Entrada al azar

jueves, 28 de febrero de 2019

BERNARDINO (Ana María Matute)


Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.

Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.

Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:

-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.

Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:

-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.

Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:

-Ese chico mimado... No se puede contar con él.

Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.

Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:

-A ese Bernardino le vamos a armar una.

-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.

-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros?

Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.

-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?

-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.

Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.

-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío...

A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.

-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...

Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.

Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.

-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...

-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.

-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...

Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.

-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.

-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca...

-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!

Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.

Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.

Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.

Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:

-¡Eh, tropa!...

Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.

Mi hermano dijo:

-¿Habéis visto a “Chu”?

Mariano asintió con la cabeza:

-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?

-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.

-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.

Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.

Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.

-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.

Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.

-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!

-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!

Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.

-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.

-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.

Mariano y Buque se miraron con malicia.

-Dineros -dijo Buque.

Bernardino contestó:

- No tengo dinero.

Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:

-Bueno, pos cosa que lo valga...

Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.

De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.

-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!

De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.

-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!

Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:

-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...

Todos miramos a Bernardino, asustados.

-No... -dijo mi hermano.

Pero Mariano gritó:

-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?

Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano). Contestó:

-Está bien. Dadme de veras.

Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:

-¡Hala, Buque...!

Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:

-Empieza tú, Gracianín...

Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.

A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).

Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.

Mariano miró de frente a Bernardino.

-Puerco -le dijo-. Puerco.

Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.

Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.

Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.

-Vamos a devolvérsela -dijo.

Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.

Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.


miércoles, 27 de febrero de 2019

LA MUJER IDEAL NO EXISTE (Marco Denevi)


Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote le había hecho de Dulcinea.

Verde de envidia, Dulcinea masculló:

-Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca ni remotamente a esa que usted dice.


martes, 26 de febrero de 2019

ANAMNESIS (Pedro Martínez)


Era el límite de mi territorio, bajaba la ría, melancólica y oscura, entonces todavía volaban gaviotas sobre las aguas revueltas. Por poco dinero, Nazario y Txomin cruzaban en sus barcas a los pasajeros de una a otra orilla.

Esperaba a Carmen sentado en un banco junto a las escalerillas. Cuando llegaba, sin decir nada, me ponía a su lado y en ese breve trayecto apenas nos mirábamos. Luego ella seguía por la alameda, con sus libros bajo el brazo, yo iba al taller.

Un día le di los buenos días, me contestó y desde entonces hablábamos, no demasiado, sobre los Beatles, sobre los hippies, cosas de entonces.

Otro día le di la mano para ayudarla a subir a la barca y ya no se la solté. Tampoco me la soltó ella cuando llegamos al otro lado. Así caminamos durante semanas.

Era junio, aquel día vino con su padre, un señor alto y serio. Al llegar a mi lado me dijo, amenazante, nunca más, ¿te enteras? Solo eso, sin más explicaciones. Era viernes y el trabajo se me hizo interminable.

Carmen no volvió a cruzar la ría sobre la barca de Nazario.

Me duró hasta septiembre, me ahogaba sin verla, aquel verano ni siquiera fui a la playa.

Luego supe que a su padre le habían destinado a Burgos y ahí terminó mi espera.

Fue justo el día antes de conocer a María Jesús.

Bien, vuelva el jueves a la misma hora– dijo él.

Perfecto, gracias- dije.

Y me fui.

Aquello era absurdo, no volví a la consulta.

Tampoco estoy curado.


lunes, 25 de febrero de 2019

PLAZA DE SAN MARTÍN


Plaza de San Martín, en Buenos Aires.

A ella aluden los dos poemas, de Benedetti y Borges, que siguen.

....


En este espacio cada uno es capaz
de zurcir sus vislumbres y tinieblas
árboles me rodean con sus patas de elefante
tengo un gong en las sienes memoriosas

en un banco como éste cubierto de ramitas
mi adolescencia aprendió a Dostoievsky
y gracias a Fernández Moreno en Chascomús
pensó el equivalente de anch’io son’pittore

tozudo como la cadencia de un molino
latigazo del aire desairado
sé del barro prolijo los segmentos de cielo
las hojas muertas y el gemido o la brisa

no es un refugio pero da amparo
oasis ecológico con vista a la jornada
sin la miseria huésped en los lindes
pero con frisos de jactancia y humo

siempre me anima su propuesta de verdes
y la disfruto como si fuera un insomnio
de esos que transitan por los amores de la piel
proclive a tantas otras ceremonias

también me conforta su condición de isla
eco querellante del simulacro organizado
por fortuna libre de viejas simetrías
ya que sus canteros fingen otra retórica

lujo del pobre entre los opulentos 

galaxia de jubilados y niñeras
y seminaristas autoflagelados
que salen a respirar con los gorriones

siempre acudo a vos en peregrinación
plaza san martín de los pastitos elegantes
y de las muchachas que aprenden a besar
con los ojos cerrados como en el cine


(MARIO BENEDETTI)


.....


En busca de la tarde
fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde entera se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como ademán de hombre enlutado.

Todo sentir se aquieta
bajo la absolución de los árboles
-jacarandas, acacias-
cuyas piadosas curvas
atenúan la rigidez de la imposible estatua
y en cuya red se exalta
la gloria de las luces equidistantes
del leve azul y de la tierra rojiza.


¡Qué bien se ve la tarde
desde el fácil sosiego de los bancos!

Abajo el puerto anhela latitudes lejanas
y la honda plaza igualadora de almas
se abre como la muerte, como el sueño.


(JORGE LUIS BORGES)


domingo, 24 de febrero de 2019

TODO ES CINE (Manuel Vicent)


La goleta estaba fondeada en aguas de Denia y durante el descanso del rodaje Bette Davis, vestida de Catalina la Grande de Rusia, se paseaba entre las redes de los pescadores por la explanada del puerto devorando un bocadillo de carne de gato. En el año 1958 se rodó la película John Paul Jones en esa costa del Mediterráneo, dirigida por John Farrow, y en ella muchos extras del pueblo se codearon con otros actores de fama, Robert Stack, Marisa Pavan, Jean-Pierre Aumont, pero entre tantas estrellas Bette Davis era la diva que tenía la nariz más alzada. Un paisano de Denia se había hecho con la intendencia de aquella tropa. Preparar tres comidas diarias para medio centenar de técnicos y artistas caprichosos no era tarea fácil en un tiempo en que el espectro del hambre de posguerra acababa de abandonar las despensas.
Bette Davis era una carnívora militante. En el rodaje se la veía dura y majestuosa bajo el ropaje de Catalina la Grande en la popa de la goleta y esa misma crueldad de zarina, fuera de la escena, la ejercía también con aquel paisano encargado del avituallamiento, que no lograba servirle la calidad de carne que ella exigía. Las carnicerías estaban mal abastecidas y tampoco había ganado para sacrificar con las propias manos. El problema se fue agravando a medida que la cólera de Catalina la Grande aumentaba y la carne disminuía. Llegado el punto crítico Bette Davis amenazó al productor Samuel Broston con dejar el rodaje si no despedía a un tipo como aquel, incapaz de suministrarle carne de primera.
Ante la inminente pérdida del negocio este hombre pidió ayuda a un amigo en la barra de un bar, quien encontró el remedio de fortuna para dar gusto a la zarina. Esa misma noche los dos se fueron de caza por los pueblos de alrededor y lograron capturar un par de docenas de gatos. Como la carne de gato macerada presenta un color rojo demasiado impúdico la aderezó con una salsa de tomate para enmascararla y al día siguiente ofreció este plato a la diva con todos los honores. Esperó el veredicto con el ánimo suspendido. Después del primer bocado Bette Davis lanzó un grito de entusiasmo. Más, quería más. Era una carne magnífica. Con lo cual no quedó un minino en todo el contorno. He aquí un dato para cinéfilos. En 1958 Bette Davis se comió ella sola en Denia lo menos 20 gatos y a eso debió tal vez su carácter. ¿No se da esta noche en Hollywood un Oscar al mejor catering?


LAS CASTAÑAS (Juan Valera)


El día de difuntos salió muy de mañana a misa una linda beata, que la noche anterior, según es costumbre en la noche de Todos los Santos, se había regalado, comiendo puches con miel y muchas castañas cocidas.

Como era muy temprano y apenas clareaba el día, la calle por donde iba la beata estaba muy sola. Así es que ella, sin reprimirse, con el más libre desahogo y hasta con cierta delectación, lanzaba suspiros traidores y retumbantes, y cada vez que lanzaba uno, decía sonriendo:

- ¡Toma castañas!

Proseguía caminando, soltaba otros suspiros y exclamaba siempre:

- ¡Las castañas! ¡Las castañas!

Un caballero, muy prendado de la beata, solía seguirla, hacerse el encontradizo, oír misa donde y cuando ella la oía, y hasta darle agua bendita al entrar en la iglesia, para tener el gusto de tocar sus dedos.

Iba aquel día el caballero tan silencioso y con pasos tan tácitos detrás de la beata, que ella no le vio ni sospechó que viniese detrás, hasta que volvió la cara, poco antes de entrar en el templo.

- ¿Hace mucho tiempo que viene usted detrás de mí? -dijo muy sonrojada la linda beata.

Y contestó el caballero:

- Señora, desde la primera castaña.



sábado, 23 de febrero de 2019

LA CONDECORACIÓN (Antón Chéjov)


La mañana de Año Nuevo el profesor del colegio militar Lev Pustyakov llamó a la puerta de su amigo el teniente Ledentsov.

“Verás, Grisha, la razón de mi visita –le dijo al teniente tras felicitarle el Año Nuevo- es que tengo una petición que hacerte. Préstame tu condecoración para hoy, querido amigo. El caso es que hoy como en casa del mercader Spichkin. Y ya conoces a Spichkin: siente una atracción tremenda por las condecoraciones y no tiene en cuenta a aquellos que no las tienen. Y sus hijas... Nadia y Zina... esas chicas... ya me entiendes, amigo mío. ¡Préstamela, hazme ese favor!

El teniente mostró cierta reticencia, pero finalmente le dio la condecoración. Dos horas después Pustyakov ya estaba de camino a la casa de Spichkin. Le gustaba mucho verse con la condecoración, se sentía una persona importante y reconocida.

Pustyakov llegó a la casa de Spichkin, se desabrochó el abrigo para que se viera la condecoración y llamó.

- ¿Quién llama? –preguntó la dueña de la casa- ¡Ah, es usted, Lev Nikolaevich! ¡Pase, por favor! Llega un poco tarde, pero no es nada grave... ¡entre!

Pustyakov sacó pecho, alzó la cabeza y pasó a la sala, donde el resto de invitados ya estaban sentados comiendo. Pero entonces vio algo horrible. Al lado de Zina, la hija de Spichkin, estaba su compañero de trabajo, el profesor de francés Tramblyán.

Si Tramblyán ve la orden, de seguro empezará inmediatamente a hacer preguntas impertinentes y después lo contará en el colegio...

El primer pensamiento de Pustyakov fue el de quitarse la condecoración o salir corriendo; pero la condecoración estaba bien cosida y correr también le resultaba incómodo. Se apresuró a taparse la condecoración con la mano derecha, saludó a todos y, sin dar la mano a nadie, se dejó caer pesadamente sobre una silla vacía, justo frente a Tramblyán.

Le pusieron delante un plato de sopa. Cogió la cuchara con la mano izquierda, pero recordó que no se come con la mano izquierda y dijo:

- Merci... Hoy he estado en casa de mi tío y ya he comido allí.

¡Pero la sopa desprendía un olor tan sabroso...! ¡Y los otros platos tenían también un aspecto tan apetitoso! Pustyakov intentó liberar la mano derecha y tapar la condecoración con la izquierda, pero esto resultó engorroso.

“Lo van a ver... y esta mano, ¡parece como si quisiera ponerme a cantar! ¡Señor, que acabe cuanto antes esta comida! ¡Luego podré comer en la posada!”

Tras el tercer plato, miró a Tramblyán. Por algún motivo, el francés también tenía un aspecto desconcertado y tampoco comía.

Ya lo ha visto –pensó Pustyakov-. Veo que lo ha notado. Mañana se lo contará al director... ¡qué será de mí!

En aquel momento un hombre se levantó y propuso beber a la salud de las damas. Los comensales se alzaron y cogieron sus copas. Pustyakov también se levantó y cogió su copa con la mano izquierda.

- Lev Nikolaevich, por favor, ¡pásele esta copa a Nastasia Timoféyevna! –le pidió un hombre.

Y Pustyákov tuvo que pasar la copa con la mano derecha. Entonces, todos pudieron ver la condecoración en su pecho... Pustyakov palideció y miró a Tramblyán. Tramblyán le miró asombrado y después sonrió.

- ¡Yuli Augustovich! –exclamó Tramblyán dirigiéndose al anfitrión-. ¡Por favor, pase esta botella al otro extremo de la mesa!

Tramblyán cogió la botella con la mano derecha y... ¡ah, qué gran dicha! ¡Pustyakov vio en su solapa una condecoración! Esto quería decir que el francés también mentía. Pustyakov se echó a reir de gusto y se sentó. Ya no tenía por qué ocultar la condecoración.

Después de comer, Pustyakov se paseó por todas las habitaciones mostrando la condecoración a las chicas. Tenía el estómago vacío pero el alma alegre y feliz.

“Si lo llego a saber, me habría puesto dos condecoraciones. ¡No me di cuenta!” Esto era lo único que le molestaba. Por lo demás estaba feliz.



viernes, 22 de febrero de 2019

EL DEDO (Feng Meng-Lung)


Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.

-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.

-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.


jueves, 21 de febrero de 2019

EL LADRÓN DE GALLINAS (Luisa Castro)


Me aburre hablar del pasado. Desde hoy mismo me he jurado no volver a hacerlo. No me interesa el pasado y, al contrario de lo que pueda parecer por el contenido de alguno de mis libros, la familia me interesa aún menos. En mi vida no he hecho otra cosa que huir de las familias. En sentido extenso, familia también puede aplicarse a un nudo de amigos, afines, conocidos, y también a grupos de interés; de todo eso que se construye con una maraña de afectos y subordinaciones no he hecho más que huir. Puede que lo que entrego en la literatura sea una especie de compensación de lo que no puedo dar en la vida real. Y dicho esto, ahí está la foto, un poco borrosa, pero en mi mente el recuerdo permanece tan vívido como si todo hubiera ocurrido ayer. Yo era una niña de cuatro o cinco años. Estoy escondida detrás de un tonel, agarrada a las faldas de mi madre. Soy esa cabeza de pelo corto que da la espalda a la escena mientras mi madre, desde la esquina de la foto, observa a los tres hombres y se ríe. A mí me aburrió el espectáculo, permanecí ausente, no quería mirar: mi padre disfrazado con un tricornio de guardia civil, mi abuelo que hacía el papel de ladrón de gallinas y Rozas, un amigo de mi padre que jugaba a ser el dueño agraviado, dispuesto a partirle el cráneo al ladrón. Aquella escena la inmortalizaría Xuxa, el fotógrafo de Marzán. Fue la primera representación teatral a la que asistí, una especie de improvisación después de una comida familiar. Pero a mí aquello no me gustó un pelo. Verlos vestirse para la comedia me inquietó, y Xuxa no me hacía ni pizca de gracia, disparando sus fotos delante de mi casa para que no hubiera lugar a dudas de que aquello estaba sucediendo en realidad. Ya no habría manera de borrarlo, y la prueba está ahí.

Todo se transformó de pronto. Pasamos de ser una gente normal sentada a la mesa, celebrando la fiesta de San Lorenzo, para convertirnos en actores y espectadores, en policías y ladrones. El malo era el ladrón de gallinas (mi abuelo), pero a mí me parecía el más bueno de todos, dándole explicaciones al guardia del hambre que pasaban en su casa y de los hijos que tenía que mantener. Que había robado por necesidad, decía mi pobre abuelo. Rozas hacía de bueno, levantaba un hacha dispuesto a cobrarse venganza y pronunciaba unas frases espantosas contra mi pobre abuelo: "Ve a trabajar, vago". La gallina robada iba dentro del cesto, mi padre vestido de guardia escuchaba las razones y extendía una multa. Pobre abuelo mío, y además no era verdad, mi abuelo era un buen hombre, bastante tacaño eso sí, pero yo no entendía por qué tenía que robar. No podía ser que mi padre no saliera en su defensa. Estaban todos invitados en nuestra casa y ahora todo acababa fatal, el que era bueno se convertía en malo, el que era malo hacía de bueno, y mi padre de guardia civil.

Al final de la comedia pedí explicaciones, pero ninguna me convenció. "Es de mentira, no llores". Supe esa tarde que a las personas les gustaba transformarse en otras, fingir, y que ese juego les divertía. Pero ellos no eran niños, ¿nunca se deja de ser niño? Eso fue lo que pensé. ¿Nunca voy a salir de aquí?

La verdad es que me hubiera gustado parar todo aquello, pero la gente de las casas vecinas se arremolinaba a ver la representación y no tuve más remedio que callarme. La idea fue de mi padre. Siempre llevó dentro un actor. Y lo que más me angustiaba era pensar que mi padre no estaba del todo contento con su vida, que hubiera preferido ser guardia civil, o juez, o Dios. No era mi padre así, nunca decía lo que se tiene que hacer o lo que se debe de hacer. La suya siempre fue una autoridad sonriente, silenciosa. Me dolió verle disfrazado, ir perdiendo poco a poco los atributos de padre para convertirse en el padre sabe dios de quién. Y allí estaba, autónomo, despojado de toda relación. No era él, era otro. Y esto, lejos de fascinarme, me horrorizó. Y aún me desconsoló más que mi madre lo aceptara. La sensación de juego, de provisionalidad, me invadió. Los que éramos podíamos ser de repente otros, mudarnos en personajes extraños que nada tenían que ver con los que éramos en realidad. Y luego estaba Rozas, al que empecé a temer cuando todo terminó, porque me di cuenta de que ya nunca podría mirarle a la cara a aquel hombre que se había atrevido a levantar un hacha contra mi abuelo. Por mucho que aquello fuera una broma, el hacha era de verdad, un hacha que cuando la cogías pesaba un quintal, la misma con la que mi padre cortaba leña en la era. La gente se reía y a mí me parecieron todos idiotas, gente a la que yo más o menos quería. Menuda me esperaba al día siguiente, pensé, cómo iba yo a reconducir mis relaciones con toda aquella gente, después de semejante bochorno. Mala cosa, pensé. Y pensé además que aquel juego encerraba un peligro que no se podía prever, pensé eso, y sentí miedo. Si aquel hacha por alguna razón caía sobre la cabeza de mi abuelo, nadie podría decir fue una broma, es una broma. Dónde acaba la risa y dónde empieza lo serio, eso era lo que yo quería saber.

Al final de la escenificación mi padre fue el más aplaudido, y él atendía a la concurrencia, que le increpaba: "No lo multes, pobre ladrón" o "múltalo, mándalo a la cárcel, es un desgraciado". Al final multó a mi abuelo, con una multa razonable, pero a mí no me gustó nada la resolución del conflicto. ¿Quién era el bueno allí? ¿Era mejor Rozas acaso? Estaba claro que no.

El único personaje con el que me identifiqué fue la gallina, por la que sufrí desde que la metieron en el cesto, una gallina desconcertada que aún entendía menos que yo, y que hacía apenas un segundo corría libre por la era. Ahora estaba entre rejas, mientras el público se divertía y los actores cumplían con su papel. Cuando todo terminó le abrieron la tapa y salió del cesto despavorida. Mi madre la cogió y la metió de nuevo en el corral. Me fui con ella a echarle de comer y allí me quedé un buen rato.

La miré tiernamente, como a una amiga. Pero aquella gallina no nos dio las gracias por liberarla ni se dejó acariciar. Aquella gallina no tenía padre ni madre ni hijos ni amigas, sólo quería que la dejaran tranquila.

Toda esa semana la pasé observándola. A ella y a sus congéneres. Fue una semana dura e infantil. De aquí no se sale, eso fue lo que sentí. De aquí no se sale nunca, ni aunque te mueras, ni aunque te corten el cuello, ni aunque crezcas. Yo que jugaba para crecer me vi de pronto encerrada en un mundo del que no había modo de salir, un mundo de niños grandes que jugaban una y otra vez para desmontar la realidad. La infancia, que yo llevaba con cierta inconsciencia y ligereza, felizmente olvidada de mi condición de niña, se volvió de pronto una losa pesada, no me la iba a sacudir jamás. Era una condena.

Durante los días siguientes me dediqué a observar los movimientos de las gallinas y proyecté un afecto sobre ellas que nunca se vio recompensado. La gallina liberada no se mostró muy agradecida, parecía que a cada paso borrara el anterior, sus movimientos no eran los de un animal que huye y se esconde, eran de otra índole. Iba de aquí para allá y no había nada que pudiera darle una explicación a su vida, ni siquiera la comida, a la que a veces se acercaba para picotearla un poco y volverla a escupir; ni siquiera era fácil identificarla entre las demás gallinas y ponerle un nombre, cuando creías que estaba en un lugar ya estaba en otro, y sus pasos eran siempre indecisos, titubeantes, tendentes a la invisibilidad y la desaparición.

Qué mundo leve y misterioso el del corral. Aquel corral era mucho más grande y luminoso que nuestra propia casa. Lo llamábamos el curralón, y era una construcción espectacular, una especie de galpón abandonado con el techo roto por donde entraban los rayos del sol. Las gallinas revoloteando como cometas en su enorme y solitario palacio eran un espectáculo mucho más ameno, complejo y divertido que el sencillo teatro del guardia y el ladrón. Las gallinas no me dieron ninguna respuesta a todo aquel absurdo, pero su inescrutabilidad me fascinó, y me di cuenta de que ellas sí eran de fiar, ellas que no se fiaban de nadie ni ponían su amor en ninguna parte, sin amigos, sin familiares. Podías encerrarlas en un cesto, podías cortarles el cuello, tampoco se resistían demasiado, pero no había forma de domesticarlas ni de enseñarles las reglas del juego. No mordían, no arañaban, sólo eran aves que en algún momento y por alguna extraña razón habían dejado de volar. Se habían caído del cielo. Asumían su destino terrestre y se las apañaban como podían; eso quiero ser, pensé, gallina. Y en su mundo opaco e irreductible no me parecían del todo impotentes. Eran bastante orgullosas, vivían desconfiadas pero seguras de sí, parecían asustadas pero en el fondo no les importaba demasiado lo que les deparara el mañana. Me pareció que de ningún modo ellas fingían. Ellas no jugaban. Puede que eso sea la imbecilidad.


miércoles, 20 de febrero de 2019

LA CASA DEL TÍO LUCAS (Chema D. Garrido)


Más allá de los palmerales, se encontraba la vieja casa de mi tío Lucas a la que solía acudir con mis amigos de la infancia y a veces solo para contemplar sus raras aficiones, su taller de química o la biblioteca donde cientos de libros llenaban ordenadamente los estantes. Tenía un pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas, y era una casa grande pintada de azul cielo, con cuatro balcones y ventanas cuadradas encima. El porche era espacioso y comunicaba con un patio enlosado como una plazoleta que tenía en medio un pozo. De este patio partía la escalera ancha, de piedra blanca, que yo subía a saltos rumbo a los silencios, penumbras y misterios de arriba.

Todos los veranos, mi tío se ausentaba de la isla durante semanas a lejanos lugares que yo imaginaba exóticos, peligrosos, con incontables misterios y estatuas de sal y pájaros gigantes surcando el aire, figuras todas ellas esculpidas en mi imaginación estimulada por sus relatos. Aunque sabía que él exageraba, ¡ qué inenarrable placer sentía al estar sentado sobre sus piernas e imaginar los detalles de aquellas aventuras, colocarme su sombrero que me cubría hasta los ojos, o probar tímidamente un sorbito de su copa de anís!

Aquel verano me viene a la memoria porque un enorme cartel quedó instalado en la parte delantera de su enorme casa de pasillos y recovecos un poco misteriosos de las construcciones antiguas, una casona que parecía un gran animal o un barco dormido entre la maleza de nuestra isla. El enorme cartel, avisando de su partida para un viaje estival (de cuyo regreso nadie de la familia podíamos nunca estar seguros), rezaba así:

AVISO A LADRONES: NADA DE VALOR HA QUEDADO EN LA VIVIENDA, SALVO UNA HAMBRIENTA ANACONDA HEMBRA DE 9 METROS.

He de explicar que una oleada de robos venía asolando nuestros poblados, establos, talleres y viviendas de la colonia, incluso uno de las dos templos había sido profanado en horas nocturnas. Los gendarmes parecían andar sobre pistas fiables y se sospechaba de algún grupo de emigrantes haitianos recién llegado, quienes tras cometer sus fechorías, aprovechaban la noche para vender la mercancía robada a otros malhechores que arribaban en sigilosos barcos a cualquiera de las decenas de embarcaderos naturales amparados en la maleza de las costas y la noche. Todas las prevenciones eran pocas entre los tranquilos habitantes, incluida mi familia, pero lo del tío Lucas (como todo en él) rozaba la extravagancia.

A nadie dio explicaciones antes de partir, y de nadie (excepto de mí) se despidió. Yo era el encargado de transmitir la información de su partida a su hermana y a la sazón madre mía.

La existencia de las anacondas era difícil de creer, sobre todo porque ese tipo de serpientes semiacuáticas no eran habituales en nuestras latitudes. Sin embargo, y conociendo la fama de mi tío, el vecindario quedó ciertamente preocupado, por decir algo. Se prohibió a niños y jóvenes que se aproximaran a la casa y sus alrededores bajo pena de castigo, sin embargo los mayores asomaban su curiosidad a una prudente distancia, solos o en grupo, mientras yo los contemplaba cómodamente instalado sobre la rama de una higuera enorme cuya leyenda o historia conocía por boca de mi tío.

Ni que decir tiene que mientras otras viviendas, granjas, talleres y cobertizos de aperos eran expoliados, la casa permanecía intacta, con sus puertas, ventanas y contraventanas cerradas a cal y canto. Los ladrones, que yo a veces imaginaba entre los muchos curiosos que se acercaban por la casa y los alrededores, parecían incapaces de desafiar o comprobar la veracidad del anuncio. He de decir que tampoco a mí el tío Lucas me había despejado la duda, seguramente porque no se fiaba de mi obediencia y porque sabía la fascinación que ejercían en mi mente tantos objetos antiguos y lejanos que atesoraba en algunos de sus gabinetes y estudios. Por ejemplo su biblioteca, de por sí descomunal, dotada de libros de impresión bellísima, con las tapas de piel negra con letras de oro, verdaderas joyas desde todos los puntos de vista, había una puerta disimulada por los tapices que cubrían todas las paredes, y que una vez me invitó a franquear. Claro está que el astuto me había vendado los ojos antes del ingreso en la estancia, me había hecho girar varias veces como a una peonza, y sólo me liberó los ojos cuando ingresamos en aquella especia de gabinete secreto. En él, iluminado por una lámpara china con dragones que parecían escupir humo, la suave voz de mi tío fue ilustrándome sobre la serie de libros prohibidos que allí se reunían, como herejes perseguidos o como las más bellas mujeres del mundo acariciadas por él, solamente por él, así que yo no podía por menos que sentirme poseedor de un regalo sin igual. “Hay cinco líneas que si se escribieran correctamente “(me susurró en una ocasión, sin mirarme), “destruirían el mundo tal y como lo conocemos”, y pasaba la yema de sus dedos por los lomos de aquellos volúmenes: recuerdo el Libro de Thot, que da poder sobre la materia, el Manuscrito Voynich, que explica cómo usar la energía estelar o la Esteganográfica de Tritemo, que enseña los procedimientos para hipnotizar a distancia…

Pero volvamos a la anaconda, que es de cuyo caso quiero referirme ahora. Con el paso de los días, la reiteración de los robos, las escasas detenciones y el malestar general, el asunto de la serpiente mantenía a todos en una curiosidad más malsana que edificante, la verdad. Yo sabía que se trataba de otro de los experimentos de mi tío, experimentos sobre la condición y el comportamiento humanos, sobre el salvajismo de nuestra especie y esos temas que le ocupaban (porque preocuparle, le preocupaban poco, me parece). Yo aseguro que pese a la extravagancia y crueldad que algunos quisieran leer en tales experimentos, un gran amor solidario por su especie era lo que movía a mi tío, una especie, es verdad, de la que parecía haberse escindido de alguna manera.

Como iba diciendo según mis recuerdos, la anaconda (su imagen, su evocación en la mente de todos) era un arma disuasoria muy eficaz, y la curiosidad en torno a su existencia fue en aumento. Todos los vecinos, los hacendados plataneros, los dueños de las salineras dentro de sus mastodónticas mansiones rodeadas de piscinas, estanques y jardines japoneses, en la gendarmería, en la cámara de comercio y patentes, en la sede de aduanas y la oficina de recaudación de impuestos, en las cantinas, la parroquia católica y el templo luterano del norte, entre los quincalleros ambulantes, todos, todos los vecinos de la colonia hablaban de lo mismo con ahínco. Hablaban, eso sí, con el debido respeto a que la figura de mi tío y su antigua autoridad como gobernador de la isla les obligaba, junto a las excentricidades y misterios que su solo nombre evocaba en los cuatro confines de la isla.

Nadie por el momento osaba franquear los dominios de la casa donde se suponía razonablemente la existencia de tesoros y objetos inquietantes, entre otras razones por la procedencia ignota de la mayoría de ellos, por las leyendas que rodeaban a artilugios tales como el astrolabio persa, o la campana púrpura capaz de detener el tiempo o el cristal que reflejaba escenas de futuro de la persona que, tomándola en sus manos, le confiriera el calor adecuado. De algunos de ellos se hablaba con admiración y una pizca de temor en la isla, por parte de los pocos privilegiados que habían gozado de la invitación a cenar en el hogar de mi tío (una imprecisa sensación de irrealidad infectaba los sentidos de los comensales, eso decían, que el ambiente parecía sustraído a las leyes de la física, que el escenario del salón bogaba fuera del tiempo y del espacio, como sujeto a sus propias reglas, oscilando en sus retinas aquellos óleos oscuros, las cortinas impresionantes, las sillas de terciopelo bajo centenares de lámparas como piedras preciosas reflejadas en los cubiertos y en los platos ), servidos por criados negros, antiguos esclavos manumisos que él había devuelto a la libertad, quienes recorrían silenciosos el salón portando bandejas repletas de una gastronomía ubérrima en aromas y matices, en mezclas de yerbas, de especias y remotos regustos de esencias.

Y ahora, aquella anaconda instalada en nuestra imaginación deslizando sus portentosas mandíbulas por el salón principal, por la oscuridad de gabinetes y pasillos, reptando por escaleras, asomando sus fauces por los visillos de las semicerradas ventanas durante las noches y atardeceres del trópico.

Era el caso que continuaron los latrocinios a las haciendas de la isla, y como eslabón precedente en la gran cadena de sucesos que fluyen del TODO, una terrible ola de represalias inundó de sangre la isla. Grandes y medianos granjeros, apoyados por su servidumbre, enarbolando los principios de una atávica justicia, procedían a ejecuciones de ahorcamiento sin que la gendarmería de la isla y sus escasos y timoratos servidores pudieran o se atrevieran a presentar impedimento. A los niños y adolescentes se nos prohibía asistir a aquellas ejecuciones nocturnas presididas por antorchas y clamores de unos frente a los gritos y súplicas de los haitianos ajusticiados, luego de ser capturados a lazo por hábiles jinetes a las órdenes de los terratenientes. Muchos inocentes debieron de engrosar el enorme victimario de aquel verano en que agricultores y hacendados sin duda envidiarían la posesión real o ficticia de 9 metros de anaconda en algunos de sus patrimonios terrenales.

En el hogar del abogado Schiller, junto a otras conversaciones de nuestra armoniosa cotidianeidad familiar, los sucesos de la isla por aquellos días y el misterio de la anaconda también ocupaban, lógicamente, las horas de sobremesa. Mi padre tomaba la palabra a la hora del café ( ya que las comidas se desarrollaban bajo un silencio seráfico, casi eucarístico), decidiendo así el tema de conversación, al cual en principio tan sólo mi madre podía tener acceso y opinión; según ciertas miradas de él, yo me sentía autorizado a intervenir, no así mi hermana, que dada su corta edad, carecía del sentido de las reglas y sus comentarios y disparates llamaban a la risa y el cariño de todos. La vez que consideró oportuno sacar el tema de mi tío y su misteriosa anaconda anunciada, yo medí mucho mis palabras, en primer lugar por miedo a la severidad que imponía mi progenitor (un abogado luterano de estricta observancia moral, e inconfeso detractor de mi tío Lucas y sus mitos paganos); en segundo, porque yo sabía sobre el asunto más que ellos y que todos los habitantes de nuestra colonia insular, ese trozo de tierra de unos 77 kilómetros cuadrados formados por lava volcánica escupida desde las entrañas de la tierra hace unos 2 millones de años, y que se anunció a las aterradas aves del cielo y peces del mar con un pestilente hedor de azufre, con truenos y temblores de mucha duración, según me ilustrase mi querido tío.

Y ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, ocurrió de noche, con la pretendida alevosía de los torpes o desesperados, un par de semanas después de la partida de mi tío. Posiblemente algún ladrón inadvertido recién llegado a la isla a bordo de algún paquebote o de polizón, quién sabe ( y por tanto desconocedor de los andanzas y logros de quien había sido durante dos lustros gobernador de la colonia), fue quien tuvo el lamentable propósito de penetrar en aquella apetecible casa de campo aislada de las demás, y de hacerlo saltando una tapia de adobe que la casa tenía en la parte de atrás, donde estaba la tejavana para el carro, la sarmentera, el lagar y la bodega ya en desuso. ¿No pudo sospechar aquel desaprensivo que tantas facilidades encerraban un premio muy distinto, un desenlace indeseable?



Los alaridos me alcanzaron al poco de descender de la higuera donde pasaba solo tantas horas, en esa hora ambigua en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Eché a correr de puro pánico hacia mi casa, sin dirigir la vista ni a la derecha ni a la izquierda, por temor de ver en las ramas y entre la maleza a seres alargados y de fauces demoníacas al acecho de mi cuello. Nunca, a lo largo de mi vida, la expresión de un terror humano de igual magnitud ha sacudido mis entrañas con tanta virulencia. Cubierto el escaso kilómetro más interminable de toda mi vida, avisé a voces a mi familia de lo que había oído. Mi padre se levantó de la butaca donde leía sobresaltado por mis gritos y preguntó extrañado de dónde venía (los latigazos llegaron después, a los pocos días del suceso, por el delito de haber transgredido de nuevo la prohibición de acercarme a la casa de mi tío). Nervioso y agotado por los gritos, envuelto en lágrimas y temblores, anuncié la fatal noticia a mis padres, que quedaron mirándose en silencio. Mi madre supo al instante que yo no mentía, y así lo comunicó a mi padre con la seguridad de quien me había llevado 9 meses en sus entrañas. El me miró muy directamente y su voz se hizo más grave al asegurarme las consecuencias del pecado en que incurre quien miente, pues el mentiroso roba la verdad a las palabras. El quinqué que sostenía en su mano derecha me iluminaba igual que a un reo en la sala de interrogatorios y tortura.

Minutos después, y tras dar las instrucciones precisas a su prole, montó en la calesa y abandonó nuestra casa en dirección a la gendarmería. Yo volví al dormitorio, y no supe nada más hasta el día siguiente, y no precisamente por mi padre, que cargaba su pipa tras el desayuno y se preparaba para volver a su gabinete. Como una novia tímida y asustada a la que hubieran casado con un desconocido, me acerqué a él y le pregunté por el desenlace. Al fin y al cabo, ¿no me debían a mí el descubrimiento del suceso?

Tras una mirada tan cortante y pesada como un hacha, me hizo saber que una patrulla de gendarmes al mando del comisario se había acercado a los dominios de la casa de mi tío. Sin embargo, el miedo a la noche y al monstruo presentido en el interior de aquellos muros, les hizo desistir de la idea de abordarla hasta no haber llegado el día. Digamos, si se me permite, que lo que fue miedo en la noche, se volvió curiosidad con el día. Sin más, mi padre se levantó y se largó. Al abandonar el salón, ordenó a los criados que me vigilaran hasta su vuelta. Tres largos días duró mi cautiverio forzoso, aquel destierro de la vida a que mi padre me condenó con la debida sesión de azotes previos a la oración nocturna en familia después del servicio de la cena.

Superado el castigo, volé raudo a la ciudad. Y en efecto, la noticia aún conmocionaba las mentes, los corazones y las conversaciones en cantinas y dependencias de la colonia tres días después. No era para menos. Mis amigos me informaron de cuanto habían oído al reunirme con ellos en la plaza donde solíamos jugar aquellas últimas vacaciones en la isla.

Al amanecer (iré contando según los agregados de unos y de otros, un rompecabezas de informaciones cuyas piezas tenía de ir encajando con paciencia), los gendarmes entraron en la casa derribando la puerta del porche delantero, una bonita puerta con un frontispicio sostenido por dos pequeñas y doradas cariátides. Armados y tensos, fueron avanzando metro a metro, inspeccionado cada estancia, cada rincón. Al llegar a una de las salas, que rápidamente identifiqué como la sala de los espejos gracias a las descripciones aportadas por mis amigos, en la planta baja, el espanto se apoderó de la patrulla. En efecto, una colosal serpiente de 9 metros de longitud, color verde oscuro, con marcas ovales de color negro y dorado a los flancos, reptaba pesadamente por el único sofá del salón, más bien intentaba abrazarlo o tomar asiento en él. Lo que debía de ser el vientre de aquel monstruo, de un tono más claro, presentaba una hinchazón descomunal, y en él quedaban dibujadas en relieve las formas de unos dedos crispados y de una nariz y una boca que quisieran escaparse del tejido carnoso, que seguía avanzando tan lenta y pesadamente ante sus miradas atónitas, sobre el tejido del sofá y el suelo, víctima de la plúmbea digestión.

Huelga decir que aquellos hombres no habían visto nada semejante a aquel horrendo y patético espectáculo de la naturaleza, no se necesitó dar la orden para que el fuego de sus tres mosquetones más la pistola del comisario detuviera para siempre el lento devenir de la gigantesca serpiente. Una vez que vieron los orificios sangrantes del animal (por cierto, y siempre según informaciones ya filtradas por tantos hasta llegar a mí, fallaron numerosos disparos a pesar de la cercanía del blanco), parece que respiraron tranquilos en medio de un hedor de charcas estancadas y organismos en putrefacción.

El comisario, el señor Curier, optó por hacer llamar al carnicero alemán, el señor Lansberg, que apareció con enormes y afiladísimos cuchillos para despedazar al animal y extraer el cuerpo sin vida, rodeado todo él de una sustancia blancuzca y pestilente que vendrían a ser los jugos gástricos del monstruo. Fue entonces cuando uno de mis amigos introdujo el siguiente detalle que dijo no haberle pasado desapercibido cuando lo oyó: un desgastado sombrero panamá, que se ataba bajo el mentón, figuraba graciosamente en la ovalada cabeza de la anaconda. Me estremecí aún más al oírlo: era uno de los sombreros que usaba mi tío cuando partía en algunos de sus viajes misteriosos y que a veces me hacía poner en nuestros ratos de juego: Todo un gesto de cortesía, ¿no creen?

Desconozco si el cadáver del desafortunado haitiano recibió las atenciones religiosas oportunas, imagino que no, y su paradero fue el más inmundo posible, el de la fosa y la cal viva. Un dato sí verificado fue el siguiente: Por arte de magia o por alguna razón que se nos escapaba a todos, los robos y latrocinios a granjas y posesiones cesaron de inmediato en la isla.

La casa de mi tío Lucas fue precintada hasta su vuelta, pasadas varias semanas. Como siempre, recibí con enorme júbilo y cariño su llegada, esperando algunos de los increíbles regalos que solía traerme y que llenaban de aprensión y diría que de gran envidia a mi padre. Había abierto uno de los ventanales de su dormitorio mientras yo acechaba la casa desde mi higuera, y olvidando por completo la prohibición y castigo de mi padre, bajé corriendo lleno de alegría no solamente para fundirme en un abrazo con él, sino porque estaba deseoso de relatarle cuanto había sucedido: un deseo inútil, pues ya las autoridades lo habían puesto al corriente en la oficina de aduanas.

No hubo cargos contra mi tío por parte del corregidor jefe de la Audiencia instalada en la isla por el Gobierno, había que tener muchos redaños en la colonia para eso, como no lo tuvieron los hacendados a quienes arrebató sus esclavos para concederles la libertad y la carta de soberanía siendo gobernador. Curiosamente éstos, si bien no habían marchado con él en esa ocasión, aparecieron al mismo tiempo. ¿De dónde habían salido, como emergidos de la tierra tras su silenciosa llamada? Nadie los había visto salir de la isla, ni merodear por las cantinas de la ciudad a ninguno de ellos y ellas. Un nuevo misterio, al fin y al cabo, que añadir a la leyenda viva de mi tío.

Ni que decir tiene que los recelos hacia su persona fueron en aumento entre los habitantes de la isla. Hacendados, pequeños granjeros, la gendarmería, los jefes religiosos, entre todos crecía la sensación de hallarse ante una amenaza suspendida en el aire, una amenaza a cuyo lado pareciera que el Apocalipsis o el Fin del Mundo fuera un juego de niños. Era, la de mi tío, una amenaza sin contenido pero siempre de desenlaces imprevisibles, ésa es la visión que tengo de las conversaciones de la época a las que pude asistir a hurtadillas en el gabinete privado de mi padre o al término de los servicios de templo dominicales en la iglesia luterana. Y ciertamente, sirviendo de epílogo a este documento, el desenlace que me dispongo a contar fue no solamente decisivo, sino terminante.

Meses después de su llegada, mi tío vaticinó nada menos que el hundimiento de la isla debido a maremoto, nada más y nada menos que eso: un maremoto. Los pocos y escogidos amigos que aún le profesaban una rendida admiración ( aquellos que en cualquier conversación donde se tendiera a mancillar su reputación o su honor, lo tomaban como un agravio hecho a sí mismos, y de lo cual doy fe), se encargaron por petición suya de hacer correr el aviso, la profecía, la revelación. Lo cual, en sí, constituyó otro maremoto en el ánimo de aquella colectividad no del todo repuesta del anterior suceso. En este caso, las reacciones fueron muy diversas: desde el descreimiento absoluto, la mofa y el escarnio, hasta la ira, ira nacida sobre todo entre las autoridades religiosas. El párroco católico no dudó en excomulgarle “latae sententiae” tras una exhortación pastoral donde se le exigió pública retractación, y el luterano directamente lo maldijo desde su púlpito, blandiendo un volumen del Nuevo Testamento ante los ojos de mi familia en el servicio de los domingos.

Ya puede imaginarse el lector la nula importancia que mi tío Lucas profesaría a tales advertencias. Marcó una fecha a partir de la cual entraríamos en estado de riesgo y alerta toda manifestación viviente de la isla perteneciente a los órdenes mineral, vegetal, animal y humano, de forma que antes de ella debería abandonar la isla todo aquel que quisiera salvar sus posibilidades de vida y las de su familia. Redactó tales informaciones para que sus criados las distribuyeran por los lugares de mayor acceso público; entre ellos, las puertas de las iglesias.

Los criados tuvieron que contener a la multitud asustada que quería visitarlo, hablar con él, oír de sus propios labios la magnitud del desastre. La condición humana se puso a prueba por aquellos terribles días entre nuestra comunidad, y antes de la fecha terrible numerosas familias decidieron embarcar con todas sus pertenencias. Fue un triste espectáculo asistir en los embarcaderos de la isla a los vecinos que maldecían y lanzabas piedras contra los fugitivos, idénticos al brazo armado del sacerdote católico que les iba lanzando vetos y anatemas con la cruz uno a uno desde el muelle, acompañado de todos sus acólitos excepto del monaguillo, que a la sazón escondía su rostro entre las manos mientras trataba de esconderse en la cubierta de uno de los paquebotes que zarpaban. Previendo que la ira descontrolada del populacho, al igual que cuando los sucesos de los robos, muy pronto se volcaría contra la casa de mi tío y su propia integridad física, mi madre lo animó a que se marchara cuanto antes no tanto por la exactitud de sus premonición cuanto por una cuestión de mera supervivencia. Mi tío sonreía, nos tranquilizaba a todos, y mirando a mi padre con su voz siempre cordial, le conminó educadamente a que le acompañáramos en nombre de la vida de su familia. Mi padre ya lo conocía lo bastante para advertir que en ese ligerísimo cambio en la entonación velaba una advertencia en sus palabras, y respondió humillado que su presencia en nuestro hogar, se debía exclusivamente al parentesco de primer rango con mi madre, siendo por lo demás, la suya, una presencia ingrata a los ojos de un buen cristiano como él. Mi madre abandonó llorando el salón donde tomaban el té los mayores y mi hermana y yo escuchábamos en silencio. Fue un triste día en el hogar de los Schiller.

En coherencia con su predicción, mi tío organizó su marcha de la isla a bordo de su propia trainera. Pertrecharla de víveres y equipaje les llevó a los criados unas 24 horas antes de levar anclas, 24 horas en que los más exquisitos artilugios, tesoros y hasta el más insignificante de los libros de su biblioteca fueron cuidadosamente trasladados al antiguo pesquero para su partida definitiva de aquel agonizante trozo de tierra en el mar del Caribe, la isla donde mi tío había desarrollado buena parte de su carrera política e investigadora, donde mi hermanita y yo habíamos nacido, mis padres unido en alianza cristiana y tantas y tantas vivencias. En aquel barco, así lo sentí, se alejaba de nosotros el alma de su casa: me parecía estar viendo la marcha de un siglo tras otro hasta por lo menos la Edad Media a través de innúmeros objetos: muebles tallados, láminas de oro con que se habían forrado algunos de los techos, como el de la sala de los espejos, cajones llenos de pañuelos de encaje, retratos oscurecidos de hombres y mujeres ataviados con trajes antiguos, diferentes según las épocas, pero en todos ellos los mismos rasgos familiares de nuestra saga, que a veces daba la sensación de disminuir, pasando del rubio al moreno, para volver de repente con todo el impulso de su origen, como si el tronco hubiese recordado su esencia, cajitas adornadas con joyas, algunas de las cuales aún contenían restos de rapé, igual que si se hubieran usado la víspera, joyeros de nácar, retratos de sus dos esposas conocidas: Anna Q. de Pasquallis con su cabello negro y ondulado, el semblante pálido y delicado de perfil del más puro trazo griego, sus ojos penetrantes y oscuros, y la francesa Amadora Binoche, una belleza (decía mi tío ) a lo Botticelli: el cabello rubio cayendo sobre la clavícula, cuya hermosura eclipsó los sueños de poetas y pintores, y cuyos ojos de azabache eran los de una Esfinge tierna e impenetrable, y podría continuar con los bastones de incrustaciones de ónice, anillos con nuestras armas, pero sobre todos los objetos y sugestiones que traían consigo sus criados, en mi memoria causó un impacto la llegada y almacenamiento ( bajo su ordenada y meticulosa atención) de los elementos de su laboratorio secreto: las retortas conteniendo los elixires, los hornos, las matraces, los instrumentos con que llevaba a cabo su magna labor química, la gran obra.

Y con la siguiente marea, el barco zarpó una madrugada rumbo a la isla de Basse-Terre, capital administrativa del archipiélago. A pesar de la hora, volvimos a encontrarnos al borde del muelle a la congregación de exaltados que aún quedaban en tierra, cada vez menos, cada vez más inseguros y enteramente desconcertados con la marcha de mi tío, especialmente aquellos que habían jurado sobre la propia Biblia cortarse la mano si aquello no resultaba ser otra cosa que una broma macabra de él… pude escuchar la tenebrosa declamación del cura católico entre la niebla de la amanecida, entrever su figura mayestática, revestido de casulla blanca con bordados de hilo de oro, acusando a mi tío Lucas de masón y hechicero, de ser miembro de “ la cloaca donde se han juntado las doctrinas impías, las prácticas sacrílegas y abominables de todas las sectas más infames, desde el comienzo de los siglos hasta nosotros”( ni una sola de tales palabras y en su perfecto orden he podido olvidar).

Recuerdo el ajetreo en cubierta durante la despedida, la calma de mi tío y del resto de la tripulación ante los ataques y lanzamientos cobardes de alguna que otra piedra contra la trainera, los marinos aferrándose en desplegar las velas, y al fin zarpar… Una leve brisa erizaba la superficie del mar cuando me sorprendí llorando a solas y luego la mano de mi padre sobre mi hombro intentando un consuelo sin palabras, el sonido de las olas lacias crujiendo contra las quillas, la misma brisa tranquilizadora levantando mis cabellos y volviéndolos contra mis lágrimas en cubierta, las velas ya preñadas de aire en mar abierto cuando decíamos adiós a la patria de mis primeros días porque, en efecto, mi padre había sucumbido a las presiones de su esposa y la familia al completo nos unimos al éxodo. Con el tiempo, he llegado a encontrar cierta grandeza en la metódica insistencia de su humillación, una nobleza trágica de la que yo nunca había sospechado que llegara a ser capaz mi padre, sobre todo cuando, ya instalados en Basse-Terre días más tarde, supimos que nuestra colonia había sido sepultada bajo toneladas de agua salada por los siglos de los siglos. Todas las campanas del archipiélago antillano doblaron en plegaria por la salvación de aquellas almas que desoyeron los consejos de mi tío. Hoy, varios siglos más tarde, nuestra levítica isla es una de las numerosas e intrigantes montañas marinas que se elevan hacia la superficie, pero terminan en cumbres planas. ¡Y los geólogos aún dudan de si fue una isla!

Es éste un retazo de mi biografía paralelo al de mi tío. No pretendo extenderme más en este documento sobre su vida o la mía, ni por supuesto sobre la duración de ambas… Baste decir que de él fui recibiendo numerosos regalos y donaciones según crecía y evolucionaba en estudios, en persona y espíritu; fui instruido en las letras hebreas, pues él opinaba que ningún hombre que pretenda conocer la Naturaleza y los secretos del espíritu, debe desdeñar las vías del conocimiento de la mística latente en la Cabalá y el Zohar; fui formado en un saber de arcanos, que a su debido tiempo emergieron a mi clara conciencia, y también en el manejo de instrumentos de enorme utilidad para mis investigaciones sobre la causa causarum de todo en el Universo: la sustancia fuerza en la que reside el misterio de la generación universal. (Todo ello, es obvio, a espaldas de mi padre mientras fue necesario). Me independicé, cambié de residencia, obtuve el doctorado en medicina, me casé, tuve familia. Mi tío un buen día se despidió, se fue muy lejos, a alguna ciudad del sur de Europa donde solía acudir con cierta frecuencia para las reuniones que mantenía con otros miembros de una sociedad secreta, una hermandad de la que muy pocos conocen datos y pormenores. Me dijo en su despedida que la vida para él no es más que el inextinguible goce de examinar, de manera que hasta que no hubiera agotado todas las maravillas que el Creador ha sembrado en la tierra, no desearía nuevos mundos donde habitar, y terminó dándome este consejo: “Procura habitar más mental que físicamente los espacios de tu vida”.

Su nombre verdadero era y es Eliphas Levi.


martes, 19 de febrero de 2019

LA SENTENCIA (José Luis Morante)


La mañana de la ejecución los temblorosos miembros del reo huyeron en desbandada. Solo la cabeza permaneció en su sitio, altiva y desdeñosa, esperando con dignidad la hora signada para el cumplimiento de la sentencia. Aquella testa evidenció siempre una morosa inclinación al suicidio.


lunes, 18 de febrero de 2019

QUÉ TAL, LÓPEZ (Julio Cortázar)


Un señor encuentra a un amigo y lo saluda, dándole la mano e inclinando un poco la cabeza.
Así es como cree que lo saluda, pero el saludo ya está inventado y este buen señor no hace más que calzar en el saludo.
Llueve. Un señor se refugia bajo una arcada. Casi nunca estos señores saben que acaban de resbalar por un tobogán prefabricado desde la primera lluvia y la primera arcada. Un húmedo tobogán de hojas marchitas.
Y los gestos del amor, ese dulce museo, esa galería de figuras de humo. Consuélese tu vanidad: la mano de Antonio buscó lo que busca tu mano, y ni aquélla ni la tuya buscaban nada que ya no hubiera sido encontrado desde la eternidad. Pero las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a la tierra como palomas muertas.
Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien; los verbos activos contienen el repertorio completo.
Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa o los caminos ya hechos -por más atajos y encrucijadas que propongan. Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta.
Cuando los zapatos aprietan, buena señal. Algo cambia ahí, algo que nos muestra, que sordamente nos pone, nos plantea. Por eso los monstruos son tan populares y los diarios se extasían con los terneros bicéfalos. ¡Qué oportunidades, qué esbozo de un gran salto hacia lo otro!
Ahí viene López.
-¿Qué tal, López?
-¿Qué tal, che?
Y así es como creen que se saludan.


domingo, 17 de febrero de 2019

WOOD´ STOWN (Alphonse Daudet)


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo.
Entonces, rodeada por colinas boscosas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, a sólo cuatro millas del mar.
En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habréis visto un bosque parecido. Anclado al suelo con todas las lianas, con todas las raíces, cuando talaban por un lado, renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, ya estaban invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que, en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias en que se enmohecía el hierro de las hachas, tuvieron que recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Por fin, llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones, aduanas, muelles, tinglados, astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood'stown -como se la llamó- fue rápidamente poblada por los pioneros de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios; pero, sobre las colinas de los alrededores, dominando las calles repletas de gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado su lugar en las riberas del río, y tres millas de árboles gigantescos. Toda Wood'stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto, aquellos innumerables tejados inclinados los unos hacia los otros, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, teniendo sólo en cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los habitantes de Wood'stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda se partía con estruendo. Pero la madera nueva padece estos accidentes, y nadie les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera -una primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor de las fuentes-, el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes se hincharon, y se vieron en los tablones del piso largas elevaciones como ante el paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. "Es la humedad -decían los habitantes-, con el calor pasará".
De pronto, el día posterior al de una gran tempestad que provenía del mar y que trajo el verano con sus relámpagos ardientes y su lluvia tibia, la ciudad lanzó, al despertar, un grito de estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba empapado de una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un encaje. De cerca se veía una cantidad de brotes microscópicos, de donde ya surgía el enroscamiento de las hojas. Esta rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron por todas partes sobre los muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía afuera para ver los diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo aquel pueblo inactivo, daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien gritó: “¡Mirad el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde hacía dos días el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se extendía hasta las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood'stown empezó a comprender y a sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para adelantarlo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo, esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar un árbol en donde quiera que cayeran?
Sin embargo, todos se pusieron bravamente a luchar con guadañas, rastrillos, hachas: se hizo una inmensa tala de árboles. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, en donde el entrelazamiento de las lianas creaba formas gigantescas, invadía las calles de Wood'stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los tamaños y colores volaban sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras, buscando abrigo seguro en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos, instalaban sus colmenas como una demostración de permanencia.
Vagamente, en el tambaleo rumoroso del follaje, se oían sordos golpes de hacha; pero al cuarto día se reconoció que todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos. Además, las casas se volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y, en lugar de techumbres, se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood'stown, espantados, se precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que juncos gigantescos. Los astilleros marítimos, en donde se guardaban las maderas para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los barcos nuevos parecían islotes de verdor. Por suerte se encontraban allí algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre y desde donde pudieron ver cómo el viejo bosque se unía victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas y bajo el cielo azul, resplandeciente de sol, la enorme masa de follaje se extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad, ni tejados, ni muros. A veces, se oía un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último eco de las ruinas, o cómo el golpe de hacha de un leñador enfurecido retumbaba en las profundidades del follaje. Sólo el silencio vibrante, rumoroso, zumbante, nubes de mariposas blancas que giraban sobre la ribera desierta y, lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, y que llevaba a los últimos emigrantes de lo que fue Wood'stown…


sábado, 16 de febrero de 2019

EL REIDOR (Heinrich Böll)


Cuando me preguntan por mi oficio, siento gran confusión. Yo, al que todo el mundo considera un hombre de una gran seguridad, me pongo colorado y tartamudeo.
Envidio a las personas que pueden decir: soy albañil. Envidio a los peluqueros, contables y escritores por la simplicidad de su confesión, pues todos estos oficios se explican por sí mismos y no necesitan aclaraciones prolijas. Pero yo me siento obligado a responder: “Soy reidor.” Tal confesión implica otras preguntas, ya que a la segunda: “¿Puede usted vivir de ello?”, he de contestar con un sincero “Sí”. Vivo de mi risa y vivo bien, pues mi risa -hablando comercialmente de ella- es muy cotizada. Soy un reidor bueno, experto; nadie ríe como yo, nadie domina como yo los matices de mi arte.
Durante mucho tiempo -y para prevenir preguntas enojosas- me he calificado de actor, sin embargo mis facultades mímicas y vocales son tan nimias que esta calificación no me parecía adecuada a la realidad. Amo la verdad, y la verdad es que soy reidor. No soy payaso ni cómico, no alegro a las gentes, sino que produzco hilaridad: río como un emperador romano o como un bachiller sensible, la risa del siglo XVII me es tan familiar como la del siglo XIX y si es preciso río como se ha hecho a través de todos los siglos, de todas las clases sociales, de todas las edades: lo he aprendido tal como se aprende a poner suelas a los zapatos. La risa de América descansa en mi pecho, la risa de África, risa blanca, roja, amarilla; y por un honorario decente la hago estallar, como mande el director artístico.
Me he hecho imprescindible, río en discos, río en cinta magnetofónica, y los directores de radionovelas me tratan con gran respeto. Río melancólicamente, moderadamente, histéricamente, río como un cobrador de tranvía o como un aprendiz del ramo alimenticio; produzco la risa mañanera, la vespertina, la nocturna y la risa del ocaso, en una palabra: allí donde haya necesidad de reír, allí estoy yo.
Créanme, este oficio es cansado, y lo es tanto más cuanto que -y esta es mi especialidad- domino la risa contagiosa. Por eso soy imprescindible para los cómicos de tercera y cuarta categoría, que con razón tiemblan por el efecto de sus chistes. Casi todas las tardes me siento en los locales de variedades para reír contagiosamente en los momentos débiles del programa, con lo que constituyo una especie de sutil claque. Este trabajo tiene que realizarse con gran exactitud: mi risa cordial y espontánea no ha de sonar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde, sino en el momento preciso. Entonces, según se ha programado, empiezo a soltar carcajadas y todos los asistentes se unen a mis risas, con lo que el chiste se ha salvado.
Después me dirijo, agotado, sigilosamente al camerino, me pongo el abrigo, feliz por haber terminado mi trabajo. En casa me esperan casi siempre telegramas con “Necesitamos urgentemente su risa. Grabación el martes” y, pocas horas más tarde, me acurruco en un expreso con demasiada calefacción y maldigo mi suerte.
Todo el mundo comprenderá que, terminada mi jornada o en vacaciones, tenga pocas ganas de reír: el ordeñador está contento si puede olvidarse de las vacas, el albañil feliz si puede olvidar el mortero y los carpinteros suelen tener en casa puertas que no funcionan o cajones muy difíciles de abrir. A los pasteleros les gustan los pepinillos en vinagre, a los carniceros el mazapán y los panaderos prefieren la carne al pan; a los toreros les encantan las palomas, los boxeadores se ponen pálidos si a sus hijos les sangra la nariz: lo comprendo muy bien, pues yo después del trabajo jamás me río. Soy un hombre superserio y la gente me considera -acaso con razón- pesimista.
En los primeros años de nuestro matrimonio, mi mujer solía decirme: “Ríete”, pero, mientras tanto, se ha dado cuenta de que no puedo satisfacer su deseo. Soy feliz cuando puedo relajar mis cansados músculos faciales, cuando puedo relajar mi cansado ánimo a base de una profunda seriedad. Sí, también la risa de los otros me pone nervioso, porque me recuerda demasiado mi oficio. El nuestro es, pues, un matrimonio tranquilo y pacífico, porque también mi mujer ha olvidado qué es reír. De vez en cuando la pillo con una sonrisa y entonces también yo sonrío. Hablamos sin levantar la voz, pues odio el ruido de las variedades, odio el ruido que puede reinar en los estudios de grabación. La gente que no me conoce me considera poco comunicativo. Tal vez lo sea porque he de abrir demasiado a menudo la boca para reír.
Sigo mi vida con rostro inmutable, sólo de vez en cuando me permito una leve sonrisa y a menudo me pregunto si habré reído alguna vez. Creo que no. Mis hermanos pueden decir que siempre he sido un muchacho serio.
Así pues, suelo reír de múltiples formas, pero desconozco mi propia risa.


viernes, 15 de febrero de 2019

VAS A SER (Saiz de Marco)


Vas a sembrar la tierra. Vas a devastar pueblos. Vas a alzar acueductos. Vas a erigir murallas. Vas a trazar caminos. Vas a bombardear ciudades desde el cielo. Vas a hacer hospitales. Vas a arrasar cultivos. Vas a inventar la rueda, la pólvora, el teléfono… Vas a cuidar enfermos. Vas a cortar cabezas. Tus manos vas a usar para ayudar a otros. Vas a recluir a gente en campos de exterminio. Vas a ser bondadoso. Vas a ser despiadado. Vas a ser egoísta. Vas a ser solidario… Vas a ser Fleming. Vas a ser Gandhi. Vas a ser Hitler. Vas a ser Buda. Vas a ser Marx. Vas a ser Cristo… Vas a hacer todo eso, simio de erguido andar. Todo eso vas a ser, mono desnudo.


jueves, 14 de febrero de 2019

EL ALIMENTO DEL ARTISTA (Enrique Serna)


Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como bajar de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chigármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos. Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en el Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un pent-house en Los Angeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fuera tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomo la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos ponemos a darle de verdad enfrente de todo el mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada mas fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo la televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne. El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar el Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer. En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas.

Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al telón o cada quién jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacualcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué pasó, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la cosa fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielo y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una mafia, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala suerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.