Entrada al azar

martes, 30 de junio de 2020

FIESTA (Isidro Saiz de Marco)




Respetable público:

Hemos conectado, mediante ondas radioeléctricas, los receptores sensitivos del animal con las terminaciones nerviosas de ustedes. Lo que el toro sienta, ustedes también lo sentirán. Cuando se le claven banderillas, notarán en su piel los pinchazos. Cuando el picador lo acometa, sentirán el hierro en sus entrañas (en las de ustedes, queremos decir). Cuando se le estoquee, percibirán la punta hincándose hasta lo hondo. Hasta lo hondo de sus cuerpos. De esta forma la fiesta (nuestra Fiesta Nacional) será más intensa, más real, más... compartida. Confiamos en que esta iniciativa sea de su agrado. Y ahora, señoras y señores, disfruten del espectáculo.



lunes, 29 de junio de 2020

EL CASO DE LADY SANNOX (Arthur Conan Doyle)


Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.

Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra. La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con empaque y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero. Había nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida, mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en la zona del sur de Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su energía, de su audacia y de su plena seguridad en sí mismo?

Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no era el único que existía para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban. Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido, parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo había cumplido los treinta y seis.

Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos, muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella primera afición suya se le había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus orquídeas y crisantemos.

Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por completo de sensibilidad, o si carecía lamentablemente de energía. ¿Estaba, acaso, enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de pábulo a las conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían los hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le había visto domar un caballo en sus tiempos de universidad, y su manera de hacerlo le había dejado una impresión duradera.

Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraba aquellas cosas. Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del cirujano. Ninguno de los dos realizó la menor tentativa para ocultar sus relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió.

Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaha reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese mismo día una operación de la que sólo podían citarse dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas las esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico.

Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y eran ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba.

-Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo -dijo el ayuda de cámara.

-¿Se trata del mismo paciente?

-No, señor, creo que desea que salga usted con él.

-Es demasiado tarde, exclamó Douglas Stone con irritación-. No iré.

-Ésta es la tarjeta del que espera, señor.

El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer ministro había regalado a su amo.

-¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.

-Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un estado espantoso.

-¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo recibiré. Hágalo pasar, Pim.

Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada, adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y en la otra, una pequeña bolsa de gamuza.

-Buenas noches -dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta-. ¿Habla usted inglés, verdad?

-Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.

-Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.

-En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.

-Puedo hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide visitar a su esposa.

La respuesta del turco fue por demás original.

Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre la mesa, diciendo:

-Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a la puerta un carruaje.

Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría.

-¿De qué enfermedad se trata?-preguntó.

-¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez de los puñales de los almohades?

-Nunca.

-Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos que me quedaban está uno de esos puñalesde que le hablo.

-Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita -dijo el cirujano, con algo de irritación-. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.

-Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior con ese maldito puñal de los almohades.

-Comprendo -dijo Douglas Stone poniéndose de pie-. Lo que usted quiere es que le cure la herida.

-No, no; porque es algo peor que eso.

-¿De qué se trata, pues?

-De que esos puñales están envenenados.

-¡Envenenados!

-Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno se trata y con qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han dado mucho trabajo.

-¿Cuáles son los síntomas?

-Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.

-Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una suma tan crecida de honorarios?

-Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el bisturí.

-¿De qué manera?

-El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.

-Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.

-No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. El veneno es demasiado sutil y demasiado mortífero.

-Habrá que extirpar el órgano herido.

-Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi esposa. ¡Es horrible!

Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un lado como cosa sin importancia las débiles objeciones del marido, diciendo con brusquedad:

-Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una vida.

-Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la operación.

Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán:

-Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría temperatura de la noche.

El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:

-Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin embargo, quisiera que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido en el bolsillo.

-Es cloroformo.

-También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos emplear semejantes productos.

-¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico?

-¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora.

Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol, se apagó de golpe. El ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino.

-¿Está lejos?-preguntó Douglas Stone.

-¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.

El cirujano oprimió el resorte de su reloj de repetición y escuchó los golpecitos que le anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía la danza de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie.

El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero:

-Espere usted.

Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada característico: ni una tienda, ni movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por los arroyos para precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil llama con su mano asarmentada.

-¿Sigue todo bien?-jadeó el mercader.

-La señora está tal como usted la dejó.

-¿No habló?

-No, duerme profundamente.

El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo, mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo, ni esterilla, ni percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera.No había alfombra.

El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles, incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña sostenida por una horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo turco, con el yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior.

-Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales pensamos acerca de las mujeres -dijo el turco.

Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y dijo:

-No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se desarrollen los síntomas locales.

-¡Oh señor, señor! -dijo el mercader-. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida.

-Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar -dijo Douglas Stone.

-¡Basta ya! -exclamó irritado el turco-. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde.

Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer fallecía, la posición de Douglas delante del juez de investigación podía resultar embarazosa.

-De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este veneno -le preguntó.

-Lo sé.

-Y me asegura que la operación es indispensable.

-Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí.

-La cara quedará desfigurada espantosamente.

-Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado.

Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal. Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran todo iris, distinguiéndose apenas la pupila.

-Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.

-Sí, ha sido bastante buena.

El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que le temblaban los labios.

-Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia -dijo el cirujano.

-¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?

Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su fórceps. La habitación giraba a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz. Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa. Como si estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente.

-La verdad es -dijo por fin -que esta operación era verdaderamente indispensable para Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.

Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:

-Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello.

Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:

-Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.

Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación.

La anciana esperaba afuera.

-Atienda a su señora cuando se despierte -le dijo lord Sannox.

Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo:

-Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación.

-Muy bien, señor.

-Después llevarás a lady Sannox a casa.

-¿Y a usted, señor?

-Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.


miércoles, 24 de junio de 2020

GENTE SOBRANTE (Anton Chéjov)

      
Son las seis de la tarde de un día del mes de junio. Desde el apeadero de Jílkovo y en dirección a la colonia veraniega marcha un grupo de veraneantes recién bajados del tren. Son, en su mayor parte, padres de familia, y van cargados de paquetes, carteras, sombrereras y esas cajas de cartón que guardan las creaciones de la moda femenina. Todos presentan un aspecto cansado, hambriento y malhumorado, como si para ellos no brillara el sol ni floreciera la hierba.

En el grupo se encuentra Pável Matvéievich Zaikin, miembro del tribunal del distrito, hombre alto, un poco encorvado, vestido con un traje barato y portador de una escarapela en su gorra descolorida. Está sudoroso, sofocado y apesadumbrado.

—¿Viene usted diariamente a la dacha? —dice dirigiéndose a él un veraneante de pantalones color cobrizo.

—No. Diariamente, no —contesta sombrío Zaikin—. Mi mujer y mi hijo residen aquí siempre, mientras que yo vengo dos días a la semana. No tengo tiempo de venir todos los días y, además, sale caro.

—¡Y tanto que sale caro! —suspira el de los pantalones color rojizo—. Primeramente, en la ciudad no puedes ir a pie hasta la estación y tienes que tomar un coche…; luego, el billete, que cuesta cuarenta y dos kopeks… Después, en el camino, que si te compras el periódico…, o incurres en la debilidad de beberte una copita de vodka… ¡Todos gastos pequeños… insignificantes…! ¡Pero al final del verano resulta que se te han ido doscientos rublos! Claro que tiene más valor el poder disfrutar de la Naturaleza…, eso no lo voy a discutir… La vida bucólica… Pero hay que tener en cuenta lo que son nuestros sueldos de funcionarios. Por usted mismo sabrá que los kopeks están contados… y que si se descuida uno gastando, luego no duerme en toda la noche… ¡Así es…! Yo, señor mío… (no tengo el gusto de conocer su nombre), cobro cerca de dos mil rublos al año… tengo el grado de consejero civil…, y fumo tabaco de segunda y no me sobra un rublo para comprarme el agua mineral de Vichy que me ha sido prescrita por el médico, para las piedras del hígado.

—Todo, en general, es desagradable —dice Zaikin después de un corto silencio—. Por mi parte, sustento la opinión de que la vida veraniega ha sido inventada por los diablos y por las mujeres. A los diablos les mueve la maldad, y a las mujeres su extrema inconsciencia. Porque esto no es vida…, ¡es un infierno! ¡Las galeras…! El calor no te deja respirar, y aunque te sofoques, tienes que andar de un lado para otro como un condenado, sin contar un momento de tranquilidad. En la ciudad estás sin muebles… sin servicio… ¡Todo se lo llevaron a la dacha…! En cuanto a alimentarte, ¡sabe el diablo con qué te alimentas…! El té no lo puedes tomar, porque no hay nadie que pueda prepararte el samovar… No te lavas, y cuando llegas aquí, o sea a la plena Naturaleza, tienes que darte una caminata a pie a través del polvo y con calor… ¡Puf…! ¿Está usted cansado?

—Sí, señor…, y tengo tres nenitos —suspira el de los pantalones color rojizo.
—En general, ¡todo es desagradable! Lo sencillamente asombroso es que vivamos todavía.
Por fin, los veraneantes llegan a la colonia, y Zaikin, despidiéndose de los pantalones rojizos, se dirige hacia su dacha.
En su casa, un silencio mortal le sale al encuentro. Tan sólo se percibe en ella un zumbido de mosquitos y las peticiones de auxilio de una mosca caída para la cena de una araña. A través de las ventanas, de las que cuelgan cortinillas de muselina, se divisan flores de geranio ya comenzando a marchitarse. En las paredes de madera, desprovistas de pintura, junto a algunas oleografías, dormitan las moscas. Ni en el zaguán, ni en la cocina, ni en el comedor…, se ve un alma. Sólo en la habitación que recibe al mismo tiempo el nombre de salón y el de sala, encuentra Zaikin a su hijo Petia, chiquillo de seis años. Petia, sentado junto a la mesa, sopando fuertemente y alargando el labio inferior, está ocupado en recortar con unas tijeras el valet de carreau de una baraja.
—¡Ah! ¿Eres tú, papá? —dice, sin volver la cabeza—. Hola.
—Hola. ¿Dónde está tu madre?
—¿Mamá…? Se fue con Olga Kirillovna al ensayo del teatro. Pasado mañana es la función y me van a llevar a mí…
—¿Y tú vas a ir?
—Ssssí…
—¿Cuándo va a volver?
—Ha dicho que volvería al anochecer.
—Y Natalia, ¿dónde está?—Mamá se la llevó para que la ayudara a vestirse en la función, y Akulina se fue al bosque, por setas. Papá…, ¿por qué cuando pican los mosquitos se les pone la tripa roja?
—No sé… Porque chupan la sangre… Entonces, ¿no hay nadie en casa?
—Nadie. Estoy yo solo.
Zaikin se sienta en la butaca y mira por la ventana con los ojos embotados.
—Y entonces, ¿quién nos va a servir la comida? —pregunta.
—Hoy no han hecho comida, papá. Mamá pensaba que tú no vendrías, y dispuso que no se hiciera comida. Ella y Olga Kirillovna van a comer durante el ensayo.
—¡Vaya… vaya…! Y tú, ¿qué has comido?
—Yo he comido leche. Para mí trajeron seis kopeks de leche. Papá…, ¿y por qué chupan la sangre los mosquitos…?
A Zaikin le parece de repente que algo pesado le rueda por dentro hasta alcanzarle el hígado, al que empieza a chupar. De tal modo se siente enojado, ofendido y amargado, que tiembla y respira con dificultad. Siente ganas de pegar un brinco, de golpear en el suelo con algo duro y de enfadarse, pero recuerda que el médico le ha prohibido terminantemente ponerse nervioso. Haciendo un esfuerzo se levanta y se pone a silbar un pasaje de Los hugonotes.
—¡Papá…! ¿Sabes tú trabajar en el teatro? —oye decir a la voz de Petia.
—¡Aj…! ¡No me molestes con preguntas tontas! —se irrita Zaikin—. ¡Eres más pegajoso que una lapa! Ya tienes seis años y sigues tan tonto como hace tres. ¡Qué niño más tonto y más mal criado…!
¿Por qué, por ejemplo, estropeas la baraja…?, ¿cómo te atreves a estropearla?
—La baraja no es tuya —dice Petia, volviéndose—. Me la ha dado Natalia.
—¡Miente, chiquillo mal criado! —se excita más y más Zaikin— ¡Estás siempre mintiendo! ¡Lo que hay que hacer es darte unos azotes, renacuajo! ¡Tirarte de las orejas!
Petia se levanta de un salto, estira el cuello y mira fijamente el rostro encendido y enfadado de su padre. Sus grandes ojos parpadean primero, luego se humedecen y la cara del niño se contorsiona.
—Pero ¿por qué te enfadas? —chilla Petia—. ¿Qué te he hecho yo, tonto…? ¡No he hecho nada malo…, no he hecho ninguna travesura…, y tú te enfadas…! ¿Y por qué te enfadas conmigo…?
El pequeño habla con acento convincente y llora con tal amargura que Zaikin se siente avergonzado.
«Es verdad —piensa—. ¿Por qué le fastidio?».
—Bueno, bueno… —dice, cogiéndole por un hombro—. La culpa es mía, Petiuja… Perdóname…
Lo que eres es un niño muy listo, muy bueno, y yo te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, se sienta en el mismo sitio que antes y se pone a recortar la dama de carreau. Zaikin entra en su despacho, se tumba en el diván con las manos debajo de la cabeza y queda pensativo. Las recientes lágrimas del chiquillo han quebrantado su enfado y el hígado se le ha ido aliviando poco a poco. Lo único que siente es cansancio y hambre.
—¡Papá! —oye decir a través de la puerta—. ¿Quieres que te enseñe mi colección de insectos?
—¡Sí…! ¡Enséñamela! Petia entra en el despacho y presenta a su padre un cajoncito largo, de color verde. Ya antes de tenerle escarabajos, saltamontes y moscas clavados con alfileres cerca, Zaikin ha percibido un zumbido desesperado y el arañar de unas patitas contra las paredes de la caja.
Levantando la tapa, ve una infinidad de mariposas al fondo de la caja. Todas, salvo dos o tres mariposas, viven todavía y se agitan.
—¡El saltamontes aún está vivo! —se asombra Petia—. ¡Le cogimos ayer por la mañana y todavía no se ha muerto!
—¿Quién te ha enseñado a clavarlos así?
—Olga Kirillovna.
—Pues a quien habría que clavar es a Olga Kirillovna —dice Zaikin, con repugnancia—. ¡Qué vergüenza! ¡Martirizar a los animales…!
«¡Dios mío…! ¡Cuán terriblemente mal se le educa!», piensa cuando se marcha Petia.
A Pável Matvéievich ya se le han olvidado el cansancio y el hambre, y sólo piensa en el destino de su pequeño. Mientras tanto al otro lado de las ventanas la luz va apagándose lentamente. Se oye a los veraneantes que vuelven en pequeños grupos del baño de la tarde. Alguien se detiene ante su ventana abierta del comedor y grita:
—¿Quieren setas?
Como nadie le contesta, se aleja chapoteando con los pies desnudos.
Pero cuando el crepúsculo se hace tan denso que ya los geranios que se divisan a través de los visillos de muselina pierden sus contornos y por la ventana empieza a entrar el frescor de la noche… escuchan pasos rápidos, charlas y risas.
—¡Mamá! —chilla Petia.
Zaikin se asoma por la puerta del despacho y ve a su mujer, Nadezhda Stepánovna, con su aspecto sonrosado y saludable de siempre. Con ella está Olga Kirillovna, mujer rubia y seca, de rostro pecoso, y dos hombres desconocidos. Uno de ellos es joven, alto, de cabellera rojiza y rizada y nuez prominente. El otro es de pequeña estatura, rollizo, y tiene un rostro de actor, afeitado, en el que resalta la barbilla oscura y torcida.
—Natalia, prepara el samovar —dice Nadezhda Stepánovna haciendo crujir los pliegues de su vestido—. Me parece que ha llegado Pável Matvéievich. ¿Dónde estás, Pável…? ¡Hola, Pável! —dice, entrando corriendo en el despacho y respirando anhelosamente—. ¿Ya has llegado…? Estoy contentísima. Traigo conmigo a otros dos aficionados. Ven que te los presente. El más alto es Koromislov… ¡Canta que es una maravilla…! El otro, el bajito, es Smorkalov… ¡Enteramente un actor! ¡Lee prodigiosamente! ¡Ay…! Estoy cansada… Acabamos de terminar el ensayo… Todo marcha a las mil maravillas. Vamos a hacer El huésped del trombón y Ella le espera. La función será pasado mañana.

—¿Para qué les has traído? —pregunta Zaikin.
—¡No tenía más remedio, papaíto…! Después del té tenemos que repasar los papeles y cantar alguna cosa, Koromislov y yo cantamos a dúo. ¡Ah…!, que no se olvide… Haz el favor, querido, de mandar a Natalia por unas sardinas, un poco de vodka, queso y alguna que otra cosa. Seguramente se quedarán a cenar. ¡Uf, qué cansada estoy…!
—¡Hum…! No tengo dinero.
—No hay más remedio, papaíto… ¡Es violento! ¡No me hagas ponerme colorada…!
Media hora después sale Natalia en busca del vodka y de los entremeses. Después de beberse su té y de comerse un panecillo francés, Zaikin se retira a su dormitorio y se acuesta mientras Nadezhda Stepánovna y sus invitados, entre risas y ruido, se ponen a ensayar los papeles. Durante largo rato escuchó Pável Matvéievich la voz nasal de Koromislov leyendo y las exclamaciones declamatorias de Smerkalov… A la lectura sigue una larga peroración interrumpida por la risa chillona de Olga Kirillovna. Con el tono autoritario de un actor de veras, aplomo y valor, Smerkalov explica los papeles. Luego viene un dúo, y después un ruido de vajilla… Zaikin, entre sueños, oye cómo suplican a Smerkalov para que lea La pecadora, y cómo aquél, después de hacerse rogar, empieza su recitación. En ella silba, se golpea el pecho, llora y ríe con voz ronca de bajo… Zaikin hace una mueca de desairado y mete la cabeza bajo la manta.

—Van ustedes demasiado lejos y está muy oscuro —oye decir al cabo de una hora a la voz de Nadezhda Stepánovna—. ¿Por qué no se quedan a dormir…? Koromislov se puede echar aquí, en el salón sobre el diván, y Smerkalov en la cama de Petia. A Petia se le pone en el despacho de mi marido. ¿Verdad…? ¡Quédense!

Por fin, cuando el reloj da las dos de la madrugada, todo queda inmóvil. La puerta del dormitorio se abre y aparece Nadezhda Stepánovna.
—¡Pável…! ¿Estás dormido…? —murmura.
—No. ¿Por qué?
—Querido…, vete al despacho y échate en el diván para que pueda acostarse aquí Olga Kirillovna. ¡Anda, querido…, ve! Yo la hubiera puesto en el despacho pero le da miedo dormir sola. ¡Anda…, levántate!

Zaikin se levanta, se echa encima una bata y cargado con la almohada, se arrastra hacia el despacho. Cuando alcanza a tientas el diván, enciende una perilla y ve a Petia echado encima de éste.
El chiquillo no duerme y con ojos muy abiertos mira la cerilla.
—¡Papá…!, ¿por qué no duermen los mosquitos por la noche…?
—Porque…, porque… tú y yo estamos aquí de sobra. No tenemos ni siquiera un sitio en donde dormir.
—¡Papá…! ¿y por qué Olga Kirillovna tiene pecas en la cara?
—¡Ah…! ¡Déjame! ¡Me aburres!
Después de pensarlo un poco, Zaikin decide vestirse y salir a la calle para refrescarse. Allí contempla el cielo gris matinal, las nubes inmóviles. Escucha el perezoso grito del rascón
adormilado y empieza a soñar con el día de mañana, en el que ya otra vez de vuelta en la ciudad y regresando del Juzgado, podrá echarse a dormir. De una esquina surge de pronto una figura humana.

«Seguramente el guarda», piensa Zaikin. Pero luego, cuando ésta se le aproxima y puede verla más detenidamente, reconoce en ella al veraneante de los pantalones rojizos, conocido la víspera.
—¿No duerme usted? —pregunta.
—No… No tengo sueño —suspiran los pantalones rojizos—. Me estoy recreando en la Naturaleza. Sabe usted…, a mi casa, en el tren de la noche, nos llegó una querida huésped…, la mamá de mi mujer. Vinieron con ella mis sobrinas, unas muchachas excelentes… Estoy muy contento, aunque… ¡Hace mucha humedad…!, ¿no es cierto? ¿Y usted…? ¿Ha salido usted también a recrearse en la Naturaleza?

—Sí… —muge Zaikin—. También yo me estoy recreando en la Naturaleza… Diga… ¿Sabe si por aquí cerca hay alguna taberna o restaurante?

Los pantalones de color rojizo alzan los ojos al cielo y quedan profundamente pensativos.


lunes, 22 de junio de 2020

PORTUGUESES (Rodolfo Walsh)


1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10)
a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.

Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.

"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."

"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."

"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."

El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.


sábado, 20 de junio de 2020

PARA LEER AL ATARDECER (Charles Dickens)


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán. Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome mi cigarro como ellos, y también como ellos contemplando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasados iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región

Mientras contemplábamos la escena el vino de las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy oscuro; se levantó el viento y el aire se volvió terriblemente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.

-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece, tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas...

-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán.

-¿De qué habla entonces? -preguntó el suizo. -Si lo supiera -contestó el otro-, probablemente sería mucho más sabio.

Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la espalda en el muro del convento, los escuché perfectamente sin que pareciera estar haciéndolo.

-¡Rayos y truenos! -exclamó el alemán calentándose-. Cuando un determinado hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible para que tengas la idea de él en la cabeza durante todo el día... Cómo le llama a eso, cuando uno camina por una calle atestada de gente, en Frankfurt, Milán, Londres o París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja al amigo Heinrich, y luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?

-Tampoco eso es nada infrecuente -murmuraron el suizo y los otros tres.

-¡Infrecuente! -exclamó el alemán-. Es algo tan común como las cerezas en la Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la uija -y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a cargo del servicio-, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese momento... ¿cómo le llama a eso?

-O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal -añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-. ¿Cómo llama a eso?

-¡Eso! -gritó el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.

-¿Milagro? -preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.

El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.

-¡Bah! -exclamó el alemán un rato después-. Yo hablo de cosas que suceden realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?

Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y pensé que debía ser genovés.

-¿La historia de la novia inglesa? -preguntó-. ¡Basta! Uno no debería tomarse tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es verdad.

Repitió esa misma frase varias veces.

-Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo lo aprobé a él. Quería hacer unas investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto, muy feliz. Estaba enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse. En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico, algo oscuro y sombrío, pues los árboles lo rodeaban desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo deprovisto de muebles, así sucedía con todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra el tiempo veraniego.

»-¿Todo bien entonces, Baptista? –preguntó.

»-Indudablemente; muy bien.

»Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para nosotros y que en todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era joven y sonrosada.

»El tiempo volaba. Pero observé -¡y les ruego que presten atención a esto (y en ese momento el correo bajó el volumen de su voz)-, a veces observé que mi señora se encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo, de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba bien de nuevo.

»Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos o los bandidos? No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.

»Pero un día me contó el secreto.

»-Si deseas saberlo -dijo Carolina-, he descubierto, escuchando aquí y allá, que el ama está hechizada y obsesionada.

»-¿Y cómo?

»-Por un sueño.

»-¿Qué sueño?

»-El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en sueños... siempre el mismo rostro, y sólo ése.

»-¿Un rostro terrible?

»-No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro, con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino mirarla fijamente, desde la oscuridad.

»-¿Volvió a tener ese sueño?

»-Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo.

»-¿Y por qué le preocupa?

»Carolina sacudió la cabeza.

»-Eso es lo que quiere saber el amo -contestó la bella-. Ella no lo sabe. Ella misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontraba un cuadro de ese rostro en nuestra casa italiana (y tiene miedo de que así suceda) piensa que no sería capaz de soportarlo.»Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés) que después de esto tuve miedo de llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas, cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!



»Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.

»Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso, sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña genovesa.

»Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al ama desde la oscuridad; ése, no existía.

»Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí, como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.

»-Bien, Clara -dijo el amo en voz baja-. Ya ves que no hay nada. ¿Eres feliz?

»El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz. Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que apretara el calor:

»-¡Baptista, todo va bien!

»-Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.

»No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente. ¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina. Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo.

»Un día, el amo recibió una carta y me llamó.

»-¡Baptista!

»-¡Signore!

»-Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse signore Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.

»Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos nobles y caballeros perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos habían cambiado de nombre. Quizá éste fuera uno de ellos. Dellombra era para mí un nombre tan bueno como cualquier otro.

»Cuando llegó a cenar el signore Dellombra (contó el correo genovés en voz baja, tal como había hecho en otra ocasión), lo llevé hasta la sala de recibir, el gran salón del viejo palazzo. El amo le recibió con cordialidad y le presentó a su esposa. Al levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de mármol.

»Entonces volví la cabeza hacia el signore Dellombra y vi que iba vestido de negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.

»El amo levantó a su esposa en brazos y la llevó al dormitorio, donde yo envié inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después que el ama estaba aterrada mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.

»El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del hecho de que el ama se encontrara tan enferma. El viento africano llevaba soplando algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.

»Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.

»Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama lo recibió sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el signore Dellombra se convirtió en un invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría sido bien recibida en cualquier palazzo triste.

»Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un poder malignos. Pasando de ella a él, solía verlo en los jardines sombreados, o en la gran sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad». Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el rostro del sueño.

»Tras su segunda visita, oí decir al amo:

»-¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.

»-¿Volverá... volverá de nuevo? -preguntó el ama.

»-¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? -le preguntó al ver que ella se estremeció.

»-No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver otra vez?

»-¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro, Clara! -contestó el amo alegremente.

»Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.

»-¿Va todo bien, Baptista? -me preguntaba de vez en cuando.

»-Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.

»Para el carnaval nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de casa sola, corriendo aturdida por el Corso.

»-¡Carolina! ¿Qué sucede?

»-¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?

»-¿El ama, Carolina?

»-Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!

»Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna. Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el signore Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa acurrucada en una esquina.

Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había visto en su sueño.

-¿Y cómo llaman a eso? -preguntó con tono triunfal el correo alemán-. ¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles? ¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!

»En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían haber transcurrido unos sesenta años.

»Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street, esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.

»El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día le dijo a su hermano:

»James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir.

»El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.

»Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:

»-Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.

»Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.

»-Wilhelm -añadió-. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier caso hasta que se ha llegado a una solución aunque para ello se necesiten muchos años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano.

»He de confesar (dijo el correo alemán) que al oír aquello sentí que la sangre me hormigueaba en el cuerpo.

»Acabo de ver ahora mismo al fantasma de mi hermano John -repitió el señor James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba diciendo-. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en m habitación vestido de blanco, me miró fijamente, pasó a un extremo de la habitación, contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y en modo alguno estoy dispuesto a conferir a ese fantasma una existencia externa fuera de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería conveniente que me sangraran.

»Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor. Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando el timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.

»-¿Está el señor James? -dijo el hombre que se encontraba abajo, retrocediendo en la acera para poder vernos.

»-Así es -contestó el señor James-. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi hermano?

»-Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verlo, señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verlo sin pérdida de tiempo.

»El señor James y yo nos miramos el uno al otro.

»-Wilhelm, esto es muy extraño -me dijo-. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!

»Lo ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre Poland Street y el Forest.

»¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles.

»Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio alargado. Allí se encontraban su anciana ama de llaves y otras personas. Creo que había tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente a su hermano cuando vio que entraba en la habitación.

»Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y mirándolo con atención dijo estas palabras

»-¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!

»Y después murió.Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano, que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del honorable Ananias Dodger, y yo a escucharla.


viernes, 19 de junio de 2020

DE NOCHE SOY TU CABALLO (Luisa Valenzuela)


Sonaron tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me levanté con disgusto y con un poco de miedo; podían ser ellos o no ser, podría tratarse de una trampa, a estas malditas horas de la noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos encontrarme cara a cara nada menos que con él, finalmente.

Entró bien rápido y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una actitud muy de él, él el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia -la nuestra-. Después me tomó en sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera apretarme demasiado pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le desbordara, diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada entre sus brazos y de ir besándome lentamente. Creo que nunca les había tenido demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan silencioso como siempre, transmitiéndome cosas en formas de caricias.

Y por fin un respiro, un apartamos algo para miramos de cuerpo entero y no ojo contra ojo, desdoblados. Y pude decirle

te hacía peleando en el norte

te hacía preso

te hacía en la clandestinidad

te hacía torturado y muerto

te hacía teorizando revolución en otro país.

Una forma como cualquiera de decirle que lo hacía, que no había dejado de pensar en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan endemoniadamente precavido siempre, tan señor de sus actos:

-Callate, chiquita, ¿de qué te sirve saber en qué anduve? Ni siquiera te conviene.

Sacó entonces a relucir sus tesoros, unos quizás indicios que yo no supe interpretar en ese momento. A saber, una botella de cachaça y un disco de Gal Costa. ¿Qué habría estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían sus próximos proyectos? ¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo que lo estaban buscando? Después dejé de interrogarme (callate, chiquita, me diría él). Vení, chiquita, me estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir en la felicidad de haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería de nosotros mañana, en los días siguientes?

La cachaça es un buen trago, baja y sube y recorre los caminos que debe recorrer y se aloja para dar calor donde más se la espera. Gal Costa canta cálido, con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y un poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos mirando muy adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan pronto a abandonarnos a la pura sensación. Seguimos reconociéndonos, reencontrándonos.

Beto, lo miro y le digo y sé que ese no es su verdadero nombre pero es el único que le puedo pronunciar en voz alta. Él contesta:

-Un día lo lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.

Mejor. Que no se ponga él a hablar de lo que algún día lograremos y rompa la maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora, nosotros dos, solitos.

A noite eu sou teu cavalo, canta de golpe Gal Costa desde el tocadiscos.

-De noche soy tu caballo -traduzco despacito. Y como para envolverlo en magias y no dejarlo pensar en lo otro:

-Es un canto de santo, como en la macumba. Una persona en trance dice que es el caballo del espíritu que la posee, es su montura.

-Chiquita, vos siempre metiéndote en esoterismos y brujerías. Sabés muy bien que no se trata de espíritus, que si de noche sos mi caballo es porque yo te monto, así, así, y sólo de eso se trata.

Fue tan lento, profundo, reiterado, tan cargado de afecto que acabamos agotados. Me dormí teniéndolo a él todavía encima.

De noche soy tu caballo…

…campanilla de mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo muy denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que podría ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro, siguiendo su inveterada costumbre de escaparse mientras duermo y sin dar su paradero. Para protegerme, dice.

Desde la otra punta del hilo una voz que pensé podría ser la de Andrés -del que llamamos Andrés- empezó a decirme:

Lo encontraron a Beto, muerto. Flotando en el río cerca de la otra orilla. Parece que lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy hinchado y descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es él.

-¡No, no puede ser Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe esa voz como de Andrés se me hizo tan impersonal, ajena:

-¿Te parece?

-¿Quién habla? -se me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero en ese momento colgaron.

¿Diez, quince minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado mirando el teléfono como estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba pero claro, sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos toqueteándome, sus voces insultándome, amenazándome, la casa registrada, dada vuelta. Pero yo ya sabía, ¿qué me importaba entonces que se pusieran a romper lo rompible y a desmantelar placares?

No encontrarían nada. Mi única, verdadera posesión era un sueño y a uno no se lo despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche anterior en el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado, soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con lujo de detalles y hasta en colores. Y los sueños no conciernen a la cana.

Ellos quieren realidades, quieren hechos fehacientes de esos que yo no tengo ni para empezar a darles.

Dónde está, vos lo viste, estuvo acá con vos, donde se metió. Cantá, si no te va a pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde anda, cuál es su aguantadero. Está en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá, sabemos que vino a buscarte.

Hace meses que no sé nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé nada de él desde hace meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se fue con otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé nada. (Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que quieran, y amenacen, nomás, y métanme un ratón para que me coma por dentro, y arránquenme las uñas y hagan lo que quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá cuando hace mil años que se me fue para siempre?).

No voy a andar contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al llamado Beto hace más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció, el hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños que suelen transformarse en pesadillas. Beto, ya lo sabés, Beto, si es cierto que te han matado o dónde andes, de noche soy tu caballo y podés venir a habitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella noche, sólo fue un sueño. Y si por loca casualidad hay en mi casa un disco de Gal Costa y una botella de cachaça casi vacía, que por favor me perdonen: decreté que no existen.


jueves, 18 de junio de 2020

LA MANO (Juan Carlos Onetti)


A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:


–La leprosa.


Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.


No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.


Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. “Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico”.


Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.


Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.


Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.


Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.


Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.

lunes, 15 de junio de 2020

LA FILÁNTROPA Y EL GATO FELIZ (Saki)


Jocantha Bessbury se encontraba en un estado de ánimo sereno y graciosamente feliz. Su mundo era un lugar agradable pero revestido en ese momento de uno de sus aspectos más placenteros. Gregory había conseguido llegar a casa para tomar un rápido almuerzo y fumar después en el saloncito; el almuerzo había sido bueno y quedaba tiempo para hacer justicia al café y los cigarrillos, ambos excelentes en su campo; y también Gregory era, en el suyo, un marido excelente. Jocantha sospechaba que para él era una esposa encantadora, y más fundadas eran todavía sus sospechas de tener una modista de primera categoría.

—Imagino que no habrá una persona más contenta en todo Chelsea —observó Jocantha en alusión a sí misma—. Salvo quizás Attab —prosiguió mirando al gato grande que estaba echado con considerable comodidad en una esquina del diván—. Está ahí tumbado, ronroneando y soñando, moviendo las patas de vez en cuando por el éxtasis de comodidad que le producen los cojines. Parece la encarnación de todo lo que es suave, sedoso y aterciopelado, sin una arista afilada en su composición, un soñador cuya filosofía es dormir y dejar dormir; luego, cuando llega la noche, sale al jardín con un resplandor rojizo en los ojos y mata un gorrión somnoliento.

—Como cada pareja de gorriones tiene diez o más crías cada año, mientras su suministro de alimentos permanece estacionario, es conveniente que los Attab de la comunidad tengan esa idea acerca de cómo pasar una tarde divertida —comentó Gregory. Tras haber expresado esa sabia observación, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con un beso juguetonamente afectivo y salió al mundo exterior.

—Recuerda que cenaremos un poco antes esta noche, pues vamos al Haymarket —le gritó ella cuando se iba.

Al quedarse a solas, Jocantha reanudó el proceso de mirar su vida con ojos plácidos e introspectivos. Si no tenía en este mundo todo lo que deseaba, al menos estaba muy complacida con lo que tenía. Por ejemplo, estaba muy complacida con el saloncito, que de alguna manera lograba ser, al mismo tiempo, cómodo, elegante y caro. La porcelana era rara y hermosa, los esmaltes chinos adoptaban tonos maravillosos bajo la luz del fuego, las alfombras y cortinas guiaban la mirada a través de suntuosas armonías de colorido. Era una sala en la que se podría haber recibido convenientemente a un embajador o un arzobispo, pero también era una sala en la que se podían recortar fotos para un álbum de recortes sin tener la sensación de que con el desorden propio se estuviera escandalizando a las deidades del lugar. Y lo que sucedía con el saloncito pasaba también con el resto de la casa; y lo que sucedía con la casa, pasaba también con las otras áreas de la vida de Jocantha: tenía en verdad buenas razones para ser una de las mujeres más satisfechas de Chelsea.

De un estado de ánimo en el que bullía la satisfacción por su destino pasó a la fase de la generosa conmiseración por aquellas miles de mujeres que le rodeaban y cuyas vidas y circunstancias eran apagadas, baratas, carentes de placer y vacías. Jóvenes trabajadoras, dependientas de tienda y demás, la clase que ni tenía la libertad despreocupada de los pobres ni la libertad ociosa de los ricos, entraban especialmente dentro del alcance de su simpatía. Era triste pensar que hubiera jóvenes que tras un largo día de trabajo tuvieran que sentarse solas en dormitorios fríos y tristes porque no podían permitirse una taza de café y un sandwich en un restaurante, y todavía menos el chelín que costaba una butaca de teatro.

La mente de Jocantha seguía dando vueltas a este tema cuando se lanzó a una campaña de tarde de compras poco metódicas; se dijo a sí misma que resultaría bastante consolador si pudiera hacer algo, de improviso, para llevar un brillo de placer e interés a la vida de una o dos trabajadoras de corazón triste y bolsillo vacío: eso aumentaría mucho su placer aquella noche en el teatro. Compraría dos entradas de anfiteatro alto para una obra popular, entraría en alguna tetería barata y regalaría las entradas a la primera pareja de trabajadoras interesantes con las que trabara conversación casualmente. Se lo explicaría diciendo que no podía utilizar las entradas y no quería que se perdieran, y por otra parte le resultaba muy pesado devolverlas. Tras reflexionar más, decidió que sería mejor conseguir sólo una entrada y dársela a una joven de aspecto solitario sentada frente a una comida frugal; la joven podría trabar conocimiento con quien se sentara a su lado en el teatro cimentando así una amistad duradera.

Con ese fuerte impulso de Hada Madrina, Jocantha se dirigió a una agencia de venta de entradas y con gran cuidado eligió un asiento de anfiteatro alto para «Pavo real amarillo», una obra que estaba produciendo muchas discusiones y críticas. Luego se dirigió a su filantrópica aventura de tetería aproximadamente en el mismo momento en que Attab entraba lentamente en el jardín con la mente concentrada en acechar a un gorrión. En una esquina de una tetería encontró una mesa desocupada y se instaló en ella, impulsada por el hecho de que en la mesa de al lado estaba sentada una joven de rasgos bastante sencillos, de mirada apagada y lánguida y con el aspecto general de resignado desamparo. Su vestido era de una tela barata, pero trataba de seguir la moda, sus cabellos eran hermosos y su tez mala; estaba terminando una modesta comida de té y bollo y no se diferenciaba en su aspecto de otros miles de jóvenes trabajadoras que en ese mismo momento terminaban, empezaban o seguían tomando su té en establecimientos londinenses. Se podía apostar con seguridad a que nunca había visto «Pavo real amarillo»; evidentemente era un excelente material para el primer experimento de Jocantha con la beneficencia al azar.

Jocantha pidió un té con un bollo y comenzó a examinar amistosamente a su vecina con la idea de captar su atención. En ese mismo instante el rostro de la joven se encendió repentinamente de placer, centellearon sus ojos, se sonrojaron sus mejillas y pareció casi bonita. Un joven, al que saludó con un afectivo «hola, Bertie», llegó a su mesa y se sentó en una silla frente a ella. Jocantha miró con dureza al recién llegado; parecía varios años más joven que ella misma, su aspecto era mucho mejor que el de Gregory, en realidad mucho mejor que el de cualquiera de los hombres jóvenes de su círculo. Conjeturó que sería un oficinista bien educado de algún almacén de ventas que vivía y se divertía todo lo que podía con un pequeño salario y exigía unas vacaciones de dos semanas anuales. Evidentemente tenía conciencia de su buen aspecto, pero con esa conciencia tímida del anglosajón, no con la complacencia descarada del latino o el semita. Resultaba evidente que mantenía una amistosa intimidad con la joven a la que hablaba, y que probablemente se encaminaban a un compromiso formal. Jocantha se imaginó el hogar del joven en un círculo bastante estrecho con una fatigosa madre que siempre quería saber cómo y dónde pasaba sus tardes. A su debido tiempo, cambiaría esa aburrida esclavitud por su propio hogar, dominado por una escasez crónica de libras, chelines y peniques, así como por la ausencia de la mayoría de las cosas que hacen que la vida sea atractiva o cómoda. Jocantha sintió mucha pena por él. Se preguntó si habría visto el «Pavo real amarillo»; lo más probable era suponer que no. La joven había terminado el té y regresaría muy pronto a su trabajo; cuando el joven estuviera solo, a Jocantha le sería muy fácil decirle: «Mi marido tenía otros planes para mí esta noche; ¿querría utilizar esta entrada, que si no va a perderse?» Luego volvería allí otra tarde a tomar el té, y si le veía le preguntaría si le había gustado la obra. Era un joven agradable, y si llegaban a conocerse más podría darle más entradas de teatro, y quizás hasta pedirle que fuera un domingo a Chelsea a tomar el té. Jocantha decidió trabar conocimiento con él, y pensó que el joven le caería bien a Gregory y que el asunto del Hada Madrina sería mucho más entretenido de lo que había pensando originalmente. El muchacho era muy presentable; sabía peinarse el cabello, facultad que posiblemente debía a la imitación; sabía qué color de corbata le iba bien, lo que tenía que deberse a la intuición; era exactamente el tipo de hombre que Jocantha admiraba, lo que desde luego era accidental. En conjunto se sintió bastante complacida cuando la joven miró el reloj y se despidió, amigable pero rápidamente, de su compañero. Bertie le dijo adiós, se bebió de un trago el té y sacó luego del bolsillo del abrigo un libro forrado en papel que llevaba el título de Sepoy and Sahib, a Tale of the Great Mutiny.

Las leyes de etiqueta de una casa de té prohíben que ofrezcas entradas de teatro a un desconocido sin haber llamado antes su atención. Incluso es mejor si puedes pedirle que te pase el azucarero, tras haber ocultado previamente el hecho de que en tu mesa hay uno grande y bien lleno; no es difícil de lograr, pues el menú impreso suele ser en general tan grande como la mesa y puede sostenerse en pie. Jocantha empezó a hacerlo llena de esperanza; había tenido una prolongada y bastante fuerte discusión con la camarera concerniente a los supuestos defectos de un bollo que era en sí mismo absolutamente inocente, preguntó en voz alta y quejosa acerca del servicio de metro a un barrio muy remoto, habló con brillante falta de sinceridad acerca del garito que había en la tetería y como último recurso derribó la jarra de leche y maldijo elegantemente. En general atrajo bastante atención, pero ni por un momento la del joven que se peinaba tan bellamente, quien debía encontrarse a varios miles de millas de distancia en las calurosas llanuras del Indostán, en medio de bungalows desérticos, bazares atestados y bulliciosas plazas de armas, escuchando el sonido de los tamtam y el traqueteo distante de los mosquetes.

Jocantha regresó a su casa de Chelsea, que por primera vez le pareció apagada y excesivamente amueblada. Con resentimiento, tuvo la convicción de que en la cena Gregory resultaría poco interesante, y que la obra que verían después sería estúpida. En general su estructura mental mostró una marcada divergencia con respecto a la ronroneante complacencia de Attab, que había vuelto a enroscarse en su esquina del diván irradiando una gran paz por cada curva de su cuerpo.

Pero es que él había matado su gorrión.