Entrada al azar

martes, 8 de octubre de 2019

ERA (Billy MacGregor)


Al principio incluso fue divertido. Sobre todo para los más jóvenes. Los niños por ejemplo iban amarrados como globos que sus padres llevaban flotando por la calle. Dormían en el techo o jugaban a ver quién lanzaba una piedra más lejos, a veces, hasta que se perdía de vista. Muchas acababan rompiendo el cristal de alguna ventana en la ciudad de Wisconsin, a miles de kilómetros de distancia o chocando con alguna máquina de escribir que pululaba por el aire como un gorrión porque alguien había decidido tirarla a la basura. Los adolescentes hasta inventaron un nuevo deporte que consistía en dar enormes saltos en monopatín y arrancar trozos de nubes. Un cirrocúmulo valía tres puntos y un cumulonimbo cuatro. Alguno, a veces, se quedaba enganchados en el ala de un avión y había que ir a recogerlo a las islas Feroe. Por aquel tiempo la pérdida de gravedad de la tierra sólo hacía que la gente pesara menos, los ancianos andaban menos encorvados y podían subir escaleras y hasta levantarse unos palmos del suelo para ir al baño sin que les dolieran todos los huesos. Aunque los más felices por aquel tiempo eran los gordos. Sonreían todo el tiempo, como si de repente hubieran perdido ochenta kilos. Estaba bien ver que la gente estaba bien. Hasta que se perdió en el cielo el primer edificio. Con gente dentro. Hacia la estratosfera. Y nunca más se supo. En menos de seis meses la gravedad había disminuido un trece por ciento, y al año, empezaron a venderse aquellos zapatos enormes de hierro que era necesario llevar todo el tiempo si no querías perderte para siempre por el espacio interestelar. Un día las gallinas del huerto, otro un autobús en Dinamarca, y así cada vez con más asiduidad salía en las noticias que el mundo se deshacía a pedazos. Entonces el miedo se adueñó de las personas. La gente se abrazaba mucho más que antes por miedo a que la gente a la que quería saliera volando de pronto y para siempre. Aun así, supermercados enteros y campos de trigo se elevaban un día sí y al otro también para dejar sólo un socavón enorme donde antes había estado la sección de congelados o la frutería. Era una bonita forma de morir; pero nadie quería morirse, así que no era extraño ver a algunos encadenados a las farolas o a los parachoques de los coches. Un día, toda la cordillera Andina subió a los cielos entre un estruendo ensordecedor de rocas rotas y se perdió en el horizonte celeste dejando a su paso el eco de las llamas gimiendo y el graznido de los cóndores. Y otro día cualquiera te fuiste tú. Estábamos cenando y zas. Ya no estabas. Parecías la virgen María. Aunque tú estabas en pijama. Poco a poco todo lo que había amado desapareció ante mis ojos. Penínsulas enteras, lagos y ensenadas y bosques y... hasta que no quedó nada del planeta en el sistema solar, ni un grano de arena ni una margarita ni un carrito de bebé, nada que hiciera recordar que justo en la tapia de aquel colegio me fumé el primer cigarro o que en la fila de atrás del cine de verano de mi barrio te toqué una teta por debajo de un suéter color rosa pálido, la primera vez.


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