Entrada al azar

martes, 15 de enero de 2019

YA NO TENGO EDAD PARA ESTAS COSAS (António Lobo Antunes)



Sobre mi cabeza, las palomas en la claraboya. Las patas nítidas en el cristal sucio, la sombra de los cuerpos, señores atildados que esperan yendo de un lado para el otro, en un andén de estación, a un amigo que no llega. Todavía no ha pasado un mes desde que me sentaba todas las tardes en el murete adonde llega el coche de línea para recoger a las personas que vuelven a Lisboa. A tres metros el quiosco y una perra con una llaga en la cadera: a veces se me acercaba, gimiendo. Aquí, lejos del quiosco, las palomas se marchan al hacerse de noche. ¿Aún estarán la perra, el quiosco? Cuando era niño me decían

-Presta atención a la séptima ola. La séptima ola es diferente de las otras.

Nunca llegué a entender cuál era la séptima ola, la diferente de las otras. Lo que más recuerdo son las manchas de las nubes en el agua. O bancos de algas. El bañista con la mano, a guisa de visera en la frente, que prolongaba la boina blanca. Voces. Heme aquí ahora sordo del oído izquierdo, del lado del corazón. Ninguna paloma espera. En aquella silla un muñeco sin nariz. Si no enciendo la luz, dejo de distinguirlo. Ya a duras penas llego a ver lo que escribo. Buenas noches, muñeco de pelo anaranjado y redondos ojos negros. Adiós.

-Esperadme

y no esperan: se borran, no dejan de borrarse. Ecos de risas por la casa antigua. Quería tener barba, cambiar de voz. Sueño con los mangos de África: me tumbo y allí están, enormes, en medio de la humedad neblinosa. Después desaparecen. La hierba arde. Mi hija comenzó a andar en Angola: de pared a pared, muy despacio. Esa alegría se mantiene. No pares. Por favor, no pares. Me quedo en el murete de los coches de línea viéndote andar. Unos cuantos murciélagos en los mangos. Y tú con los brazos extendidos hacia el furriel. A mí sólo me extiende los brazos una camisa puesta a secar en la cuerda, en el edificio con el cafetín en la parte baja. Pueden parecer vacíos pero no lo están: hay alguien allí dentro que me llama, tiene que haber alguien allí dentro que me llama: las camisas deshabitadas no llaman a nadie. Tal vez pueda ser mi hija. Tal vez puedas ser tú. No: es mi tía, se la reconoce perfectamente

-António

se reconocen perfectamente sus gestos. El muñeco de pelo anaranjado sonríe. Di otra vez mi nombre, ten paciencia. Qué bueno oírla decir mi nombre. Siempre me hizo sentir que mi nombre

-António

era yo. A veces un enano se sienta a mi lado en el murete de la playa. Usa un bastón y cojea. Viene de allí arriba también, muy despacio, empujando con la rodilla la pierna muerta. Se queda respirando con fuerza, comprobando las monedas del bolsillo, mezcladas con una navaja de nácar, papeles arrugados, llaves. En el balconcillo de la pensión una mujer con rulos en la cabeza tiende toallas al sol. Su nariz brilla por la crema. Si estuviese aquí ahora iluminaría la oscuridad, al muñeco, a mí. El marido surge detrás de ella y le da una palmada en el culo. Ternuras. Aún quedan hombres como es debido. A la desagradecida de los rulos no le hace gracia la palmada, suelta la toalla, se indigna. Es difícil de tomar en serio a una persona con crema en la nariz. Reparo

que Dios me perdone

en que tiene, por así decir, nalgas bonitas. El enano, que es pequeñín pero galante, lanza silbidos de aprobación. ¿Quién fue el que dijo que los enanos lloran muy bajito?

Me dan ganas de coger al muñeco en brazos pero ya no tengo edad para estas cosas. Son las ocho y la claraboya se ve más nítida que la sala. Escribo prácticamente a ciegas y las líneas se montan unas a otras en el papel. Casi no existo. Existe el muñeco anaranjado, la tulipa de plástico, objetos que se van amortajando en el silencio. La brisa de la noche empuja las mangas de camisa hacia mí. La perra de la llaga en la cadera corre por la playa. El quiosco cerrado con las contraventanas. El marido de la mujer con rulos, ofendido porque no captan su sentido del humor, le hace cortes de mangas al enano. El furriel pasea con mi hija en brazos. Hay ocasiones en las que un hombre siente que ha dejado de vivir tantas cosas que, si no fuese porque es tímido, aceptaría el abrazo de la camisa. Puede ser que aún tenga edad para algo así.


1 comentario:

  1. Qué pena que ya no salgan publicadas las crónicas de Lobo Antunes en Babelia!

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