Entrada al azar

viernes, 21 de septiembre de 2018

LAS MOROCHAS (Claudio Portiglia)


Salí de casa por Urquiza, crucé la avenida, seguí una cuadra, por Alberdi, y doblé por Francia con dirección suroeste. A medida que avanzaba me alejaba del centro y me metía de lleno en Las Morochas, el barrio de mi primera infancia.
Llegué hasta la esquina de Arquímedes y doblé a la derecha. En la esquina de Arquímedes con Malvinas Argentinas me encontré con la primera referencia que buscaba: una vieja casona, que fuera casa-quinta y que por aquellos años me llenaba de admiración. Distaba seis cuadras escasas de la casa donde yo vivía, en el 418 de la calle Guido Spano; pero el recorrido de la mano de mamá, que por entonces pasaba levemente los treinta, me parecía una aventura digna de las historietas que canjeaba a la vuelta, en una de las casitas del Barrio Obrero.
Retomé una cuadra hacia el noreste, por Malvinas, y doblé por Bolivia hacia la izquierda. Y allí estaba la segunda referencia: Panadería “La Pequeña”. El mismo nombre y casi el mismo aspecto en medio de un paisaje urbano que ya no pude reconocer. En ese negocio, como escala de nuestra excursión hasta la casa-quinta, mamá solía comprarme alguna guaranguita o alguna torta negra, que pagaba con el bordado de unos pañuelitos de mano de linón y de unas batitas y unas toallitas para bebé que hacían las delicias de la dueña.
Seguí por Bolivia, tal era mi objetivo. En la esquina con Guido Spano no está más la Casa de Admisión -o algo así- y se levantan modernas casitas iguales que también cambiaron el aspecto de los silos de Schultz, convertidos ahora en una cerealera. Lo que era un campito se transformó en plazoleta y la callejuela interna, donde estuviera el canje de revistas, se llama Pasaje Nicolás Campasso, en memoria de un señor muy culto, buen músico y algo poeta que antes de morir me legó su biblioteca de autores de Junín, tesoro que conservo y aprecio.
Crucé Winter, orillé el paredón suroeste del Club Moreno y desemboqué en Javier Muñiz. Y allí estaba, espléndida, la loma. Hoy asfaltada, pero con sus casitas de cuentos, sus terraplenes y sus escalinatas tal como los recordaba cuando mi tía Irma me dejaba buscar bochinchitos que después me regalaría en los canastos y cuando mi tío Cachalo, transpirado y con la camisa desprendida a la vuelta del taller, me hacía reír a carcajadas con sus cuentos y sus chistes y me regalaba los ejemplares de El Gráfico con Rojitas o el Tanque o Marzolini en la tapa. No están más las ligustrinas, una pena; tampoco los tapialitos con balaustradas. Pero reconocí la tercera de las casitas a la derecha porque, justito enfrente, Teresa Acebal conversaba con otra persona. Ella, claro, no me reconoció a mí. Y continué el trayecto.
Crucé Uruguay. ¿Cuál sería la casa de mi tío Nuto? Ésta, me parece; ¿o aquella? Yo le tenía un poco de miedo a ese “tío barbudo” o “tío borracho”, como él mismo se llamaba en su bondad, y sólo iba de visita de vez en cuando, durante los veranos, si me llevaba mi tía Mabel.
Por Édison retomé una cuadra hacia el noreste y por Colombia doblé otra vez hacia la izquierda. Una cuadra hasta Negretti y un codito a la derecha y me topé con la irreconocible capillita San Francisco de Asís, donde tomara mis dos comuniones, hoy devenida parroquia de una sub-barriada que ya no se ve marginal.
Extremo de mi recorrido.
Por Chile doblé hacia el sureste para iniciar la vuelta. Repetí el caminito que hiciera con mis compañeros de catecismo y recordé, vagamente, aquellos cuadernos llenos de dibujitos alegóricos que prometían linduras inexistentes.
Otro codito en Javier Muñiz y el Moreno, ahora por el frente, después de cruzar la plazoleta de los Manuale. En esta vereda, justito aquí, fue donde nos agarramos a las piñas con Roldán, el hijo del querosenero, y el gordo Chacón, que era su amigo, se me subió a cococho y me mordió la cabeza. Ni siquiera parece que hubieran pasado cincuenta y tres años. Salvo por el asfalto y por las casas de enfrente que no reconozco.
En el campito donde venían las calesitas sólo se conserva la gigante araucaria. Y la callejuela interna, a cuyo frente daba el mercadito de María Esper, que siempre nos fiaba para que nosotros comiéramos, se llama Pasaje Saborido. Por Mataco, claro. Que vivía enfrente y que compusiera la Marcha de Sarmiento. Del club. Y el predio se llama Plazoleta de los Trovadores: por él, por Negretti y por los vates que le dieron mentas a este barrio que fuera de cafishios, de caudillos y de pistoleros.
Mi casa estaba allá, frente a los González. Está, todavía; ¡pero tan cambiada! Ni tapial bajo con jardín al frente, ni naranjo, ni limonero. Todo pared y portón cerrado. Igual que la de Azcune, igual que la de los Tomeo o la del Cacho Pereyra o la de Jorge Juri.
Por Colombia bajé hasta Alsina, me alejé un poco otra vez, hasta Arquímedes, volví a pasar por la casona de mis excursiones y esta vez me pareció que mamá me apretaba de la mano. Entonces emprendí el regreso.
Quince minutos después ya estaba de nuevo en mi casa; pero el viaje de ida -lo aseguro- duró muchísimo más tiempo.
Yo necesito caminar y agarro cada día un rumbo diferente. Hoy, lo había decidido, sería para allí. Y aunque siempre me resisto a la nostalgia, el corazón esta siesta me latió más fuerte; también más descansado.


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