Ordenaron que nos tumbáramos con las manos en la cabeza. No nos ataron. Tampoco hacía falta, siempre nos vigilaban dos o tres hombres armados.
Al llegar la noche escuchamos explosiones cercanas, gritos, movimiento de vehículos en el puente, luego silencio. Algunos se durmieron, yo no podía, repasaba una y otra vez las consignas que nos habían dado, dónde podíamos haber fallado. No hacía frío y al fin me venció el cansancio.
Me despertó John. Se habían ido, ni rastro de ellos. No hicimos preguntas. Organizamos el repliegue y en grupos de tres nos internamos en el bosque. Nadie hablaba. Todos sabíamos que alguno de nosotros había confesado. Quizá íbamos hacia una trampa. No teníamos otra opción, seguimos.
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