Entrada al azar

lunes, 27 de mayo de 2019

EL CRIMEN DE JENSEN (Stieg Larsson)


Jensen se asomó con gran cautela por entre la maleza del bosque y oteó el horizonte. Todo estaba en calma. Nada le hacía pensar que hubiera algún peligro acechándolo, pero, aun así, puso especial cuidado en mantenerse escondido tras el verdor de los frondosos arbustos. Sabía que cualquier medida de precaución era poca. Un solo error y todo terminaría.

A sus espaldas se oían los ladridos de los perros. Aún se encontraban a uno o dos kilómetros, pero él sabía que lo más probable era que le estuvieran estrechando el cerco. Seguro que también había alguna patrulla que le llevaba ventaja y que permanecería oculta hasta que él cayera en sus redes.

El campo continuaba en la más absoluta quietud, pero eso no significaba nada; podrían estar allí perfectamente, agazapados en alguna zanja o tras los arbustos, escudriñándolo todo con atención. Pero también era posible que allí no hubiera nadie.

Jensen tenía que moverse ya; de lo contrario los perros le ganarían demasiado terreno. Le echó una última mirada al campo que se extendía ante él, se agachó y abandonó su escondite. Su primer objetivo era alcanzar unos arbustos que se hallaban a más o menos cien metros. Recorrer esa distancia le llevó unos veinte segundos. Estuvo a punto de tropezar y caerse en un hoyo justo antes de llegar, pero, tras dar unos tambaleantes pasos, consiguió eludirlo. Se camufló entre los arbustos y siguió oteando el horizonte. Ante sus ojos, en diagonal, divisó una zanja y, procedente de algún lugar cercano, pudo oír un débil murmullo de agua. Esa zanja sería su próximo objetivo.

Arrastrándose, avanzó una decena de metros para, acto seguido, levantarse y recorrer el resto del trecho. Tras dar unos cuantos tumbos, se dejó caer, alzó la vista y miró a su alrededor. En el fondo de la zanja había un reguero de agua, pero continuar por allí carecía de sentido: si los de la batida le siguieran el rastro no tendrían más que hacerlo por la corriente de agua. No; eso sólo le haría perder ventaja.

Ahora los ladridos estaban muy próximos y Jensen se dio cuenta de que había perdido un tiempo más que valioso. Aún le quedaban unos setecientos u ochocientos metros hasta el protector matorral que se encontraba en el otro extremo del campo. Se levantó y echó a correr siguiendo el cauce del agua. Pasados unos trescientos metros, la zanja se bifurcaba. Jensen continuó por la parte izquierda, pensando que así llegaría antes al bosque.

De repente resbaló y se cayó, todo lo largo que era, al agua. Tras maldecir su mala suerte, advirtió que el agua fría resultaba todo un alivio para su castigado cuerpo. No llevaba más que unas sandalias, unos pantalones cortos y un fino jersey, de modo que la ropa mojada no le resultó pesada.

Se levantó a toda prisa y echó a correr de nuevo. De pronto la zanja dio un abrupto giro y se desvió de su curso original. Aún le separaban unos cien metros de su objetivo, pero Jensen no tenía otra elección… Trepó valiéndose de sus brazos y puso rumbo al bosque.

Cuando no le quedaban más que una decena de metros, los perros aparecieron en el otro extremo del campo. Y, tras ellos, los cazadores que sujetaban las correas. Lo descubrieron antes de que le diera tiempo a introducirse en la maleza y, dando gritos, indicaron su posición.

Jensen maldijo su mala suerte. Si no hubiera tropezado en la zanja… Ahora que lo habían descubierto, resultaría inútil adentrarse en el bosque sin antes realizar algún movimiento para despistarlos.

Corrió unos doscientos metros paralelamente al confín del bosque asegurándose de mantenerse bien oculto entre los arbustos. Ahora sus perseguidores se moverían en paralelo a él, pensando, sin duda, que se habría internado directamente en el bosque. De todos modos, lo más seguro era que los perros olfatearan su rastro, pero, por lo menos, les habría sacado una pequeña ventaja.

Se adentró en el bosque. Los árboles empezaban a ralear: mal asunto, porque ahora sus perseguidores quizá lo pudieran divisar. Pero no le quedaba más alternativa que continuar corriendo hacia el interior. Su primer objetivo era un riachuelo que sabía que se encontraba en algún lugar de la dirección que había tomado. No conocía demasiado bien la zona, así que no sabía cuánto le quedaría hasta llegar al riachuelo, pero su acorralado cerebro albergaba la esperanza de alcanzarlo antes de que sus perseguidores lo descubrieran. Allí tendría una pequeña oportunidad de quitarse a los perros de encima y posiblemente encontrar refugio al otro lado del río.

Aunque casi no tenía fuerzas, intentó acelerar el paso. Miró una y otra vez a su alrededor, pero no vio a nadie. Tal vez debiera haber mirado hacia delante; una patrulla le había cortado el paso. Cuando descubrió a los hombres ya era demasiado tarde: apenas le dio tiempo a vislumbrar cómo la porra volaba por los aires antes de que le diera de lleno en los ojos y le rompiera el tabique nasal.


Cuando Jensen se despertó, no sintió ningún dolor en la cara. La verdad es que no sentía nada. Advirtió que era incapaz de respirar por la nariz y, a ciegas, comenzó a palparse el rostro. Había perdido la sensibilidad de la cara pero descubrió que sus dedos se habían manchado de sangre coagulada. Jensen comprendió que tenía la cara completamente destrozada; cerrando los ojos, aceptó con toda tranquilidad la situación e intentó que esa extraña niebla que parecía envolverle se disipara. A lo lejos oyó una voz.

—¡Levántate, joder! ¿No me oyes? ¡Levántate!

Alguien le zarandeó con fuerza para luego tirarlo brutalmente al suelo de un empujón. Jensen alzó la mirada. Ante él aparecieron dos hombres vestidos con la típica ropa de los policías, que guardaba cierto parecido con la de un uniforme. Llevaban cascos metálicos. Y de las caderas les colgaban sendas espadas.

Jensen quiso decir algo, pero no consiguió pronunciar ni una sola palabra. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz ronca.

Ya conocía la respuesta.

—¡Levántate! Nos están esperando en la sala del juicio.

Los hombres se agacharon, lo levantaron y se lo llevaron. Jensen no opuso ninguna resistencia; sabía que resultaría inútil.

Un murmullo de voces recorría la sala, unas voces que se transformaron rápidamente en gritos llenos de odio cuando los guardias entraron con Jensen. A empujones, se abrieron camino entre la gente arrastrando al preso hasta un banco donde le obligaron a sentarse. Jensen aún no había alzado la mirada del suelo, pero ahora sí lo hizo. Despacio.

El banco en el que estaba sentado se hallaba frente al elevado estrado del juez. Este era un hombre de unos cincuenta años y de pelo moreno. Observaba a Jensen con una mirada adusta.

Jensen advirtió que estaba recuperando la sensibilidad del rostro y comprendió que pronto le empezaría a doler. Miró a su derecha; allí se encontraba el fiscal, con una apariencia tan seria y desabrida como la del juez. Al lado del fiscal, sentados en un largo banco, había diez hombres. Constituían el jurado. Jensen pudo percibir el odio que desprendían sus penetrantes miradas. Nadie le había asignado al preso un abogado defensor; la verdad era que nadie realizaba ya esa función.

El juez golpeó la mesa con una piedra y las indignadas voces que se oían entre los asistentes cesaron. Jensen los miró; tuvo que girarse ciento ochenta grados para que entraran en su campo de visión. La sala estaba llena y todos los allí presentes lo observaban fijamente y con expectación. Jensen sabía que ya estaba condenado, tanto por el público como por el jurado. Los miembros del jurado llevaban ropa de cierta mejor calidad que los asistentes, que parecían haberse puesto, con prisas, lo primero que habían encontrado: ropa casi hecha jirones, pieles de animales y otros trapos que solo servían para tapar el cuerpo. Como ya no era posible mantener la buena higiene de antaño, en la sala reinaba un hedor casi insoportable.

—El acusado debe mostrar el debido respeto y mirar al tribunal —dijo el juez con voz burlona.

Jensen se volvió y su mirada se topó con la del juez. Luego la desvió.

—El caso contra Michel Jason Jensen del dieciséis de abril del año de gracia de dos mil treinta y seis puede dar comienzo. Se abre la sesión.

El juez se volvió hacia el fiscal y lo miró.

—Póngase en pie el acusado.

Jensen no tuvo que preocuparse de ese detalle porque en el mismo momento en que el fiscal pronunciaba esas palabras, los guardias lo levantaron.

—¿Es usted Jason Jensen, el acusado? —preguntó el fiscal a pesar de saber muy bien que así era.

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste en voz alta!

—¡Sí!

—Jason Jensen: el tribunal de Ámsterdam le responsabiliza de los cargos de los que se le acusa. Estos indican que ha recurrido usted a la práctica de “metódos cientificos” y brujerías semejantes.

Jensen cerró los ojos sintiendo cómo se intensificaban los dolores de su destrozado rostro. Intentó dominarlos concentrándose en otra cosa. Sus pensamientos regresaron al momento en el que todo comenzó.

Jensen había sido médico. Un médico de mucho prestigio, adquirido diez años antes tras realizar una serie de exitosas operaciones. Por aquel entonces vivía en Londres, sumamente contento con su vida. Estaba casado con la mujer a la que amaba y era el feliz padre de una niña; aunque lo cierto es que el parto fue enormemente doloroso para su esposa.

La desgracia ocurrió hacía ya seis años. Algunas veces a Jensen le parecía imposible que las condiciones de vida y la moral del planeta pudieran haber cambiado tanto. La visión que tenían las personas sobre sí mismas y sobre la naturaleza cambió radicalmente.

En el año 2030 existían en la Tierra dos grandes bloques; era prácticamente como si el planeta se hubiese dividido en dos. Cada parte estaba compuesta por personas normales pero con convicciones políticas completamente diferentes. Y cada bando estaba convencido de tener razón y de que el adversario se equivocaba. Ambas partes, cada una por su lado, se habían aliado con una serie de estados afines, uno de los cuales — Inglaterra— era la patria de Jensen. En realidad, a Jensen nunca le interesó la política; esa labor se la había dejado a las personas que mejor la entendían. Así que él se dedicó exclusivamente a la investigación. El equilibrio de fuerzas entre los dos bloques ni le interesaba ni le preocupaba.

Seguramente todo podría haber ido bien. Los políticos podrían haber seguido metiéndose unos con otros en sus encuentros y las NM —las Naciones del Mundo, una especie de organización que abogaba por la unión de los bloques— podrían haber continuado intentando mediar entre ellos. La catástrofe nunca habría ocurrido si los dos bloques no hubiesen insistido en hacerse con grandes cantidades de armas; naturalmente, solo para su defensa, tal y como sostenían sus representantes. El constante rearme y la carrera armamentística efectuados para mantener el equilibrio de fuerzas convirtieron a la Tierra en un lugar cada vez más perjudicial para la salud. La verdad es que hasta un niño se habría dado cuenta de que ese rearme sólo provocaría una catástrofe.

Y la catástrofe llegó. Nadie sabe a ciencia cierta quién inició todo aquello, pero tampoco nadie tenía ya el más mínimo interés en averiguarlo. El invierno acababa de instalarse en Europa cuando las bombas comenzaron a caer. Y aunque la guerra que se desató solo duró unas cuantas horas, afectó a todos los países de la Tierra. Durante ese breve espacio de tiempo los dos poderosos bloques se aniquilaron casi por completo. Algunos de los pequeños estados aliados que se hallaban en el centro del conflicto se vieron prácticamente, en el sentido literal de la palabra, reducidos a cenizas. Uno de ellos era Inglaterra.

Pero, por aquel entonces, Jason no se encontraba en Inglaterra. Había viajado a Holanda, junto a su esposa y su hija, para pasar unas cortas vacaciones. Bien era cierto que Holanda también fue intensamente bombardeada, pero Jensen y su familia se hallaban en una zona que, milagrosamente, se salvó de los ataques.

Sobrevivieron a la corta guerra y también a las penurias de un frío invierno. Es muy posible que si no hubiese sido por ese gélido invierno, las cosas no hubiesen tomado el drástico rumbo que tomaron. Los supervivientes no pudieron protegerse del frío, y los que no murieron de frío lo hicieron de hambre. La carestía que siguió a la guerra fue la impulsora definitiva del nuevo orden.

Durante aquel invierno solo existió una ley: la ley del más fuerte. El fuerte gana, el fuerte sobrevive; los demás mueren. Jensen sobrevivió. Su esposa también, pero el precio que tuvieron que pagar fue el de la vida de su hija. Al llegar la primavera, la gente sintió un inmenso odio por aquellas personas que habían provocado la guerra. Un odio de unas dimensiones tan grandes que prácticamente provocó el nacimiento de una religión centrada en él. Se buscaba a los culpables —si es que aún vivían— y se los mataba implacablemente. Uno podría llegar a pensar que la gente debería haberse dedicado a otras cosas más fructíferas, pero, al parecer, el instinto de venganza era demasiado fuerte.

Sin embargo, ese instinto no se volvió en contra de los militares que lanzaron las bombas y soltaron los gases tóxicos. Tampoco en contra de los políticos que, con sus tejemanejes, provocaron la contienda. No; se volvió en contra de los científicos que fabricaron las armas. Fueron ellos los verdaderos objetos de odio y venganza. Y no se hizo ninguna diferencia entre un científico y otro. Se les dio caza y muerte a todos, sin distinción alguna.

Cuando Jensen se percató de lo que estaba ocurriendo, cerró apresuradamente esa provisional consulta médica que había abierto y huyó. Tras pasar por Midelburgo, Zelanda, huyó a Ámsterdam: un pequeño y humeante montón de ruinas cuya población se había reducido a apenas un millar de habitantes. Allí, el matrimonio llevó una vida discreta y salió adelante con los pequeños trabajos que Jensen pudo encontrar. Así transcurrieron unos años.

Durante ese tiempo, los que sobrevivieron a la guerra empezaron poco a poco a crear unas nuevas leyes; esta vez, con mayor precisión que antes. El hombre volvió a la naturaleza y a vivir completamente de ella. Las leyes propugnaban que la naturaleza prevaleciera sobre todas las demás cosas y que no se realizara ninguna actividad que alterara su equilibrio. Las personas debían cultivar la tierra y vivir de lo que esta les ofreciera. Se prohibió cualquier forma de ciencia o avance tecnológico. Estas ideas se convirtieron de inmediato en la única ley que se acataba en buena parte de Europa. Sin embargo, los contactos entre los continentes fueron escasos, de modo que las cosas no evolucionaron por igual en todos los sitios.

Jensen se adaptó a esa nueva situación. Intentó olvidar que había sido médico y le prohibió a su mujer que ni tan siquiera mencionara el tema, algo que, evidentemente, resultó innecesario ya que ella sabía muy bien lo que ocurriría si la anterior profesión de Jensen se conociera.

Es posible que todo hubiera ido bien —aunque tal vez no sea muy adecuado emplear la palabra ‘bien’ teniendo en cuentas las circunstancias— si la esposa de Jensen no se hubiese quedado embarazada. El parto de su primera hija había sido enormemente complicado y este no lo iba a ser menos. Como era habitual, algunas de sus amigas estaban presentes para asistirla, pero pronto quedó claro que aquello no saldría bien. Era más que probable que la criatura naciera muerta, y casi igual de probable que tampoco la señora Jensen sobreviviera al parto. Jensen, como médico que era, lo tenía claro. Ante tal amenaza, Jensen sacó su maletín negro, que guardaba escondido en el sótano del edificio. Echó a las amigas y ayudó a su mujer a dar a luz realizándole una cesárea. Las amigas de Jensen descubrieron —y comprendieron— lo que Jensen había hecho, lo que selló el destino del médico. Intentó huir. Tras una apresurada despedida de su mujer, se perdió en la noche y logró mantenerse oculto durante dos días antes de ser descubierto y atrapado.

Ese era el crimen que Jensen había cometido y por el que ahora se veía ante el juez.

—Jensen —dijo el fiscal—: el crimen por el que se le acusa es grave. ¿Sabe lo que eso significa si se le declara a usted culpable?

Jensen asintió con la cabeza.

—¡Conteste con voz alta y clara!

—¡Sí!

—Siéntese, Jensen. Y a partir de ahora hable solamente cuando alguien le dirija la palabra.

El fiscal se volvió primero hacia el jurado y luego hacia el juez. Ahora pronunciaría su discurso acusatorio. Eso ya lo sabía Jensen, como también sabía que el juicio iba a ser bastante corto.

—Señor juez —dijo el fiscal—: hace dos días se presentó una denuncia contra el señor Jensen. En ella se le acusaba de dedicarse a la nigromancia, en concreto a lo que generalmente se llama ‘operación quirúrgica’. La esposa de Jensen se hallaba en la fase final de un embarazo que, por desgracia, parecía estar abocado a un triste y lamentable final. Así que Jensen, según parece, ayudó al parto realizando lo que se conoce como cesárea. Hay testigos que pueden corroborarlo.

—¿El acusado ha confesado? —preguntó el juez.

—No, aún no ha sido interrogado.

El fiscal se dirigió a Jensen.

—¡Jensen, levántese!

Le ayudaron de inmediato a levantarse.

—¿Confiesa que es culpable de la acusación que se le hace? ¿O debemos llamar a los testigos?

—Creo que se han de tener en cuenta mis motivos —tanteó Jensen.

El dolor que sentía en el rostro se había convertido en un terrible tormento. ¡Cuánto le habría gustado tener una inyección de morfina a mano!

—¡Conteste a la pregunta! ¿Le practicó una cesárea a su esposa?

—Supongo que no tengo más remedio que reconocerlo pero hay que entender que se trataba tanto de su vida como de la del bebé.

—¿Entonces reconoce su culpabilidad?

—No considero haber cometido ningún delito.

—¿Pero practicó una cesárea? —¡Para salvar vidas, sí!

Los ojos de Jensen se llenaron de lágrimas a causa del dolor que sentía en su rota nariz. El dolor aumentaba cada vez que tenía que hablar.

—Es suficiente. ¡Siéntese!

—Intente comprender, yo sólo pretendía…

—¡Siéntese!

Le obligaron a sentarse.

—Señor juez: el acusado ha confesado el crimen que se le ha imputado. Ha reconocido haber practicado la magia negra y la brujería.

—Estimado jurado… —prosiguió el fiscal.

Aquellas palabras le parecieron a Jensen una auténtica mofa. Todo el proceso se estaba desarrollando con una enorme corrección formal, y, aun así, no tenía la más mínima oportunidad democrática de defenderse.

—Estimado jurado —repitió el fiscal—: estamos ante un caso que, a mi juicio, no alberga ninguna duda. El acusado ha confesado haber practicado la magia negra y ahora les corresponde a ustedes condenarle. Aunque tal vez solo haya pretendido hacer el bien, no hemos de perder de vista lo que se esconde tras su actuación… ¿Quién sabe qué diabólicos planes tendría? Nuestra ley prohíbe la nigromancia y entregarse al ejercicio de las prácticas científicas, ya que dichas actividades son perniciosas. Entendemos que es la naturaleza la que ha de prevalecer sobre todo lo demás, que nada debe infringir sus leyes. Si la naturaleza hubiese querido que la señora Jensen diera a luz, así lo habría hecho. Y no habría sido necesario que el señor Jensen hubiera tenido que recurrir a la nigromancia.

El abogado hizo una pausa y se secó el sudor de la frente.

Jensen estaba casi a punto de desmayarse de dolor, pero, aun así, se obligó a permanecer quieto y sentado. No porque pensara que le quedaba alguna oportunidad, sino porque tener un arrebato y ponerse a gritar tan solo provocaría que lo amordazaran o que lo echaran de la sala.

—Pero lo más grave del crimen cometido por Jensen no es que haya practicado la nigromancia, sino que la habilidad que ha demostrado hace pensar que lleva mucho tiempo practicándola. ¡Quién sabe los daños que habrá podido ocasionar Jensen con sus brujerías! ¡Y quién sabe la repercusión que estos daños tendrán en el futuro! Estimado jurado: no me queda más que sugerir que se le aplique la pena más severa contemplada por la ley, que, en este caso, como es habitual, es…

Tras una deliberación de dos minutos y dieciocho segundos, el jurado le comunicó su veredicto al juez susurrándoselo al oído. El magistrado adoptó una expresión solemne y adusta y paseó su mirada por entre los asistentes.

—¡Jason Jensen: póngase en pie para escuchar la sentencia! Jason Jensen: con fecha de hoy, el tribunal de Ámsterdam le halla culpable de haber recurrido a la práctica científica. La decisión del jurado es unánime e inapelable. La pena que este jurado le ha impuesto es la más severa que contempla la ley. Jason Jensen: a su crimen le corresponde la pena capital, que se efectuará según el procedimiento habitual. La ejecución se llevará a cabo inmediatamente.

Jensen intentó defenderse.

—Señor juez —dijo—: sólo he actuado siguiendo mis principios.

El juez ignoró el comentario.

—¡Señor juez! —gritó Jensen—: ¿puedo, por lo menos, ver a mi esposa y a mi hija antes de que me ejecuten?

Jensen vio cómo sus protestas, que le quebraron la voz, fueron en vano: unas manos fuertes ya lo estaban sacando de la sala. Quiso oponer resistencia, pero ya no le quedaban fuerzas. Intentó gritar, pero el dolor le recorrió la cara y Jensen acabó por desplomarse como un bulto inerte.

Los guardias se lo llevaron en brazos hasta el patio, donde lo ataron a un poste. Los asistentes, expectantes, los siguieron. El jefe de los guardias hizo un gesto con la mano que dio inicio a la ejecución. Dos hombres con las cabezas tapadas por sendas capuchas negras se acercaron a Jensen. Él los percibió a través de una niebla de color rojo sangre. Tras los dos encapuchados llegaron media docena de hombres más cargando con leña seca y otro material combustible que fueron apilando en torno a Jensen. Cuando tuvieron suficiente madera amontonada, los dos verdugos hicieron una señal. Acto seguido, a cada uno de ellos se les dio una antorcha que emplearon para prenderle fuego a la pira.

El modo de ejecución, en efecto, era igual al empleado en los casos de brujería de la época medieval: ser quemado vivo en la hoguera…


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