Una vez, al atardecer, yo, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres, allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban sólo peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía, incluso, el rugido de la cascada!
¿Qué intentaba hacer allí?… Yo no sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!
Yo me dirigí…
Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero, subía más alto…, más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas casas, los últimos árboles… Las piedras, sólo piedras había alrededor; una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero; por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.
Yo me detuve, finalmente.
¡Qué silencio terrible!
Era el reino de la muerte.
Y yo estaba solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante, desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me imaginaba grandioso!..
¡Un Manfredo, y basta!
-¡Solo! ¡Yo solo! -me repetía, -¡solo, cara a cara con la muerte! ¿Y acaso no era hora? Sí… era hora. ¡Adiós, mundo ínfimo! ¡Yo te aparto con el pie!
Y de pronto, en ese mismo instante, llegó volando hasta mí un sonido extraño, que no entendí al momento, pero vivo…, humano… Me estremecí, presté oídos…, el sonido se repitió… Pero eso… ¡eso era el grito de una criatura, de un niño de pecho!... En esa altura desierta, salvaje, donde toda vida, al parecer, había muerto hacía tiempo y para siempre, ¡¡¿el grito de una criatura?!!
Mi sorpresa, de repente, se convirtió en otra sensación, una sensación de júbilo sofocante… Y corrí a todo dar, sin reparar en el camino, directo hacia ese grito, ¡hacia ese grito débil, lastimero y salvador!
Pronto surgió ante mí una lucecita trémula. Yo corrí aún más rápido, y a los pocos instantes vi una choza baja. Hechas de piedra, con un tejado plano, aplastado, esas chozas, por semanas enteras, servían de refugio a los pastores alpinos.
Empujé la puerta entreabierta, e irrumpí en la choza así, como si la muerte me pisara los talones…
Encogida en un banco, una mujer joven le daba el pecho a un niño… Un pastor, probablemente su marido, estaba sentado a su lado.
Ambos me miraron fijamente… pero yo no pude proferir nada…; sólo sonreí y asentí con la cabeza…
Byron, Manfredo, los sueños del suicidio, mi orgullo y mi grandeza, ¿a dónde se habían ido?
La criatura seguía gritando, y yo la bendije a ella, a su madre y al marido…
¡Oh, grito ardiente de una vida humana recién nacida, tú me salvaste, tú me curaste!
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