (Liu Tsung Yüan)


Un hombre capturó un cervatillo durante una cacería. Con el propósito de domesticarlo, lo llevó a su casa. En el portón, moviendo la cola y ladrando, salieron a recibirlo sus perros. El cazador, con el cervatillo en brazos, ordenó a los criados que contuviesen a los perros. Al día siguiente fue a la perrera con el corzo, el látigo en la mano, y lo acercó a las bestias para que lo olieran. Y así todos los días hasta que se acostumbraron al recién llegado. Al cabo del tiempo, ignorante de su propia naturaleza, el ciervo jugaba con los perros. Los embestía con dulzura, corría, saltaba entre ellos, dormía a su lado. Temerosos del látigo, los perros le devolvían caricia por caricia. A veces, sin embargo, se relamían los hocicos.

Un día el ciervo salió de casa. En el camino vio una jauría. Al punto corrió a unirse a ella, deseoso de jugar. Pronto se vio rodeado por ojos inyectados y dientes largos. Los perros lo mataron y devoraron, dejando sus huesos esparcidos en el polvo. El ciervo murió sin entender lo que pasaba.



martes, 14 de abril de 2020

EL PAN AJENO (Varlam Shalámov)


Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.


lunes, 13 de abril de 2020

ARCILLA (James Joyce)


La Supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.

María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: "Sí, mi niña", y "No, mi niña". La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la Supervisora le dijo:

-¡María, es usted una verdadera pacificadora!

Y hasta la Auxiliar y dos damas del Comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.

Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:

-Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.

Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería Dublín Iluminado y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.

Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada Víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber.

Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.

Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartito en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus botitas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.

Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.

Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápidamente por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de a penique surtidas y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:

-Dos con cuatro, por favor.

Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.

Todo el mundo dijo: "¡Ah, aquí está María!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el envoltorio de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y la señora Donnelly dijo qué buena era trayendo un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:

-Gracias, María.

Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido -por error, claro-, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles las tortas si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y la señora Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto, casi llora allí mismo.

Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. La señora Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.

Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminaría si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo la señora Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: "¡Oh, yo sé bien lo que es eso!" Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.

La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo muy pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.

Después de eso la señora Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y la señora Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.

Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. La señora Donnelly dijo "¡Por favor, sí, María!", de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. La señora Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo "¡Ahora, María!", y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó "Soñé que habitaba" y, en la segunda estrofa, entonó:Soñé que habitaba salones de mármol Con vasallos mil y siervos por gusto,Y de todos los allí congregados,Era yo la esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombre Ancestral y digno de sentirme vana,Pero también soñé, y mi alegría fue enorme Que tú todavía me decías: «¡Mi amada!»

Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.


domingo, 12 de abril de 2020

EL MAESTRO DE CARRASQUEDA (Miguel de Unamuno)


Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: “No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar”? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo... que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra —pensaba—; pero lo que es la música...» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un «¡Eso no pinta aquí!» «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena» era su refrán favorito.

Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que... ¡Bah, bah, bah! ¡Querer enseñarles labranza a ellos, labradores desde siempre...! «¡Señor maestro, enseñe el catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!»

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:

—Amigo don Casiano —le dijo—, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso... y que no lo entiendan, sobre todo...

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito. ¡Vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aún Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen... y entienden acaso».

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo: «Yo te haré hombre —le decía—; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana —se lo hemos oído más de una vez— cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando, frente a un barbecho, exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar...»

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1850 se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando, después de su victoria definitiva, fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!

Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de “Decía una vez mi maestro…” Al principio provocaba risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: “Mi condecoración eres tú, Ramonete,” Y no insistió éste.

-Si usted hubiera salido, don Casiano…

-¿Salir? ¿A dónde?

-Hoy tendría posición, nombre, gloria…

-¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete? No, yo no soy de los que se guardan las perillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he señalado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

-Una y otra cosa, don Casiano…

-¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: “¿Qué culpa tengo de haber nacido español?”, no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de su cimiento.

-Pero en un lugarejo…

-Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero ¿no era mi deber trabajar porque se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasqueños?

-¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

-¡Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de la lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto evangelio: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él sólo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto”. Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó la flor a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele la Luna, las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba el cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, henchido de inspiración postrera, habló así:

-Mira Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto… ¡Sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: “es como si hablase a la pared”. Pero, hijo mío, las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete, nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad y allí queda…; el universo es un basto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió, toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día… Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito … Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan!... Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós, hijo mío!

Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.


viernes, 10 de abril de 2020

A LO LEJOS UN PÁJARO (Samuel Beckett)


Tierra cubierta de ruinas, ha caminado toda la noche, yo renuncié, rozando los setos, entre calzada y cuneta, sobre la hierba seca, pasitos lentos, toda la noche sin ruido, deteniéndose a menudo, más o menos cada diez pasos, pasitos desconfiados, volviendo a tomar aliento, escuchando luego, tierra cubierta de ruinas, yo renuncié antes de nacer, no es posible de otro modo, pero era preciso que eso naciese, fue él, yo estaba dentro, se ha detenido, es la centésima vez esta noche, más o menos, eso indica el espacio recorrido, es la última, se ha encorvado sobre su bastón, yo estoy dentro, es él quien ha gritado, él quien ha salido a la luz, yo no he gritado, yo no he salido a la luz, las dos manos, una sobre otra, descargan su peso en el bastón, la frente en las manos, ha vuelto a tomar aliento, puede escuchar, tronco horizontal, piernas separadas, dobladas las rodillas, mismo abrigo viejo, los faldones envarados se levantan por atrás, despunta el día, no tendría más que levantar los ojos, que abrirlos, que levantarlos, se confunde con el seto, a lo lejos un pájaro, lo justo para sorprender y se larga, es él quien ha vivido, yo no he vivido, malvivido, por mi culpa, es imposible que yo posea una conciencia y tengo una, otro me comprende, nos comprende, está ahí, ha terminado por llegar hasta ahí, le imagino, ahí comprendiéndonos, las dos manos y la cabeza hacen un montoncito, las horas pasan, él no se mueve, me busca una voz, es imposible que yo tenga voz y no la tengo, va a encontrarme una, me irá mal a él, le ajustaré las cuentas, sus cuentas, pero nada más, esta imagen, el montoncito de las manos con la cabeza, el tronco horizontal, los codos por ambas partes, los ojos cerrados y el rostro paralizado a la escucha, los ojos que no se ven y todo el rostro que no se ve, el tiempo no cambia nada, esta imagen y nada más, tierra cubierta de ruinas, la noche se retira, se ha largado, yo estoy dentro, va a matarse, por mi culpa, voy a vivir eso, voy a vivir su muerte, el final de su vida y después su muerte, poco a poco, en presente, cómo va a arreglárselas, es imposible que yo lo sepa, no lo sabré, poco a poco, él es quien morirá, yo no moriré, no quedará de él más que los huesos, yo estaré dentro, no quedará de él más que arena, yo estaré dentro, no es posible de otro modo, tierra cubierta de ruinas, ha atravesado el seto, ya no se detiene, nunca dirá yo, por mi culpa, no hablará con nadie, nadie le hablará, no hablará solo, no queda nada en su cabeza, yo pondré en ella lo que se necesita, para acabar, para no decir más yo, para no abrir ya la boca, confundidos recuerdos y pesares, confusión de seres queridos y juventud imposible, inclinado hacia delante y sosteniendo el bastón por el medio avanza tropezando a campo traviesa, una vida mía, lo intenté, ha sido un fracaso, nunca más que suya, mala, por mi culpa, él decía que no había sólo una, pero sí, sólo hay una todavía, la misma, pondré rostros en su cabeza, nombres, lugares, lo tramaré todo, con qué terminar, sombras para huir, últimas sombras, para huir y para perseguir, confundirá a su madre con unas grullas, a su padre con un peón caminero llamado Balfe, le pegaré un viejo chucho enfermo para que ame todavía, se pierda todavía, tierra cubierta de ruinas, pequeños pasos enloquecidos.

DE CUANDO ESTUVE LOCO (Isidro Saiz de Marco)


Ya sabéis que se me fue la olla. Oí los gritos de un muchacho al que un labrador había atado a un árbol. El labrador estaba azotándolo con saña. Yo intervine y le dije:

—Me parece mal que azotes a quien no puede defenderse. Sube a tu caballo y coge tu lanza, que te haré ver que eso que haces es de cobardes.

El labrador me respondió:

—Este muchacho al que estoy castigando es mi criado. Me sirve guardando una manada de ovejas, y es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido dice que lo hago por no pagarle el sueldo que le debo. Y miente.

—¿Miente? —dije yo—. Me dan ganas de atravesarte con esta lanza. Págale inmediatamente, y desátalo.

El labrador bajó la cabeza y desató al muchacho.

Pregunté a éste cuánto le debía su amo. Contestó que nueve meses, a siete reales cada mes. Calculé que sumaban 63, y mandé al labrador que se los pagase, si no quería morir por ello. Él replicó que era menos lo que debía porque había que descontar tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le hicieron estando enfermo.

—Bien está todo eso —repliqué yo—, pero que los zapatos y las sangrías compensen los azotes que sin culpa le has dado; porque, si él rompió el cuero de los zapatos que le pagaste, tú le has roto el de su cuerpo; y si le sacó sangre el barbero estando enfermo, tú se la has sacado estando sano.

—El problema -dijo el labrador- es que aquí no tengo dinero: que venga el muchacho a mi casa y allí se lo pagaré.

—¿Irme yo con él? —dijo el muchacho—. No, señor, porque en cuanto me vea solo me arrancará la piel.

—No hará tal cosa —repliqué yo—: basta con que yo se lo mande para que cumpla lo que le digo; y si él me lo jura por ley de caballería, le dejaré ir libre y consideraré asegurada la paga.

—Piense, señor, lo que dice —insistió el muchacho—, que mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo, vecino de Quintanar.

—Importa poco eso —respondí yo—. Porque, si no paga lo que debe, volveré a buscarle y castigarle, y he de encontrarlo aunque se esconda como una lagartija. Que para eso soy don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.

Y, tras decir esto, me marché de allí.

Y el resto también lo sabéis: Que, en cuanto me alejé, el labrador volvió a atar al muchacho a la encina y le dio todos los azotes que quiso.

En fin, ya sabéis que hice todo eso. Que me equivoqué. Y que actué así porque se me fue la olla.

De acuerdo. Pero lo que no aceptaré es que lo sensato habría sido no actuar: ver que un niño estaba siendo azotado y no hacer nada. Mirar para otro lado, dejarlo estar, pasar de largo.

No. No voy a sustituir una locura por otra.


jueves, 9 de abril de 2020

EL RETRATO OVAL (Edgar Allan Poe)


El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza entes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda media noche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parecía mucho al estilo de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen.
“Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquélla que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: "Ciertamente ésta es la Vida misma". Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba muerta!".