Entrada al azar

jueves, 21 de febrero de 2019

EL LADRÓN DE GALLINAS (Luisa Castro)


Me aburre hablar del pasado. Desde hoy mismo me he jurado no volver a hacerlo. No me interesa el pasado y, al contrario de lo que pueda parecer por el contenido de alguno de mis libros, la familia me interesa aún menos. En mi vida no he hecho otra cosa que huir de las familias. En sentido extenso, familia también puede aplicarse a un nudo de amigos, afines, conocidos, y también a grupos de interés; de todo eso que se construye con una maraña de afectos y subordinaciones no he hecho más que huir. Puede que lo que entrego en la literatura sea una especie de compensación de lo que no puedo dar en la vida real. Y dicho esto, ahí está la foto, un poco borrosa, pero en mi mente el recuerdo permanece tan vívido como si todo hubiera ocurrido ayer. Yo era una niña de cuatro o cinco años. Estoy escondida detrás de un tonel, agarrada a las faldas de mi madre. Soy esa cabeza de pelo corto que da la espalda a la escena mientras mi madre, desde la esquina de la foto, observa a los tres hombres y se ríe. A mí me aburrió el espectáculo, permanecí ausente, no quería mirar: mi padre disfrazado con un tricornio de guardia civil, mi abuelo que hacía el papel de ladrón de gallinas y Rozas, un amigo de mi padre que jugaba a ser el dueño agraviado, dispuesto a partirle el cráneo al ladrón. Aquella escena la inmortalizaría Xuxa, el fotógrafo de Marzán. Fue la primera representación teatral a la que asistí, una especie de improvisación después de una comida familiar. Pero a mí aquello no me gustó un pelo. Verlos vestirse para la comedia me inquietó, y Xuxa no me hacía ni pizca de gracia, disparando sus fotos delante de mi casa para que no hubiera lugar a dudas de que aquello estaba sucediendo en realidad. Ya no habría manera de borrarlo, y la prueba está ahí.

Todo se transformó de pronto. Pasamos de ser una gente normal sentada a la mesa, celebrando la fiesta de San Lorenzo, para convertirnos en actores y espectadores, en policías y ladrones. El malo era el ladrón de gallinas (mi abuelo), pero a mí me parecía el más bueno de todos, dándole explicaciones al guardia del hambre que pasaban en su casa y de los hijos que tenía que mantener. Que había robado por necesidad, decía mi pobre abuelo. Rozas hacía de bueno, levantaba un hacha dispuesto a cobrarse venganza y pronunciaba unas frases espantosas contra mi pobre abuelo: "Ve a trabajar, vago". La gallina robada iba dentro del cesto, mi padre vestido de guardia escuchaba las razones y extendía una multa. Pobre abuelo mío, y además no era verdad, mi abuelo era un buen hombre, bastante tacaño eso sí, pero yo no entendía por qué tenía que robar. No podía ser que mi padre no saliera en su defensa. Estaban todos invitados en nuestra casa y ahora todo acababa fatal, el que era bueno se convertía en malo, el que era malo hacía de bueno, y mi padre de guardia civil.

Al final de la comedia pedí explicaciones, pero ninguna me convenció. "Es de mentira, no llores". Supe esa tarde que a las personas les gustaba transformarse en otras, fingir, y que ese juego les divertía. Pero ellos no eran niños, ¿nunca se deja de ser niño? Eso fue lo que pensé. ¿Nunca voy a salir de aquí?

La verdad es que me hubiera gustado parar todo aquello, pero la gente de las casas vecinas se arremolinaba a ver la representación y no tuve más remedio que callarme. La idea fue de mi padre. Siempre llevó dentro un actor. Y lo que más me angustiaba era pensar que mi padre no estaba del todo contento con su vida, que hubiera preferido ser guardia civil, o juez, o Dios. No era mi padre así, nunca decía lo que se tiene que hacer o lo que se debe de hacer. La suya siempre fue una autoridad sonriente, silenciosa. Me dolió verle disfrazado, ir perdiendo poco a poco los atributos de padre para convertirse en el padre sabe dios de quién. Y allí estaba, autónomo, despojado de toda relación. No era él, era otro. Y esto, lejos de fascinarme, me horrorizó. Y aún me desconsoló más que mi madre lo aceptara. La sensación de juego, de provisionalidad, me invadió. Los que éramos podíamos ser de repente otros, mudarnos en personajes extraños que nada tenían que ver con los que éramos en realidad. Y luego estaba Rozas, al que empecé a temer cuando todo terminó, porque me di cuenta de que ya nunca podría mirarle a la cara a aquel hombre que se había atrevido a levantar un hacha contra mi abuelo. Por mucho que aquello fuera una broma, el hacha era de verdad, un hacha que cuando la cogías pesaba un quintal, la misma con la que mi padre cortaba leña en la era. La gente se reía y a mí me parecieron todos idiotas, gente a la que yo más o menos quería. Menuda me esperaba al día siguiente, pensé, cómo iba yo a reconducir mis relaciones con toda aquella gente, después de semejante bochorno. Mala cosa, pensé. Y pensé además que aquel juego encerraba un peligro que no se podía prever, pensé eso, y sentí miedo. Si aquel hacha por alguna razón caía sobre la cabeza de mi abuelo, nadie podría decir fue una broma, es una broma. Dónde acaba la risa y dónde empieza lo serio, eso era lo que yo quería saber.

Al final de la escenificación mi padre fue el más aplaudido, y él atendía a la concurrencia, que le increpaba: "No lo multes, pobre ladrón" o "múltalo, mándalo a la cárcel, es un desgraciado". Al final multó a mi abuelo, con una multa razonable, pero a mí no me gustó nada la resolución del conflicto. ¿Quién era el bueno allí? ¿Era mejor Rozas acaso? Estaba claro que no.

El único personaje con el que me identifiqué fue la gallina, por la que sufrí desde que la metieron en el cesto, una gallina desconcertada que aún entendía menos que yo, y que hacía apenas un segundo corría libre por la era. Ahora estaba entre rejas, mientras el público se divertía y los actores cumplían con su papel. Cuando todo terminó le abrieron la tapa y salió del cesto despavorida. Mi madre la cogió y la metió de nuevo en el corral. Me fui con ella a echarle de comer y allí me quedé un buen rato.

La miré tiernamente, como a una amiga. Pero aquella gallina no nos dio las gracias por liberarla ni se dejó acariciar. Aquella gallina no tenía padre ni madre ni hijos ni amigas, sólo quería que la dejaran tranquila.

Toda esa semana la pasé observándola. A ella y a sus congéneres. Fue una semana dura e infantil. De aquí no se sale, eso fue lo que sentí. De aquí no se sale nunca, ni aunque te mueras, ni aunque te corten el cuello, ni aunque crezcas. Yo que jugaba para crecer me vi de pronto encerrada en un mundo del que no había modo de salir, un mundo de niños grandes que jugaban una y otra vez para desmontar la realidad. La infancia, que yo llevaba con cierta inconsciencia y ligereza, felizmente olvidada de mi condición de niña, se volvió de pronto una losa pesada, no me la iba a sacudir jamás. Era una condena.

Durante los días siguientes me dediqué a observar los movimientos de las gallinas y proyecté un afecto sobre ellas que nunca se vio recompensado. La gallina liberada no se mostró muy agradecida, parecía que a cada paso borrara el anterior, sus movimientos no eran los de un animal que huye y se esconde, eran de otra índole. Iba de aquí para allá y no había nada que pudiera darle una explicación a su vida, ni siquiera la comida, a la que a veces se acercaba para picotearla un poco y volverla a escupir; ni siquiera era fácil identificarla entre las demás gallinas y ponerle un nombre, cuando creías que estaba en un lugar ya estaba en otro, y sus pasos eran siempre indecisos, titubeantes, tendentes a la invisibilidad y la desaparición.

Qué mundo leve y misterioso el del corral. Aquel corral era mucho más grande y luminoso que nuestra propia casa. Lo llamábamos el curralón, y era una construcción espectacular, una especie de galpón abandonado con el techo roto por donde entraban los rayos del sol. Las gallinas revoloteando como cometas en su enorme y solitario palacio eran un espectáculo mucho más ameno, complejo y divertido que el sencillo teatro del guardia y el ladrón. Las gallinas no me dieron ninguna respuesta a todo aquel absurdo, pero su inescrutabilidad me fascinó, y me di cuenta de que ellas sí eran de fiar, ellas que no se fiaban de nadie ni ponían su amor en ninguna parte, sin amigos, sin familiares. Podías encerrarlas en un cesto, podías cortarles el cuello, tampoco se resistían demasiado, pero no había forma de domesticarlas ni de enseñarles las reglas del juego. No mordían, no arañaban, sólo eran aves que en algún momento y por alguna extraña razón habían dejado de volar. Se habían caído del cielo. Asumían su destino terrestre y se las apañaban como podían; eso quiero ser, pensé, gallina. Y en su mundo opaco e irreductible no me parecían del todo impotentes. Eran bastante orgullosas, vivían desconfiadas pero seguras de sí, parecían asustadas pero en el fondo no les importaba demasiado lo que les deparara el mañana. Me pareció que de ningún modo ellas fingían. Ellas no jugaban. Puede que eso sea la imbecilidad.


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