Entrada al azar

martes, 21 de mayo de 2019

LO QUE SÉ DEL OLVIDO (Miguel Sánchez Robles)


Todo empezó despacio, como un suicidio lento con ácido sulfúrico.

Yo tenía siempre prisa, pero no sé en qué momento de mi vida dejé de tener prisa. Primero ocurrió eso y después fue olvidar, llegar hasta este estado de no saber si el hombre que descubrió la Ley de la Gravedad era Búfallo Bill o el Dínamo de Kiev, de no saber si esa mujer delgada, inglesa y rubia, que se casó con un príncipe y se mató en un mercedes negro se llamaba Ezra Pound o si las mujeres se llaman Ezra o para qué sirven las líneas de la mano o las floristerías, ¿para qué sirven las floristerías, esas floristerías que son como “una selva bien educada” y se titulan siempre “Bambú”?

La primera cosa que se me olvidó fue siete por ocho, de eso sí me acuerdo. Siempre me había costado recordar esa cifra. Desde pequeño me atrancaba un poco en ese resultado y, un día, lo olvidé para siempre. Luego toda la tabla. Después de la tabla comencé a olvidar cosas más sustanciales y genéricas a una velocidad de por lo menos noventa y tantas veces al día. ¡Dios, cómo olvidaba cosas! Me vino un ántrax de olvidar y se borraron de mi cabeza casi todas los números y los nombres que uno se va aprendiendo en vida de memoria: el deneí, la fecha de nacimiento, los teléfonos de los seres queridos, el nombre de los seres queridos, las direcciones de los seres queridos…hasta los mismos seres queridos o querer a lo seres se me olvido, hasta esas verdades que trabajan siempre para el status quo se me olvidaron.

Era un fenómeno esféricamente estúpido. Sabía estar en la vida, manejar el lenguaje, utilizar correctamente un secador, afeitarme con espuma los cercos de la boca, echarme pomada, descongelar el frigorífico, freírme unos huevos, lavar la ropa, ir al médico del seguro, retirar dinero de una ventanilla de la caja de ahorros ... Pero se me olvidaban determinadas cosas a chorros, a lo mejor sabía lo que significaba status quo, pero no sabía quién era Cristiano Ronaldo o no sabía el nombre de los locutores del telediario, ni qué quería decir El Pontevedra o Lendoiro o velcro o paspartout, no sabía el nombre de las calles, ni la marca de los ascensores de la Torre Eiffel, ni la marca de los motores de los aviones Falcom 2000EX o la altura del obelisco de Washington, ni tan siquiera sabía qué era ni para qué servía un washington y mucho menos un obelisco. Una vez le pregunté a alguien por la calle:

- Oiga, por favor ¿Qué es un washington? ¿Para qué sirve un washington?

- ¿Un washington, un washington, un washington…? Eso me suena a negro, señor, a persona de color.

Me respondió así y pensé que aquel hombre estaba también en proceso de olvido como yo. Como yo que no sabía sumar ni dividir ni restar. Me parecían operaciones totalmente idiotas y superfluas, innecesarias para seguir viviendo de la manera en la que todos estábamos viviendo, porque yo tampoco creo que después de todo esto que estamos viviendo ahora vuelva a haber vida alguna vez.

Por no saber, ni tan siquiera sabía lo que eran los kilómetros, ni tan siquiera sabía cuál era en todas partes la causa de tanta risa sin ninguna alegría. Encendía el televisor y no entendía de qué se reían. Abría un semanario y no entendía de qué se reían en las fotos los duques de Luxemburgo o Espartaco no sé qué ¡Cómo olvidaba cosas y dejaba de entender cosas! Al principio tuve miedo. Me acuciaba esa sensación de perderlo todo de golpe que te da cuando te diagnostican una cirrosis o algo por el estilo. Sin embargo veía muchachas en las cafeterías o en los parques y pensaba en lo que me gustaría estar sentado cerca de sus bocas.

Me estaba convirtiendo en una especie de animal extraño que había olvidado su edad. Incluso su rostro. Hubo una temporada en la que le tenía pánico a los espejos. No quería asomarme a ellos por si no conocía al que había allí.

Entonces pensé que tendría que llegar un momento en el que debería fundar un territorio propio para mí, en que tendría que rotular las cosas para saber lo que son. Escribir en adhesivos amarillos: Esto es luz, esto agua, esto pan, esto es perro... Me pasó con la escarcha. Una mañana, al salir a la calle, la hierba del suelo estaba preciosa, tenía una capa brillante como de ceniza de hielo extraterrestre y yo no supe acordarme de cómo se llamaba eso. Cerré muy fuerte los ojos, con la voluntad absoluta de saber ese nombre y me vino de pronto: ¡escarcha!, y una voz interior vino como a decirme: “La escarcha del jardín es como el rastro que dejaron los ángeles anoche”. Entonces comencé a vislumbrar que no tenía que fundar nada, que mis olvidos eran selectivos y humanos, no crueles y casi benignos, que estaba dotado para olvidar y vivir al mismo tiempo.

Fui al médico. Le conté lo que me ocurría y no me hizo mucho caso. Me dijo que era una especie de analfabetismo nuevo y saludable. Se levantó. Me dio unas palmaditas en la espalda, mientras me acompañaba a la salida y me dijo, eso sí lo recuerdo perfectamente:

-La vida es una obra de teatro muy sencillica en su argumento, muy sencillica en su argumento.

Y comencé a asumir mi situación. Continué olvidando sin cesar. Cada vez más. Incluso con ahínco. Es tan sano olvidar con ahínco. Darte la gana de olvidar cómo se llama el presidente de tu país y esa cosa de cristal donde se echan papeles que llamamos votos. Darte la gana de no querer saber nada de lo que ocurre en el mundo y olvidársete todas las marcas. Y entrar a un supermercado y elegir los productos tapándote los ojos y pasar las hojas de los periódicos en un bar sin leerlas, tapándote hasta la nariz.

En algún momento de todo aquel proceso creí que podría llegar a vivir como los ciegos caminan en la luz con las manos abiertas y ofrecidas al aire para no tropezar. Pero qué va, olvidar me salvaba o algo así. Aquel analfabetismo nuevo era redentor, me hacía más poderoso y casi más humano. Olvidaba. Olvidaba. Olvidaba. Olvidar era mi síndrome favorito. Era como una mejora de la especie. Como un paso más en la selección natural de las especies que formuló ¿Anastasio? ¿Pérking? ¿Dusttin Hoffman? ¿Beltrán Cazorla?

A veces los olvidos eran luminosos. No sabía responder a una encuesta que me hacían por la calle. No sabía qué era gol. ¿Qué es gol? Sé que hay una cosa que se llama gol, pero no sé exactamente lo que es ni para que sirve un gol o para qué sirve el dato exacto del producto interior bruto de Somalia. Es tan hermoso no saber nada acerca de esas cuestiones. Abrir una revista o ponerte delante de un televisor y darte absolutamente igual la importancia de lo que estás viendo, si es que de verdad hay una importancia, porque a mí, con los olvidos, también se me fue al carajo la importancia, y sólo me fijo en si la gente que sacan lleva o no lleva zapatos color trigo o tiene cara de liebre o de pero de alcuza.

Y a la par que olvidaba, descubría otras cosas, me adentraba en un mundo de conocimiento sustancial. Descubría que el tiempo va haciendo de nosotros gente quieta que estorba. Descubría que “mi soledad era como un vientre de pescado que se había quedado frío besándome la boca”. Descubría el deseo y la belleza de unos labios abstractos que pudieran besarme despacio el reloj de morir que hay en el pecho. Llovía y me gustaba mucho ver llover y pensar esas cosas. No saber nada del mundo oficial y sentir esas cosas. Llovía, veía llover, y siempre era una lluvia triste y sucesiva diciéndome que llovía sin sentido, que llovía en mi vida, que llovía porque sí, mientras yo no sabía nada de nada y alguien me estaba cambiando de sitio el corazón o los pliegues, todos los pliegues del cerebro.

Mi existencia se estaba convirtiendo en esa tranquila compasión de quien decide persignarse al ver pasar una virgen. Mi vida me decía: “Porque todo es igual y tú lo sabes”. Estaba recién jubilado y me persignaba con mucha tranquilidad ante el paso de los años, las semanas, las décadas, los meses... Ni tan siquiera me servía de nada acordarme o pensar en cuando era más joven cómo era yo en los bares, cómo era yo en los bares. Algunas tardes hablaba solo, en realidad mantenía conversaciones con el crepúsculo. Me sentaba en una mecedora verde frente a las cristaleras de la terraza de mi piso de Alcobendas y le decía al crepúsculo:

- Vivir se me hizo cuento, crepúsculo- Y él me respondía:

- Así es la vida, te hundes y de nuevo haces pie y de nuevo te hundes hasta que un día ya vives bajo el agua. Pero en la vida a veces los que pierden ganan. En la vida a veces se vive bien así bajo el agua.

Siempre me sirven mucho las cosas que el crepúsculo me dice, pero me preocupaba un poco hablar solo y que me ocurriese todo aquello que me ocurría desde que estaba jubilado. Entonces volví a ir al médico, a otro médico, y me diagnosticó: Selección natural. Dijo que me envidiaba, que a él le gustaría saber persignarse y olvidar, que a él le gustaría algún día mantener una conversación tranquila con el amanecer o el crepúsculo, y que me iba a recomendar para que me estudiasen en la universidad de Boston. Ni tan siquiera me mandó pastillas. Dijo:

- Lo suyo es un auténtico caso de mejora de la especie, como cuando se nos cayó el rabo o nuestros genes dejaron de recordar cómo se regeneraban las membranas amputadas. Hay unos peces estúpidos que todavía no han olvidado eso.

Desde ese día algo me dice en mi cabeza: “¡Percha, Tonet, Percha!”. No sé si me llamo Tonet, si algunos hombres se llaman Ezra o Tonet, tampoco sé lo que quiere decir perchar, pero percho, creo que esto es perchar, olvidar es perchar, no recordar a mi esposa muerta es perchar, no darme cuenta del abandono al que me sometieron mis hijos cuando me trajeron a este asilo es perchar, no permitir que nadie me visite, ni ver nunca a mis nietos es perchar, que se me borre todo eso es perchar, mejora de la especie, estar aquí tan solo con ese temblor en las manos que me vuelca la sopa es perchar. Y percho. Todos los días percho olvidando las cosas. Siete años perchando en este asilo de Albacete. Sin recibir a nadie. Sin mirar las fotografías de mi esposa y mis hijos que no aparecen nunca por aquí, porque yo no lo quiero, porque hago como si no los conociese o tuviese un alzheimer, hago como si se me hubiesen olvidado todas las cosas de este mundo que es necesario olvidar para que todo no te duela demasiado y poder vivir bien bajo el agua. En realidad estoy bien bajo el agua y me importa una mierda siete por ocho o que algo se llame Cristiano Ronaldo o Dínamo de Kiev.

Mi cabeza ahora funciona como una máquina imperfecta, con una anarquía que tal vez no sea posible controlar con fármacos. Mi mundo ahora es un mundo sin otro. Sin recuerdos que puedan calentarme un poco el corazón. El mundo de este verso que aún no he olvidado: “No nos une el amor, sino el espanto”. Y vagamente recuerdo que yo nací en el capitalismo, de eso estoy seguro, y le cuento al crepúsculo que yo nací en el capitalismo y que lo que más me gustaba del capitalismo eran las tiendas llenas siempre de cosas hasta agotar existencias, hasta agotar existencias, y de que todos teníamos una especie de manía por aprovechar la vida o por comprar Calgón, pero que a mí no me importaba mucho el mundo sólido, ordenado, secuenciado y burgués en el que vivíamos la gente de las ciudades de este continente que se llama ¿Calcuta? ¿Puede ser Calcuta o se llama Tiresias? Y recuerdo una crisis económica y que todo el mundo se estaba volviendo nervioso y descreído y de cómo los viejos estorbaban en las casas de los hijos casados y de cómo se mueren de cáncer de páncreas las esposas y te dejan dentro del pecho una amputación del sentido mismo de la vida. Pero sólo al crepúsculo. Sólo hablo con él en este asilo donde juntamos todos nuestra respiración para vivir un poco más o por si duele vivir. Sólo a él le pregunto cuestiones de la índole de para qué sirve estar sentado o por qué esa manía que tienen las cosas de agarrar siempre polvo, de agarrar siempre polvo.

A veces pienso que todo el mundo me mira y se alegra un poco de que yo esté tan solo y no sepa las cosas, y no sepa las cosas. A veces tengo la sensación de haber corrido de año en año equivocadamente para llegar a nada, para llegar a nada, para llegar a nada. A veces pienso: Lo que más envejece es el olvido. A mí me envejeció. Ya no me nacen arañazos cuando espero y ahora sólo me miro las venas de los brazos lentamente o me cuento los dedos de la mano. Pero, a rachas, una alegría azul llega a mi vida y entonces siento pena por lo que vendrá después de mi futuro, pena de una vida que yo nunca veré. Y también agradezco estar en este sitio. Aquí donde me tratan como a un loco benigno y vitalicio.

Dicen que soy un ángel. Me miran como a un ángel. La enfermera de los martes dice que soy un ángel. La asistente social que lleva pantalones negros de cuero ajustados dice que soy un ángel. El celador que me afeita dice que soy un ángel. Todas las monjas azules que me dan la sopa o me ponen el termómetro o me llevan en mi silla de ruedas de un lugar a otro dicen que soy un ángel. No sé la edad que tengo. No sé el rostro que tengo porque nunca me asomo a los espejos. En realidad es mejor que acabe no sabiendo quién soy, no sabiendo quién soy, no sabiendo quién soy. Y mientras tanto, ellos siempre me acarician la cara o el cabello y después dicen algo, siempre me dicen algo o me hacen preguntas que yo nunca respondo porque no hablo con nadie, jamás hablo con nadie, jamás digo otra cosa ni emito otras palabras, como si tuviera demencia, orgullosamente tarugo o algo así, con locura benigna o algo así, siempre digo lo mismo, siempre digo lo mismo:

- Yo tenía siempre prisa, pero no sé en que momento de mi vida dejé de tener prisa. Dicen que soy un ángel. Pero me llamo Olvido.


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