Entrada al azar

sábado, 29 de junio de 2019

UNA LUZ EN LA VENTANA (Truman Capote)


Una vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.

No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.

Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una luz. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.

Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:

—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.

—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tengo teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.

Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.

Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.

Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:

—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.

Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.

—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?

Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:

—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos...

Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.

Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita que brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:

—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.

Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, hacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.

A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada. Me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.

Ella estaba con su cháchara:

—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?

—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.

—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca.

Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: en medio de la noche una luz en la ventana.


NOSOTROS MATAMOS A DAVID FOSTER WALLACE (Manu Espada)


Nos convertimos en unos auténticos desalmados hijos de perra. Nosotros solos acabamos con la vida de, al menos, una veintena de escritores. Esas muertes siempre se relacionaron con el suicidio. Escritor atormentado y suicidio eran un silogismo atractivo para la prensa y obvio para los forenses. Al primero lo matamos sin querer. Al segundo lo quitamos de en medio con el fin de demostrar que nuestra teoría tenía sentido. Al resto los asesinamos sin piedad. Nos convertimos en asesinos en serie. Todo comenzó cuando acabamos el taller de escritura. Decidimos hacer una tertulia literaria todos los viernes por la tarde. Leíamos nuestros textos en voz alta para que el resto los desollara sin complejos y, de esta forma, acabar el año con un proyecto literario bien armado. También comentábamos el libro de un escritor conocido una vez al mes. David Foster Wallace se suicidó justo al día siguiente de que analizásemos “La niña del pelo raro”. Nos quedamos sorprendidos. Inquietos. Excitados. Podía tratarse de una casualidad, pero decidimos corroborar nuestra descabellada hipótesis. Elegimos a otro autor cuyo nombre obviaré en esta confesión. Horas después de nuestra tertulia, se tiró por el balcón, estallando en mil pedazos. La hipótesis se convertía en fórmula. Podíamos haber elegido escritores muertos, pero nos divertía la idea de jugar con la vida de aquellas personas omnipotentes y convertirlos en frágiles personajes. Primero escogimos a escritores que nos caían mal. Luego decidimos hacer una limpia y seleccionamos a unos cuantos escritores malos, sobre todo de best-sellers. Más tarde decidimos convertir en autores malditos a gente realmente buena. También subimos a los altares del martirio a un par de jóvenes promesas y a poetas de una sola obra. A partir de ese momento no nos regíamos por ningún criterio. Solo disponíamos de sus vidas, de la misma manera que ellos manejaban el destino de los personajes a su antojo y conveniencia. Comentábamos sus obras en la tertulia, y esa misma semana abrían la espita del gas o se cortaban las venas en la bañera. Mientras, continuábamos escribiendo nuestros propios textos. “Ella” fue la primera en acabar su proyecto, una aborrecible novela corta sobre la culpa. Aún recuerdo su sonrisa cuando acabó de leernos el último capítulo y cómo comenzó a revolverse en la silla con mis crueles comentarios. Se levantó entre terribles convulsiones, pero ninguno llegó a tiempo de cerrar la ventana. Yo permanecí sentado con los papeles en la mano. Aquella fue la última vez que nos reunimos. Hasta esta tarde. Sé que se han visto. Sé que han hablado de mi último libro.


viernes, 28 de junio de 2019

LA LEYENDA DE CIERTAS ROPAS ANTIGUAS (Henry James)


Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha, pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó un viaje por Francia. En su vigésimotercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas, con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados acierta agradable brusqueriey originalidad propia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar un indicio.


En aquella época las dos hermanas estaban en plena lozanía de su juvenil floración; cada una de ellas, por supuesto, manifestaba esta natural brillantez de la manera que más le cuadraba. Eran disímiles tanto en apariencia como en carácter. Viola, la mayor -de veintidós años recién cumplidos-, era alta y clara, de calmosos ojos grises y cabellos de color castaño rojizo: un muy remoto parecido con la Viola de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino como una criatura morena (con permiso de ustedes), pero delgada, briosa, plena de las más tiernas y elevadas emociones. La señorita Willoughby, con su intensa blancura de piel, sus bien torneados brazos, su majestuosa estatura y su pausado hablar, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto unas calzas y una camisa masculinas; y, a decir verdad, siendo una belleza muy corpulenta, acaso es una suerte que no lo hiciera. También Perdita habría debido cambiar la dulce melancolía de su nombre por algo más en consonancia con su aspecto y temperamento. Era morena a ultranza, baja de estatura, ligera de pies, con ojos oscuros plenos de fuego y animación. Desde niña había sido una criatura de sonrisas y alegría; y, cuando uno hablaba con ella, lejos de hacerlo esperar como era costumbre en su bella hermana (quien lo estudiaba a uno con sus más bien fríos ojos grises), le daba a escoger entre media docena de respuestas antes de que uno hubiera terminado de pronunciar sus frases.


Las jóvenes se alegraron muchísimo de volver a ver a su hermano; mas se descubrieron bastante capaces de reservar cierta porción de entusiasmo para destinarla al amigo de su hermano. Entre sus propios amigos y vecinos, la belle jeunesse de la colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios admiradores devotos, y unos dos o tres que gozaban de la reputación de irresistibles galanes y conquistadores. Pero los lugareños ardides y la algo ruda galantería de estos honrados colonos incipientes quedaron completamente eclipsados ante la buena apariencia, las elegantes ropas, el respetuoso empressement, la perfecta cortesía, la inmensa cultura, del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún dechado: era un franco, resuelto, instruido joven, rico en libras esterlinas, en salud y anodinas esperanzas, y en un pequeño capital de afectos por invertir. Pero era un caballero; poseía un hermoso rostro; había estudiado y viajado; hablaba francés, tocaba la flauta y declamaba versos con muy buen gusto. Había una docena de razones para que de sopetón la señorita Willoughby y su hermana menor se volvieran sobremanera exigentes en su elección de amistades masculinas. La imaginación de la mujer está particularmente adaptada a las diversas pequeñas convenciones y misterios de la buena sociedad. La conversación del señor Lloyd les reveló a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra muchísimo más de lo que él creyó sobre las personas de alcurnia de las capitales europeas. Era fascinante sentarse a oír charlar a él y Bernard sobre las personas extraordinarias y las cosas extraordinarias que ambos habían visto. Tras el té toda la familia solía reunirse alrededor de la chimenea, en el saloncito revestido de madera -por entonces inocente de cualquier propósito de resultar pintoresco o de resultar cualquier otra cosa, a decir verdad, salvo económico, de tal modo que se habían ahorrado los gastos de papeles pintados y colgaduras-, y los dos jóvenes aludían discretamente el uno para el otro, desde los extremos opuestos de la alfombra, esta, esa y aquella aventura. Muchas veces Viola y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber exactamente de qué aventura se trataba, y dónde ocurrió, y quién participó, y qué llevaban puesto las mujeres; mas en aquel tiempo no se consideraba correcto que una joven bien educada interviniese en la conversación por iniciativa propia o formulase excesivas preguntas; y por lo tanto las pobres muchachas se parapetaban ansiosas detrás de la curiosidad, más lánguida -o más discreta-, de su madre.


Que las dos eran muy atractivas fue algo que Arthur Lloyd no tardó en descubrir; pero necesitó más tiempo para decidir cuál poseía mayores encantos. Tuvo un fuerte presagio -una sensación de una naturaleza demasiado enteramente alegre para aplicarle el calificativo de ominosa- de que estaba destinado a llevar al altar a una de ellas; sin embargo era incapaz de llegar a una preferencia, y para tal ceremonia ciertamente era indispensable una preferencia, por cuanto Lloyd tenía demasiada sangre joven como para avenirse a la idea de elegir echándolo a suertes y verse desposeído del celestial deleite de enamorarse. Resolvió tomarse las cosas con calma y aguardar hasta que hablara su corazón. Mientras tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Willoughby hacía gala de una digna indiferencia ante sus “intenciones”, tan lejana de despreocuparse de la honra de sus hijas como de mostrar esa insoportable alacridad por hacerlo comprometerse que tantísimas veces él, en su calidad de joven con posibles, había notado en las venerables damas de sus islas natales. En cuanto a Bernard, lo único que él pedía era que su amigo tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las propias lindas criaturas, por mucho que cada una anhelara secretamente el monopolio de las atenciones del señor Lloyd, se ciñeron a un proceder muy decoroso y humilde y discreto.


En su trato mutuo, empero, ellas estaban algo más a la ofensiva. Eran buenas amigas fraternas, entre las cuales habría hecho falta más de un día para que germinara y fructificara la semilla de los celos; pero ambas pensaban que esa semilla había quedado sembrada el día en que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una determinó que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría la decepción en silencio, y que nadie llegaría a sospechar nada; pues, aunque sentían un fuerte amor, asimismo sentían una fuerte soberbia. Pero cada una rezaba en secreto, pese a todo, para que sobre ella recayera la gloria. Tuvieron necesidad de una gran cantidad de paciencia, de autodominio y de disimulo. En aquel tiempo, una joven que se preciara no podía permitirse hacer ninguna insinuación, ni casi responder, de hecho, a las que se le hacían. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en su asiento con la mirada en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el mágico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd estaba obligado a llevar a cabo su cortejo en el saloncito revestido de madera, bajo la mirada de la señora Willoughby, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que era posible intercambiar un centenar de minúsculas señas y promesas sin que las detectara ninguno de aquellos tres pares de ojos. Las dos muchachas compartían la misma habitación y el mismo lecho, conque durante largas horas estaban juntas cada una bajo la observación directa de la otra. Empero, el saberse recíprocamente espiadas no introdujo ni un ápice de diferencia en los pequeños servicios que se prestaban mutuamente, ni en las diversas tareas domésticas que desempeñaban en común. Ninguna desertó ni titubeó ante las silenciosas baterías de la mirada de su hermana. El solo cambio notable que se verificó en sus costumbres fue que ahora tenían menos cosas que contarse una a otra. Era imposible hablar sobre el señor Lloyd y era ridículo hablar sobre cualquier otra cosa. Por tácito acuerdo empezaron a lucir sus mejores ropas y a emplear pequeños instrumentos de coquetería, en forma de cintas y moños y volantes, permitidos por la más incorruptible modestia. De esa misma guisa muda establecieron un pequeño pacto de sinceridad sobre estos delicados menesteres. “¿Quedo mejor así?”, preguntaba Viola, prendiéndose al corpiño un conjunto de cintas y apartando del espejo la mirada para dirigírsela a su hermana. Solemnemente Perdita alzaba la vista de su propia labor y examinaba el ornato. “Creo que sería preferible que añadieras una lazada más”, decía, con gran gravedad, mirando intensamente a su hermana con ojos que agregaban: “Palabra de honor.” Así estaban continuamente cosiendo y modificando sus faldas, y planchando sus muselinas, y urdiendo lociones y pomadas y cosméticos, como las mujeres del hogar del vicario de Wakefield. Transcurrieron unos tres o cuatro meses; ya era pleno invierno y Viola continuaba diciéndose que si Perdita todavía no era capaz de vanagloriarse de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero a estas alturas Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secretismo se había vuelto diez veces más precioso que el de su hermana.


Una tarde la mayor de las señoritas Willoughby estaba sentada a solas ante el espejo de su tocador, desenredándose los luengos cabellos. Había empezado a anochecer y cada vez había menos luz; encendió las dos velas a ambos lados del marco del espejo y después se acercó a la ventana para cerrar las cortinas. Era un gris atardecer decembrino: el panorama se veía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes nivosas. Al extremo del amplio jardín al cual daba la ventana había una tapia con una puertecita trasera, que comunicaba con un callejón. Dicha puertecita estaba entreabierta, como borrosamente vio en la creciente oscuridad, y morosamente oscilaba en sus goznes, como si alguien la moviera desde el lado del callejón. Sin duda se trataba de una de las criadas. Pero, cuando se disponía a echar la cortina, Viola vio a su hermana entrar en el jardín y echar a andar apresuradamente por el caminito que conducía hasta la casa. Corrió la cortina, aunque dejando una pequeña rendija para espiar. Mientras Perdita recorría el caminito, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Cuando llegó junto a la casa se detuvo un instante, contempló intensamente el objeto y se lo oprimió contra los labios.


La pobre Viola regresó lentamente a su silla y se sentó ante el espejo, en el cual, de haberlo mirado menos abstraídamente, habría visto sus bellas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió a su espalda y su hermana entró en la habitación sin resuello y con las mejillas encendidas por el aire glacial.


Perdita se sobresaltó:


-Qué susto -dijo-. Creía que estabas con mamá. -Las tres mujeres iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones su costumbre era que una de las hijas ayudara a la madre a vestirse. En vez de penetrar, Perdita se quedó junto a la puerta.


-Pasa, pasa -dijo Viola-. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos cuantos retoques a mi peinado. -Sabía que su hermana quería retirarse y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos en la habitación-. Vamos, ayúdame a peinarme -dijo-, y después yo iré a ayudar a mamá.


De mala gana Perdita acudió a empuñar el cepillo. Vio la mirada de su hermana, en el espejo, firmemente clavada en sus manos. Aún no se lo había pasado tres veces por el cabello cuando Viola aferró su propia mano derecha a la izquierda de su hermana y se levantó de un salto.


-¿De quién es este anillo? -gritó pasionalmente, arrastrándola hacia una luz.


En el dedo corazón de la joven refulgía un anillito dorado, adornado con un par de pequeños rubíes. Perdita decidió que ya no servía de nada guardar secreto, pero que debía efectuar su confesión con audacia.


-Es mío -dijo con orgullo.


¿Quién te lo ha regalado? -gritó la otra.


Perdita vaciló un instante.


-El señor Lloyd.


-De golpe y porrazo el señor Lloyd se ha vuelto rumboso.


-¡Huy, no -exclamó Perdita, con arrojo-: no de golpe y porrazo! Ha estado ofreciéndomelo desde hace un mes.


-¿Es que necesitas un mes de ruegos para aceptarlo? -dijo Viola, contemplando la pequeña sortija, que en realidad no era extraordinariamente elegante aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar-. Yo no lo habría aceptado en menos de dos.


-¡No es tanto el anillo -dijo Perdita- cuanto lo que significa!


-Significa que no eres una muchacha decente -gritó Viola-. A ver, ¿mamá está enterada de tu intriga?; ¿y Bernard?


-Mamá ha aprobado mi “intriga”, como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano, y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que te solicitara a ti, hermana?


Viola le dedicó a su hermana una larga mirada, llena de pesadumbre y envidia apasionadas. Después bajó las pestañas sobre las pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita se hizo cargo de que no había sido una escena agradable; mas la culpa era de su hermana. Pero raudamente la joven de más edad hizo acopio de amor propio, y tornó a encararla:


-Acepta mis felicitaciones -dijo con una débil cortesía-. Te deseo toda la felicidad del mundo, y una muy larga vida.


Perdita se rió amargamente.


-¡No lo digas con ese tono! -exclamó-. Una maldición sería más entusiasta. Vamos, hermana -agregó-, él no puede casarse con las dos.


-Te deseo muchísimas alegrías -reiteró maquinalmente Viola, tornando a sentarse frente al espejo-, y una muy larga vida, e innumerables hijos.


En el sonido de estas palabras hubo algo que no fue del entero agrado de Perdita.


-¿Me concederás un año, al menos? -dijo-. En un año puedo tener un hijo... o cuando menos una hija. Si me dejas el cepillo, te arreglaré el cabello.


-Gracias -dijo Viola-. Será mejor que vayas con mamá. No es correcto que una joven prometida en matrimonio atienda a una muchacha que no lo está.


-De eso nada -dijo Perdita, bienhumoradamente-. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.


Pero su hermana le hizo ademanes para que se fuera, conque ella abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, la pobre Viola cayó de rodillas ante el tocador, ocultó la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas y sollozos. Se sintió muchísimo mejor gracias a esta efusión de pesadumbre. Cuando regresó su hermana, ella insistió en ayudarla a vestirse y en que se pusiera sus mejores galas. La obligó a aceptar un hermoso encaje de su propiedad, declarando que ahora que iba a casarse debía hacer todo cuanto estuviera a su alcance para aparecer digna de la elección de su novio. Ejecutó esas tareas en severo silencio; pero, aun así, hubieron de servir como disculpa y expiación; no se excusó de ninguna otra forma.


Ahora que Lloyd era recibido por la familia en calidad de pretendiente aceptado, únicamente restaba fijar la fecha de la boda. Se concertó para el cercano mes de abril, y durante el intervalo se realizaron diligentes preparativos para la ceremonia. Lloyd, por su parte, estaba ocupado realizando acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra. Por consiguiente no fue un tan asiduo visitante de la casa de la señora Willoughby como durante los meses de su timidez e irresolución, y la pobre Viola hubo de sufrir menos de lo que había temido a causa del espectáculo de los mutuos arrumacos de los jóvenes novios. En lo tocante a su futura cuñada Lloyd tenía perfectamente tranquila la conciencia. Entre ellos no había sido pronunciada una sola palabra de sentimiento, y no tenía ni la más remota sospecha de que ella codiciara algo más que un fraternal afecto por parte de él. Se sentía muy feliz: la vida se anunciaba plena de venturas, tanto domésticas como financieras. A la sazón las cárdenas nubes de la revuelta de las colonias todavía estaban veinte años por debajo del horizonte, y era absurdo, era blasfemo, temer que su dicha conyugal tomara derroteros trágicos. Mientras tanto, en casa de la señora Willoughby había un mayor rumor de sedas, un más rápido manejo de tijeras y vuelo de agujas que nunca anteriormente. La señora Willoughby se había propuesto que su hija tuviera el ajuar más espléndido que su dinero pudiera comprar o que el país pudiera suministrar. Fueron convocadas todas las mujeres sabias del condado, y sus gustos aunados fueron inducidos a concentrarse en el vestuario de Perdita. Desde luego no era para ser envidiada la situación de Viola en aquellos momentos. La pobre tenía un irrefrenable amor por los vestidos, y el mejor de los gustos, como sobradamente sabía su hermana. Viola era alta, era exuberante y majestuosa, estaba hecha para portar rígidos brocados y masas de pesados encajes, tales como los propios del atavío de la esposa de un hombre rico. Pero Viola se mantenía apartada, cruzados los hermosos brazos y ausente la mirada, mientras su madre y su hermana y las venerables mujeres antedichas discurrían y cavilaban acerca de sus materiales, abrumadas por la multitud de sus recursos. Un día llegó un hermoso rollo de seda blanca, con brocados de color azul celeste y plata, enviado por el mismísimo novio: en aquel tiempo no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Perdita no se le ocurría ninguna confección y disposición que estuviera a la altura del esplendor de aquella tela:


-El azul es tu color, hermana, más bien que el mío -dijo, con ojos zalameros-. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.


Viola se levantó de su asiento y se acercó a examinar el gran rollo reluciente, extendido sobre el respaldo de una silla. Después lo tomó en sus manos y lo palpó -amorosamente, como observó Perdita- y se plantó ante el espejo con él. Dejó caer hasta sus pies uno de los extremos y colgó de sus hombros el otro, ciñéndoselo alrededor del talle y dejando su blanco brazo desnudo hasta el codo. Echó hacia atrás la cabeza y contempló su propia imagen, y una trenza de su pelo castaño rojizo cayó sobre la lustrosa superficie de la seda. El efecto era sorprendente. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño “¡Oh!” de admiración. “Sí, en efecto -dijo Viola en su fuero interno-, el azul es mi color.” Mas Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había disparado y de que ahora se volcaría en la tarea y les resolvería todos sus enigmas modisteriles. Y de hecho lo hizo requetebién, tal como estuvo muy dispuesta a declarar Perdita, sabedora del insaciable amor de su hermana por la mercería. Metros y metros de preciosas sedas y satenes, de muselinas, terciopelos y encajes, pasaron por sus hábiles manos, sin que de sus labios brotara una sola palabra de envidia. Gracias a su laboriosidad, el día de la boda Perdita estaba preparada para lucir mayor número de vanidades de este mundo que cualquier otra temblorosa joven novia que hasta entonces hubiese solicitado la bendición sacramental de un cura de Nueva Inglaterra.


Hablase convenido que la joven pareja viajaría de luna de miel al extranjero para pasar unos días en la mansión campestre de un caballero inglés: un hombre de rango y un muy gentil amigo para con Lloyd. Se trataba de un soltero: se declaró encantado de esfumarse para dejarlos entregados durante una semana a sus caricias y arrullos. Tras la ceremonia en la iglesia -había sido oficiada por un clérigo inglés- la joven señora Lloyd se aprontó a dirigirse a casa de su madre para cambiarse sus galas nupciales por un traje de montar. Viola la ayudó a hacerlo, en la antigua habitacioncita que durante tantos años habían compartido como buenas hermanas. Luego Perdita fue sin pérdida de tiempo a decir adiós a su madre, dejando que Viola la siguiera. La despedida fue breve: los caballos aguardaban a la puerta y Arthur estaba impaciente por emprender viaje. Mas Viola no la había seguido, conque Perdita regresó a su habitación, abriendo la puerta bruscamente. Como de costumbre, Viola estaba frente al espejo, pero en una situación que hizo que la otra se detuviera paralizada por el asombro. Se había puesto el velo y la guirnalda nupciales de Perdita, y en su cuello tenía el oneroso collar de perlas que la joven había recibido de su marido como regalo de bodas. Estos objetos habían sido dejados de lado apresuradamente, para esperar hasta que su dueña dispusiera de ellos a su regreso de la campiña inglesa. Adornada con estas galas ilegítimas, Viola estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y teniendo Dios sabe qué audaces visiones. Perdita se sintió escandalizada y dolida. Era una espantosa imagen que resucitaba su antigua rivalidad mutua. Avanzó un paso hacia su hermana, como para arrancarle el velo y las flores. Mas, habiendo percibido la mirada de Viola en el espejo, se detuvo.


Adiós, Viola -dijo- Por lo menos habrías podido esperar a que me hubiera marchado. -Y apresuradamente salió de la habitación.


El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, según el gusto de aquel tiempo, era considerada un prodigio de elegancia y comodidad; y aquí muy pronto se estableció con su joven esposa. De esta guisa quedó separado de la residencia de su suegra por una distancia de treinta kilómetros. En aquella era de primitivos caminos y transportes treinta kilómetros eran como ciento cincuenta de los actuales, conque la señora Willoughby vio escasamente a su hija durante su primer año de matrimonio. Sufrió no poco por su ausencia; y su pesar no se vio aminorado por la actitud de Viola, quien había caído en un estado de apatía y languidez, que hacía imprescindible para su recuperación un cambio de escenario y ambiente. La verdadera causa del decaimiento de la muchacha será adivinada sin dificultad por el lector. Sin embargo, la señora Willoughby y sus compañeras de cotilleo consideraron que su mal era puramente físico y no dudaron de que obtendría alivio del remedio precitado. En consecuencia su madre gestionó en su nombre una visita a unos parientes de su difunto esposo, residentes en Nueva York, que siempre estaban quejándose de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Viola les fue enviada a estas buenas personas, con una escolta apropiada, y permaneció con ellas varios meses. En el intervalo su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, se resolvió a tomar esposa. Viola retornó a casa para la boda, aparentemente curada de su melancolía, con encendidos colores en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd se vino desde Boston para asistir a la boda de su cuñado, pero sin su esposa, quien en breve esperaba dar a luz. Hacía casi un año que Viola no lo veía. Se alegró -sin saber muy bien por qué- de que Perdita se hubiera quedado en su casa. Arthur parecía feliz, pero estaba más serio y solemne que antes del matrimonio. A ella se le antojó que tenía un aspecto “interesante”... pues aunque este vocablo en su sentido moderno todavía no había sido inventado, podemos estar seguros de que la idea sí. La verdad es que sencillamente estaba preocupado por el inminente trance de su esposa. Pese a ello, de ningún modo dejó de observar la belleza y esplendor de Viola y cómo casi borraba del mapa a la pobre novia. La asignación que antaño Perdita recibía para comprar ropa le había sido transferida ahora a su hermana, quien ciertamente le sacaba el máximo partido. La mañana inmediatamente posterior a la boda, Lloyd hizo colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que con él se había venido desde la ciudad y salió a dar un paseo ecuestre con Viola. Era una clara mañana contagiosa de enero: el suelo estaba limpio y firme, y los caballos en buenas condiciones..., por no hablar de Viola, que estaba preciosa con su empenachado sombrero y su chaqueta azul de montar forrada con pieles. Cabalgaron toda la mañana, se extraviaron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en una alquería. Ya había caído la temprana noche invernal cuando lograron regresar. La señora Willoughby los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero despachado por la señora Lloyd: había empezado a sentirse enferma y anhelaba el inmediato regreso de su marido. El joven profirió una blasfemia al pensar que había perdido varias horas y que cabalgando sin descanso ya habría podido estar junto a su esposa. No accedió a quedarse a tomar un bocado de cenar, sino que montó en el caballo del mensajero y partió al galope.


A medianoche llegó a su hogar. Su esposa había parido una niña.


-Ah, ¿por qué no has estado conmigo? -dijo ella, al llegarse él a la vera de su lecho.


-Había salido cuando se presentó el mensajero. Estaba con Viola -dijo él, inocentemente.


La señora Lloyd articuló un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero la convalecencia iba muy bien, y durante una semana fue ininterrumpida su mejoría. Finalmente, empero, a causa de alguna imprudencia en la dieta o de su afán por abandonar el lecho, se presentaron complicaciones y la pobre mujer empeoró velozmente. Lloyd estaba desesperado. Bien pronto se hizo obvio que la recaída era fatal. La señora Lloyd cobró conciencia de que su fin estaba próximo y declaró que se había resignado a morir. La tercera noche desde que se iniciara el empeoramiento le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de esa noche. Hizo salir a los criados, y asimismo le pidió a su madre que abandonara la habitación (la señora Willoughby había llegado el día anterior). Había hecho que trajeran a su hijita a su lecho, y ahora estaba tumbada de costado, con la niña contra su seno, mientras asía las manos de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta tras las pesadas cortinas de la cama, pero la estancia era iluminada por un rojizo resplandor procedente del inmenso fuego de leños de la chimenea.


-Resulta extraño morir cerca de un fuego como ése -dijo la joven, débilmente tratando de sonreír-. ¡Ojalá tuviese siquiera una pizca de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta chispita de humanidad. -Y posó la mirada sobre su hija. Luego alzó los ojos para dedicarle a su marido una larga mirada penetrante. El postrer sentimiento que anidaba en su corazón era de desconfianza. No se había recobrado de la conmoción que Arthur le había producido al enterarla de que en el instante de su tormento él había estado con Viola. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba; pero ahora que iba a abandonar este mundo para siempre, su hermana le inspiraba un escalofriante horror. En el fondo sabía que Viola nunca había dejado de envidiarle su buena suerte; y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con sus galas nupciales y sonriendo con imaginado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedar solo, ¿qué no haría Viola? Era hermosa, era insinuante; ¿qué artificios no utilizaría, qué impresión no causaría en el melancólico corazón del joven? En silencio la señora Lloyd miró a su marido. Resultaba difícil, pensándolo bien, dudar de su fidelidad. Sus hermosos ojos rebosaban de lágrimas; su rostro se convulsionaba por los sollozos; el asimiento de sus manos era cálido y apasionado. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, cuán fiel y devoto! “No -pensó Perdita-, no está hecho para una mujer como Viola. Jamás me olvidará. Ni realmente Viola lo ama: lo único que ama es el lujo y los vestidos y las joyas.” Y posó la mirada sobre sus pálidas manos propias, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y sobre los fruncidos de encaje que formaban el reborde de su camisón. “Viola me envidia más los anillos y los encajes que a mi marido.”


En aquel momento el pensar en la rapacidad de su hermana semejó proyectar una negra sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.


-Arthur -dijo-, tienes que quitarme todos los anillos. No deseo ser enterrada con ellos puestos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos y mis encajes y sedas. Hoy he hecho que los sacaran y me los mostraran. Es un magnífico vestuario, no hay ninguno comparable en toda la provincia; puedo decirlo sin vanidad ahora que ya no será mío. Será un magnífico legado para mi hija cuando se haga mayor. En él hay cosas que un hombre no puede comprar dos veces, y si se pierden no hay medio de volver a tenerlas. Conque guárdalas bien. Una docena de ellas se las lego a Viola: ya se las he especificado a mi madre. Le doy aquel vestido de seda recamado de azul y plata; es perfecto para ella; yo sólo lo llevé una vez, no me sentaba nada bien. Pero lo demás debe ser guardado como oro en paño para esta pequeña inocente. Es providencial que su color sea el mismo que el mío; podrá llevar mis vestidos; tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas se repiten cada veinte años. Podrá llevar mis vestidos sin retocarlos. Hasta que crezca lo suficiente, reposarán envueltos en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la dulcemente perfumada oscuridad. Tendrá el pelo negro, se vestirá con mi satén granate. ¿Me lo prometes, Arthur?


-¿Qué he de prometerte, cariño?


-Prométeme que preservarás los vestidos de tu pobre esposa.


-¿Acaso temes que los venda?


-No, sino que se pierdan. Mi madre los envolverá adecuadamente y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el ático, reforzado con hierro? Es enorme e inviolable. Ahí podrás meterlos todos. Mi madre y el ama de llaves lo harán y te entregarán la llave. Y tú guardarás la llave en tu secreter y jamás se la entregarás a nadie que no sea tu hija. ¿Me lo prometes?


-Oh, sí, te lo prometo -dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con que su esposa parecía aferrada a aquel plan.


-¿Lo juras? -insistió Perdita.


-Sí, lo juro.


-Bien..., confío en ti.... confío en ti -dijo la pobre mujer, mirándolo a los ojos con una mirada en que él, si hubiera intuido las vagas aprensiones de ella, habría podido leer una advertencia no menos que una súplica.


Lloyd sobrellevó su pérdida con entereza y hombría. Un mes después de la muerte de su esposa, en el decurso de sus negocios, surgieron circunstancias que le ofrecieron la oportunidad de viajar a Inglaterra. Abrazó tal oportunidad como un remedio contra la tristeza. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hijita quedó bajo los tiernos cuidados y mimos de la abuela. A su regreso volvió a abrir de par en par las puertas de su casa y proclamó su intención de reincorporarse a la vida social como en la época de su esposa. Muy pronto oyéronse predicciones de que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por culpa de ellas si, durante seis meses tras su regreso, la predicción se incumplió. Durante este intervalo su hijita siguió en manos de la señora Willoughby, pues ésta le aseveró a su yerno que un cambio de residencia a tan temprana edad era arriesgado para la salud. Finalmente, empero, él declaró que su corazón ansiaba la presencia de la pequeña y que debía serle reintegrada. Mandó su carruaje y su ama de llaves para recogerla. A la señora Willoughby le entró terror de que a su nietecita le ocurriera algún percance por el camino; y, ante la manifestación de tal sentimiento, Viola se ofreció a acompañarla durante el viaje. Podría regresar al día siguiente. Así es que marchó a Boston con su sobrinita, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, emocionado de gratitud ante su amabilidad. En vez de regresar al día siguiente, Viola se quedó allí toda la semana; y cuando por fin volvió a su casa, sólo lo hizo para llevarse algunas de sus cosas. Arthur y la niña no querían ni oír hablar de su marcha. La pequeña lloraba y gemía si Viola la dejaba; y ante la visión de su decaimiento Arthur enloquecía y juraba que también ella iba a morir. En definitiva, nada los tranquilizaba excepto que Viola se quedara hasta que la criaturita se hubiere acostumbrado a las caras desconocidas.


El acostumbramiento tardó dos meses en producirse; pues no fue sino hasta que hubo transcurrido este plazo cuando Viola se despidió de su cuñado. La señora Willoughby se había incomodado e irritado ante la prolongada ausencia de su hija: había declarado que no era decorosa y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido únicamente porque, sin la presencia de la joven, su hogar gozó de un inusitado período de paz. Bernard Willoughby continuaba viviendo en casa de su madre, junto con su esposa, y entre ésta y su cuñada existía una amarga hostilidad. Puede que Viola no fuese ningún ángel; pero en los asuntos cotidianos de la vida era una muchacha de suficiente buen talante, y aunque se peleaba con la mujer de Bernard no era sin mediar provocación. Que se peleaba, sin embargo, era algo sobre lo cual no cabía duda, para gran enojo no sólo de su antagonista, sino también de los dos espectadores de estos continuos altercados. Por consiguiente, el vivir en el hogar de su cuñado habría sido delicioso aunque sólo fuera porque así podía apartarse del objeto de sus antipatías en el hogar materno. Lo era doblemente -lo era diez veces más- por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las reflexiones de la señora Lloyd se habían quedado lejísimos de la verdad, en lo tocante a lo que por su marido sentía Viola. Había sido una pasión al principio y una pasión seguía siendo: una pasión los efluvios de cuyo radiante calor no tardó en notar el señor Lloyd, atemperados para acomodarse al delicado estado de los sentimientos de éste. Como ya he dicho, Lloyd no era ningún dechado; no entraba en su naturaleza guardar una fidelidad eterna. Aún no había compartido muchos días su hogar con su cuñada cuando comenzó a aseverarse para sus adentros que ésta era, como se solía decir en aquel tiempo, diabólicamente atractiva. No es preciso investigar si realmente Viola puso en práctica aquellos insidiosos artificios que su hermana se había sentido tentada de atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecerse en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas se sentaba junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de ganchillo, mientras a sus pies su sobrinita retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, y jugaba con sus ovillos de lana. Muy insensible habría sido Lloyd si hubiese permanecido indiferente a las ricas sugerencias de aquel cuadro encantador. Adoraba portentosamente a su hijita, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, haciéndola gorjear de alegría. No pocas veces, sin embargo, se permitía mayores libertades de lo que por ahora la pequeña estaba dispuesta a tolerar, y ésta vociferaba súbitamente su desagrado. Entonces Viola depositaba la labor y tendía sus bellas manos con la grave sonrisa de una joven cuya virginal imaginación le hubiera revelado todas las artes apaciguadoras de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus miradas se encontraban, sus manos se rozaban, y Viola apagaba los infantiles sollozos sobre los níveos pliegues del tocado que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y nada podía ser menos intrusivo que el modo en que hacía uso de la hospitalidad de su cuñado. Casi se habría podido decir, quizá, que en su reserva había algo de hosquedad. Lloyd experimentaba la provocativa sensación de que ella estaba en la casa y sin embargo era inabordable. Media hora después de la cena, al mismísimo inicio de las largas veladas invernales, ella encendía su vela, le hacía una asaz respetuosa reverencia al joven y marchaba a acostarse. Si esto eran artificios, Viola era una gran artífice. Pero el efecto de los mismos era tan suave, tan paulatino, estaban calculados para influir sobre el alma del joven viudo con un crescendo tan exquisitamente matizado, que, como ya ha visto el lector, hicieron falta varias semanas para que Viola principiara a sentirse segura de que sus ganancias habrían de compensar su desembolso. Una vez que adquirió esta convicción interior, hizo el equipaje y regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apasionado pretendiente. Viola lo escuchó hasta el final con gran humildad y lo aceptó con infinito recato. Es difícil creer que la señora Lloyd le habría perdonado esto a su marido; mas si algo habría podido desarmar su resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Viola le impuso a su novio un brevísimo periodo de noviazgo. Se casaron, como convenía, en la más estricta intimidad, casi en secreto... con la esperanza, tal vez, como a la sazón alguien sugirió maliciosamente, de que la anterior señora Lloyd no llegara a enterarse.


Según toda apariencia el casamiento era venturoso, y cada una de las partes obtenía lo que había deseado: Lloyd una mujer “diabólicamente atractiva”, y Viola... pero hasta ahora los deseos de Viola, como habrá advertido el lector, tienen mucho de misteriosos. En su mutua felicidad hubo, a la hora de la verdad, dos sombras; pero el tiempo podría, acaso, desvanecerlas. Durante los primeros tres años de su matrimonio la señora Lloyd no consiguió ser madre, y por su parte su marido sufrió grandes descalabros económicos. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción de gastos, y por fuerza Viola no pudo llevar la vida de una gran dama en la misma medida que su hermana. Se las industrió, no obstante, para representar con ininterrumpida constancia el papel de mujer elegante, aunque hay que confesar que ello requería el despliegue de un ingenio mayor de lo que corresponde a un auténtico sosiego aristocrático. Desde hacía mucho tiempo había comprobado que el suntuoso vestuario de su hermana había sido secuestrado en beneficio de su hija y estaba languideciendo en la desagradecida oscuridad del polvoriento ático. Era indignante pensar que aquellas gloriosas telas esperarían hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una sillita y tomaba leche con migas en una cuchara de madera. Viola tuvo el buen gusto, empero, de no hablar del asunto hasta que hubieron expirado varios meses. Entonces, por fin, tímidamente abordó a su marido. ¿No era una lástima que se estropearan tantos vestidos tan hermosos? Pues se estropearían, sin duda, comidos por la polilla, descoloridos por el tiempo y devaluados por los cambios de las modas. Pero Lloyd le ofrendó una negativa tan abrupta y perentoria que ella comprendió que por el momento su aspiración era vana. Transcurrieron seis meses, sin embargo, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevas ocurrencias. Los pensamientos de Viola se cernían ávidamente sobre las reliquias de su hermana. Subió a examinar el baúl del cual eran prisioneras. En sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro hubo un hosco desafío, que no logró sino acrecentar sus ansias. Había algo exasperante en su incorruptible inviolabilidad. El baúl era como un viejo sirviente canoso y severo que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un copioso contenido, y cuando Viola golpeó su costado con la punta de la zapatilla se produjo un sonido de estar lleno a rebosar, que la hizo sofocarse de impotentes anhelos.


-¡Es absurdo! -exclamó-. ¡Es una ridiculez, una iniquidad! -Y en el acto determinó llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después del almuerzo, cuando él se hubo tomado su vino, osadamente ella volvió a la carga. Pero él la interrumpió con gran sequedad:


-De una vez por todas, Viola -dijo-, no hay nada que discutir. Me sentiré gravemente disgustado si vuelves a hablarme de ese asunto.


-Qué bien -dijo Viola-. Me resulta muy agradable enterarme de la valía que se me atribuye. ¡Cielo santo -gritó-, qué mujer tan feliz soy! ¡Es maravilloso sentirse sacrificada a un capricho! -Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y decepción.


Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno a los sollozos de una mujer, y probó -puedo decir condescendió- a explicarse:


-No es un capricho, cariño, es una promesa -dijo-, un juramento.


-¿Un juramento? ¡Bonito motivo de juramentos! Y ¿a quién, si puede saberse?


-A Perdita -dijo el joven, alzando la mirada un instante, pero bajándola de inmediato.


-¡Perdita, ah, Perdita! -Y se desbordó el llanto de Viola. Su pecho se estremeció en tempestuosos sollozos: unos sollozos que eran la retardada reproducción del violento acceso de llanto que la invadiera la noche en que se enteró del compromiso de su hermana. Se había figurado, en sus mejores momentos, que sus celos habían desaparecido; mas he aquí que volvían a hervir tan fieros como siempre-. Y, si me haces el favor, ¿qué derecho -gritó- tenía Perdita a disponer de mi futuro? ¿Qué derecho tenía a obligarte a la mezquindad y la crueldad? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué bonito papel represento! ¡Tengo que conformarme con lo que Perdita dejó! Y ¿qué es lo que dejó? ¡Hasta ahora no lo había sabido! ¡Nada, nada, nada!


Esto fue un razonamiento muy endeble, pero un apasionamiento muy efectivo. Lloyd pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y trató de darle un beso, pero Viola lo rechazó con olímpico desdén. ¡Pobre hombre! Había ambicionado una mujer “diabólicamente atractiva”, y la había conseguido. Fue insoportable aquel desdén. Salió de la estancia mientras le zumbaban los oídos, indeciso, turbado. Ante él estaba el secreter, y en éste la sagrada llave con que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y extrajo de un cajón secreto la llave, envuelta en un paquetito que él mismo había sellado con su propio noble blasón heráldico. Teneo, rezaba la divisa: “Yo guardo.” Pero no se atrevió a devolverla a su escondite. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.


-¡Quédatela! -gritó ella-. No la quiero. ¡La odio!


-Yo me lavo las manos de este asunto -dijo su marido-. ¡Dios me perdone!


Despectivamente la señora Lloyd se encogió de hombros y se fue de la estancia, mientras el joven se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde la señora Lloyd volvió y encontró la estancia ocupada por su pequeña hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Miró a la niña. La niña estaba subida en una silla, con el paquetito en las manos. Había roto el sello con sus propios deditos. Prestamente la señora Lloyd se apoderó de la llave.


A la hora habitual de la cena Arthur Lloyd regresó de su contaduría. Era el mes de junio y mientras la cena se servía todavía duraba la luz diurna. La comida estaba sobre la mesa, pero la señora Lloyd no comparecía. El criado a quien su señor envió en su busca, volvió diciendo que estaba vacía la habitación de su señora y que las sirvientas lo habían informado de que no había sido vista desde el almuerzo. Lo cierto es que se habían apercibido de su rostro lloroso y, suponiendo que se habría encerrado en su habitación, no habían querido molestarla. Su marido la llamó por su nombre por diversas partes de la casa, pero sin obtener respuesta. Por último se le ocurrió que tal vez la hallaría si se encaminaba al ático. La idea le produjo una extraña sensación de malestar, y les ordenó a los criados que permanecieran en la planta baja, no deseando ningún testigo de su búsqueda. Llegó al pie de las escaleras que conducían al piso superior y se detuvo con la mano en la barandilla, voceando el nombre de su esposa. Le tembló la voz. Llamó de nuevo, en tono más alto y firme. El único sonido que rompió el absoluto silencio fue un débil eco de su propia voz, que repetía su llamada bajo el gran alero. Pese a todo se sintió irresistiblemente impulsado a subir las escaleras. Desembocaban en una amplia sala, flanqueada de armarios de madera y rematada por una ventana orientada a poniente, que dejaba pasar los últimos rayos solares. Ante la ventana estaba el enorme baúl. Ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante salvó la distancia que los separaba, privado del habla. La tapa del baúl estaba abierta, exhibiendo, entre perfumadas fundas, su tesoro de telas y joyas. Viola había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra oprimida contra el corazón. En sus extremidades había la rigidez de la muerte, y en su rostro, a la moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que la muerte. Sus labios estaban entreabiertos en súplica, en consternación, en agonía; y en su exangüe cuello destacaban las horrendas huellas de los dedos de dos vengativas manos fantasmales.



jueves, 27 de junio de 2019

COMO LA LLUVIA (Agrimensor)


Fuiste abducida
de la espuma del mar,
gota de lluvia.

.....

De nuevo caen
aquellas mismas gotas
que ya llovieron.

.....

Agua del mar
vuelve después al cielo,
a las montañas.

.....

Desde el mar–muerte
a los ríos del vivir
regresa el agua.

.....

Gotas que vuelven,
pero no en ellas mismas
sino en otras.

.....

Quizá volvamos,
como la vieja lluvia
en nubes nuevas.


martes, 25 de junio de 2019

VAMPIRO (Ambrose Bierce)


Vampiro, s: demonio que tiene la censurable costumbre de devorar a los muertos.

Su existencia ha sido disputada por polemistas más interesados en privar al mundo de creencias reconfortantes que de reemplazarlas por otras mejores.

En 1640 el padre Sechi vio un vampiro en un cementerio próximo a Florencia y lo espantó con el signo de la cruz. Lo describe dotado de muchas cabezas y de un número extraordinario de piernas, y no dice que lo vio en más de un lugar al mismo tiempo. El buen hombre venía de cenar y explica que, si no hubiera estado "pesado de comida", habría atrapado al demonio contra todo riesgo.

Atholston relata que unos robustos campesinos de Sudbury capturaron un vampiro en un cementerio y lo arrojaron en un bebedero de caballos. (Parece creer que un criminal tan distinguido debió ser echado a un tanque de agua de rosas.) El agua se convirtió instantáneamente en sangre y así continúa hasta el día de hoy, escribe Atholston. Más tarde el bebedero fue drenado por medio de una zanja.

A comienzos del siglo XIV un vampiro fue acorralado en la cripta de la catedral de Amiens y la población entera rodeó el lugar. Veinte hombres armados con un sacerdote a la cabeza, llevando un crucifijo, entraron y capturaron al vampiro que, pensando escapar mediante una estratagema, había asumido el aspecto de un conocido ciudadano, lo que no impidió que lo ahorcaran y descuartizaran en medio de abominables orgías populares.

El ciudadano cuya forma había asumido el vampiro quedó tan afectado por el siniestro episodio, que no volvió a aparecer en Amiens, y su destino sigue siendo un misterio.



lunes, 24 de junio de 2019

CAZA MAYOR (Isaac Asimov)


-He leído en los periódicos -dije apurando mi cerveza- que la nueva máquina del tiempo de Stanford ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció efectos nocivos.

Jack Trent asintió y dijo, muy serio:

-Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que ocurrió con los dinosaurios.

Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento.

Sonrió y se dirigió a Jack:

-Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue debido a los cambios climáticos. No es verdad. -Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de un trago.

Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos cervezas.

Jack miró a Hornby con solemnidad.

-¿Realmente inventó una máquina del tiempo?

-Fue hace mucho -Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso-. Mejor que la chapuza de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme.

-Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios?

-¿Por qué habría de serlo? -Nos lanzó una rápida mirada de soslayo-. El clima no los afectó durante millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca, mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? -Intentó chasquear los dedos a modo de burla, pero le salió mal y terminó murmurando-: ¡No es lógico!

-Y entonces, ¿qué pasó? -inquirí.

Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió.

-Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes!

-¿Los hombres de Marte? -sugerí-. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida.

De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado.

-Les digo que los vi -afirmó con violencia-. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar. Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro..., y acabar con los demás?

Intervine:

-No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato.

Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los despropósitos.

Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa.

-Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que eran de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso? ¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban todo.

Luego insistió:

-Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron contarme su vida, pero no logré entender nada..., salvo que su gran diversión era la caza mayor.

-¿Cómo pudieron entenderse? -preguntó Jack-. ¿Por telepatía?

-Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces supe. Supe muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente supe. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día lo intentaré - sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica-. Me habría gustado quedarme más tiempo.

Pude aprender muchas cosas -se encogió de hombros.

-¿Por qué no lo hizo? -pregunté.

-Era arriesgado -respondió-. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro -sonrió torcidamente-. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro.

Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí.

-¿Cómo pudo irse?

-No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un cazador de leones.

Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el ictiosaurio -no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir-, podía ser un trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron rápidos. Nosotros matamos cientos de millones en treinta años, ¿recuerdan?

Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo:

-¡Cambios climáticos! ¡Un cuerno! Pero, ¿quién creería la verdad?

Guardó silencio y Jack le dio un codazo:

-Dígame, viejo, ¿quién acabó con esos pequeños saurios? ¿Por qué no están aquí, vivos y coleando?

Hornby levantó la mirada y observó fijamente a Jack.

-Jamás regresé para averiguarlo, pero de todos modos sé lo que ocurrió. La única diversión que había en sus vidas era la caza mayor. Le dije que lo supe cuando los miré a los ojos. Por eso, cuando se quedaron sin brontosaurios y sin diplodocos, se dedicaron a la caza más peligrosa: ¡ellos mismos! E hicieron buena faena.

Hizo una pausa y agregó, truculento:

-¿Por qué no? ¿Acaso los hombres no estamos haciendo lo mismo?


sábado, 22 de junio de 2019

DONDE SE MEA (Daniel Hormeño)


Es bien sabido que en el Siglo de Oro la salubridad brillaba por su ausencia en las calles de Madrid, considerada por algunos viajeros de la época una de las más hediondas del orbe.

La situación distaba de ser ideal: no había servicio de recogida de basura, ni retretes públicos ni alcantarillado. Así las cosas, era habitual que las aguas sucias se arrojaran por los vecinos a la vía pública. De ahí la famosa frase “¡Agua va!”.

Decíamos que no había retretes públicos. ¿Dónde orinaban entonces? En la calle: en los rincones de los edificios o incluso en los zaguanes. Para evitar estas evacuaciones, algunos vecinos ponían en las puertas una cruz o algún santo.

Y Quevedo tenía la costumbre de orinar en una puerta determinada de la calle del codo, a la vuelta de sus noches de juerga. Los dueños del inmueble pusieron una cruz en la puerta con intención disuasoria, pero el escritor no se arredró y prosiguió la costumbre de vaciar la vejiga en dicho lugar.

Cierto día en que iba a hacer lo propio, se encontró una nota bajo la cruz que decía:

“Donde se ponen cruces, no se mea”.

Quevedo, ni corto ni perezoso, escribió debajo:

"Donde se mea, no se ponen cruces".


miércoles, 19 de junio de 2019

DEUS EX MACHINA (Saiz de Marco)


El robot Ángelus detuvo el bombardeo. Interceptó todos los reactores en el aire y los depositó limpiamente en un llano. A continuación desactivó sus misiles. Los tripulantes no daban crédito. ¿Qué era esa inmensa máquina que atrapaba aviones en pleno vuelo? ¿De qué nuevo ingenio militar disponía el enemigo? Pero el ejército adversario también sufrió la intervención de Ángelus. Sus vehículos de combate quedaron atrapados cuando el robot Ángelus se plantó en medio de ellos. La misma incredulidad les invadió. Al principio abrieron fuego contra Ángelus, pero el material de que el robot estaba hecho resistía indeformable todos los ataques. Además, Ángelus aparecía y desaparecía en el momento justo, por lo que técnicamente era imbatible. Luego, el robot impuso las condiciones de la paz. Nadie se atrevió a llevarle la contraria.

Aunque los gobiernos de los bloques enfrentados abrieron sendas investigaciones para tratar de doblegar a Ángelus, la opinión pública de sus países se les echó encima. ¿Por qué había que continuar la guerra, si el robot Ángelus había dispuesto una paz aceptable, o en todo caso menos mala que las bombas?

Desde ese día Ángelus se puso manos a la obra. Las grandes injusticias, los desmanes y expolios estaban en su agenda. El robot Ángelus daba órdenes y, si no se cumplían, él mismo las ponía en práctica. Aquella inmensa máquina hacía y deshacía. Movía diques, trasladaba edificios, suprimía fronteras, repartía tierras... En poco tiempo desaparecieron las hambrunas, el analfabetismo, las epidemias, la explotación.

Al principio Ángelus fue muy cuestionado, pero ya no se oye murmurar a nadie. A la postre todos vivimos mejor, y sin miedo a invasiones o guerras destructivas. (¿Qué habría sido de nosotros sin Ángelus?, ¿nos habríamos ya aniquilado?) De ahí también los nombres con que es conocido: algunos lo llamamos Ángelus; otros lo llaman Gran Amigo, o El Protector, o El Vigía Máximo.

Lo que prevalece es un sentimiento de alivio, de "por fin", de "ya era hora". Si el robot Ángelus hubiera estado aquí desde el principio, si siempre hubiera ejercido y actuado…, todo habría ido mejor. No habría habido Hiroshimas, ni campos de concentración, ni genocidios. ¡A tantos desalmados habría parado los pies! (¿Os imagináis a Ángelus cayendo sobre Auschwitz y demoliendo él mismo, con sus enormes brazos, los barracones; desmontando las cámaras de gas? ¿Os lo imagináis parando las masacres de Camboya o Ruanda? ¿Os lo imagináis, antes de todo eso, cortando de un plumazo los abusos coloniales, la esclavitud...?)

Lo que nadie sabe es quién trajo al robot Ángelus: quién creó ese inmenso autómata; quién lo ideó y construyó; quién concibió su material único (indestructible, teletransportable, ubicuo, omnipotente); quién lo programó éticamente para reprimir el mal e imponer la justicia.

Mucha gente piensa que fue algún científico (alguien que lo inventó y no quiere que se sepa su autoría), otros creen que fue una sociedad secreta de ideario benéfico, y no falta -en fin- quien opina que lo envió el propio Dios, harto ya de ser criticado por su pasotismo e inhibición.



martes, 18 de junio de 2019

LA PENITENCIA (Miguel Ángel Carcelén)


Pues verá, señor, que esto sucedió no hace tanto en un pueblo de por aquí mismo cuyo nombre me callo porque está feo eso de señalar, y no porque los susodichos me sean parientes o vayamos a escote en lo de mandar jamones para los que ya no tienen escarpias donde colgarlos. Podemos convenir que el protagonista se llamaba Cristóbal, un agonías que al tiempo que vareaba los olivos rebuscaba almendrucos entre los gasones y cavilaba si era mejor cebar a los conejos con mielga o con alfalfa (el mismo que le daba la vuelta a las mudas cuando se ensuciaban para no gastar tiempo ni agua en las friegas, el mismo que calzaba albarcas como albardas). A este rosigón samugo le hicieron que le llegara con mucho retraso el tiempo de los amoríos y se apañó con la Cari, que no era tanto diminutivo cariñoso como apócope de su propio nombre, la Caridad de la Agustina, que así la llaman en el pueblo; y ya no disimulo más nombres para que no se vaya a tener lo que cuento por invención. Además, a la Cari se la conoce en toda la comarca por lo mandroguera y manilarga que es, entre otras virtudes de las muchas que la adornan. A Cristóbal le sobraba para bien vivir, aunque no lo hacía porque su ansia de estar siempre al retortero para rascarles unos céntimos más a sus ganancias le quitaba el sueño. Por eso andaba siempre alicaído; sin parar quieto, pero morrongo. Los vecinos más metijosos lo convencieron de que su mal no era la avaricia, sino el amor, y se dejó convencer felicitándose por la pronta solución a su sinvivir. No había mucho donde escoger, de manera y modo que le tocó apechugar con el rebús de las mozas casaderas, esto es, la Cari de la Agustina. “Siempre hay un roto para un descosido”, sentenciaban los correveidiles oficiales, augurando que la muchacha le sacaría hasta los hígados al roñoso de Cristóbal. A la Cari le faltaba un hervor para que se le pasase el arroz y hablaba con la boca chica al decir que prefería quedarse para vestir santos que tener que estar toda la vida desnudando a un borracho. Con el más roscao, pendenciero y revientaorzas habría matrimoniado, llegado el caso, con tal de estrenar su ajuar tras casarse de blanco. Porque se casó de blanco, blanco inmaculado, ¡vaya que sí! Otra cosa no, pero ¿limpia?, la Cari era limpísima; otra cosa no, pero ¿apañá?, la Cari era apañaísima; ¿de buena familia?, buenísima; ¿de inteligencia?, inteligentísima; ¿y de reputación?, reputísima. Pero Cristóbal la vio tan bien plantá, tan jaquetona y reluzángana que le faltó tiempo para querer pillar cacho y poder así dejar de darle al manubrio para contentar los apretones del cuerpo. El caso es que, como rumian por aquí, toda la vida de Dios cagando en el corral y a los luegos la Cari nos sale con que quería retrete de oro. Vengo con esto a decir que a quien no había pisado la iglesia en años nada más que para dar la cabezá en los entierros, le entraron las prisas por hacer todos los trámites previos a la boda como si fuera cristiana vieja, así que antes de dejar que el futuro esposo disfrutara un adelanto de sus aireadas gracias le exigió que se pusiese a bien con Dios, o a lo claro, que se confesase. Cristóbal era todavía menos de rezos que su prometida, con lo cual escuchó aquella condición con una creciente sofoquina que acabó en torrencial sudaera, y sobre todo porque lo que tenía oído del cura le dolería en el bolsillo de todas todas, su fama de golondro y sableador era legendaria, por no hablar de su saque a la hora de vaciar orzas y tornajos de atascaburras y otras delicias del campo. Con más pena y miedo que un gorrino en vísperas de San Martín allá que se fue, a postrarse de hinojos ante la caja que se le antojaba mezcla de cabina telefónica y ataúd en tanganillas. Don Nicasio lo recibió con el tan típico como desconocido por Cristóbal formulario:
- Ave María Purísima.
- ¡Ave! –atinó a contestar el labriego echando mano de sus conocimientos cinematográficos en cuestiones romanas.
Si el comienzo fue desacertado el resto de la confesión no pudo ser más desastrosa. A la pregunta que inquiría por el tiempo que había dejado pasar desde la última confesión siguió un tembleque y una tiefalta que fraguaron en sincera respuesta y posterior tronisca del párroco. Cristóbal se explicó. No salió del pueblo hasta que lo llamaron a filas, toda su vida había sido cuidar del campo y del ganado y si su padre consideró que la escuela le sobraba, con más razón pensó lo mismo de las catequesis, de forma que cuando el páter de la mili preguntó que quién no había hecho la primera comunión prometiendo días de rebaje a tenteporrillo, él se animó a levantar el brazo tan campante. Aguantó sesiones de doctrina para aburrir a un muerto, pero se libró de muchas imaginarias y pudo, por fin, en una misma sentá, confesar y tomar la primera comunión vestido de militar pelón. Aunque la broma le costó lo suyo, porque tuvo que invitar a tabaco a todo el cuartel, comprarle una petaca al traspillao del cabo furriel y unos quesos al capitán, un tontifacio tragaldabas que se aficionó a negarle los permisos si no recibía un queso en su despacho cada semana. “Hágase el cargo, padre –continuó con la confesión-, que tan cara como me salió la primera comunión, no iba a ser caso de hacer una segunda ni una tercera, por eso no he vuelto a comulgar desde la mili”. Don Nicasio no sabía si estaba ante un alma sin fuste o ante un comediante; en cualquier caso, sabedor como era de la buena hacienda del confesante decidió hacer honor a su fama a la hora de imponerle una penitencia más agradable a sus arcas que a los ojos de Dios: “Rezarás dos padrenuestros al Cristo de los Remedios, un avemaría a la Virgen de los Dolores y en el cepillo de limosnas penitenciales de san Isidro, patrón de los agricultores, echarás el equivalente a un mes de jornales de vendimia. Y no te olvides de hacerlo –remarcó con mucho énfasis- porque aunque yo no te vea, Dios lo ve todo”. A Cristóbal casi le da un telele al convertir los jornales en euros, telele, espertugá o corajina, no sabía muy bien qué. Aquéllas eran muchas perras, y el cura había dicho que la Iglesia necesitaba fondos para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento, pero él miraba a su alrededor y veía que el cura no tenía trazas de pasar angosturas y los santos llevaban mantos y ropajes más caros que todos sus avíos juntos. Había un Cristo que estaba desnudo, con apenas unos calzones, sí, pero tenía tantas velas y tantas lámparas de pingos alumbrándolo que no creía el buen mozo que estuviese pasando frío. En tanto discurría la manera de salir con bien de aquella engañifa para no tener que mentirle a la Cari y poder solazarse con ella, se fue al Cristo desnudo, que debía ser el de los Remedios, pues no vio otro, y le rezó los padrenuestros. Para la cuestión de las avemarías tuvo más problema, pues hasta cuatro imágenes de la Virgen encontró a lo largo de su recorrido por las capillas del templo. Como él sabía lo justo y menos sobre vírgenes y santos no atinaba a encontrar a la destinataria de sus impuestos rezos, y lo mismo le rezaba a la Magdalena creyendo que era la Virgen de los Dolores, como lo hacía a la de los Remedios, recelando que podían enfadarse entre ellas por quedarse alguna con lo que no le correspondía. “Decisión salmónica -se dijo equivocando lo que había escuchado en las películas de romanos que tanto le gustaban-, le rezo a las cuatro y en paz”. Y así lo hizo. Pero el tinglao se armó cuando buscando a san Isidro se tropezó con cuatro santos que podían serlo: uno calvo, con larga barba blanca, capucha y un gorrino a sus pies; otro con un palo de peregrino y un perro sin rabo; el tercero con un par de bueyes enanos sobre la peana, y el último montado sobre un caballo blanco blandiendo una espada. Desde luego que no iba a hacer lo mismo que con las vírgenes, si mucho dinero le parecía lo que tenía que entregarle a san Isidro, un disparate se le figuraba echar esa cantidad en el cepillo de cada uno de los santos. Preguntarle al cura que cuál de los cuatro era san Isidro no le pareció, porque conociendo al cantamisas seguro que le incrementaba la penitencia por su ignorancia supina en cuestiones de santorales, y repartir los euros entre los cuatro tampoco, que no había oído nunca que se discutiese por oraciones mal repartidas, pero por dinero mal repartido sí, y muchas. Así que, rumiando lo mejor, se flechó hacia la imagen de un Niño Jesús de Praga que flanqueaba la pila del agua bendita, se sacó un euro del bolsillo y lo metió en el cepillo, diciéndole: “Atiende, criaturo, que tú pareces de fiar: la propina es pa que le digas a san Isidro, tanto da que sea tu padre como si no, que me mande recao antes de la boda si cree que es de justicia lo que le tengo que pagar. Si me hace saber que sí le abono hasta los intereses”. Ya se iba cuando volvió sobre sus pasos para añadir con un deje de socarronería, mirando de reojo el confesionario: “Y no te olvides de hacerlo porque aunque yo no te vea, Dios lo ve todo”.


viernes, 14 de junio de 2019

LA NEGRA Y LA ROSA (Juan Ramón Jiménez)


La negra va dormida, con una rosa blanca en la mano.

La rosa y el sueño apartan, en una superposición mágica, todo el triste atavío de la muchacha: las medias rosas caladas, la blusa verde y trasparente, el sombrero de paja de oro con amapolas moradas. Indefensa con el sueño, se sonríe, la rosa blanca en la mano negra.

¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconsciente, la cuida -con la seguridad de una sonámbula- y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca. A veces, se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado, que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera.

Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido, apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra exalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera, a eternidad.


CARA DE CUMPLEAÑOS (Vanessa Canal Martínez)


Cuando ella decidió eliminar de su vida el pánico a las alturas, lo primero que llegó a su mente fue: escalada. Así que tomó sus gatos y su magnesiera y se posó en San Marcos. Y lo siguiente fue un simple arnés y sus manos terminando aquel ocho. Tocó la roca y la sensación de frío le recordó que todo su esfuerzo, su tesón, sus momentos de flaqueza, sus momentos de angustia y de alegría, hasta su motivación, e incluso sus miedos estaban siendo rodeados en ese preciso momento por un paisaje único. Y le entró pánico. No podía pensar, ni respirar, quería irse, salir de allí corriendo. Fue entonces cuando una simple voz gritó: «Respira, respira». Y en ese mismo instante todo se paró. Se paró el tiempo, se paró el espacio, se paró su corazón, hasta su cabeza se paró, y solo estaba en su mente la frase: «Gara, respira». Y así, sencillamente, con calma y con tranquilidad, fue respirando y… subiendo. Y cuando sus pies tocaron el último apoyo y sus manos tocaron la reu, pudo sentir como la simple voz hizo que aquel día pudiera crecer un poquito más. Y pudo girar la cabeza, mirar hacia abajo y darse cuenta, estando a 18 metros del suelo, que no quería dinero ni poder en su vida, ni conocimientos ni nada material. Que simplemente lo que deseaba era poder levantarse y acostarse todos los días con… aquella cara de cumpleaños.


jueves, 13 de junio de 2019

CONJUGACIÓN (Ángel Olgoso)


«Yo grité. Tú torturabas. Él reía. Nosotros moriremos. Vosotros envejeceréis. Ellos olvidarán».


miércoles, 12 de junio de 2019

BROMITA (Emilia Pardo Bazán)


Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -me dijo el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abrumaba, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.

Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.

Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.

-Verá usted lo que todos opinan…

-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.

¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse se ponía colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.

-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!

No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.

Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.

Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:

-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?

No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.

Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.

-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle tanto.

-Nada de eso -protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.

Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.

Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.

-¿Ha cortado usted el bastón? -pregunté sofocando la risa.

-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.

Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.

Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:

-Oiga usted, Anís: no más… Hay que desengañarle.

Anís se rió y asintió:

-Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.

Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.

-¿Y su hija? -pregunté.

-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.



martes, 11 de junio de 2019

PRIMERA HISTORIA (Giovanni Guareschi)


Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa, a la llanura del valle del Po. Tierra Baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
- ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
- ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.